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Capítulo I
Esperanza Rosales

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Año 2002. Esperanza.

Los meses de verano son los mejores. No resulta fácil vivir en un pueblo dónde solo viene gente en verano. No existen grandes ciudades cerca. Aquí, el invierno pasa lento, con las mismas caras y los mismos problemas. Guadiaro es mi pueblo, pertenece a la provincia de Cádiz. Me hubiera gustado nacer en otro lugar, pero eso no se elige. A veces siento presión en el pecho y me ahogo. Estoy atrapada en este sitio. Corre el año 2002 y mi nombre es Esperanza Rosales.

Soy la pequeña de tres hermanas. No me dejan hacer nada. Tengo 16 años, pero no soy adolescente, soy muy mayor. No soporto que me traten como a una niña.

María, en tierra de nadie, no es ni la hermana pequeña ni la hermana mayor. Es una chica de 19 años irascible, egoísta e incluso maleducada. No sabe compartir. El otro día estábamos cenando, en familia, porque eso es sagrado en nuestra casa, y María se sirvió los dos últimos huevos rellenos por no dármelos a mí. Me encantan los huevos rellenos y no los había probado aún. Mamá es muy espléndida a pesar de nuestra miseria y esa noche se podían comer otras cosas. A María no le gustan demasiado los huevos rellenos, se los echó mirándome y esbozando esa sonrisa de maldad mientras hablaba de sus problemas. Todos la escuchábamos, atentos, como protagonista que es de casi todo lo que pasa en casa. Ella es la que hace que no exista el silencio.

María no se comió los huevos, los estrujó con el tenedor mientras hablaba. Yo no dije nada, pero contuve todo el odio posible y por haber en mi interior.

Aurori es mi hermana mayor de 22 años. Se llama como mi madre, aunque a ésta la llamamos Aurora para diferenciarlas. A mi madre solo yo la llamo mamá.

Mi hermana mayor es lista, sosegada, muy morena de piel y la que no trae problemas a la familia. Nunca ha tenido novio, pero tiene una amiga que vive en Madrid con la que se cartea a menudo. María lee sus cartas a escondidas para mofarse de Aurori.

No hay que ser muy avispado para darse cuenta de cómo es María, sin embargo, mis padres jamás la frenan en su afán de hacer daño. Algún día pondré en su sitio a mi hermana, pronto seré más alta que ella.

Yo soy la pequeña, la guapa. Eso dicen. Eso me ha condenado. Está bien ser la guapa, sin embargo, nada de lo que hago o digo destaca.

Es que con esa carita lo consigues todo, no vales nada —me grita siempre María.

Lo que sí hago es leer y escribir, me devoro los libros, y eso me ayuda a evadirme de la realidad y a saber expresar todo lo que siento.

Como decía, transcurre el invierno y casi no salgo de casa. Instituto, ayudar, estudiar, trabajar. Que rollo de invierno, de frío, de temporales. Yo me pasaría la vida en la playa, en la arenita, leyendo una historia de amor imposible, bañándome en el mar, paseando por la orilla. Es lo único que libera mis pensamientos. Sentir la arena en mis pies es reconfortante. En esta playa de Guadiaro tengo el recuerdo más bonito de mi vida, quizás por eso sea mi refugio personal. Dani me dio un beso el 20 de agosto del año pasado a las diez de la noche. No lo puede saber nadie. Es un gran secreto.

En Guadiaro coexisten dos clases sociales muy dispares. Están los millonarios que vienen en época estival con sus yates, veleros, y disfrutan en sus mansiones de lujo. Luego estamos los demás, al servicio de todos ellos: jardinería, limpieza, mantenimiento, restauración, etc. Hay otros pocos extranjeros y españoles que viven aquí todo el año y se concentran en La Reserva, en sus colegios elitistas y clubs sociales sin salir de allí.

Jardinillo S.L. a su servicio. Eso pone en el furgón Fiat Doblò de mi padre. Se mueve tanto por las urbanizaciones que el otro día, el dueño de Varadero Beach le dijo:

¡Juan! No dejo de ver furgones tuyos por ahí, te estarás haciendo de oro —Si supieran.

Yo arrimo el hombro en casa, no ahorro. A mi edad ya he sido camarera, limpiadora, cuidadora de niños y paseadora de perros. Las familias están para ayudarse. No sé quién me ha enseñado a pensar así. Soy así.

