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Le hicieron esperar con la disculpa de que Coleman estaba comiendo. Llevárselo ahora sería demasiado arriesgado, dado que después de la entrevista tendrían que conducirlo al segundo comedor, donde podía tropezarse con algún enemigo desconocido por los guardias; alguien podría pillarles desprevenidos y tratar de agredirlo. Eso era algo que los guardias querían evitar, así que le ordenaron a Bosch que esperase cuarenta minutos mientras Coleman terminaba de comerse el filete ruso y las judías verdes sentado a una mesa de picnic en el patio D, tan cómodo como seguro entre los suyos. Todos los Rolling Sixties encarcelados en San Quintín utilizaban los mismos comedores y patios.

Bosch mató el tiempo meditando sus cartas y ensayando lo que iba a decir. Iba a hacerlo todo solo. Sin la ayuda de ningún compañero. Porque estaba solo. Los recortes en el presupuesto para viajes del cuerpo de policía habían convertido casi todas las visitas a las cárceles en misiones en solitario.

Bosch había tomado el primer vuelo de la mañana y no había pensado en que llegaría a la prisión a la hora de la comida. El retraso tampoco importaba en exceso. El vuelo de regreso era a las seis de la tarde, y la entrevista con Rufus Coleman probablemente no sería muy larga. Coleman o bien aceptaría su oferta o le diría que no. En uno u otro caso, Bosch no iba a estar demasiado rato con él.

La sala de entrevistas era un cubículo de acero con una mesa empotrada que lo dividía en dos mitades. Bosch se sentó a un lado, con una puerta justo a sus espaldas. Al otro lado de la mesa se extendía un espacio de tamaño similar con otra puerta idéntica. Por esa puerta iban a traerle a Coleman, se dijo.

Bosch estaba investigando el asesinato —cometido veinte años atrás— de Anneke Jespersen, una fotógrafa y periodista muerta de un tiro durante los disturbios de 1992. Harry, por aquel entonces, estuvo investigando la escena del crimen durante una hora escasa, hasta que fue transferido a la investigación de otros asesinatos en una demencial noche de violencia que le llevó de un caso a otro.

Después del cese de las algaradas callejeras, el cuerpo de policía estableció un Departamento para la Investigación de los Crímenes cometidos durante los Disturbios (DICD), y la investigación del asesinato de Jespersen quedó al cargo de esta unidad. El crimen nunca fue resuelto, y después de estar clasificada como abierta y activa, la investigación y los escasos indicios disponibles fueron discretamente encarpetados y metidos en los archivos.

Pero, cuando ya empezaba a acercarse el vigésimo aniversario de los disturbios, el jefe de policía —que se las sabía todas en lo referente a los periodistas— envió una circular al teniente al frente de la unidad para los crímenes sin resolver, ordenando un nuevo examen de todos los asesinatos no resueltos acaecidos durante los tumultos de 1992. El jefe quería estar preparado cuando los medios de comunicación empezaran a elaborar los consabidos artículos y reportajes del vigésimo aniversario. Al cuerpo de policía lo habían pillado desprevenido en 1992, pero no iba a suceder otro tanto en 2012. El jefe quería estar en disposición de decir que todos los asesinatos no resueltos sucedidos durante los disturbios seguían estando bajo investigación activa.

Bosch pidió de forma específica que le asignaran el caso Anneke Jespersen y, veinte años después y sin tenerlo demasiado claro, volvió a estar al frente de la investigación. Bosch sabía que la mayoría de los casos se resolvían a lo largo de las primeras cuarenta y ocho horas; si no, las probabilidades de aclararlos se reducían de forma notable. Apenas habían investigado este caso durante una de esas cuarenta y ocho horas. Había sido aparcado a tenor de las circunstancias, y Bosch siempre había tenido remordimientos al respecto, como si hubiera abandonado a Anneke Jespersen a su suerte. A ningún inspector de homicidios le gusta dejar un caso sin resolver, pero Bosch no había tenido más alternativa. Le arrebataron el caso de las manos. Lo más fácil para él habría sido echarles la culpa a los investigadores que le sucedieron, pero Bosch tenía que incluirse a sí mismo entre los responsables. Fue él quien emprendió la investigación en la escena del crimen. No podía evitarlo y se decía que, por muy poco tiempo que hubiera estado allí, tenía que haber pasado algo por alto.

