Читать книгу La caja negra - Michael Connelly - Страница 8
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ОглавлениеEra casi mediodía cuando la puerta se abrió y Coleman fue conducido al interior por dos guardias de la prisión. Hicieron que se sentara, con las manos esposadas a la espalda, en la silla situada al otro lado de la mesa, frente a Bosch. Los guardias le advirtieron que iban a estar observándole, tras lo cual les dejaron mirándose el uno al otro por encima de la mesa.
—Usted es de la bofia, ¿no? —dijo Coleman—. ¿Sabe a lo que me expongo si a alguno de esos dos bocazas de ahí fuera les da por correr la voz de que he estado hablando a solas con un poli?
Bosch no respondió. Estaba estudiando al hombre sentado al otro lado. Había visto algunas fotografías de Coleman, pero tan solo de su rostro. Sabía que era un tipo corpulento —era conocido como uno de los matones principales de los Rolling Sixties—, pero no que lo fuese tanto. Tenía un físico muy musculoso y esculpido, así como un cuello más ancho que la cabeza, orejas incluidas. Tras haberse pasado dieciséis años levantando pesas y haciendo todo tipo de ejercicios en su celda, tenía un pecho que se extendía más allá de su barbilla y unos bíceps y tríceps que parecían ser capaces de triturar una nuez hasta hacerla polvo. En las fotografías siempre lucía un peinado estilizado, pero ahora llevaba la cabeza afeitada al cero y usaba su cráneo como si fuera una obra de arte dedicada al Señor: en uno y otro lado lucía tatuajes carcelarios en tinta azul de cruces envueltas en alambre de espino. Bosch se preguntó si acaso se trataría de una comedia destinada a ganarse a los miembros de la junta de concesión de libertad condicional. «He encontrado a Dios. En mi cráneo lo pone bien claro».
—Sí, soy un policía —dijo por fin—. De Los Ángeles.
—¿Del LAPD o de la oficina del sheriff?
—Del LAPD. Me llamo Bosch. Y, Rufus, este va a ser el día con más o con menos suerte que haya tenido en la vida. Lo bueno es que usted mismo va a decidir si es lo uno o lo otro. La mayoría de nosotros nunca tenemos ocasión de elegir entre la buena suerte y la mala suerte. Digamos que simplemente nos encontramos con la una o con la otra. Es el destino. Pero usted por esta vez va a poder elegir, Rufus. Ahora mismo.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? ¿Acaso tiene usted toda la suerte del mundo metida en los bolsillos?
Bosch asintió con la cabeza.
—Hoy, sí.
Bosch había dejado una carpeta en la mesa antes de que trajeran a Coleman. La abrió y sacó dos cartas. El sobre en que venían —en cuyo lomo había una dirección y unos sellos— lo dejó en el interior de la carpeta, lo suficientemente lejos para que Coleman no pudiera leerlo.
—Por lo que entiendo, el mes que viene va a pedir por segunda vez la condicional —repuso Bosch.
—Pues sí —asintió Coleman, con un ligero tono de curiosidad e inquietud en la voz.
—Bueno, yo no sé si sabe cómo funcionan estas cosas, pero esta segunda vez van a decidir los dos mismos miembros de la junta que decidieron sobre su primera petición hace un par de años. O lo que es lo mismo: todo está en manos de los que ya le dijeron que no una vez. Así que va a necesitar ayuda, Rufus.
—El Señor está conmigo.
Echó la cabeza hacia delante y la giró, para que Bosch pudiera ver bien las cruces tatuadas. A Harry le hicieron pensar en el emblema de un equipo impreso en el casco de un jugador de fútbol americano.
—Si quiere saber mi opinión, va a necesitar algo más que un par de tatuajes.
—Yo de usted no quiero saber nada, polizonte. No necesito su ayuda. He escrito todas las cartas necesarias, tengo buen comportamiento y el apoyo del capellán de la galería D. Incluso he recibido una carta de la familia Regis perdonándome por lo que pasó.
El hombre a quien Coleman asesinara a sangre fría se llamaba Walter Regis.
—Ya. ¿Y cuánto les ha pagado por esa carta?