En La Reserva hay cinco chalets donde cortamos el césped. También podamos, sembramos y quitamos malas hierbas. Vamos una vez en semana a cada vivienda, y repartimos el trabajo entre martes, miércoles y jueves. Los miércoles yo acompaño a mi padre.

Juan está mayor para su edad, tiene 50 años, es bajito, de tez morena y un pelo espeso y rizado, aunque ya canoso. Es un gran hombre, es ingenioso y perspicaz, pero la vida le ha tratado mal. Conoció a mi madre siendo viudo muy joven de otra mujer de la que no sabemos casi nada. Debió ser doloroso para él. En los últimos años es una persona triste.

La casa de los miércoles es de ensueño. Quiero vivir ahí. Está en lo más alto de la urbanización La Reserva, en Sotogrande, y tiene unas vistas maravillosas. Se respira paz. Para llegar a ella hay que cruzar una calle angosta y abrir un portón metálico por el que solo accedemos el personal de servicio. Esta es la quinta vez que vengo y mi labor principal es pasar el cortacésped. Mi padre hace las podas, también fumiga y siembra. Todas las semanas alguien nos deja allí dos cajones de cartón de Viveros Naturalia con muchas macetas pequeñas de flores de temporada. Las tenemos que distribuir en los arriates que hay alrededor de la piscina. Es una piscina de arena, parece una isla con rocas y todo; no tiene escaleras, es como un lago. Me encantaría poder bañarme. Imagino el agua fresca en mi piel. Se me seca la boca de tanto calor que pasamos trabajando. Un día me voy a meter con ropa, ¿quién se va a enterar?, aquí no hay nadie nunca.

Papá, ¿de quién es esta casa? —pregunto intrigada mientras le acerco un geranio fucsia.

Hija, los dueños son muy importantes y siempre están viajando —contesta Juan.

¿Quiénes son? —insisto.

—Heidenberg y su esposa, mi niña, solo sé su apellido.

¿A qué se dedican, papá? —continúo.

¿Qué más da, Esperanza? Acércame esos geranios y acabemos cuanto antes.

Obedezco sin más, pero siento mucha curiosidad. Mientras sigo ayudando a mi padre, imagino que soy la dueña y señora de esa mansión y que me paseo por allí con la típica bata de seda, como en las películas.

Pasa la última semana de mayo de 2002 como cualquier otra. Ya queda poco para las vacaciones de verano. Aurori está más deprimida de lo habitual. No me cuenta nada. Llora por las noches, yo la escucho, solo separa nuestras camas una pared vieja. Quiero mucho a mi hermana, pero la quiero porque me da pena. ¿Se puede querer por pena? La costumbre y la resignación son una tela de araña de la que no todos sabemos o podemos escapar.

Creo que Aurori debe estar agobiada porque quiere ser diseñadora y no puede pagarse la formación profesional. Tiene que ayudar los martes y los jueves a mi padre, pero no puede quedarse el dinero porque apenas llega para mantenernos. Todos sentimos impotencia y frustración, y no es para menos porque estos días mi padre solo se queja de la señora Rosalía Domínguez. No le ha pagado la cuenta de las dos últimas semanas. Esta señora vive como una marquesa, pero no gasta nada y si puede no paga. Esto es sabido en la zona por otros miembros de su servicio, porque aquí todo se sabe. Cuando ya se pone muy feo el asunto es cuando afloja la cartera. Aun así, es trabajo y hay que tolerar a la señora y sus manías. Rosalía vive junto a sus dos hijos en el chalet de la rotonda. Los hijos son mayores, pero no se han casado, entran y salen cuando quieren. Habrá que esperar a que Rosalía se muestre generosa y quiera pagar las tareas que ya hemos realizado en su jardín. El próximo miércoles se acercará mi padre de nuevo a su chalet a exigirle el pago.

María está muy pesada con el asunto del flamenco porque Lucía, la que antes era su mejor amiga, se ha apuntado a la academia Miraflores sin decirle nada a ella, ocupando así la única plaza libre que quedaba. María quiere ser artista y baila desde pequeña todo tipo de bailes regionales y modernos. Los castings del programa de televisión Arte andaluz se realizan en academias como la de Miraflores. Todo es un drama en la vida de mi hermana.

