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Capítulo VI
La flor
Оглавление9 de junio de 2002. Guadiaro. Tamara.
Agustín se ha presentado en casa de Esperanza en busca de Tamara el domingo 9 de junio a las 12 de la mañana. Llega cabreado y con aires de prepotencia.
—¡Te he llamado toda la mañana, Tamara! —inquiere Agustín liderado por su ego.
—Me quedé aquí a dormir con Esperanza…, me han pasado cosas —le dice Tamara con la voz entrecortada.
—¿Qué cosas? Nada puede ser más importante que dejarme tirado —continúa él.
—¿Qué son estas voces? —relata Aurora, molesta desde la cocina.
—¡Nada mamá, perdona! —advierte Esperanza— ¡vete de mi casa ahora mismo Agustín, no eres bienvenido!
—Me iré con Tamara —dice tomándola del brazo para llevársela.
Esperanza no lo permite, sacude a Agustín enérgicamente y le empuja hacia la puerta:
—¡Fuera, fuera, fuera ya!
Cierra, dejándole en el exterior, apoya su espalda en la pared del hall y respira hondo.
—Tamara, no puedes contarle lo que ha pasado, hemos hecho una promesa, ¿entiendes? —le insiste su amiga.
—No pensaba contarle nada del bebé. Iba a explicarle que me han pasado cosas a mí, que ya no me siento bien con él —dice afligida—, pero tú siempre te metes Esperanza. ¡Deja ya de meterte en mi vida!
Su amiga la abraza y le pide perdón.
La noche anterior, Tamara se sentía muy triste. Pidió por favor a la señora Aurora si podía quedarse a dormir. No tenía valor de volver a casa y enfrentar las preguntas de sus padres porque, sin duda, la notarían conmocionada después de todo lo acontecido con el niño negrito.
Las chicas habían hecho la promesa de no hablar del tema del niño con nadie más. Ya era reconfortante haber librado de la muerte a ese bebé. Esa experiencia las marcaría para siempre.
Los domingos son de Tamara y Agustín. Él la llamó en varias ocasiones y su madre, Diana, le dijo que estaba en casa de Esperanza ese domingo de junio.
Ni Juan ni María sabían nada del bebé. Aurora actuaba con normalidad y Aurori estaba ausente, pero eso no llamaba la atención. Carla y su madre tampoco hablaron del tema con Dani, los tres vivían solos desde que eran unos críos. Su padre les abandonó y se dio a la bebida, no saben dónde está. Quizás por este motivo, Dani vio una salida con Susana desde bien pequeño. Esta chica le metió en la mecánica, le dio trabajo con sus padres y con su hermano Nachote, y esto le puso en una buena posición para ayudar a Carla y Fátima. Siempre ha sido un chico muy protector, ejercía el papel de padre y de hermano.
Fátima también es admirable. Es una mujer fuerte, aún joven y muy trabajadora. Por fin encontró su propósito en la vida, la enfermería. Empezó estudiando en cursos de la Junta de Andalucía cuando sus hijos alcanzaron una edad para cuidarse por sí mismos. De voluntaria en el ambulatorio todos vieron su potencial y finalmente la contrataron en el Hospital de La Paz de Sotogrande.
Tamara aún no había regresado a casa desde la tarde del incidente con el bebé. Aurora se encargó de llamar a su madre la noche del sábado 8 de junio sobre las 22 horas.
—Se van a quedar aquí —dice Aurora.
—¿Hoy no salen? —pregunta Diana.
—No, Esperanza no se encuentra bien y Tamara quiere estar con ella —atina Aurora a decir.
—¡Estupendo! —concluye la madre de Tamara.
Tamara y Esperanza duermen en la habitación de Aurori porque en esta estancia hay dos colchones juntos. Aurori se ha ido a dormir pronto a la cama de Esperanza. No ha probado bocado.
Poco antes, Aurora, Esperanza y Tamara cenaron en un ambiente muy tenso que preocupó a Juan.
—Vosotras estáis todas muy raras. ¿Se ha muerto alguien? —irrumpe serio y tajante.
Aurora tiene la capacidad perfecta para esconder la tristeza contenida e inició una conversación absurda de anécdotas de su infancia para calmar el clima.
La noche pasa muy lenta. Esperanza y Tamara hablan de sus cosas, pero no nombran al niño ni nada de lo que había pasado. Se siente el frío de la noche a través de una rendija por la ventana. La habitación de Aurori tiene un ventanal hasta el suelo con un pino justo delante. La copa roza el cristal y los pequeños filamentos de sus hojas chascan. Una leve llovizna comienza a calar y Esperanza, apresurada, empuja el cristal y cierra la manilla. Las gotas caen intermitentes con la luz de las farolas de la calle Lope de Vega. Las amigas cogen una mantita de lunares y se arropan juntas, sentadas y en silencio.
—Esperanza, no quiero seguir con Agustín —vacila con la voz entrecortada.