Y ahora, veinte años después, tenía otra oportunidad de resolver el caso. Una oportunidad entre mil. Bosch consideraba que todo caso tenía su propia caja negra. Un indicio en particular, una persona, una revaluación de los hechos que aportaba cierta comprensión y ayudaba a explicar lo que había sucedido y por qué. Pero en el caso de Anneke Jespersen no había ninguna caja negra. Lo único que había era un par de mohosas cajas de cartón sacadas de los archivos, que aportaban escaso rumbo o esperanza a Bosch. En las cajas estaban las prendas de vestir y el chaleco antibalas de la víctima, su pasaporte y otros efectos personales, así como una pequeña mochila y el equipo fotográfico recuperado en su hotel tras los disturbios. También estaba el pequeño casquillo de nueve milímetros encontrado en la escena del crimen, así como el escueto informe redactado por el Departamento para la Investigación de los Crímenes cometidos durante los Disturbios. La denominada ficha de asesinato.

La ficha de asesinato en realidad venía a ser una crónica de la inactividad del DICD en lo referente a este caso. La unidad había estado operando a lo largo de un año y se había encontrado con centenares de crímenes, entre ellos decenas de asesinatos, que investigar. Sus integrantes se habían visto casi tan desbordados en sus investigaciones como lo estuvo Bosch durante los mismos disturbios.

El DICD había pegado carteles en South Los Ángeles anunciando una línea telefónica de información y recompensas por aquellos datos que condujeran a detenciones y condenas por crímenes relacionados durante los disturbios. Había varios carteles con distintas fotografías de sospechosos, escenas de crímenes o víctimas. Tres de ellos llevaban una foto de Anneke Jespersen y animaban a ofrecer cualquier información sobre sus movimientos y su asesinato.

La unidad sobre todo trabajaba a partir de lo que llegaba por medio de los carteles y otras iniciativas de cooperación ciudadana y seguía aquellos casos en los que existía información sólida. Pero en lo referente a Jespersen no apareció ningún dato de valor, de forma que la investigación no llegó a ninguna parte. El caso era un callejón sin salida. Incluso la única prueba hallada en la escena del crimen —el casquillo de bala— carecía de valor en ausencia de una pistola a la que asignarla.

Al examinar los efectos personales y los archivos, Bosch encontró que la principal información obtenida durante la primera investigación era la relativa a la propia víctima. Jespersen tenía treinta y dos años y procedía de Dinamarca, no de Alemania, como Bosch había dado por supuesto a lo largo de veinte años. Trabajaba para un periódico de Copenhague llamado Berlingske Tidende, en el que ejercía de fotoperiodista, en el sentido más preciso de la palabra. Jespersen escribía artículos y tomaba fotografías. Había trabajado como corresponsal de guerra y había documentado diversos conflictos mundiales con palabras e imágenes.

La mujer había llegado a Los Ángeles la mañana posterior al comienzo de los disturbios. Y a la mañana siguiente estaba muerta. Durante las semanas que siguieron, Los Angeles Times publicó unos breves perfiles de todas las personas fallecidas durante el caos. El breve artículo sobre Jespersen citaba al director de su periódico y a su hermano en Copenhague y describía a la periodista como dispuesta a correr riesgos, siempre presta a ofrecerse voluntaria para ser enviada a las regiones más peligrosas del mundo. Durante los cuatro años anteriores a su muerte había cubierto los conflictos en Iraq, Kuwait, Líbano, Senegal y El Salvador.

Los desórdenes en Los Ángeles ciertamente no estaban al nivel de muchos de los conflictos armados que había reflejado en fotografías y artículos, pero, según el Times, Jespersen se encontraba de vacaciones cuando estallaron los disturbios en Los Ángeles. Telefoneó de inmediato a la sección de edición gráfica del BT (como solían denominar al periódico en Copenhague) y dejó un mensaje a su editora en el que le hacía saber que se dirigía a Los Ángeles desde San Francisco. Pero Jespersen murió antes de enviar ningún artículo ni ninguna fotografía al diario. Su editora nunca llegó a hablar con ella después de recibir el mensaje.

Después de que el DICD fuera disuelto, el asesinato no resuelto de Jespersen fue asignado al departamento de homicidios de la comisaría de la Calle 77, pues el crimen había tenido lugar en su sector. Encomendada a unos inspectores jóvenes y con acumulación de casos abiertos, la investigación fue archivada. Las anotaciones en la cronología de la investigación estaban muy espaciadas y, en gran medida, no pasaban de hacerse eco del interés que el caso había despertado en el extranjero. EL LAPD ni por asomo lo estaba llevando con dedicación, pero la familia de la fallecida y los conocidos de Jespersen entre la prensa internacional no abandonaban la esperanza. La cronología hacía mención a sus frecuentes preguntas sobre el caso. Unas preguntas que siguieron formulándose hasta que los efectos personales y los documentos vinculados al caso se archivaron. Desde entonces, se ignoraba a cualquiera que se interesara por Anneke Jespersen y su caso.