—Yo no he pagado nada. He rezado, y el Señor ha escuchado mis oraciones. La familia me conoce y sabe que ahora soy otro. Me perdonan mis pecados, lo mismo que hace el Señor.
Bosch asintió con la cabeza y contempló las cartas que tenía delante un largo rato antes de proseguir:
—Muy bien, así que lo tiene todo arreglado. Tiene esa carta y tiene al Señor. Es posible que no le haga falta trabajar para mí, Rufus, pero lo que no le conviene es que yo trabaje en su contra. Eso no le conviene. De ninguna de las maneras.
—Pues escúpalo ya. ¿Qué coño quiere de mí?
Bosch asintió con la cabeza. Empezaban a entenderse. Levantó el sobre y dijo:
—¿Ve este sobre? Está dirigido a la junta de la libertad provisional en Sacramento. Aquí abajo consta su número de recluso. Y aquí arriba está el sello. Lo único que hace falta es meterlo en un buzón.
Devolvió el sobre a la mesa y cogió las cartas, una con cada mano. Las levantó y se las puso a Coleman ante las narices, para que las pudiera leer.
—Lo primero que voy a hacer cuando salga es meter una de estas dos cartas en el sobre y echar el sobre al correo. Usted decide de qué carta se trata.
Coleman se echó hacia delante y Bosch pudo percibir el rechinar de los grilletes contra el respaldo de la silla metálica. El hombre era tan corpulento que daba la impresión de llevar puesta una coraza bajo el mono gris de la prisión.
—¿Y ahora de qué me está hablando, polizonte? No puedo leer esta mierda.
Bosch acercó las dos cartas a su rostro, para que no tuviera dificultad para leerlas.
—Estas dos cartas están dirigidas a la junta de la libertad condicional. La primera habla muy favorablemente de usted. Dice que se siente muy arrepentido de los crímenes que cometió y que ha estado cooperando conmigo en la resolución de un asesinato cometido hace mucho tiempo y nunca aclarado. La carta termina...
—Y una mierda estoy cooperando con usted, hombre. A mí no me va a usar como soplón. Y ni se le ocurra andar diciendo eso: vigile la puta bocaza antes de soltar esa mierda.
—La carta termina con una recomendación por mi parte de que le concedan la condicional.
Bosch dejó la carta sobre la mesa y dijo en referencia a la otra misiva:
—Y bien. Esta segunda carta no es tan conveniente para usted. No hay mención a que esté arrepentido, pero sí informa de que se ha negado a cooperar en la investigación de un asesinato sobre el que tiene información de importancia. También dice que la unidad de inteligencia del LAPD especializada en bandas criminales tiene datos que sugieren que los Rolling Sixties están esperando a que salga en libertad para volver a emplearlo como matón y ejecutor de...
—¡Es una puta mentira! ¡Un cuento chino! ¡No puede enviar esa mierda!
Con calma, Bosch dejó la carta en la mesa y empezó a doblarla con intención de meterla en el sobre. Miró a Coleman sin expresión.
—¿Pretende decirme lo que puedo o no puedo hacer cuando está sentado con unos grilletes a la espalda? No, Rufus, no, así no es como funcionan las cosas. Usted deme lo que quiero, y yo a cambio le daré lo que quiere. Así es como funcionan las cosas.
Bosch repasó con el dedo los bordes de la carta doblada y empezó a meterla en el sobre.
—¿De qué asesinato me está hablando?
Bosch levantó la vista y lo miró. El otro empezaba a ceder. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó la foto de Jespersen que había obtenido gracias a la acreditación de prensa. La levantó para que Coleman la viera.
—¿Una chica blanca? Yo no sé nada de ninguna chica blanca asesinada.
—No he dicho que tuviera que saberlo.
—Entonces, ¿de qué coño va esta entrevista? ¿Cuándo se cargaron a esa tipa?
—En mayo de 1992.
Coleman calculó la fecha, denegó con la cabeza y sonrió como si estuviera hablando con un mentecato.
—Se ha equivocado de hombre. En el 92 estaba en Corcoran cumpliendo cinco años de condena. Así que váyase a la mierda, señor polizonte.