El lunes 3 de junio me examinaré del final de matemáticas y creo que voy a suspender. Ya doy esta asignatura por perdida. Se me da muy mal desde pequeña. Este es mi último curso y no voy a matricularme en bachillerato. Yo quiero ser millonaria, aunque aún no sé cuál será el camino para conseguirlo. Mis dos mejores amigas de la infancia se ríen de mí cuando digo esto.

Mis dos amigas desde siempre son Carla y Tamara. Es curioso que las tres cumplimos los años seguidos, 2, 3 y 4 de febrero, siendo yo la mayor. Por supuesto, los cumpleaños los celebramos a la vez. También vivimos en la misma calle, parece que nuestras madres se pusieron de acuerdo en todo. Otro dato increíble es que las tres somos morenazas y llevamos el pelo larguísimo desde niñas. Mi pelo es rizado, pero a veces me lo alisa Carla. Nos gusta llevar el pelo suelto, aunque sople el levante.

Carla tiene un hermano que está cañón, mayor, al que tenemos prohibido mirar. Lo que ocurre es que yo sí que le he mirado, y él a mí, y mucho. Se llama Dani.

Las chicas hemos hecho un pacto de amigas inseparables para no enfadarnos por nada y para que nadie nos separe. Cada una de nosotras debemos recordar que nos queremos tanto, que si alguna hace o dice algo que molesta a la otra, no lo ha podido hacer con mala intención. Teniendo en cuenta esta premisa, nos perdonamos absolutamente todo. Tengo mis dudas con este acuerdo, pero no lo digo, es más, creo que Carla no me perdonaría el beso con su hermano.

Somos unas adolescentes sanas. No bebemos alcohol, no fumamos, no nos drogamos y soñamos con una vida mejor. Nos gusta observar las costumbres de la gente y bañarnos en el mar al atardecer siempre que el tiempo lo permite.

Tamara tiene novio, Agustín; es de nuestra clase, repetidor, y se ven muy poco. Él juega al fútbol casi todas las tardes y ella odia esa afición. Llevan todo el curso viéndose los domingos, porque los sábados son sagrados, son para nosotras. Nos encanta disfrazarnos de pijas e ir a Varadero Beach a bailar.

Agustín no es trigo limpio, Carla y yo lo hablamos a escondidas de Tamara. Este chico se metería en la cama con Carla o conmigo solo con chasquear los dedos. Estas cosas las percibe una. Cuando Agustín me da dos besos al saludarme, se acerca más de la cuenta a mi boca. Es un verdadero guarro. Está salido, no piensa en otra cosa. Tamara dice que aún no se han acostado, pero nos miente.

Somos vírgenes, presumimos de serlo. Yo soy virgen, Carla también, tengo la certeza de que es así. Nos queremos reservar para el amor adecuado. Sin embargo, creo que Agustín se ha extralimitado con Tamara. Ella elude el tema cuando preguntamos. Cerdo —digo bajito cada vez que le veo.

Son las seis de la tarde del sábado 1 de junio de 2002. Carla me ha llamado por teléfono.

¿Vamos a Varadero Beach? —pregunta.

Vale, avisa a Tamara —contesto.

Ya la he avisado, en mi casa a las ocho, nos vestimos y nos vamos —me dice.

¿Y mi pelo? —pregunto agobiada.

Yo te lo plancho y te hago unas ondas con mi rulo nuevo, pero tráelo seco —responde.

Carla tiene la ropa más bonita del mundo. Su madre le compra lo mejor. Carla es muy generosa y adora dejarnos a Tamara y a mí todo lo que tiene. Pronto tendremos que buscar una solución porque nos hemos propuesto no repetir modelito en Varadero Beach. Tamara es la del maquillaje, es fanática, creo que tiene repetidas las barras de labios.

Ya estamos juntas donde Carla. ¡Qué buenas amigas somos! Nos reímos todo el tiempo. Tamara se ha pasado con la purpurina en los ojos, no podemos parar de reír, ¡qué pavo tenemos!

Dani, el hermano de Carla, ronda por allí y siempre está cotilleando a ver qué hablamos o qué hacemos. Alguna vez le sacamos los colores: ¡guapo, macizo, hazme un hijo! Chiquilladas nuestras sin maldad.

Dani y yo nos miramos mucho. Siento un cosquilleo en mi interior cada vez que le veo. Él tiene 22 años, es como Aurori, fueron juntos al instituto Pastor.

