Читать книгу Como en una canción de amor - Maurene Goo - Страница 16
Capítulo cinco LUCKY
Оглавление–Irás derecho a la cama esta noche. Tienes solo un día para practicar antes de nuestro vuelo a Los Ángeles –protestó Ji-Yeon mientras ordenaba un poco la habitación. Joseph ya se había retirado a descansar, y yo me estaba poniendo el pijama.
–Sí, sí –le dije, mientras me colocaba los pantalones.
–No te quejes –sentenció Ji-Yeon.
–Está bien. Pero ¿puedo comer algo al menos? –el estómago me hacía ruido. Debido al programa tan agitado del tour, había estado comiendo solo barras de cereal y agua de coco todo el día.
Ji-Yeon se apoyó contra una pared y achicó los ojos mientras consideraba su respuesta. ¡Estaba pensando en si yo podía comer o no! Finalmente, asintió con la cabeza.
–Bien, creo que recuerdo haber visto algunos jugos y unas ensaladas en el menú.
No llegué a responderle porque el dibujo de una hamburguesa estaba danzando encima de su rostro. Hubiera matado por ir a un local de hamburguesas en ese mismísimo instante. A veces extrañaba Los Ángeles. Empujé las ganas por entre los recovecos de mis costillas, como siempre hacía. Si dejaba que las ganas se apoderaran de mí, entonces jamás podría seguir haciendo esto. Extrañar, como tantas otras cosas, era un lujo que no podía darme en ese momento. Iba a tener que lidiar con el sentimiento más tarde. Siempre más tarde.
Ji-Yeon ordenó la comida, y luego se apareció en el pasillo para avisarle a Ren que pronto alguien extraño llegaría con el servicio de habitación. Ren solía quedarse junto a mi puerta toda la noche. Había más guardias de seguridad en el lobby y en el coche también, por las dudas.
Podía parecer algo exagerado, excepto cuando una vez uno de mis fans sasaeng (súper fans que rozan el acoso) estaba esperándome en la parte trasera de mi coche.
El skyline de Hong Kong se veía colorido y dramático y prácticamente invadía mi habitación de hotel; la pared de puras ventanas me hacía sentir como si estuviese flotando en el cielo. Los edificios eran enormes y estaban tan cerca unos de otros que parecían piezas de papel y luces de neón superpuestas. Cuando me acerqué más a las ventanas, Ji-Yeon cerró las cortinas bruscamente, marcando el final de tan romántico instante. A pesar de estar tan cansada que podría haber dormido unos cien años, la antigua ansiedad nocturna se impuso.
De niña, odiaba el anochecer y los rituales inminentes de la hora de irse a la cama: lavarse los dientes, colocarse el pijama, apagar las luces. Una sensación de terror me perseguía a medida que el día se acercaba a su final.
–Aquí tienes –Ji-Yeon colocó un pequeño plato junto a mi mesa de luz. Dos pastillas para dormir y un Ativan. Las pastillas eran las estándar, las que todos tomaban. Pero el Ativan… Eso era top-secret. Las enfermedades mentales seguían siendo tabú en Corea del Sur y, si alguien descubría que yo estaba tomando medicación para manejar la ansiedad, bueno, entonces…
La princesa adicta del K-pop
La prensa coreana me comería viva. El resto de Asia seguiría sus pasos. Y luego mi carrera colapsaría, como una estrella que cedía finalmente ante la gravedad.
Al tomarlas, mis largas uñas rasparon el plato. Las coloqué sobre la palma de la mano, y las tragué con un poco de agua.
Después de armar mi cena, que consistía en un mix de verdes con un aderezo liviano de aceite de oliva y una guarnición de almendras, Ji-Yeon se dirigió a su habitación y me dejó sola. Aunque codiciaba mi privacidad, también tenía problemas para conciliar el sueño estando sola. La compañía de Ji-Yeon era reconfortante y era una de las pocas cartas de diva que solía utilizar.
Pero esta noche me inquietaba mi inminente debut norteamericano. Necesitaba un poco más de ayuda que la de siempre.
Hice a un lado mi ensalada y llamé a mi madre por FaceTime. Era muy temprano para ellos, pero no se quejaron. Mis padres siempre se hacían un tiempo para mis llamadas, porque no eran muchas mientras estaba de gira y pasaba mucho tiempo entre una y otra.
El teléfono sonó tres veces y mi madre atendió. La pantalla quedo oscura y borrosa durante unos segundos antes de que se ajustara a su rostro, los ojos separados de la nariz, los mechones de cabello ondulado enmarcándole el rostro suave.
Me estudió a través de la pantalla.
–¿Sucede algo? –ese era el típico saludo de mi madre.
