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Capítulo IV
Salvador

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Sábado, 8 de junio de 2002. Esperanza.

Creo que el día me depara algo bueno. Hoy me he despertado con ganas y ya estoy algo menos enfadada por el examen de matemáticas que hice el lunes. Me han dado la nota y resulta que he sacado un 3,75. La calificación viene acompañada de una frase de Guillermo, mi profesor: Esperanza, ponte las pilas. El consejo está subrayado en rojo dos veces y ha debido hacerlo con saña porque se distingue un trazo bien marcado. Mi hermana María ha hurgado en mi mochila y ha encontrado el examen. No me importa. Ya no me puede chantajear con mis padres, aquí todos saben que no voy a seguir estudiando.

No he dejado de pensar en Marco, ese hombre misterioso de la gran casa de la piscina. Sus ojos azules se me han clavado como puñales en el pecho. Me hago preguntas en silencio como por qué sabe mi nombre, si se lo habrá dicho mi padre, por qué me miraba en silencio y fijamente. Debería sentir asco, pero no es así.

Papá, ¿el señor Heidenberg qué edad tiene?

—No lo sé hija, cuarenta y tantos supongo —me dice.

—¿Y su esposa cómo es, la has visto?

—Si, es una mujer muy elegante y morena como tú —me explica él.

—Papá, ¿y tienen hijos?

—Creo que no —concluye mi padre e interrumpe mi madre la conversación.

Esperanza, deja ya de preguntar por esa gente, ¿me oyes? Es más, no quiero que vayas los miércoles a esa casa —dice mi madre enervada.

¡Mamá! ¿Qué te pasa? No estoy preguntando nada malo, es curiosidad —digo con convicción.

Son las 11 de la mañana y mi padre está a punto de marcharse a resolver unos asuntos.

Hoy he cogido la bicicleta para dar una vuelta. Luego pasaré por casa de Tamara que está con Carla, e iremos juntas a la playa. Hace muy buen día, lo mismo nos damos un chapuzón.

Durante el mes de mayo los sábados son estupendos porque ya han llegado algunas familias inglesas y están las playas llenas de chavales guapísimos, de esos altos y rubios con los ojos claros.

Mi barrio es un barrio de los de toda la vida, de casas antiguas pegadas unas con otras, con patio y cancela oxidada, unas más grandes y otras más austeras. Mi calle se llama Lope de Vega y vivo en el 12. Los números pares están en la derecha y la calle es estrecha y de un único sentido. Está en cuesta. Se ve el mar y el paseo marítimo de la playa de Guadiaro a lo lejos, en perpendicular.

Desciendo sin pedalear con mi bicicleta, bueno, con la bicicleta de todos, aunque ahora soy yo quien más la utiliza. Solo tenemos una, es azul y nos la regaló la mamá de Carla, Fátima, que se lleva muy bien con mi madre. La bici era de Dani, pero éste dejó de usarla cuando se sacó el carnet de conducir.

Mi padre iba antes en bicicleta a su trabajo. Hace dos años no era autónomo y no tenía el Fiat Doblò. Iba a faenar al mar con un grupo de tres pescadores de Manilva, un pueblo contiguo a cuatro kilómetros y también costero. Se echaban al estrecho cada día en una barca muy precaria. Mamá siempre tenía el corazón en un puño. Se ponía a hacer labores en la casa desde que papá se iba a las cinco de la madrugada. Fueron tiempos aún más difíciles. Recuerdo el aroma a café de cada día, y la luz tenue entrando por el resquicio de la puerta mientras María y yo aún dormíamos. Me desvelaba un poco y de seguida volvía a caer en un sueño profundo, donde se solían mezclar imágenes de mi padre en el mar faenando y de mi madre limpiando.

Decido cruzar el puente de la autovía e ir a La Reserva. Está a poca distancia, diez minutos desde mi posición, no más. Las avenidas hasta llegar a la caseta de control son muy amplias. Palmerales y vegetación exuberante se alzan a ambos lados de las angostas calles, vacías y silenciosas hasta que el estruendo de algún coche irrumpe.

Ya estoy viendo al señor de seguridad allí al fondo. Antes de llegar, giro y doy media vuelta. Pienso en lo privilegiadas que son todas estas personas que viven aquí aisladas de los problemas banales de la sociedad. Ellos tienen el bien más preciado, que es el tiempo, para invertirlo como quieran y en lo que quieran, porque con dinero se puede todo. Si no tienes que estrujarte el cerebro para pensar en cómo comer, las ideas se vuelven posibles, y las reacciones más sosegadas y medidas. Qué utópico suena, pero tan real como la vida misma. Algo interrumpe esta amalgama de pensamientos. Escucho la bocina de un coche que, al rebasarme por la izquierda, ha frenado en seco. Es un vehículo deportivo gris, un Porche precioso y moderno de esos que hay a patadas por aquí. Tiene los cristales tintados. Yo permanezco inmóvil y en alerta con mi bicicleta varios metros por detrás y entonces el conductor se baja. Al principio no le distingo, pero mi sorpresa apremia en pocos segundos.