—Sé muy bien dónde estaba en el 92. ¿Cree que habría hecho el viaje hasta aquí si no lo supiera todo sobre usted?
—Lo único que yo sé es que no tuve nada que ver con el asesinato de esa blanquita.
Bosch meneó la cabeza, dando a entender que eso no lo discutía.
—Déjeme explicárselo, Rufus, porque luego tengo que hablar con otra persona de aquí y también tengo que pillar un avión. ¿Va a escucharme de una vez?
—Le escucho. Escupa toda su mierda.
Bosch volvió a mostrarle la foto.
—Estamos hablando de algo que pasó hace veinte años. La noche entre el 30 de abril y el 1 de mayo de 1992, la segunda noche de los disturbios en Los Ángeles, Anneke Jespersen, una fotoperiodista danesa, está en Crenshaw con sus cámaras fotográficas haciendo fotos para el periódico de Copenhague en el que trabaja.
—¿Y qué coño estaba haciendo en Crenshaw? Más le hubiera valido no acercarse.
—Eso no voy a discutirlo, Rufus. Pero el hecho es que estaba allí. Y alguien la puso contra una pared y la mató de un tiro en un ojo.
—Yo no fui. Y no sé nada de todo eso.
—Ya sé que usted no fue. Tiene la coartada perfecta. En ese momento estaba en la cárcel. ¿Puedo seguir?
—Sí, claro, hombre. Siga con lo suyo.
—El que mató a Anneke Jespersen lo hizo con una Beretta. Encontramos el casquillo en el lugar del crimen. Un casquillo con las típicas marcas de una Beretta del modelo 92.
Bosch estudió la expresión de Coleman, para ver si entendía adónde quería ir a parar.
—¿Me está siguiendo de una vez, Rufus?
—Le estoy siguiendo, pero no sé de qué mierda va todo esto.
—La pistola con la que mataron a Anneke Jespersen nunca fue recuperada y el caso nunca fue resuelto. Y entonces, cuatro años después, sale usted en libertad de Corcoran y lo detienen acusado del asesinato del miembro de una pandilla rival llamado Walter Regis, de diecinueve años de edad. Le disparó en la cara mientras estaba sentado en un reservado de un club nocturno en Florence. El supuesto motivo: que Regis había sido visto vendiendo crack en una de las esquinas callejeras controladas por los Sixties. Fue condenado por ese crimen atendiendo a lo que dijeron varios testigos presenciales y a su propia declaración a la policía. Pero seguía faltando una prueba: la pistola que usó, una Beretta del modelo 92. La pistola nunca llegó a ser recuperada. ¿Se da cuenta de adónde quiero ir a parar?
—Aún no.
Coleman estaba empezando a hacerse el tonto. Pero eso a Bosch no le importaba. Coleman tan solo quería una cosa: salir de la cárcel. Con el tiempo terminaría por comprender que Bosch estaba en disposición de facilitar o complicar su puesta en libertad.
—Bueno, pues déjeme seguir contándole esta historia, y haga lo posible por seguirme. Voy a tratar de ponérselo fácil.
Hizo una pausa. Coleman no puso objeción.
—Así que estamos en 1996 y le sentencian a una condena de entre quince años y cadena perpetua. Va usted a la cárcel como el buen soldado de los Rolling Sixties que es. Pasan otros siete años, estamos en 2003 y se produce otro asesinato. A un pequeño camello perteneciente a los Crips de la calle Grape llamado Eddie Vaughn se lo cargan y le roban la mercancía mientras está sentado en su coche bebiendo cerveza y fumándose un canuto. Alguien mete el brazo por la ventanilla del otro lado y le pega dos tiros en la cabeza y dos en el torso. Pero lo de meter el brazo por la ventanilla no resulta buena idea. Los casquillos salen expelidos de la pistola y rebotan por el interior del coche. No hay tiempo de recogerlos todos... El asesino solo consigue encontrar dos antes de salir corriendo.
—¿Y todo eso qué tiene que ver conmigo, compañero? Yo por entonces estaba aquí.