La noche de aquel beso no se ha repetido. Dani tiene novia. Es una vecina de Guadiaro que tiene muy malas pulgas. Se parece a mi hermana María. Llevan juntos desde los 15 años. Dani le dijo a Carla hace poco que estar con Susana es como estar atrapado en una pesadilla de la que no puede escapar. Me parece un cobarde, siento compasión por él.

Susana es de las pocas niñas de familia adinerada de Guadiaro, aunque aquí todos saben que el dinero de la familia proviene de asuntos turbios. Su hermano mayor está en la cárcel por tráfico de personas. Susana le ha comprado un coche a Dani, un Seat Ibiza nuevecito. ¡Menudo regalo!

Lo que me pasa es que le veo y siento rabia, dolor, calor. No sé expresarlo. Siento todo eso junto y a la vez. Es una explosión de síntomas malos del amor. La noche del beso no se me olvida, ni el susurro de su voz diciéndome: me encantas. Mientras Carla me pasa la plancha por el pelo pienso: ¿Qué quiere de mí?

Dani acaba de entrar a la habitación y se mete conmigo.

Menos mal que te alisas el pelo, señora leona —se jacta.

¿Por qué te metes conmigo, cobarde? ¡Anda, vete con tu cochecito nuevo, vendido, que eres un vendido! —le digo enfadada.

A todo esto, Carla y Tamara se miran anonadadas y sin poder imaginar el verdadero porqué de mí desazón, se ríen y me siguen el rollo:

¡Eso! Vete ya hombre con tu cochecito nuevo, pero dile a Susana que te llene el depósito primero —dice Tamara mientras Carla le hace un desprecio con la mano a su hermano y le saca la lengua.

Ahora mismo estoy hundida. El desconocimiento me provoca miedo e incertidumbre. No sé si Dani me quiere. A Susana no la quiere, estoy completamente segura porque aquel beso no fue un beso cualquiera, fue EL BESO.

Esta noche Varadero está genial. Hay mucha gente y caras nuevas. No tenemos 18 años, pero ya nos conocen y no hay problemas para entrar. Somos un buen reclamo, estamos guapísimas. Voy con un vestido rojo ceñido de Carla. A mí me queda muy apretado porque lo relleno más. Es un vestido de tirantes con tachuelas en el pecho y tiene abertura en la pierna derecha hasta el muslo. Me he puesto los zapatos dorados, los de siempre, porque son los que aguanto para bailar. El día que se me rompan no sé qué voy a hacer. No voy muy maquillada, no me gusta, aunque los ojos siempre los llevo con sombras oscuras y lápiz negro difuminado. Tengo los labios carnosos y no suelo llevarlos pintados.

Está sonando nuestra canción favorita. Todos nos miran. Un aluvión de ojos nos acecha en la zona de baile, pero nosotras lo sentimos desde muy lejos. Estamos preciosas, somos únicas, bailamos genial, suena A Dios le pido, de Juanes. Lleva sonando varias semanas en la radio y en los pubs y es la canción más bonita del mundo. Mis amigas y yo la estamos cantando, simulando un micrófono falso con nuestro puño. La cantamos, la gritamos, la saltamos, la adoramos. Solo estamos las tres en este momento.

Varadero está a pie de playa, de hecho, hay una zona que es todo arena y hay que descalzarse. De día es un restaurante muy chic, y las noches de fin de semana abre todo el año como discoteca. No es una discoteca cualquiera, tiene zonas para estar tranquilos, otras para bailar, barras luminosas y varios ambientes. Si subes las escaleras de madera te encuentras con los puretas. Aquí podría estar incluso tu padre como te descuides. En la zona de abajo, en la playa y la pista de baile están los más jóvenes. Nosotras vamos exclusivamente a bailar y a reír. No tratamos con nadie y apenas saludamos. Nuestro grupo de tres es muy cerrado.

Dani llega a Varadero con sus amigos y con Susana, y Carla está enfadada.

Ya viene a fastidiarme —relata, refiriéndose a su hermano, porque Carla cree que luego se chiva de todo a su madre.

En realidad, Dani no ha venido a vigilar a su hermana, sino a mí, pero eso solo lo sé yo, y no lo digo. No puedo ser suya y no porque yo no quiera, porque sí quiero. Me controla porque no puedo ser de nadie.

Se han acercado a saludarnos y Susana nos mira con aires altivos.

¡Qué chica más odiosa! —le digo a Tamara al oído.

Mientras más me mira Dani, más hago como que me divierto a tope, ya incluso exagerada. Tonteo con otros chicos en la pista y le pongo celoso a propósito. Veo sus ojos de rabia de refilón.