Es Marco, es ese señor”, pienso.

Viene hacia mí decidido con un caminar muy ágil y atrevido. Tiene su melena rubia despeinada por encima de los hombros, muy densa sin calvicie, y una barba a medio gas rubicunda. Está vestido muy sport, con bambas y pantalón ajustado, se conserva muy bien. Tiene buen aspecto físico, debe hacer deporte. Me da tiempo a pensar todo eso mientras llega frente a mí. Trago saliva y atino a decir:

Hola —Mi voz suena cobarde.

¡Eres tú! —me dice amable con su timbre tosco y una sonrisa bobalicona—. ¿Qué haces por aquí?

—Me gusta pasear por estas avenidas, ¡son tan grandes! —le digo abriendo los brazos y tomando aire profundamente como si quisiera respirarme la naturaleza.

Ja, ja, ja, lo son, sí, son enormes, lo cierto es que nunca lo había pensado.

Se hace un silencio inmenso que deja de ser incómodo por segundos, no sabemos qué decir, pero se nos quedan de nuevo las miradas clavadas, la mía totalmente perdida en ese intenso azul de sus ojos.

Quizás hayan sido segundos o minutos los que hemos estado ahí parados sin decir ni hacer nada, no lo sé.

Bueno, debo irme —me atrevo a decir, rompiendo el clima enrarecido y atípico que habíamos generado muy conscientes. Pongo un pie en el pedal derecho y tomo impulso.

Hasta el miércoles, Esperanza —se despide con la mano mientras me marcho.

Me digo de no mirar atrás, pero vuelvo la cabeza y le sonrío. Allí sigue de pie sin subirse al Porche apreciando cómo me alejo, incansable, pedaleo tras pedaleo.

Estoy exhausta. Marco no me ha adelantado, aunque también iba en esta dirección. Llego a casa sudada y con sensación de fatiga. Me quito toda la ropa y me meto en la ducha. No espero a que el agua esté tibia, necesito frescor. Con los ojos cerrados miro hacia arriba y me agrada el chorro de agua que cae sobre mi piel. Tengo el corazón a mil por hora, entonces grita mi madre:

¡Esperanza, está Tamara al teléfono!

—¡Estoy en la ducha, ahora salgo! —contesto.

El paseo matutino me ha tomado más tiempo del que había calculado, es la hora de almorzar. Salgo a toda prisa de la ducha, estoy acelerada y descuelgo para marcar a Tamara. Casi sin respiración hablo con ella:

A las ocho como siempre donde Carla, ¿vale? Tráete lo de las uñas, porfa —me dice Tamara un poco seria.

No Tamara, mejor quedamos después de comer que os tengo que contar un secreto, díselo a Carla. Voy a comer y salgo para tu casa —le digo.

Yo también necesito deciros algo, Esperanza —concluye Tamara con voz temblorosa.

Aurora ha preparado albóndigas, hoy no están en la mesa ni papá ni María. A medio día es lo normal. Papá ha salido esta mañana a trabajar. A saber dónde está María, tampoco me importa demasiado.

Estoy tan nerviosa que no pruebo bocado y astuta me levanto de la mesa a recoger sin que mi madre se percate de lo poco que he comido. Con Aurori no medio palabra, está ausente, como de costumbre.

Mamá, yo recojo —digo.

Gracias hija.

Me marcho decidida a contarles a Carla y Tamara quién es Marco y lo rara que me siento últimamente al pensar en él, sin embargo, al verlas, no soy capaz y las convenzo de dar un paseo por la playa. Están muy cansinas preguntándome por mi secreto. Me notan muy distraída. Tamara tampoco suelta prenda a pesar de que me ha dejado muy preocupada por teléfono.

Debajo del Chiringuito El Navegante tenemos nuestro escondrijo particular. En los meses de verano ya no es solo nuestro porque las multitudes acuden al bar y buscan la sombra debajo del tinglado. Está construido sobre palos de madera y cuando sube la marea de la playa chica de Sotogrande, los cubre de agua hasta media altura. La resaca del mar sube en este momento, pero aún quedan un par de horas buenas de luz y arena seca allí abajo. La maleza ha crecido ubérrima alrededor.

Hemos llegado a nuestro escondrijo en un paseo agradable y tenemos planificada la escapada de la noche a Varadero Beach. Tengo decidido qué me voy a poner y cómo me voy a peinar. Tamara me pintará las uñas de azul cobalto y Carla me hará una trenza de esas tan chulas que nacen desde arriba, pero con algún mechón suelto que caiga por la cara. Luego quizás me la deshaga porque me gusto más con el pelo suelto.