Bosch asintió enfáticamente con la cabeza.
—Tiene razón, Rufus. Usted estaba aquí. Pero resulta que en 2003 la policía ya contaba con lo que llama sistema nacional integrado de identificación balística. Se trata de una base informática de datos gestionada por la ATF[2] donde aparecen los casquillos y las balas encontradas en escenas del crimen o en los cuerpos de las víctimas de asesinato.
—Una puta maravilla, por lo que dice.
—La balística, Rufus, hoy viene a ser como las huellas dactilares. Pronto establecieron que los casquillos recogidos en el coche de Eddie pertenecían a la misma pistola que usted usó siete años antes para cargarse a Walter Regis. La misma pistola fue empleada en ambos asesinatos por dos asesinos distintos.
—La ciencia avanza a pasos agigantados, polizonte.
—Eso está claro, pero a usted no le pilla de nuevo precisamente. Sé que vinieron aquí a hablar con usted sobre el caso Vaughn. Los investigadores querían saber a quién le entregó la pistola después de haberse cargado a Regis. Querían saber para qué gerifalte de los Rolling Sixties había cumplido el encargo de liquidar a Regis, porque pensaban que ese mismo fulano bien podía haber ordenado también que liquidaran a Vaughn.
—Creo que me acuerdo vagamente. Hace mucho tiempo de todo eso. Entonces no les dije una mierda, y a usted tampoco le diré una mierda ahora.
—Sí, le estuve echando una ojeada al informe. Les dijo que se fueran a tomar por el culo, que ya podían irse por donde habían venido. Lo que pasa es que por aquel entonces usted todavía era un soldado, fuerte y valiente. Pero eso fue hace nueve años, cuando no tenía nada que perder. La posibilidad de conseguir la libertad condicional eran remotas; pero las cosas ahora han cambiado. Y estamos hablando de tres asesinatos cometidos con la misma pistola. A principios de este año cogí el casquillo que encontramos en el lugar donde mataron a Jespersen en el 92 e hice que lo cotejaran con la base de datos de la ATF. El casquillo coincidía con los encontrados junto a Regis y Vaughn. Tres asesinatos cometidos con una misma pistola: una Beretta del modelo 92.
Bosch se arrellanó en la silla, a la espera de una reacción por parte del otro, sabedor de que Coleman tenía muy claro lo que quería.
—No puedo ayudarle, compañero —dijo Coleman—. Ya puede llamar a los bocazas para que me saquen de aquí.
—¿Está seguro de lo que dice? Porque puedo ayudarle.
Levantó el sobre de papel.
—O perjudicarle.
Siguió a la espera.
—Puedo conseguir que le cuelguen otros diez años de condena antes de que se les ocurra volver a considerar la posibilidad de una libertad condicional. ¿Es eso lo que quiere?
Coleman denegó con la cabeza.
—¿Y cuánto tiempo cree que seguiría con vida en este lugar si le ayudara, compañero?
—Muy poco tiempo, tiene razón. Pero nadie tiene por qué enterarse de esto, Rufus. No estoy pidiéndole que preste declaración en un juzgado, o por escrito.
«Al menos de momento», pensó Bosch.
—Lo único que quiero es un nombre. Un nombre que no va a salir de estas cuatro paredes. El nombre del fulano que ordenó el asesinato. El que le entregó la pistola y le dijo que se cargara a Regis. El fulano al que usted devolvió la pistola después de cumplir el encargo.
Coleman mantenía los ojos fijos en la mesa mientras pensaba. Bosch sabía que estaba sopesando los años de condena. Incluso el soldado más encallecido tiene una capacidad de aguante limitada.
—Las cosas no funcionan así —dijo finalmente—. El que ordena una ejecución nunca habla directamente con el ejecutor. Hay intermediarios, compañero.
Bosch había estado hablando con la unidad de inteligencia sobre bandas criminales antes de emprender el viaje. Le habían dicho que las jerarquías de las pandillas tradicionales de South Central, por lo general, estaban establecidas como las de las organizaciones paramilitares: en forma de pirámide, de tal forma que un verdugo de poca monta como Coleman nunca llegase a saber con exactitud quién había ordenado la muerte de Regis. Por eso Bosch había formulado la pregunta, para poner a prueba a Coleman. Si este le hubiera dado el nombre de un jefe pandillero, Bosch habría sabido de inmediato que Coleman estaba mintiéndole.
