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BLANCANIEVES, 1992
ОглавлениеDurante la tercera noche, el número de muertos empezó a dispararse con tal rapidez que muchos de los equipos de la división de homicidios fueron apartados de la primera línea de contención de los disturbios y asignados a turnos de emergencia en South Central. Al inspector Harry Bosch y a su compañero Jerry Edgar los obligaron a salir de la comisaría de Hollywood y les encomendaron un equipo de vigilancia «B», del que también formaban parte dos agentes de patrulla armados con escopetas y con funciones de protección. Su misión era dirigirse allí donde su presencia fuera necesaria, es decir, en cualquier lugar donde apareciese un cadáver. Los cuatro hombres circulaban en un coche patrulla blanquinegro, y se trasladaban de una escena del crimen a otra, sin permanecer demasiado tiempo en ninguna. No era la forma adecuada de investigar homicidios, ni por asomo, pero era lo máximo que se podía hacer bajo las circunstancias surrealistas de una ciudad que se había venido abajo de sopetón.
South Central era una zona de guerra. Había incendios por todas partes. Los saqueadores se movían en bandadas, yendo de escaparate en escaparate, y toda semblanza de dignidad y de principios morales se había desvanecido en el humo que se alzaba sobre la ciudad. Las pandillas de South Los Ángeles habían entrado en acción con el propósito de controlar las sombras, e incluso habían firmado una tregua en sus luchas entre sí para establecer un frente unido contra la policía.
Más de cincuenta personas habían muerto hasta el momento. Algunos propietarios de tiendas habían abatido a saqueadores, los miembros de la guardia nacional habían abatido a saqueadores, los saqueadores habían abatido a otros saqueadores... Y luego estaban los asesinos que se amparaban en el caos y los disturbios para ajustar cuentas pendientes desde hacía mucho tiempo y que nada tenían que ver con las frustraciones del momento y las emociones a flor de piel que impregnaban las calles.
Dos días antes, las grietas raciales, sociales y económicas soterradas bajo la ciudad habían emergido a la superficie con una intensidad sísmica. El juicio a cuatro agentes del LAPD —el cuerpo de policía de Los Ángeles— acusados de haber propinado una fuerte paliza a un conductor de raza negra después de una persecución a toda velocidad, había terminado con la absolución de todos los cargos. Una vez hecha pública, la decisión —tomada por un jurado íntegramente formado por blancos en el juzgado de una zona residencial situada a más de sesenta kilómetros de distancia— tuvo consecuencias casi inmediatas en South Los Ángeles. En las esquinas empezaron a formarse pequeños grupos de indignados por lo sucedido. Y la situación pronto se tornó violenta. Los medios de comunicación, siempre atentos a lo que se cuece, empezaron a cubrir las noticias en directo y, desde helicópteros, retransmitían las imágenes para cada hogar de la ciudad y, muy poco después, del mundo entero.
El estallido pilló desprevenido al cuerpo. Cuando se hizo público el veredicto del jurado, el jefe de policía se encontraba fuera de la comisaría central, en un acto de tipo político. Asimismo, otros miembros de la cadena de mando estaban fuera de sus puestos. Nadie asumió el control de forma inmediata y —lo más importante— nadie acudió al rescate. El cuerpo de policía entero se batió en retirada, y las imágenes de violencia con impunidad se extendieron como un incendio forestal por todas las pantallas de televisión. Pronto, la ciudad se encontró fuera de todo control y ardiendo en llamas.
Dos noches más tarde, el hedor acre del caucho quemado y los sueños incinerados seguía flotando por todas partes. Las llamas de mil incendios danzaban un baile demoníaco en el cielo oscurecido. Los disparos y los gritos iracundos resonaban sin cesar en la estela del coche patrulla. Pero los cuatro hombres a bordo del vehículo no se detenían ante los gritos y disparos. Tan solo se detenían en caso de asesinato.