Llevaré una minifalda vaquera desgastada, con unos botones dorados que Carla le ha cosido en un lateral. Por arriba me pondré la camiseta de mi hermana Aurori, la que tiene un volante en el hombro. Esta camiseta se la fabricó ella, es muy habilidosa con la máquina de coser. Es capaz de transformar ropa vieja y antigua en trapillos monísimos.

Mientras hablamos de todo esto entre risas y paverías se entrelaza el sonido de un llanto desconsolado de lo que parece ser un bebé.

¿Has escuchado?, calla, calla, ¡calla! —ordeno poniéndoles un tapabocas con las manos a mis amigas.

Sí, sí, por allí. Vamos —dicen temerosas con voz bajita.

Acotamos la zona y nos acercamos agachadas siguiendo esa llamada de auxilio aterradora. Esquivo dos palos y la vegetación. Vislumbro un bebé envuelto en una manta blanca muy sucia. Es un crío muy pequeño y asoma su cara arrugada de piel negra, desencajada de dolor y con llanto de angustia. Miramos a nuestro alrededor y no vemos a nadie.

¿Qué hacemos? —balbucea Tamara.

¡No sé, no lo toques, hay que avisar a la policía! —advierte Carla.

—¡No, silencio! —con decisión cojo al bebé hambriento, lo arropo y me lo aprisiono en el pecho. Huele muy mal, a podredumbre, a muerte. Me dan arcadas, incluso. El bebé deja de llorar por unos minutos.

Tamara y Carla siguen atónitas mi paso apresurado hasta casa. Voy dispuesta a informar a mi madre, ella sabrá qué hacer.

Aurora se ha puesto blanca. Grita y llora. No quiere llamar a la policía, quiere calmar a ese niño. Es un chico.

Mi madre prepara al fuego leche tibia, coge un guante de látex y lo rellena con ésta. Con un alfiler hace un pequeño agujero en el dedo meñique del guante y se lo introduce a la criatura en su diminuta boca. Carla ha sacado la manta sucia, donde venía envuelto, a la puerta. Tiene impregnado un olor abominable.

Busca a tu madre, Carla. ¡Ahora, corre! —dice Aurora.

La madre de Carla, Fátima, es enfermera. Sabrá qué hacer. Mi hermana Aurori está llenando el barreño de la ropa con agua calentita y jabón. Me parece adorable ese crío tan pequeño de apenas dos palmos que aún lleva parte del cordón y la placenta colgando. Su piel es muy oscura y aterciopelada a pesar de lo arrugada que está. A las costas gaditanas de la zona no dejan de llegar inmigrantes. Las noches son un refugio de personas que sueñan con una vida mejor. Muchas mujeres jóvenes africanas suben a las pateras y a las lanchas de contrabando y tráfico de personas. Vienen embarazadas a punto de dar a luz porque si su hijo nace en España ya no pueden deportarlos, al menos esto es así en la teoría, aunque es mucho más complejo. Las mafias se aprovechan del ansía de todos ellos por llegar aquí. Este niño es fruto de una historia así, aunque no hay rastro de su madre. Muchas fallecen después de dar a luz, otras abandonan a sus hijos, otras son detenidas. No hablan el idioma y hay tantos dialectos africanos que no se las atiende correctamente.

Los niños corren muy mal augurio. Son las víctimas más vulnerables de esta red de mafias y aprovechados. El hermano de Susana, Nachote, contribuía a ello. Quien menos te esperas está metido en un berenjenal así. Es dinero rápido.

Aurora y Fátima han tomado una decisión y nos han leído la cartilla. Han estado hablando en el salón a solas y nosotras esperamos sentadas en la cocina, con el bebé calmado y arropado dentro del canasto de mimbre de la fruta. Mi corazón está a punto de sufrir un colapso. Me siento muy triste.

Si alguien pregunta, vosotras no sabéis nada, ¿entendido? —nos ordena Fátima y asentimos con la cabeza. Estamos cabizbajas y meditabundas, como diría mi abuelo Paco que en paz descanse.

Son las 20:30 horas del 8 de junio de 2002, papá aún no ha llegado, María tampoco, pero deben estar al caer. Fátima y Aurora salen de casa con el bebé. No sabemos a dónde van, están muy serias.

En el silencio, nos quedamos esperando las cuatro agolpadas en el mismo sofá, muy pegadas y pensativas. Yo me he dado otra ducha. Aún puedo masticar el hedor en mi recuerdo cuando me precipitaba a casa con esa cosita pequeña y gritona entre mis brazos. Por suerte está vivo, parece estar bien.

Hoy no dormiré pensando en ese niño, pensando en Salvador, porque ese será su nombre. Tampoco dejaré de pensar en mis amigas, sobre todo en Tamara, a quien abrazo esa noche con fuerzas después de una confesión que me hace. Pobre Tamara.


Respirar sin aire

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