Читать книгу La caja negra - Michael Connelly - Страница 11
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ОглавлениеLa sala de inspectores estaba a pleno rendimiento cuando Bosch volvió de comer. La caja negra seguía estando allí donde la había dejado, y su compañero estaba en el cubículo sentado ante su escritorio, tecleando en su ordenador. Sin apartar la mirada de la pantalla, preguntó:
—Harry, ¿cómo va eso?
—Va.
Bosch tomó asiento, a la espera de que Chu mencionara su cumpleaños, cosa que no sucedió. El cubículo estaba dispuesto de tal forma que sus respectivos escritorios estaban a uno y otro lado, por lo que trabajaban dándose la espalda mutuamente. En la vieja jefatura central, en la que Bosch había pasado la mayor parte de su carrera profesional, los dos miembros de un equipo estaban sentados frente a frente, pues los escritorios estaban unidos en el centro del cubículo. A Bosch le gustaba más trabajar espalda contra espalda, porque así tenía mayor privacidad.
—¿Qué hay en esa caja negra? —preguntó Chu por detrás.
—Fichas de entrevistas y registros de los Rolling Sixties. Estoy echando la caña, a ver si pesco alguna cosa.
—Ya. Pues buena suerte.
Como integrantes de un equipo, se les asignaban los mismos casos, pero ellos se los repartían e investigaban cada uno por su cuenta, hasta que llegaba el momento de efectuar un trabajo de campo —de vigilancia, por ejemplo—, o de ejecutar una orden de búsqueda y captura. Las detenciones también las efectuaban en común. Estas prácticas permitían que cada uno tuviera una mejor comprensión de la carga de trabajo de su compañero. Bosch y Chu acostumbraban a tomar café juntos los lunes por la mañana para revisar los casos pendientes y ver cómo estaban las investigaciones en activo. Bosch ya le había hablado a Chu del viaje a San Quintín al llegar de San Francisco la tarde anterior.
Bosch abrió la caja y contempló el grueso montón de fichas de entrevistas. Para leerlas todas con atención, probablemente necesitaría lo que quedaba del mediodía y casi toda la tarde, lo cual no le importaba a pesar de ser un hombre impaciente. Sacó el mazo de fichas de ocho por trece centímetros, y una rápida ojeada le reveló que estaban amontonadas en orden cronológico y cubrían los cuatro años anotados en la etiqueta de la caja. Decidió empezar por el año del asesinato de Anneke Jespersen. Seleccionó las fichas correspondientes a 1992 y se puso a leer.
Unos pocos segundos resultaban suficientes para leer lo que ponía en cada tarjeta: nombres, apodos, números del carnet de conducir y otros datos similares. Era frecuente que el agente que conducía la entrevista anotara los nombres de otros pandilleros que estaban con el individuo en ese momento. Bosch vio que varios nombres aparecían repetidos en las fichas, bien como sujetos de entrevista, bien como asociados confirmados.
Bosch se fijó en todas las direcciones incluidas en las fichas —lugar de la entrevista y domicilio que constaba en el carnet de conducir del individuo— y las señaló en la guía Thomas Bros de Los Ángeles en la que ya había marcado los asesinatos cometidos con la Beretta modelo 92. Estaba tratando de encontrar coincidencias con los seis asesinatos anotados en su cronología; había varias, y algunas resultaban obvias. Dos de los asesinatos habían tenido lugar en esquinas callejeras en las que la compra y la venta de drogas eran habituales. Era lógico dar por sentado que los agentes en coche patrulla y las unidades CRASH quisieran hablar con los pandilleros congregados en dichas esquinas.
Cuando ya llevaba dos horas metido en faena y la espalda y el cuello empezaban a dolerle por culpa del trabajo físicamente repetitivo de revisar una ficha tras otra, Bosch encontró algo que le hizo bullir la sangre. El 9 de febrero de 1992, los agentes habían parado a un adolescente identificado en la ficha de registro como un «PP» —o pequeño pandillero— de los Rolling Sixties, que estaba holgazaneando en una de las esquinas calientes. El nombre en su carnet de conducir era Charles William Washburn. Según la ficha, en la calle era conocido por el apodo de 2 Small. A pesar de que solo tenía dieciséis años y no llegaba a medir uno sesenta, se había ganado que le hicieran el tatuaje característico de los Rolling Sixties —el número 60 en una lápida, cuyo mensaje era el de lealtad a la pandilla hasta la muerte— en el bíceps izquierdo. Lo que llamó la atención de Bosch fue la dirección que constaba en el carnet de conducir. Charles 2 Small Washburn vivía en West 66 Place, y cuando Bosch buscó la dirección en la guía descubrió que correspondía a una vivienda cuya parte posterior daba al callejón donde había sido asesinada Anneke Jespersen. Al mirar bien el plano, Bosch estimó que Washburn vivía a menos de quince metros del lugar donde había sido hallado el cuerpo de Jespersen.