Era el viernes uno de mayo. Vigilancia «B» era la designación del turno nocturno de vigilancia en caso de movilización de emergencia, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Bosch y Edgar iban en el asiento trasero, mientras que los agentes Robleto y Delwyn estaban sentados al frente. En el asiento del copiloto, Delwyn tenía la escopeta en el regazo, de tal forma que el cañón del arma asomaba por la ventanilla abierta.
Se dirigían a examinar un cadáver encontrado en un callejón que salía de Crenshaw Boulevard. La guardia nacional de California, que se había desplegado en la ciudad durante el estado de emergencia, había trasladado la llamada al centro de comunicaciones de emergencia. Tan solo eran las diez y media, y las llamadas estaban empezando a acumularse. El coche patrulla ya se había ocupado de un homicidio desde el comienzo del turno: un saqueador muerto a tiros en la puerta de una tienda donde vendían zapatos con descuento. El autor de los disparos había sido el propietario del comercio.
La escena del crimen estaba en el mismo interior de la tienda, lo que permitió a Bosch y a Edgar trabajar con relativa seguridad, mientras Robleto y Delwyn montaban guardia con las escopetas y el material y la vestimenta antidisturbios frente al escaparate del establecimiento. También tuvieron tiempo para recoger pruebas de lo sucedido, dibujar la escena del crimen y tomar sus propias fotografías. Grabaron la declaración del propietario del comercio y miraron la cinta de vídeo de la cámara de seguridad de la tienda. El vídeo mostraba cómo el saqueador se valía de un bate de béisbol de aluminio para hacer trizas la puerta de cristal del establecimiento. El hombre entraba a través de las astillas de la puerta cuando fue abatido por dos disparos efectuados por el propietario del negocio, quien aguardaba agazapado y vigilante tras la caja registradora del mostrador.
Como la oficina del juez de instrucción estaba sobrecargada de trabajo y no daba abasto para investigar todas las muertes que se iban anunciando, una ambulancia vino y se llevó el cadáver al hospital universitario de Boyle Heights, donde estaría hasta que las cosas se calmaran —si algún día llegaban a calmarse—, y el juez de instrucción pudiera investigar todos los casos pendientes.
En lo concerniente al autor de los disparos, Bosch y Edgar optaron por no detenerlo. La oficina del fiscal del distrito se encargaría más tarde de decidir si había disparado en defensa propia o si se trataba de un caso de homicidio. No era la forma adecuada de proceder, pero era lo que había. En el caos del momento, la misión era simple: preservar las pruebas, documentar el lugar de los hechos lo mejor y más rápidamente posible, y llevarse el cadáver de turno. Entrar y salir. Y corriendo los menores riesgos posibles. La verdadera investigación tendría lugar más adelante. Quizás.
Mientras conducían en dirección sur por Crenshaw, se cruzaron con algunos grupos de gente, jóvenes en su mayor parte, agrupados en las esquinas o vagando apelotonados. En la esquina de Crenshaw con Slauson, un grupo de pandilleros que lucían los colores de la gran banda de los Crips se mofaron de los policías cuando el coche patrulla pasó a toda velocidad sin la sirena ni las luces de aviso puestas. Les arrojaron botellas y piedras, pero el automóvil iba demasiado rápido, y los proyectiles cayeron sobre su estela sin causar el menor daño.
—¡Ya volveremos, hijos de puta! Por eso no os preocupéis.
Era Robleto el que había gritado estas palabras, y Bosch tuvo que suponer que hablaba de forma metafórica. Las amenazas del joven patrullero eran tan vacuas como lo había sido la respuesta del cuerpo de policía una vez que los veredictos fueron retransmitidos en directo por televisión el miércoles por la tarde.
Sentado al volante, Robleto solo aminoró la marcha para detenerse frente a un puesto de control formado por vehículos y soldados de la guardia nacional. La estrategia establecida la víspera consistía en retomar el control de los principales cruces de calles en South Los Ángeles, para, a continuación, expandirse hacia el exterior con el objetivo de ir haciéndose con todos los puntos problemáticos. Se encontraban a poco más de un kilómetro de uno de esos cruces clave, el de Crenshaw con Florence, y las tropas y los vehículos de la guardia nacional ya estaban desplegados a uno y otro lado de Crenshaw a lo largo de varias manzanas de casas. Robleto tan solo bajó la ventanilla de su lado al detenerse frente a la barricada levantada en el cruce con la Calle 62.