–Hola, Umma. No, todo está bien. Solo llamaba –dije con la voz ahogada. Habían pasado tres semanas desde la última vez que habíamos hablado. Ver y oír la voz de mi madre me quitó de inmediato la seguridad de estrella del pop. Era yo misma otra vez.
El rostro de mi padre también apareció en la pantalla, y ella quedó hecha a un lado. Él se colocó las gafas para verme mejor; su cabello se veía desaliñado.
–¡Ah! ¿Qué haces aún despierta? –mi padre siempre se veía como un profesor loco en una escuela de hechiceros.
–Son apenas las diez –dije, riendo, observando a mis padres disputarse el espacio en la pantalla–. ¿Te desperté?
Mi mamá hizo un gesto con la mano, como pidiéndome que no exagere.
–A mí no. Yo me despierto más temprano que tu padre ahora.
–¿Ah, sí? ¿En qué mundo? –dijo mi padre, mezclando algo de coreano y de inglés, como siempre hacía–. Tal vez esta semana, porque…
–Está mirando esa cosa llamada Juego de tronos –interrumpió mi madre–. No sé cómo puede ver eso antes de irse a dormir. Es horrible –dijo encogiéndose de hombros.
–¿De verdad estás viendo eso? –le pregunté sorprendida–. Padre, eso es muy violento. Además, ¿llegas a entender el argumento?
Mi madre lanzó una risotada y mi padre se levantó las gafas, nervioso.
–Bueno, bueno, está bien, parece que tu padre ahora es un babo.
La palabra coreana para “tonto” jamás fallaba, siempre me hacía reír.
–No, eso no es cierto –protesté–. Tiene demasiados personajes y es un mundo de fantasía complicado –dejé de hablar cuando una explosión de color blanco y ojos negros cubrió la pantalla de repente. Era Fern, la perra pomerania de mis padres. Todo fue caos durante unos segundos mientras mi madre intentaba sujetarla en brazos para tomar una selfie. Su nariz contra la cámara me hizo reír; y luego oí una voz que se quejaba en el fondo.
–Dios mío, ¿por qué tienen que hacer tanto ruido tan temprano?
Ah, el tono inconfundible de una irritada niñita de quince años.
–Tu hermana está al teléfono, ¡di hola! –dijo mi padre mientras movía el teléfono para que yo llegara a ver el rostro de mi hermana. Era como el mío, pero no. Sus mejillas eran más regordetas, la boca era más grande, los ojos eran más grandes.
–Hola, Vivian –le dije.
–Hola –saludó en voz baja–. Odio FaceTime.
–¿Qué anduviste haciendo hoy? –le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
–Nada –Vivian no solía mirarme a los ojos demasiado, pero llegué a ver cómo su mirada se detenía en mi rostro unos instantes–. ¿Te hiciste microblading?
Pasé mi dedo índice por mis cejas naturales.
–No.
–Se ven extrañas.
Nada como una hermana menor para bajarte el ánimo.
Mis padres intercedieron, hablando de sus planes para el fin de semana. La normalidad de todo el asunto se sentía muy bien. Al fin una conversación fuera de mi trabajo, mis horarios, mis fans.
Cuando bostecé, mi madre frunció el ceño.
–Deberías ir a la cama ahora mismo. Has tenido una larga gira, y ahora debes prepararte para The Later Tonight Show, ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
–Sí. El lunes. Irán a verme, ¿verdad? –estarían esperándome en el camarín luego de la grabación.
–¡Por supuesto! –dijo mi padre–. Nos aseguraremos de que comas bien para que luego tengas mucha energía.
Las expresiones de preocupación en sus rostros me destrozaron el corazón una vez más. Traté de mostrarles mi mejor sonrisa.
–No se preocupen. He comido muy bien en esta gira. Muchos dumplings y noodles y esas cosas.
Los dos asintieron con la cabeza, encantados de oír mi comentario. Pero les estaba mintiendo, claro. Una de las tantas mentiras que debía decir para dejar a mis padres tranquilos. Si sabían lo poco que había estado comiendo y durmiendo… Bueno, no podría estar haciendo esto. Sabía de los sacrificios que mi familia estaba haciendo para traerme hasta aquí. Lo mínimo que podía hacer era hacer que no se preocuparan por mí.
Cortamos la comunicación y sentí que mi ánimo se desplomaba todavía más. ¿O acaso serían las píldoras para dormir? Sentía las extremidades pesadas, pero mi mente no paraba de funcionar. Me metí en la cama sin siquiera lavarme el rostro ni los dientes. El cubrecama blanco prácticamente me devoró; las sábanas lujosas se apoyaron sobre mi pijama, frescas y acogedoras. Estaba bien abrigada, un hábito que había adoptado viviendo en Corea.