Bosch nunca había pertenecido a una unidad especializada en bandas, pero con los años había investigado numerosos asesinatos relacionados con los gangs. Y sabía que un «pequeño pandillero» era un chaval que estaba siendo preparado para ingresar en la banda pero que todavía no era miembro de pleno derecho. Había un precio a pagar por la admisión, generalmente una muestra de lo orgulloso que el muchacho se sentía de su barrio o su pandilla, un encargo, una muestra de dedicación. Casi siempre se trataba de un acto de violencia, a veces incluso de un asesinato. Todo aquel que hubiera cometido un asesinato era inmediatamente ascendido y transformado en pandillero oficial.
Bosch se arrellanó en la silla y trató de estirar los músculos de los hombros. Se puso a pensar en Charles Washburn. A principios de 1992 era un aspirante a pandillero, seguramente a la espera de su oportunidad para ascender de rango. Menos de tres meses después, los policías le pararon y entrevistaron en el cruce de Florence con Crenshaw, en su barrio estallaron unos disturbios y una fotoperiodista murió de un tiro a quemarropa en un callejón junto a su casa.
Eran demasiadas coincidencias para ignorarlas. Bosch cogió la ficha de asesinato compilada veinte años atrás por el Departamento para la Investigación de los Crímenes cometidos durante los Disturbios.
—Chu, ¿puedes mirarme un nombre? —preguntó sin volverse para mirar a su compañero.
—Un segundo.
Chu manejaba el ordenador a la velocidad del rayo. Mientras que Bosch no sabía mucho de informática. Lo normal era que Chu fuera quien buscase los nombres en la base de datos del centro nacional de información criminal.
Bosch empezó a pasar las páginas de la ficha de asesinato. No se trataba de una verdadera investigación de campo, pero en ella había un gráfico de las viviendas emplazadas al otro lado de los vallados del callejón. Encontró unas pocas páginas de informes y empezó a leer nombres.
—Muy bien, dime —repuso Chu.
—Charles William Washburn, fecha de nacimiento: cuatro-siete-siete-cinco.
—¡Nacido el Cuatro de Julio, tú!
Bosch oyó que los dedos de su compañero empezaban a volar por el teclado. Por su parte, encontró un informe relativo a la dirección de Washburn oeste en 66 Place: el 20 de enero de 1992, cincuenta días después del asesinato, dos inspectores llamaron a la puerta y hablaron con Marion Washburn, de cincuenta y cuatro años de edad, y con Rita Washburn, de treinta y cuatro, madre e hija y residentes en la casa. Ninguna de las dos ofreció información sobre la muerte por disparo acaecida en el callejón el 1 de mayo. La entrevista fue corta, discurrió sin tensión y tan solo ocupaba un párrafo del informe. No se hacía mención de ningún miembro de la tercera generación de la familia llamado Charles Washburn. Bosch cerró la ficha de asesinato.
—Tengo algo —dijo Chu.
Bosch hizo girar la silla y miró la espalda de su compañero.
—Dámelo. Necesito algo.
—Charles William Washburn, alias 2 Small. Muchos antecedentes penales. Sobre todo por cuestiones de drogas, lesiones... También le han quitado la custodia de un hijo, por imprudencia. Veamos... Dos condenas de cárcel. Ahora mismo está en libertad, pero desde julio pasado hay una orden de busca y captura contra él porque no ha estado pasando la pensión de su hijo. En paradero desconocido.
Chu se volvió y le miró.
—¿Quién es este tipo, Harry?
—Alguien que me interesa. ¿Puedes imprimirme todo eso?
—Voy volando.
Chu envió el informe del DICD a la impresora de la unidad. Bosch tecleó la contraseña de su móvil y llamó a Jordy Gant.
—Charles 2 Small Washburn... ¿Le conoces?
—2 Small... Me suena de algo. Un momento.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio, y Bosch se mantuvo casi un minuto a la espera hasta que Gant volvió a hablar.