Un guardia con distintivos de sargento se acercó a la puerta y agachó la cabeza para mirar a los ocupantes del automóvil.
—Soy el sargento Burstin, de San Luis Obispo. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos?
—Homicidios —informó Robleto, señalando con el pulgar a Bosch y a Edgar.
Burstin se enderezó y movió el brazo, indicando a sus hombres que dejaran pasar a los recién llegados.
—Muy bien —dijo—. La chica está en un callejón en el lado este, entre las calles 66 y 67. Diríjanse allí y mis muchachos les indicarán. Vamos a establecer un perímetro de vigilancia y prestaremos mucha atención a los tejados. Nos han llegado informes sin confirmar que apuntan a la existencia de francotiradores en el vecindario.
Robleto subió la ventanilla mientras conducía el coche a través del puesto de control.
—«Mis muchachos...» —dijo, imitando la voz de Burstin—. Lo más seguro es que ese fulano sea un maestro de escuela o algo parecido en el mundo real. He oído que ninguno de estos tipos que han hecho venir son de Los Ángeles. Los han traído de todas partes del estado, pero no de Los Ángeles. Lo más seguro es que no sepan encontrar Leimert Park ni con la ayuda de un plano.
—Hace dos años tú tampoco no lo sabías, compañero —dijo Delwyn.
—Lo que tú digas. Pero, ¿y ese fulano que no sabe una mierda de esta ciudad y ahora se las da de que está al mando...? Un puto soldado de fin de semana, eso es lo que es. Lo único que estoy diciendo es que no hacía falta traer a esta gente. Porque nos hace quedar mal. Como si no fuéramos capaces de controlar el asunto, como si por nuestra inoperancia hubieran tenido que llamar a estos machotes de tres al cuarto, ¡del puto San Luis Obispo, nada menos!
En el asiento trasero, Edgar se aclaró la garganta y dijo:
—Para que lo sepas, es un hecho que no hemos sido capaces de controlar el asunto. Y quedar peor que el miércoles por la noche ya es imposible. Nos quedamos de brazos cruzados y dejamos que la ciudad ardiese, colega. Ya has visto toda esa mierda en la tele, supongo. Pero a nosotros no nos has visto repartiendo leña sobre el terreno. Así que no les eches la culpa a esos maestros de escuela de San Luis Obispo. La culpa la tenemos nosotros, socio.
—Lo que tú digas —repuso Robleto.
—En el lateral de este coche hay una leyenda: «Proteger y servir» —agregó Edgar—. Pero no hemos hecho mucho ni de lo uno ni de lo otro.
Bosch seguía en silencio. No porque estuviera en desacuerdo con su compañero. El cuerpo de policía se había cubierto de gloria por culpa de su ridícula respuesta al estallido inicial de violencia. Pero Harry no estaba pensando en ello. Estaba sorprendido por lo que el sargento había dicho: que la víctima era una mujer. Era la primera mención a un caso así y, que el propio Bosch supiera, hasta el momento no habían habido víctimas femeninas, lo cual no quería decir que no hubiese mujeres implicadas en la violencia que se había apropiado de la ciudad. Los saqueos y los incendios eran acciones en las que imperaba la igualdad de oportunidades. Bosch había visto a mujeres implicadas tanto en los unos como en los otros. La noche anterior había estado destacado en misión de control de los disturbios en Hollywood Boulevard y había presenciado cómo arrasaban Frederick’s, la famosa tienda de lencería. La mitad de los saqueadores habían sido mujeres.
Con todo, el informe del sargento le estaba dando que pensar. Una mujer se había visto inmersa en el caos de este lugar, y eso le había costado la vida.