La primera noche en el campamento de entrenamiento, me había ido a dormir con un top y mis interiores, y las otras niñas se burlaron de mí incluso terminado el verano. Vamos, niñas, ¡es solo ropa interior! O, como yo las llamaba, ppanseuh, la palabra que usaban mis padres para las prendas íntimas. Una cosa más que me dejaba en ridículo. Aparentemente, esa era una palabra japonesa muy antigua que solo las abuelas utilizaban. Los niños bien decían “panties”, como en inglés. Pero a mí esa palabra me ponía nerviosa. Y nadie dormía solo en “panties”.
Saben, mis botas me molestaban todo el tiempo últimamente. Era como si alguien gritara: “¡No dejen que Lucky use zapatos sin tacón, Dios no lo permita! ¡Mide un metro setenta! ¡ESO… SIGNIFICA… MUY… ALTA!”.
Cuando pensé en mayúsculas, las pastillas ya estaban surtiendo efecto. Di vueltas en la cama, golpeé la almohada unas cuantas veces. No sé si era el hambre que tenía o qué, pero no podía dormirme. Tenía que levantarme temprano para practicar. No podía hacer un papelón en The Later Tonight Show. No, señor.
Mmm… Hamburguesas.
Ese era el problema. Seguía tan hambrienta como antes. Me deshice de mis sábanas y abrí la maleta. Me dejé la camiseta térmica puesta, pero me quité los pantalones del pijama y los cambié por unos jeans negros rasgados. También tomé mi gorra favorita de béisbol (una de color verde oliva que no llamaría jamás la atención). Mi peluca rosada estaba siendo custodiada por Ji-Yeon y ya lejos de mi cuero cabelludo… gracias a Dios. Así que me coloqué un tapado color beige claro y busqué mi calzado, pero no lo encontré por ningún lado.
–Nota para mí misma –murmuré–. Alguien me está robando los zapatos –busqué las pantuflas blancas del hotel debajo de la cama. Eso sería más que suficiente.
Estaba a punto de abrir la puerta y salir cuando recordé quién estaba allí fuera. ¡REN! Di un golpe a la puerta con el puño y caí de rodillas.
Luego, me enderecé. Mi cabello volvió a su posición. Yo era inteligente. Todo el mundo lo decía, incluso si solo era porque a mi sello discográfico se le había ocurrido decir que yo había estudiado en Harvard.
Ja… ja… ja.
Sí, está bien, había hecho el intento de ingresar en Harvard en mis épocas de almuerzos a base de patatas y mientras aprendía a hacer piruetas en el sentido contrario de las agujas del reloj.
Vamos. Piensa, Lucky, piensa.
Luego de un segundo, golpeé la puerta suavemente.
–¿Ren? –dije en una voz patética y suave.
–¿Sí? ¿Te encuentras bien? –la voz de Ren retumbó del otro lado de la puerta.
–Nada muy importante, pero… Ji-Yeon está durmiendo ya, y necesito una medicación. Es para mis calambres menstruales.
Pude sentir el asco a través de la pesada puerta.
–Lo siento –agregué con voz dulce.
–¿Qué es exactamente lo que necesitas? –preguntó, haciéndose el fuerte.
–Midol. O su equivalente chino. Diles para qué es, y ellos sabrán qué darte.
Lo oí refunfuñar por lo bajo y esperé a que el sonido de sus pasos pesados desapareciera. Unos segundos después, abrí la puerta y espié el pasillo. Estaba en el piso de los penthouses porque necesitaba privacidad, así que no había una sola alma a la vista.
Cerré la puerta suavemente, y me apresuré a avanzar por el pasillo. Corrí, marché, y luego volví a correr. ¿Cuál sería la mejor manera de escaparse sigilosamente?
Los elevadores estaban al final del pasillo, había uno abierto y esperándome. Corrí hasta llegar al interior y presioné el botón “1”. Me relajé apenas un instante, porque luego una mano apareció de la nada y detuvo el cierre de las puertas. Maldición. Di un paso para atrás y me ubiqué en el rincón, ocultando mi rostro.
–Gracias –dijo la voz masculina. Levanté la vista. Era un muchacho joven y asiático con una chaqueta en la mano. Me apretujé aún más contra el rincón para quedar lo más lejos posible de él, pero no me estaba prestando atención a mí.
El tipo sonreía y observaba todo con una especie de orgullo. Luego se quitó la camisa de dentro del pantalón y se despeinó el cabello.