Curiosamente, nunca devolvieron las pertenencias personales de la víctima a su familia. En las cajas de archivo estaban la mochila y los efectos entregados a la policía varios días después del asesinato, después de que el gerente del motel Travelodge, situado en Santa Monica Boulevard, se fijara en el nombre de la periodista tras verlo en una lista de víctimas publicada en el Times, y lo cotejara con el registro de huéspedes del establecimiento. Hasta ese momento, en el hotel pensaban que Anneke Jespersen sencillamente se había escabullido de su habitación sin pagar lo que debía, por lo que habían metido todas sus pertenencias en la mochila que había en su habitación. A su vez, guardaron la mochila en un armario cerrado de almacenamiento que había en el hotel. Tras determinar que Jespersen nunca iba a volver porque estaba muerta, el gerente envió la mochila con sus pertenencias al DICD, que en ese momento estaba operando en unas oficinas temporales establecidas en la comisaría central de la ciudad.

La mochila se encontraba ahora en una de las cajas de archivo recuperadas por Bosch. En ella había dos pares de pantalones vaqueros, cuatro camisas blancas de algodón y varios calcetines y prendas de ropa interior. Estaba claro que Jespersen siempre viajaba con poco equipaje, como correspondía a una corresponsal de guerra, incluso de vacaciones. La cosa quizá se explicaba porque estaba previsto que volviera a cubrir una guerra después de las vacaciones en Estados Unidos. No obstante, su editora en Copenhague había explicado al Times que el periódico tenía previsto que Jespersen se trasladara directamente de Estados Unidos a Sarajevo, donde la guerra había empezado unas pocas semanas atrás. Los medios de comunicación estaban empezando a hablar de las violaciones en masa y la limpieza étnica, y Jespersen iba a dirigirse al ojo del huracán. Su marcha estaba prevista para el lunes siguiente al estallido de los desórdenes en Los Ángeles y lo más probable era que Jespersen quisiera tomar fotos de los saqueadores como un simple aperitivo de lo que le estaba esperando en Bosnia.

En los bolsillos de la mochila también se encontraban el pasaporte danés de Jespersen y varios carretes de película de 35 milímetros sin usar.

El pasaporte de Jespersen mostraba un sello de entrada estampado por el servicio nacional de inmigración en el aeropuerto internacional John F. Kennedy de Nueva York seis días antes de su muerte. Según los informes de la investigación y los artículos de prensa, había estado viajando por su cuenta y había llegado a San Francisco cuando en Los Ángeles fueron emitidos los veredictos y la violencia estalló.

Ninguno de los documentos o artículos refería en qué lugares de Estados Unidos había estado Jespersen durante los cinco días anteriores a los disturbios callejeros. Al parecer, no se consideraba que dicha información pudiera ser relevante en la investigación de su muerte.

Lo que sí que parecía claro era que la erupción de violencia en Los Ángeles fue una fuerte motivación para Jespersen, quien de inmediato viajó de noche a Los Ángeles, según parece al volante de un coche alquilado en el aeropuerto internacional de San Francisco. La mañana del jueves 30 de abril presentó su pasaporte y sus credenciales periodísticas danesas en la oficina de comunicación del LAPD con el propósito de obtener una acreditación de prensa en la ciudad.

Bosch había pasado la mayor parte de los años 1969 y 1970 en Vietnam. Allí había conocido a muchos periodistas y fotógrafos en los campamentos militares y en los mismos sectores de combate. Todos ellos le habían impresionado por su peculiar forma de valentía. La suya no era la valentía que se le presumía a un soldado, sino que más bien se trataba de cierto ingenuo convencimiento de la propia invulnerabilidad, pasara lo que pasara. Daban la impresión de creer que sus cámaras y credenciales de prensa eran unos escudos capaces de protegerlos incluso en las peores circunstancias.

Bosch había conocido particularmente bien a uno de tales fotógrafos. Se llamaba Hank Zinn y trabajaba para la agencia Associated Press. En cierta ocasión había seguido a Bosch al interior de uno de los peligrosos túneles excavados por el Vietcong en Cu Chi. Zinn nunca dejaba pasar la ocasión de adentrarse en «territorio indio» y conseguir lo que él denominaba «auténtico». Murió a principios de 1970, cuando el helicóptero Huey en el que se había colado para llegar hasta el frente resultó abatido. Una de sus cámaras fue recuperada intacta entre los restos del aparato, y a alguien del campamento base le dio por revelar las fotografías. Resultó que Zinn había estado haciendo fotos sin cesar mientras el helicóptero recibía los disparos del enemigo y terminaba por precipitarse al vacío. Nunca llegó a saberse si Zinn estuvo documentando valerosamente su propia muerte o si pensaba que iba a tener unas fotos sensacionales cuando regresara al campamento base. Pero, conociendo a Zinn, Bosch estaba convencido de que el fotógrafo pensaba que era invencible y que el choque del helicóptero contra el suelo no iba a suponer el final del camino.