—¿Y eso? —dice su amiga extrañada.
—Verás… el domingo pasado…me obligó, bueno no me obligó, pero…— tartamudea Tamara.
—¡Tamara! ¿Qué pasa? —la consuela su mejor amiga, rodeándola con el brazo derecho.
—Pues que nos acostamos, y no me siento bien, y encima hoy lo que ha pasado con ese pobre bebé —comienza a llorar.
Esperanza la abraza con fuerza durante unos segundos y con suavidad coge su barbilla para levantar su mirada.
—Escúchame, tú no te has acostado con nadie, mucho menos con ese patán. ¿Me oyes? Olvídalo ¡Y al bebé le hemos salvado, tú, Carla y yo!
En la oscuridad de la noche, Tamara se queda dormida con los cachetes de la cara húmedos por las lágrimas. A Esperanza le cuesta dormirse, siente un odio profundo hacia Agustín. Tampoco deja de pensar en ese bebé de color que apenas hacía unas horas había abrazado con fuerza.
Las horas pasaron lentas y llenas de desazón.
Tamara.
«Es domingo 2 de junio. Me levanto con agujetas de tanto bailoteo nocturno. Anoche lo pasamos genial en Varedero Beach las chicas y yo. Me baño y me corto las uñas de los pies. Hoy he llenado un poco la bañera para depilarme. Me da asco la crema depilatoria, pero con la cuchilla me salen granitos en las ingles. De un año aquí me ha crecido considerablemente más vello del que hubiese querido. Mi madre, Diana, no sabe que me quito los pelos del pubis. Carla me ha dejado este tubo de crema hace dos semanas, pero ya han crecido otra vez.
A la una me recogerá Agustín en su moto y nos iremos de picnic a la montaña. Hoy no podré estar mucho tiempo porque debo repasar el examen final de matemáticas que es mañana. Sobre las 18 horas me han dicho mis padres que debo estar de vuelta y ser responsable.
A mi padre, Isidoro, no le gusta Agustín. En realidad, no le gusta ningún chico para mí, soy su niñita. Cuando Agustín llega a casa, papá se levanta y se marcha a otra estancia, además, lo hace sin disimulo alguno, frunce el ceño y se va.
Mamá es más simpática. Mientras termino de arreglarme, le ofrece un refresco y le pregunta qué tal está su familia.
Hoy me he recogido el pelo con un moño y casi no me he arreglado porque vamos a ir al campo. En mi mochila ya he echado la cantimplora de agua y unos sándwiches que nos ha preparado mi madre. También he echado unos Lacasitos y una toalla cuadrada muy ancha, que no pesa casi nada, y es de publicidad de Fanta de naranja.
Últimamente Agustín y yo discutimos mucho. Él no me comprende y no le gusta hablar del futuro. De todas formas, creo que me quiere, aunque a veces sea tan posesivo. No se lleva nada bien con Carla y Esperanza. Ayer por la tarde, antes de ir a casa de Carla para arreglarme, me tuvo al teléfono un buen rato para convencerme de no salir. Yo le expliqué que solo salimos a bailar y a divertirnos, que no hacemos nada malo. Insistió en que no hace falta ir a Varadero Beach para pasarlo bien, que allí solo hay busconas y salidos, que veamos una peli o que hagamos una fiesta de pijamas. Surrealista, ¡ni que tuviéramos diez años! No acabamos muy bien al teléfono.
Llevamos juntos 10 meses y dos días, pero solo nos vemos los domingos, y no todos porque a veces tengo que hacer vida familiar por imperativo de mi padre.
Agustín ha llegado muy guapo hoy y me espera fuera. No es muy alto, pero está buenísimo. Tiene un cuerpazo. Tiene 17, un año más que yo porque es el repetidor de la clase. Es un poco pandillero y siempre viste de color negro. Yo le insisto en que estaría más guapo con unos vaqueros azules en vez del pantalón ancho que siempre se pone. Yo no le doy besos en la puerta de mi casa por respeto a mis padres, pero luego me harto.
Me pongo el casco, me subo a la moto y nos vamos rumbo a Casares, un pueblo que hay en la montaña apenas a 15 minutos.
—¡Tened cuidado! —grita mi madre diciéndonos adiós con la mano, asomada a la cancela con bata morada, despeinada.
Hemos llegado, aquí venimos muchas veces. No hay casi nadie. Aparcamos la Yamaha Aerox de Agustín en la plaza del Ayuntamiento del pueblo. Recorremos la calle María Auxiliadora a pie con la mochila a un hombro y los cascos, y llegamos al vallado de alambre roto que hay al final. Detrás de los primeros árboles y cañas corre un riachuelo de pedruscos, ruidoso y espumeante.
Un puente largo y frágil nos adentra a un bosque frondoso de eucaliptos altos antiquísimos. Algunos turistas desocupados cruzan el puente en los dos sentidos. Llegamos a un claro de hierba verde y campanillas amarillas que han crecido imponentes, de esas salvajes que arriban en la primavera.
