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ОглавлениеCuando el hombre comienza a humanizarse, adquiere condiciones que los animales no tienen: se hace preguntas con sentido, se plantea un futuro (admite la promesa) y tiene fe (emuná), lo que implica creer en lo que no es demostrable o fácil de demostrar, pero sí necesario para vivir43. La fe significa entender que hay más y que ese más es lo que me humaniza, le da más sentido a la vida y propicia entrada en los misterios sin tener miedo, pues los fundamentos de la fe son, como dice Maimónides en La guía de los descarriados (Moré nebujim), los que me permiten avanzar sin perderme44. Así, la fe es lo que se debe creer para darle sentido al peregrinaje. Y este peregrinaje es ingresar en el tiempo y entender las razones de estar vivo.
Usted menciona cuatro palabras clave en los inicios de Abram: migración, exilio, extranjero y peregrinaje. Si tomáramos estas palabras con relación a la vida de un hombre, tendríamos un mapa muy interesante para entender lo que pasa cuando se ingresa en la vida. Digamos que, al momento de nacer, comienza la migración. Dejamos el seno materno, la seguridad, el estado de no conciencia. Ya en ese estado de migración, la vida y lo viviente aparecen frente a nosotros. Al migrar (salir a la vida), entramos en la creación. Y migrando asumimos el exilio, que es la condición de no estar más en lo que nos daba la seguridad de no saber.
Abraham no sabía nada del sentido de la creación ni de D’s mientras estuvo en la Ur, que fue una especie de líquido amniótico que le propició lo básico para tener una forma y alimentarse de lo necesario para desarrollar los sentidos. Allí se hizo en cuerpo y al fin migró, fue parido, y entró en lo exterior. Ya, a partir de la exterioridad, cuando ya no fue mantenido (dejó el vientre), sino que debió mantenerse, sintió el exilio, esta situación que implica avanzar sin retroceder. Migración y exilio, entonces, configuran lo que es la vida, un seguir para vivir, sin posibilidades de retorno. Un adelante siempre, un más allá, un horizonte al que se llega para encontrar otro. Somos en el tiempo que corre y es imposible retornar en él. Y si esto se lo aplicamos a Ulises (el viajero griego)45 o a Simbad (el viajero de Las mil y una noches), podríamos decir que en el regreso a sus tierras han perdido lo que han vivido46. En ese retorno, su vida no ha sido más y tienen que dar explicaciones, el uno en Ítaca y el otro en Arabia o Persia, para ser reconocidos. Cuentan sus historias de miedo, llenas de monstruos y sirenas, pero no cómo se hicieron humanos. En su regreso han vuelto a la oscuridad47. No pasa así con Abram, que antes que ser reconocido, se reconoce a sí mismo en su mismidad, estando en lo que hay y propiciando el encuentro como un aprendizaje. Y esta es su condición de extranjero48.
Migrando y en el exilio, aparece la condición de extranjero, el estar entre otros y, en esa relación, preguntarme quién soy yo y de qué me he valido para estar allí. Un extranjero carece de la historia local, es una pregunta para los otros, no tiene lazos con los de ahí y su tarea es asimilarse, dando cuenta de quién es él, de lo que sabe y de los oficios que ejecuta. Y en esa condición de extranjero intercambia, realiza un comercio, compra y paga, pacta, solicita permiso y se busca un lugar donde ser admitido. Abram hace todo lo anterior, pero no se asimila. Y esta es su decisión: seguirá siendo extranjero, pues su intención no es detenerse, sino peregrinar.
El peregrinaje, antes que ir por ahí perdido, es hacer un camino hacia el encuentro. Los grandes peregrinos de la historia supieron a dónde iban y en su avance tomaron lo necesario (palabras bellas, actos humanos, seguridad en el camino) para propiciar bien el encontrarse. El peregrino sabe de la lejanía, pero también del abrazo que lo espera, como sostiene Walter Benjamin49. No va al azar, aunque los azares aparezcan. Y si bien toma por un camino u otro, el desviarse un poco también es confrontarse, vuelve a la línea por donde debe ir. Abram, en su calidad de peregrino, va al encuentro con D’s. Y se prepara mientras la vida teje a su alrededor, para que él mire y se haga preguntas. Incluso asume la culpa, que es el mayor estado de razón.
El peregrinaje es el viaje de la fe. Es el oír para continuar, es el agradecer por lo que pasa, y no es cubrir una distancia en un lugar, sino un hacerse en ese caminar. En el judaísmo, que es una religión de vida, el hacerse es imprescindible, pues no se está en un sitio concreto (como pasa con los animales y las plantas), sino en el tiempo50. Y el tiempo es quien me sitúa en los días sagrados, en los que me dan identidad. Diría, entonces, que Abram peregrina hacia la sacralidad, hacia lo que lo hace humano y no dependiente, más que de D’s51. Y esa fe que comienza a darse en él, que va reconociendo en el camino, que se hace en él cuando agradece, es la que lo hace un ser digno del tiempo. Así que no añora lo pasado, sino que abraza lo que se le va proporcionando mientras sigue adelante. Y no abraza para poseer: abraza para creer, y en tanto cree, es él en la creación, que es el tiempo mismo proporcionando.
Ir en el tiempo, encontrando más a D’s, ese es el camino de Abram, su estado de extranjero, su peregrinaje. Y así ya no hay exilio (que es un estado de memoria que añora el pasado, como sucede en muchas partes del Tanaj) ni es extranjero entre los pueblos. Es un hombre libre y por esto peregrina, porque cree y va a encontrarse consigo mismo mientras D’s se le aparece como guía. Un D’s único que primero se le manifiesta como voz y después como promesa, que le hace distinguir entre los dioses del camino y él, que es todos los dioses, y es más que ellos52.
Abram no es como Ulises o Simbad, que no fueron capaces de ir más allá y retornaron a sus lugares. Abram no retorna y esa es su libertad, ir por la tierra siendo origen y fin, principio y consecuencia53.