Robleto cruzó la abertura en la barricada y continuó hacia el sur. Cuatro manzanas más allá, un soldado empuñaba una linterna y dirigía el haz de luz hacia un hueco entre dos de las tiendas que se sucedían en el lado oeste de la calle.
Dejando aparte a los soldados apostados cada veinticinco metros, Crenshaw estaba abandonada.
La tranquilidad resultaba tan oscura como inquietante. No llegaba ninguna luz de los comercios situados a ambos lados de la calle. Muchos habían sufrido la acción de los saqueadores y los pirómanos. Algunos permanecían milagrosamente intactos. En otros, en los tablones clavados a modo de protección sobre los escaparates, había pintadas que decían «de propiedad negra», en patética defensa contra las turbas.
La entrada al callejón estaba entre una tienda de llantas y neumáticos llamada Dream Rims, saqueada, y un comercio de electrodomésticos que había ardido hasta el techo y cuyo nombre era Used, Not Abused. La incinerada edificación estaba rodeada de cinta amarilla y marcada como «inhabitable» por las notificaciones en papel rojo de los inspectores municipales. Bosch adivinó que esta zona debió de ser una de las primeras afectadas por los disturbios. Tan solo estaba a unas veinte manzanas del punto en el que la espiral de violencia había tenido su epicentro: en el cruce entre Florence y Normandie, el lugar donde varios conductores fueron sacados por la fuerza de sus coches y camiones, y molidos a palos mientras el mundo miraba desde lo alto.
El guardia con la linterna echó a andar por delante del coche patrulla, dirigiendo el vehículo hacia el callejón. Al cabo de unos diez metros se detuvo y levantó la mano en un puño cerrado, como si se encontraran en misión de reconocimiento tras líneas enemigas. Había llegado el momento de salir. Edgar dio una palmada a Bosch en el brazo y dijo:
—Harry, acuérdate de mantener la distancia de seguridad. Dos metros, como poco y en todo momento.
Era una broma, hecha con intención de quitarle gravedad al momento. De los cuatro hombres del coche, tan solo Bosch era de raza blanca. Si por allí rondaba un francotirador, Bosch casi con toda seguridad sería su primer objetivo. Mejor dicho, sería el primer objetivo de todo individuo armado y dispuesto a disparar.
—Mensaje captado —dijo Bosch.
—Y ponte el sombrero.
Bosch puso la mano en el suelo del vehículo y cogió el casco antidisturbios blanco que le habían entregado cuando pasaron lista, con la orden de llevarlo puesto en todo momento en que estuviera de servicio. Bosch se decía que el plástico blanco y reluciente era lo que les convertía en unos blancos perfectos, más que cualquier otra cosa.
Él y Edgar tuvieron que esperar a que Robleto y Delwyn salieran y les abrieran las puertas traseras del coche patrulla. Bosch finalmente salió a la noche. Se encasquetó el casco de mala gana, pero no llegó a ajustarse el barboquejo. Tenía ganas de fumar un cigarrillo, pero el tiempo era precioso, y tan solo le quedaba un último pitillo en el paquete que llevaba en el bolsillo izquierdo de la camisola del uniforme. Era preciso conservarlo como fuera, pues no sabía ni cuándo ni dónde tendría ocasión de comprar otra cajetilla.
Bosch miró a su alrededor. No vio ningún cadáver. El callejón estaba sembrado de desechos. Contra la pared de Used, Not Abused había una hilera de vetustos electrodomésticos cuya reventa al parecer no valía la pena. Había basura por todas partes, y una parte de la estructura del tejado se había venido abajo durante el incendio.
—¿Dónde está? —inquirió.
—Por allí —indicó el guarda—. Al lado de la pared.
El callejón solo estaba iluminado por los faros del coche patrulla. Los viejos electrodomésticos y los demás desechos proyectaban sus sombras contra la pared y el suelo. Bosch encendió su linterna Mag-Lite y enfocó en la dirección señalada por el guarda. La pared de la tienda de electrodomésticos estaba cubierta de pintadas hechas por pandilleros: nombres, óbitos, amenazas... La pared era un tablón de anuncios de los Rolling Sixties, la pandilla local vinculada a los Crips.