Durante el paseo Agustín no deja de preguntarme qué hice anoche con mis amigas. Hoy está más insistente de la cuenta. Me enfurece cuando empieza con sus celos. No he querido seguir la conversación.
—¡Tengamos la fiesta en paz! —le grito.
Coloco la toalla lo mejor que puedo. Agustín está muy tenso hoy. “Qué pesado”, pienso. Todavía no nos hemos dado ningún beso. Son las dos de la tarde y el hambre apremia. Saco los dos sándwiches de pavo y la cantimplora, y almorzamos tranquilos escuchando los sonidos de la naturaleza. Él saca el walkman y me da un auricular, escuchamos Estopa. Estamos más calmados.
Entre las ramas de los árboles penetran algunos halos de sol y el cielo está muy azul, sin nubes. Pongo la cabeza sobre las piernas de Agustín y le miro. Está comiendo Lacasitos, le encantan.
—Agustín, ¿tú me quieres? —le pregunto.
—¡No seas tontita! —dice riéndose.
—Yo te quiero sabes —le digo mientras le toco la nariz para fastidiarle.
—¡Quita! —dice.
—Es que tienes un moco —bromeo.
—¡Mentira! —se ríe, pero por si acaso se toca la nariz y se limpia.
Me incorporo, le rodeo con mis brazos y le doy un beso enorme, de los que duran y cortan la respiración. Ya lo tengo contento. Empezamos a besarnos recostados en la toalla, húmeda por la hierba. Se está muy bien. Bromeamos de nuestras cosas y nos miramos.
Nos pasamos el rato así, tocándonos la cara y besándonos. Él baja a mi cuello, lo muerde despacio, lo chupa dejando baba y yo le digo:
—¡Qué asco! —le empujo, le atraigo de nuevo. Es nuestro juego de amor.
Agustín ya me ha tocado los pechos. Tengo vergüenza porque estoy casi plana. Llevo un sujetador con un poco de relleno y me ha desabrochado el cierre. Él no los ha visto, pero me mete mano por debajo de la camiseta.
Nunca dejo que ocurra algo más. No estoy preparada para seguir. Yo solo quiero estar con él, abrazarle y que no esté enfadado por tonterías. A veces me presiona mucho para que hagamos el amor.
Adoro sus susurros en el oído, casi imperceptibles, como un siseo, diciéndome que me desea. Yo sé que él se muere por fundirse conmigo. En su bolsillo trasero del pantalón siempre lleva un preservativo. No hablamos mucho del tema, pero él sabe que yo no quiero hacerlo.
Yo no le he visto desnudo, solo le he notado excitado por debajo del tejido de su calzoncillo. Hoy está especialmente caliente, me roza con ímpetu. Abro los ojos y miro alrededor. “Menos mal que no hay nadie, qué vergüenza”, pienso.
Sus manos recias y temblorosas no atinan a acariciarme con suavidad. Está siendo vasto y desagradable. Estoy muy incómoda, aprieta mis pechos muy fuerte y está descontrolado.
Además de su respiración entrecortada, escucho los árboles mecerse con el aire e intento relajarme. No me siento bien, pero no digo nada.
—Tamara, te quiero, tesoro —Es la primera vez que me dice te quiero.
Yo, callada, permanezco con su cuerpo sobre el mío y pienso que por fin me quiere, por fin me lo dice.
Él me desabrocha el cierre del pantalón y mete su mano por debajo de mis braguitas. “Estoy suave, me he depilado y estoy muy limpia. No quiero que sienta asco de mí”, me digo.
No me atrevo a decir ni a hacer nada, él me mira y me sonríe, me da un besito en la mejilla, se baja un poco el calzoncillo, toma mi mano y me hace tocarle. Yo siento tanta vergüenza y tantas ganas de que se sienta bien, de que me quiera, que me río. Le estoy dando pie a seguir y cuando menos me lo espero ya estoy en una situación de la que no puedo escapar. Tampoco estoy segura de querer escapar. “Ya nos toca, llevamos mucho tiempo juntos”, pienso. Mientras, me sigue magreando con sus manos ansiosas.
No decimos nada, yo no dejo de mirar hacia todas partes por si viene alguien. Me tapo un poco con la toalla. Agustín se pone el condón, nervioso y temblando. Yo ya no tengo el pantalón puesto y las bragas están colgando de una de mis piernas. Solo llevo la camiseta, que estiro hacia abajo para que Agustín no vea mis partes. Hay mucha luz.
Él, con delicadeza me vuelve a tumbar y se recuesta sobre mí. Rompe mi flor, torpe y acelerado. Me duele, no me gusta, pero yo hago como que sí.
—Más despacio —le digo.
Los minutos se hacen eternos, no siento placer, quiero que acabe. El balbucea incansable, sudoroso. Esto no me gusta, ¿por qué no le he parado? No hay otro pensamiento en mi cabeza».