—Hay información actual. Miembro de los Rolling Sixties. Pero en la base de la pirámide; no estamos hablando de uno de los peces gordos. ¿De dónde has sacado este nombre?
—De la caja negra. En el 92 vivía al otro lado del vallado que había en el lugar donde mataron a Jespersen. Por entonces tenía unos dieciséis años y quizá estaba a la espera de ingresar definitivamente en los Sixties.
Bosch oyó el sonido de un teclado mientras hablaba por teléfono. Gant estaba efectuando una nueva investigación.
—Tenemos una orden de búsqueda tramitada en la oficina del sheriff uno-veinte del centro —dijo—. Charles ha dejado de pasar la pensión a la madre de su hija. La última dirección conocida es la casa en 66 Place. Pero de eso hace ya cuatro años.
Bosch sabía que una orden de búsqueda de un padre que no pagaba su pensión en South Los Ángeles era casi irrelevante. Difícilmente atraería la atención de los agentes del sheriff, a no ser que el caso hubiera llamado de alguna manera la atención de los medios de comunicación. Eso sí, la orden de búsqueda seguiría agazapada en las bases de datos, a la espera de salir a relucir la próxima vez que Washburn tuviera un encontronazo con la ley, y su nombre fuera examinado en un ordenador. Pero mientras continuara sin meterse en problemas, Washburn seguiría en libertad.
—Voy a acercarme a la antigua dirección a ver si hay suerte —dijo Bosch.
—¿Quieres apoyo? —preguntó Gant.
—No, me las arreglo por mi cuenta. Pero no estaría mal que avisaras a los coches patrulla.
—Hecho. Ahora mismo voy a correr la voz sobre 2 Small. Y bien, a ver si pescas alguna cosa, Harry. Si me necesitas por allí, házmelo saber.
—Eso mismo.
Bosch colgó y se volvió hacia Chu.
—¿Listo para salir a dar un paseo?
—¿Estarás de vuelta a las cuatro?
—A saber. Si encuentro al amigo que ando buscando, es posible que la cosa lleve su tiempo. ¿Quieres que vaya con otro?
—No, Harry. Es solo que esta noche tengo cosas que hacer.
Bosch se acordó de que tenía órdenes estrictas de su hija de no retrasarse para cenar.
—¿Es que tienes plan para ligar? —preguntó Bosch.
—Por eso no te preocupes. Vamos.
Chu se levantó, más dispuesto a acompañarle que a responder a preguntas sobre su vida privada.
La casa de Washburn era una pequeña vivienda rectangular de un piso con el jardín desolado y un Ford viejo y desvencijado emplazado sobre unos bloques de hormigón en el caminillo de acceso. Bosch y Chu habían dado una vuelta a la manzana antes de aparcar delante y se habían fijado en que la esquina occidental del patio trasero de la casa se encontraba a apenas media docena de metros del punto en el callejón donde alguien puso a Anneke Jespersen contra una pared y la mató de un tiro.
Bosch usó los nudillos para llamar a la puerta con firmeza, tras lo cual se hizo a un lado. Chu se situó al otro lado de la puerta. Frente a esta había unos barrotes de hierro de seguridad cerrados con llave.
La puerta finalmente se abrió, y una mujer de unos veinticinco años se los quedó mirando tras los barrotes. A su lado, un niño pequeño se le aferraba al muslo.
—¿Qué quieren? —preguntó indignada, tras suponer correctamente que eran policías—. Yo no les he llamado.
—Señorita —dijo Bosch—, estamos buscando a Charles Washburn. Tenemos constancia de que esta es su dirección. ¿Está aquí?
La mujer soltó un chillido, y a Bosch le llevó unos segundos comprender que en realidad estaba riéndose.
—¿Señorita?
—¿Me está hablando de 2 Small? ¿De ese Charles Washburn?
—Del mismo. ¿Está aquí?
—¿Cómo va a estar aquí? Son ustedes de lo más tonto que hay. Ese hombre me debe dinero. ¿Cómo va a estar aquí? Y si un día le da por presentarse, más le vale venir con el dinero.
Bosch terminó de comprender. Su mirada fue del niño al rostro de la mujer otra vez.
—Por favor, ¿cómo se llama usted?
—Latitia Settles.
—¿Y su hijo?
—Charles júnior.
—¿Tiene alguna idea de dónde puede estar Charles sénior? Tenemos una orden de búsqueda por no haberle estado pasando la pensión.