Al hacer frente otra vez al caso Jespersen después de tantos años, Bosch se preguntó si Anneke Jespersen habría sido una persona como Zinn. Convencida de su invulnerabilidad, segura de que su cámara y su pase de prensa le abrirían paso entre el fuego. No cabía duda de que se había metido personalmente en la boca del lobo. Bosch se preguntó cuál habría sido su último pensamiento, cuando el asesino apuntó con la pistola a su ojo. ¿Sería Jespersen como Zinn? ¿Le habría tomado una foto a su asesino?

Según un listado proporcionado por su editora en Copenhague e incluido en el informe de investigación del DICD, llevaba consigo un par de cámaras Nikon F4, así como diversas lentes y objetivos. Por supuesto, le habían arrebatado su material de trabajo y nunca llegó a ser recuperado. Las posibles pistas en forma de fotografías que pudieran existir en sus cámaras se habían esfumado mucho tiempo atrás.

Los investigadores del DICD revelaron los carretes fotográficos encontrados en los bolsillos de su chaleco. En la ficha de asesinato había algunas de estas impresiones de veinte por veinticinco centímetros, así como cuatro pruebas de negativo que incluían imágenes en miniatura de las noventa y seis fotos al completo, pero su valor era muy escaso como indicios o pistas de investigación: eran simples fotografías de los efectivos de la guardia nacional de California, reunidos junto al Coliseum después de que los llamaran para poner fin a la violencia en Los Ángeles; otras imágenes mostraban a los guardias en los puestos de control establecidos en cruces de calles de la zona sumida en los disturbios. No había fotos de violencia, de incendios o de pillaje, aunque sí había bastantes de agentes montando guardia en las aceras frente a las tiendas saqueadas o incendiadas. Según parecía, las imágenes se tomaron el día de su llegada, después de que el LAPD hubiera concedido una acreditación de prensa a Jespersen.

A pesar de su valor histórico para la documentación de los disturbios, las fotos fueron consideradas inútiles en lo referente a la investigación del asesinato, y Bosch no podía revocar dicha decisión veinte años después.

Asimismo, el informe del DICD incluía una nota fechada el 11 de mayo de 1992 referente a la recuperación del automóvil alquilado por Jespersen a la agencia Avis en el aeropuerto internacional de San Francisco. El coche se encontró abandonado en Crenshaw Boulevard, a siete manzanas de distancia del callejón donde apareciera el cadáver. Durante los diez días que había permanecido abandonado, alguien había entrado en el vehículo por la fuerza y había destrozado su interior. La nota explicitaba que el automóvil y su contenido —o ausencia de contenido— carecían de valor para los investigadores.

De todo ello se deducía que el único indicio que Bosch halló durante la primera hora de la investigación seguía constituyendo la principal esperanza para solventar el caso. El casquillo de bala. Durante los últimos veinte años, las tecnologías policiales se habían desarrollado a la velocidad de la luz. Muchas cosas que antes eran impensables, hoy resultaban rutinarias. La aparición de aplicaciones tecnológicas para el análisis de pruebas y la resolución de casos criminales había llevado a que en el mundo entero fueran reabiertos multitud de antiguos casos no resueltos. Todos los principales cuerpos metropolitanos de policía contaban con equipos asignados a la investigación de este tipo de casos abiertos. El empleo de nuevas tecnologías para el esclarecimiento de antiguos casos hacía que a veces la cosa fuera pan comido: la cotejación de muestras de ADN, de huellas dactilares y de muestras de balística en muchas ocasiones llevaba a cerrar dichos casos de forma definitiva con la detención de unos culpables hasta entonces plenamente convencidos de la impunidad de sus asesinatos.

Pero otras veces las cosas no eran tan sencillas.

Uno de los primeros pasos que dio Bosch al reabrir el caso número 9212-00346 fue el de llevar el casquillo de bala a la unidad de balística para su análisis e identificación. Los de balística estaban abrumados de trabajo y pasaron tres meses antes de que a Bosch le llegara una respuesta. Esta no resultó ser ninguna panacea, una respuesta que condujera a la inmediata resolución del asesinato, pero sí que le ofreció a Bosch un camino por el que seguir. Lo que no estaba nada mal después de veinte años sin que a Anneke Jespersen se le hubiera hecho justicia.

El informe de balística proporcionó a Bosch el nombre de Rufus Coleman, de cuarenta y un años y miembro destacado de la pandilla de los Rolling Sixties, dependiente de los Crips. Coleman hoy estaba encarcelado por asesinato en la penitenciaría estatal californiana de San Quintín.

La caja negra

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