—Muy bien —dijo Bosch—. Eso me lo creo. Así que vayamos a lo sencillo. Concentrémonos en la pistola. ¿Quién se la pasó la noche en que se cargó a Regis? ¿Y a quién se la devolvió después?
Coleman asintió con la cabeza; seguía manteniendo los ojos bajos. Continuó en silencio, mientras Bosch se mantenía a la espera. Ese era el momento clave. A eso era a lo que había venido.
—Yo no puedo seguir más tiempo aquí dentro... —murmuró Coleman.
Bosch se mantuvo en silencio y trató de que su respiración siguiera siendo normal. Coleman iba a ceder.
—Tengo una hija —dijo—. Ya es casi una mujer, y solo la he podido ver en este lugar. No la he visto más que en la cárcel.
Bosch asintió con la cabeza.
—Eso no puede ser —admitió—. Yo mismo tengo una hija, y me pasé muchos años sin poder verla.
Bosch vio que a Coleman se le humedecían los ojos. El soldado pandillero estaba exhausto después de tantos años de cárcel, de remordimientos y de miedo. Dieciséis años seguidos vigilando en todo momento que nadie le clavara un pincho por la espalda. En el fondo, las capas de músculo no eran más que el disfraz de un hombre roto.
—Deme ese nombre, Rufus —apremió Bosch—. Y envío esa carta. Si no me da lo que quiero, sabe que de aquí solo saldrá con los pies por delante, y que a su hija no podrá verla más que a través del cristal.
Con los brazos sujetos en la espalda, Coleman nada podía hacer respecto a la lágrima que corría por su mejilla izquierda. Asintió con la cabeza y dijo:
—Es lo que hay.
Bosch se mantuvo a la espera. Coleman otra vez guardaba silencio.
—Dígamelo —repuso Bosch, finalmente.
Coleman se encogió de hombros.
—El nombre es un poco raro —soltó—. Trumont Story. Todos le llamaban Tru. Te. Erre. U. Fue el que me pasó la pipa para cumplir el encargo. Y luego se la devolví.
Bosch asintió. Ya tenía lo que había ido a buscar.
—Pero pasa una cosa —dijo Coleman.
—¿Qué cosa?
—Que Tru Story lleva mucho tiempo muerto, compañero. O eso es lo que he oído aquí.
Bosch estaba preparado para algo así. Las bajas entre las bandas criminales de South Los Ángeles se contaban por millares a lo largo de las dos últimas décadas. Ya había barajado la posibilidad de que estuviese buscando a un muerto; pero Bosch también sabía que la pista no tenía que terminar en Tru Story necesariamente.
—¿Todavía va a enviar esa carta? —preguntó Coleman.
Bosch se levantó. Ya había terminado. El hombre de aspecto brutal al otro lado de la mesa era un asesino a sangre fría y merecía estar donde estaba. Pero Bosch había cerrado un trato con él.
—Sin duda lo ha pensado un millón de veces —dijo—: ¿Qué piensa hacer después de salir y darle un abrazo a su hija?
Coleman, al punto, respondió:
—Encontrar una esquina en la que ponerme a operar.
Guardó silencio un momento, a sabiendas de que Bosch sacaría la conclusión errónea.
—... Y en la que ponerme a predicar. Explicaré a todos lo que he aprendido. Lo que ahora sé. La sociedad ya no va a tener más problemas conmigo. Voy a seguir siendo un soldado. Pero esta vez un soldado de Cristo.
Bosch asintió. Sabía que muchos de quienes salían de la cárcel tenían el mismo plan: seguir a Dios. Pocos lo lograban. El sistema se nutría de hombres que una y otra vez tropezaban con la misma piedra. Y el instinto le decía que Coleman probablemente era uno de esos hombres.
—Entonces voy a mandar la carta —dijo.