—Pues ya era hora, coño. Cada vez que veo a ese mamón pasar en coche por la calle les llamo, pero nadie mueve el culo; y ahora, se presentan cuando llevo dos meses sin ver al enano.
—¿Ha oído alguna cosa, Latitia? ¿Sabe de alguien que le haya visto?
Denegó con la cabeza, firmemente.
—Ese se ha dado el piro.
—¿Y qué me dice de su madre y de su abuela? Antes vivían en esta casa.
—La abuela está muerta, y su madre se fue a vivir a Lancaster hace la tira. Salió por piernas del barrio, y para siempre.
—¿Charles la visita alguna vez?
—No lo sé. Antes iba de vez en cuando, por su cumpleaños y cosas así. Pero yo ya no sé si Charles está vivo o está muerto. Lo único que sé es que mi hijo jamás ha ido al médico o al dentista, o le han comprado ropa nueva.
Bosch asintió con la cabeza. «Y su hijo tampoco tiene un padre», pensó. Tampoco dijo a la mujer que si encontraban a Charles Washburn no sería para que pagase la pensión de su hijo.
—Latitia, ¿le importa si entramos en la casa?
—¿Para qué?
—Para echar una ojeada, para asegurarnos de que la casa es segura...
La mujer dio un manotazo a las rejas.
—Aquí estamos seguros. Por eso no se preocupe.
—Entonces, ¿no podemos entrar?
—No. No quiero que nadie vea el desastre que es esta casa. No estoy preparada para eso.
—Bueno, ¿y qué nos dice del patio trasero? ¿Podemos entrar un momento?
Latitia pareció quedarse sorprendida por la pregunta, pero finalmente se encogió de hombros.
—Hagan lo que quieran.
—¿Se puede entrar por la puerta del vallado de atrás?
—La cerradura está rota.
—Bueno, pues vamos a ver.
Bosch y Chu bajaron el escalón de la puerta principal y echaron a andar por el caminillo que discurría por el lado de la casa y terminaba ante una valla de madera. Chu se vio obligado a levantar la puerta y mantenerla apoyada sobre una de las herrumbrosas bisagras para abrirla. Entraron en un patio trasero sembrado de juguetes viejos y rotos, y de cochambrosos muebles inservibles. En uno de los lados había un lavavajillas, y Bosch se acordó de los electrodomésticos inservibles alineados en el callejón veinte años atrás.
El lateral izquierdo de la propiedad daba a la pared posterior de la antigua tienda de neumáticos en Crenshaw. Bosch se acercó al vallado trasero que separaba el patio del callejón. Era demasiado alto para mirar por encima, por lo que cogió un triciclo infantil al que le faltaba una de las ruedas de atrás.
—Con cuidado, Harry —dijo Chu.
Bosch apoyó un pie en el asiento del triciclo y se encaramó a lo alto del vallado. A través del callejón, contempló el punto donde Anneke Jespersen había sido asesinada veinte años atrás.
Bosch bajó al otro lado y echó a andar junto al vallado, apretando cada uno de los tablones con la mano, tratando de dar con uno que estuviera suelto o, incluso, con una portezuela de trampilla que facilitara el acceso rápido al callejón. Llevaría recorridas las dos terceras partes del perímetro cuando uno de los tablones se movió ligeramente al contacto de su mano. Bosch se detuvo, lo miró con atención y, a continuación, atrajo el tablón hacia sí. No estaba clavado a los listones transversales de arriba y abajo. Sacó el tablón del vallado con facilidad y descubrió una abertura de casi treinta centímetros.
Chu se acercó y estudió la abertura.
—Una persona pequeña podría pasar por ahí y tener acceso directo al callejón —observó.
—Es lo que estaba pensando —respondió Bosch.
Resultaba obvio. La cuestión era dilucidar si el tablón se había soltado con el tiempo o si este había sido un acceso camuflado cuando Charles 2 Small Washburn vivía en la casa, tenía dieciséis años y era un aprendiz de pandillero empeñado en convertirse en un pandillero temido.
Bosch pidió a Chu que hiciera una foto de la abertura con su teléfono móvil. Más tarde la imprimiría y la incluiría en la ficha de asesinato. Vio a Latitia Settles de pie en la puerta posterior de la vivienda, mirándole a través de otra estructura de barrotes de hierro. Bosch comprendió que Latitia sin duda se daba cuenta de que en realidad no habían venido en busca de Charles por su incumplimiento en el pago de la pensión del niño.