Anduvo unos pocos pasos por detrás del guarda y la vio enseguida. Una mujer pequeña, tumbada de costado al pie de la pared. La sombra de una lavadora oxidada había estado escondiendo su cuerpo.
Antes de acercarse un solo paso más, Bosch barrió el suelo con el haz de luz de la linterna. En su momento, el callejón estuvo pavimentado, pero ahora el suelo era una mezcla de hormigón resquebrajado, grava y tierra. No vio ninguna pisada ni muestras de sangre. Terminó de acercarse lentamente y se puso de cuclillas. Apoyó en el hombro el pesado cañón de su linterna de seis pilas y recorrió el cuerpo con el haz de luz. Bosch estaba más que acostumbrado a examinar a personas muertas y se figuró que la mujer había fallecido entre doce y veinticuatro horas antes. Tenía las piernas marcadamente dobladas por las rodillas, y Bosch se dijo que dicha postura podía ser tanto el resultado del rígor mortis como una indicación de que estaba de rodillas justo antes de morir. La piel visible en los brazos y el cuello aparecía oscurecida allí donde la sangre se había coagulado. Tenía las manos casi enteramente negras, y el olor a putrefacción comenzaba a impregnar el aire.
El rostro de la mujer estaba escondido en gran parte bajo el largo mechón de cabellos rubios que lo entrecruzaba. Tenía sangre seca visible en el pelo y en la nuca y aparecía amazacotada en la espesa onda que le oscurecía la cara. Bosch enfocó la pared situada sobre el cadáver y vio una salpicadura de sangre y unos goterones que indicaban que a la mujer la habían matado en ese punto preciso, que su cuerpo no había sido sencillamente abandonado ahí.
Bosch sacó un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para apartar los cabellos del rostro de la víctima, al tiempo que lo enfocaba con la linterna. Había salpicaduras de pólvora en torno a la cuenca del ojo derecho y una herida de penetración que había hecho estallar el globo ocular. A la mujer le habían disparado a pocos centímetros de distancia. El tiro había sido ejecutado a quemarropa y en trayectoria frontal.
Devolvió el bolígrafo al bolsillo y acercó el rostro un poco más; examinó la parte posterior de la cabeza con ayuda de la linterna. El orificio de salida, más grande y recortado con picos, era claramente visible. La muerte, sin duda, había sido instantánea.
—¡La puta de oros...! ¿Es una mujer blanca?
Era Edgar. Se había acercado por detrás y estaba mirando por encima del hombro de Bosch como un árbitro de béisbol situado tras el receptor.
—Eso parece —dijo Bosch.
Con el haz de la linterna recorrió el cuerpo de la víctima.
—¿Y qué diablos estaba haciendo aquí una chica blanca?
Bosch no respondió. Se había fijado en algo escondido bajo el brazo derecho. Dejó la linterna en el suelo para ponerse un par de guantes.
—Ilumínale el pecho con tu linterna —indicó a Edgar.
Tras enfundarse los guantes, Bosch volvió a agacharse frente al cadáver. La víctima yacía sobre el costado izquierdo y tenía el brazo derecho extendido sobre el pecho, escondiendo algo que estaba sujeto en torno al cuello con un cordel. Con cuidado, Bosch sacó ese algo de debajo del brazo.
Era una acreditación de prensa emitida por el LAPD, de color naranja brillante. Bosch había visto muchas acreditaciones de ese tipo a lo largo de los años. Esta tenía aspecto de ser nueva. El plastificado lucía impoluto y sin rayaduras. Una foto de carnet mostraba a una mujer con el pelo rubio. Más abajo venía su nombre y el medio de comunicación para el que trabajaba:
ANNEKE JESPERSEN
BERLINGSKE TIDENDE
—Una periodista extranjera —dijo Bosch—. Anneke Jespersen.
—¿De dónde? —preguntó Edgar.