Quería mirarlo. Era un muchacho raro. Raro, pero lindo. Con un cabello increíble. Alto. Hombros anchos y brazos largos. Pero con una vibra muy extraña, sin duda; una especie de euforia maníaca. Cuando lo oí reírse por lo bajo, me apreté aún más contra la pared del elevador. Loco.
Intenté calmar mi corazón acelerado, rogando que no se nos unieran más personas. Por suerte, así fue. Recién volví a respirar cuando el elevador se detuvo en el primer piso.
Cuando salí, estaba en un pasillo alfombrado, pero no era el lobby. Miré el elevador por si me había confundido.
–Si buscas la planta baja, ese sería el nivel “G” –dijo el muchacho desde dentro, apenas levantando la vista de su teléfono.
Con todo el orgullo que pude recuperar en ese instante, mentí.
–No, aquí venía –y me fui. Es verdad que no sabía dónde diablos estaba. Ni tampoco recordé que llevaba pantuflas.
Hoteles. Yo sabía de hoteles. Iría hasta el lobby y preguntaría lisa y llanamente dónde conseguir las mejores hamburguesas. Así que busqué las escaleras y bajé otro piso.
¡Qué fácil fue! ¡Lo logré! Festejé mientras nadie estaba mirando. Esto es demasiado sencillo para ti. Recuerda aquella semana que dormiste solo ocho horas en total y debiste ser hospitalizada por deshidratación luego de los MTV Asia Awards. Esto de fugarse no tiene nada de especial si lo comparas.
El lobby se veía impecable y simple. Mis representantes siempre me anotaban en hoteles boutique bien discretos, con la esperanza de que fueran mejores escondites que las grandes cadenas.
Dos de mis guardias de seguridad hablaban ávidamente con el aparcacoches y no me vieron cuando me detuve frente al mostrador de la recepción porque me ubiqué estratégicamente junto a una maceta con una pequeña palmera.
–Hola –saludé con la que esperaba que sonara como una voz normal y relajada–. ¿Podrían indicarme en dónde encontrar la mejor hamburguesa sin tener que ir demasiado lejos?
Uno de los jovencitos detrás del mostrador sonrió, atento.
–Claro, señorita. Hay un restaurante al estilo norteamericano en el centro comercial que está conectado a este hotel –su cabeza giró en la dirección de la puerta, pero luego me miró otra vez y supe que me había reconocido.
Maldición. La gente podía reconocerme incluso sin el cabello rosado. Me ajusté la gorra.
–Muchas gracias –le dije cuando ya me había dado vuelta para irme.
Avancé y crucé las puertas dobles de vidrio en dirección al centro comercial.
Los centros comerciales en Hong Kong eran cosa seria. Este era gigante, un laberinto infinito de vidrio y granito gris, con muchos niveles y dispositivos de iluminación esculturales que brillaban por doquier.
Me quedé quieta en el lugar. Estaba rodeada de gente. Y la mayoría era gente joven. ¿Qué era lo que hacían todos tan tarde en el centro comercial? Miré a mi alrededor y descubrí algunos bares y unos restaurantes elegantes que seguían abiertos. Una ciudad que nunca dormía.
Y no sabía si eran las pastillas para la ansiedad o qué, pero el pánico usual que le seguía a mi exposición ante las grandes multitudes no se hizo presente esta vez.
Quizás fuera también porque aún seguía viendo hamburguesas danzantes en mi mente. Por lo que seguí caminando, con la cabeza gacha y el cuello del tapado bien alto. ¿Se vería sospechoso? Me sentía como la maldita Pantera Rosa.
Llegué a un mapa del centro comercial y me detuve a mirarlo. ¿Qué diablos era aquello? Todo era digital. Toqué la pantalla varias veces, pero tanto pensar en cómo descifrar esa cosa iba a derretirme el cerebro.
Bien, Lucky. Sigue tu olfato. Sí, gran plan. Tenía una nariz muy sensible.
El centro comercial era infinito. Caminé y caminé, pasando por decenas de tiendas de lujo. Y restaurantes de lujo. Pero no había nada que prometiera una buena y grasienta hamburguesa. Unos minutos más tarde, terminé cerca de unas escaleras mecánicas que llevaban a la estación del metro. Pasear por un centro comercial en Hong Kong mientras luchas contra la medicación para el sueño y la ansiedad había sido una idea muy torpe. Me sentía atontada y de pronto todo se volvió borroso.
Tan ocupada en orientarme estaba que no llegué a ver al grupo enorme de personas que salía de la estación antes de que me llevara por delante.
Preocupada por no ser reconocida, seguí caminando con todos ellos hasta que sentí el aire fresco dándome de lleno en el rostro.
Cuando las personas se dispersaron, me encontré parada en las calles de Hong Kong.
Sola, en las calles de Hong Kong.