Hoy me voy a marchar sin que se dé cuenta, para que sufra.

¡Adiós, chicas, me piro!, ya está bien por hoy —me apresuro dando besos y escabulléndome entre la muchedumbre.

A paso ligero camino, tengo toque de queda a las 12. Mis amigas pueden estar más tiempo. No hay más de 400 metros desde Varadero hasta la puerta oxidada de mi casa, y la noche está clara, con luna. No tengo miedo.

Otra noche más de fiesta, de risas y cansancio antes de caer rendida en mi cama, blandita y con olor a suavizante.

En mi habitación también duerme María, pero ella no ha llegado aún. Mi hermana y yo dormimos en dos camitas separadas por una mesilla de noche. No hay espacio para nada más en la habitación, de hecho, toda nuestra ropa está en el cuarto de Aurori y en el pasillo, en un burro. La única ventana que tenemos da al patinillo comunitario y es muy triste no poder ver más que una pared blanca encalada.

Aún está el papel pintado de mariposas en nuestra habitación, algo desgastado y sucio. Las colchas siguen siendo las de la infancia, en rosa chicle con corazones, pero siempre muy limpias. Tenemos muchos peluches que deberíamos donar o regalar. María siempre se está quejando por dormir conmigo en esa habitación de niñas pequeñas como dice ella. A mí no me importa, observar estas cuatro paredes desde mi cama me recuerda que pronto me iré de aquí. Trabajaré duro para conseguir una casa como la de piscina de arena, con un vestidor enorme y miles de zapatos como los míos dorados, que no duelen. Así me duermo, pensando en ello para soñar, aunque me dé de bruces al abrir los ojos por la mañana.

El domingo 2 de junio de 2002 no tengo ganas de nada. Me lo paso delante del cuaderno de matemáticas. Llega pronto el lunes y hago el examen fatal.

¿Cómo ha ido? —me pregunta Tamara.

—Mal, ¿cómo va a ir? —respondo.

Noto a Tamara un poco nerviosa.

El examen de matemáticas me tiene deprimida. Además, David, el empollón, está excesivamente pesado hoy haciéndome preguntas. Se ofrece siempre a ayudarme, pero yo sé lo que quiere de mí, y no lo va a tener. No me gusta David, lleva muchos años acosándome. Hoy se sentó junto a mí en clase de Arte y creo que me he pasado tres pueblos con él. Estábamos dibujando un cubo con carboncillo. Para difuminar las sombras teníamos que usar el dedo índice y el pulgar. David me estaba preguntando tantas cosas que no me pude contener, le puse un dedo en la mejilla y le extendí el carboncillo. Se lo merecía en el momento, además, le dije:

Nunca seré nada tuyo, David.

Ahora me siento mal por mi comportamiento.

El verano se apresura con calor desde mayo. Ya es miércoles. Hoy mi padre me ha dejado sola en el chalet de la piscina de arena del tal Heidenberg, cortando el césped. Ha ido un momento a la casa de la señora Rosalía Domínguez a cobrar.

Alguien me observa trabajar desde un gran ventanal. Debe ser el salón. Desde el jardín puede verse el peñón de Gibraltar y el mar abierto y hoy corre mucha brisa. Son las siete de la tarde, pero ya estoy agotada por el instituto. No alcanzo a ver de qué color son los ojos de ese hombre que me mira, pero es rubio, con melena, es alto, o eso creo. Está bebiendo de una taza, no deja de mirarme fijamente. Es pijo, es mayor. Me siento intimidada.

¿Qué me mira? ¿Quién es ese? Me estoy agobiando. No estoy haciendo nada malo para que me mire así. ¿Será el dueño de la casa? Tiene pinta de serlo. Hoy tengo el pelo sucio, ¡qué mal! Espero que no me diga nada. Me quiero ir de aquí.

Es 5 de junio. Son las ocho de la tarde y al terminar mi faena alguien me dice con voz afable:

Hola, Esperanza, soy Marco.

Nos quedamos por varios segundos tensos mirándonos. Tiene los ojos del azul del mar. Es el hombre que me ha estado mirado toda la santa tarde.

—Buenas tardes, señor, ya me iba —vacilo a decir y me marcho, tímida y con el rabo entre las piernas. He sentido miedo. Mi padre ya ha llegado, guarda el cortacésped y nos vamos.

Respirar sin aire

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