—No lo sé. De Alemania, quizás. Aquí dice algo de Berlín... Berlín no sé qué. Ni idea de cómo se pronuncia.
—¿Y cómo se les ocurre a los alemanes enviar a un corresponsal? ¿Por qué no se ocupan de sus propios asuntos?
—Ni siquiera estoy seguro de que sea de Alemania. No sé qué decirte.
Bosch hizo caso omiso de los sarcasmos de Edgar y estudió la fotografía de la acreditación de prensa. La mujer retratada resultaba atractiva incluso en una foto de carnet. Sin sonreír, sin maquillaje, seria y reconcentrada, con el pelo suelto recogido tras las orejas y la piel tan pálida que era casi translúcida. Sus ojos mantenían las distancias, como los de los policías y los soldados que han visto demasiadas cosas a una edad demasiado temprana.
Bosch le dio la vuelta a la acreditación. No le parecía que fuese una falsificación. Sabía que las acreditaciones de prensa se renovaban anualmente y tenían que contar con una pegatina de validación para que un empleado de los medios de comunicación pudiera acceder a las ruedas de prensa del cuerpo de policía o a una escena del crimen acordonada. Esta acreditación tenía una pegatina de 1992, lo que indicaba que la víctima la había recibido en alguno de los ciento veinte días anteriores; al fijarse en la inmaculada condición de la acreditación, Bosch supo que su expedición había sido aún más reciente.
Harry volvió a estudiar el cadáver. La víctima iba vestida con pantalones vaqueros y un chaleco sobre una camisa blanca. Se trataba de un chaleco de profesional, con multitud de bolsillos amplios, lo cual inclinó a Bosch a pensar que la mujer seguramente era fotógrafa. Pero no había cámaras sobre el cuerpo ni cerca de él. Se las habían llevado, e incluso era posible que hubiesen constituido el motivo del asesinato. La mayoría de los fotógrafos de prensa que había visto llevaban consigo numerosas cámaras y material de muy alta calidad.
Harry se llevó la mano al chaleco y abrió uno de los bolsillos situados sobre el pecho. En circunstancias normales le hubiera pedido a un investigador forense que se encargara de hacerlo, pues la jurisdicción del cadáver recaía sobre el departamento médico forense. Pero Bosch ni siquiera sabía si un equipo de dicho departamento llegaría a presentarse en la escena del crimen, y no pensaba quedarse esperando para averiguarlo.
En el bolsillo había cuatro recipientes negros con carretes fotográficos en el interior. No sabía si estos carretes habían sido utilizados o no. Volvió a abotonar el bolsillo, y al hacerlo notó una superficie rígida bajo la prenda. Harry sabía que la rigidez cadavérica aparece y desaparece en un mismo día, dejando el cadáver blando y manejable. Abrió el chaleco de profesional y golpeó el pecho con su puño. En efecto, se trataba de una superficie rígida, y el sonido así lo confirmó. La víctima llevaba puesto un chaleco antibalas.
—Mira... —intervino Edgar—. Fíjate en este listado de bajas.
Bosch levantó la mirada del cadáver. La linterna de Edgar ahora estaba apuntando a la pared. Directamente sobre el cuerpo de la víctima, bajo el epígrafe «187», había un listado de muertos con los nombres de muchos pandilleros caídos en distintas batallas callejeras. Ken Dog, G-Dog, OG Nasty, Neckbone y demás. La escena del crimen se encontraba en territorio de los Rolling Sixties. Los Sixties eran un subgrupo de la gigantesca banda de los Crips. Y estaban en guerra permanente contra los cercanos Seven-Treys, otra pandilla dependiente de los Crips.
La opinión pública en general tenía la impresión de que la guerra entre bandas que se daba en la mayor parte de South Los Ángeles y se cobraba víctimas todas las noches de la semana se reducía a una lucha entre los Bloods y los Crips para hacerse con la supremacía y el control en las calles. Pero, en realidad, las rivalidades más violentas de la ciudad se daban entre subgrupos de una misma banda y explicaban la mayoría de los listados semanales de víctimas. Los Rolling Sixties y los Seven-Treys encabezaban dichos listados. Ambas pandillas, dependientes de los Crips, operaban según un protocolo de tirar a matar, y era costumbre que en el barrio hubiera pintadas que informaban del desarrollo de la guerra entre la una y la otra. Los listados con el encabezamiento «RIP» homenajeaban a las bajas propias acaecidas en el conflicto interminable, mientras que los que llevaban el título «187» enumeraban los muertos causados al enemigo.[1]
—Mira tú por dónde... Blancanieves y los Seven-Treys Crips —comentó Edgar.
Bosch meneó la cabeza, irritado. La ciudad se estaba viniendo abajo y tenían el resultado delante de sus mismas narices: una mujer puesta contra la pared y ejecutada. Pero su compañero parecía ser incapaz de tomarse la situación en serio.
Edgar, sin duda, leyó el lenguaje corporal de Bosch. Al momento apuntó:
—No es más que una broma, Harry. Anímate un poco, hombre. Tal como está la cosa, un poco de humor negro resulta necesario.
—Muy bien —dijo Bosch—. Haré lo posible por animarme mientras llamas por la radio. Explícales lo que hemos encontrado, déjales claro que se trata de una periodista de fuera de la ciudad e intenta que nos envíen un equipo al completo. Si no puede ser, que por lo menos nos manden a un fotógrafo y unas luces. Diles que en este caso en particular nos vendría bien un poco de tiempo y ayuda.
—¿Por qué? ¿Porque la chica es blanca?
Bosch se tomó un momento antes de responder. El comentario de Edgar tenía mala intención. Edgar le estaba devolviendo la pelota por el hecho de que antes se hubiera tomado a mal el comentario sobre Blancanieves.
—No, no porque sea blanca —respondió Bosch sin levantar la voz—. Sino porque esta mujer no es una saqueadora ni una pandillera. Y porque más les vale darse cuenta de que los periodistas van a poner el grito en el cielo cuando sepan que la víctima es de su gremio. ¿Queda claro? ¿Es suficiente?
—Mensaje captado.
—Bien.
Edgar se dirigió al coche para hablar por la radio, mientras Bosch volvía a sumirse en la investigación de la escena del crimen. Lo primero que hizo fue delinear el perímetro. Ordenó a varios de los guardias que se retirasen por el callejón a fin de crear un área que se extendiera a lo largo de diez metros a ambos lados del cadáver. Los otros lados del rectángulo los constituían la pared del comercio de electrodomésticos de segunda mano, por un lado, y la de la tienda de llantas y neumáticos, por el otro.
Mientras marcaba el terreno, Bosch advirtió que el callejón atravesaba una manzana residencial situada justo tras la hilera de tiendas en la acera de Crenshaw. Los cercados de los patios traseros que daban al callejón no eran uniformes. Algunas de las viviendas contaban con muros de hormigón; otras, con cercas de madera o vallados metálicos de red.
Bosch se decía que en un mundo perfecto examinaría todos esos patios y llamaría a todas aquellas puertas, pero eso tendría lugar más adelante, si es que llegaba a tener lugar algún día. Por el momento estaba obligado a centrar la atención en la escena del crimen y sus inmediaciones. Si más tarde tenía ocasión de hacer preguntas puerta a puerta, pues tanto mejor.
Bosch reparó en que Robleto y Delwyn se habían apostado con las escopetas en la boca del callejón. Charlaban, probablemente quejándose de cualquier cosa. En la época en que Bosch había estado en Vietnam, semejante despliegue de imprudencia recibía el nombre de «dos por el precio de uno» para los posibles francotiradores del enemigo.
Había ocho guardias situados en el interior del perímetro enclavado en el callejón. Bosch advirtió que en el extremo más lejano estaba empezando a congregarse un grupo de mirones. Con una seña, indicó que se acercara al guardia que les había llevado al interior del callejón.
—¿Cómo se llama, soldado?
—Drummond, pero todo el mundo me conoce como Drummer.
—Muy bien, Drummer. Yo soy el inspector Bosch. Dígame quién fue el que la encontró.
—¿A la chica? Fue Dowler. Entró al callejón un momento para echar una meada y la descubrió. Dijo que primero la olió. Que él ese olor ya lo conocía.
—¿Y dónde está Dowler ahora?
—Creo que en el puesto de control que hay al sur.
—Tengo que hablar con él. ¿Puede decirle que venga?
—Sí, señor.
Drummond echó a andar hacia la boca del callejón.
—Un momento, Drummer. Aún no he terminado.
Drummond se dio la vuelta.
—¿Cuándo les asignaron a este lugar?
—Llevamos aquí desde las dieciocho horas de ayer, señor.
—En tal caso, ¿tienen controlada esta área desde entonces? ¿Este callejón?
—No exactamente, señor. Anoche empezamos por Crenshaw y Florence, y hemos avanzado hacia el este por Florence y hacia el norte por Crenshaw. Manzana a manzana.
—¿Y cuándo llegaron a este callejón?
—No estoy seguro. Creo que lo tuvimos cubierto esta madrugada.
—¿Para entonces ya se habían terminado los saqueos y los incendios en este sector concreto?
—Sí, señor. Por lo que tengo entendido, todo eso sucedió durante la primera noche.
—Muy bien, Drummer. Una cosa más. Necesitamos más luz en este lugar. ¿Puede hacer que venga uno de esos camiones con los focos en lo alto?
—Se llaman Hummer, señor.
—Ya, bueno. Traiga hasta aquí uno de los que están al final del callejón. Que pase junto a ese grupo de gente e ilumine con los focos la escena del crimen, ¿entendido?
—Entendido, señor.
Bosch señaló hacia el otro extremo, el situado frente al coche patrulla.
—Bien. Lo que quiero es iluminar la escena del crimen de forma cruzada, desde uno y otro lado, ¿entiende? No creo que nos sea posible hacer mucho más.
—Sí, señor.
Drummond echó a andar con paso rápido.
—Oiga, Drummer.
Drummond se dio la vuelta y regresó a su lado.
—Sí, señor.
Bosch acercó la boca a su oído y musitó:
—Todos sus hombres están observando lo que hago. ¿No sería más conveniente que miraran hacia el otro lado y vigilasen la avenida?
Drummond dio un paso atrás, se volvió y chasqueó los dedos por encima de su cabeza.
—¡Eh, ustedes! ¡Mirando hacia el otro lado, hacia la calle! Tenemos una misión que cumplir. Mantengan la vigilancia.
Señaló al grupo de mirones y añadió:
—Y asegúrense de mantener a esa gente a distancia.
Los guardias hicieron lo que se les ordenaba, y Drummond salió del callejón para llamar a Dowler por radio y hacer que viniera el todoterreno con los focos.
El busca que Bosch llevaba prendido a la cadera sonó. Se llevó la mano al cinturón y sacó el aparato de la funda. El número en la pantalla era el del puesto de mando, y supo que a él y a Edgar les iban a asignar otra misión. Ni siquiera habían empezado en este lugar, y ya se los querían llevar. Cosa que no le gustaba. Volvió a meter el busca en la funda ajustada al cinturón.
Echó a andar hacia el primer cercado que había junto a la esquina posterior de la tienda de electrodomésticos usados. Era un vallado de listones de madera, demasiado alto para mirar por encima; pero se fijó en que estaba recién pintado. En él no había dibujos ni pintadas, ni siquiera en la parte que daba al callejón. Tomó nota mental, pues era indicio de que el propietario de la vivienda se tomaba la molestia de borrar las pintadas de su cercado. Era posible que se tratara de una persona al acecho de cuanto sucedía alrededor y que hubiese oído o incluso visto algo.
Cruzó el callejón y se acuclilló en la esquina más alejada de la escena del crimen, como un boxeador en el rincón del cuadrilátero a la espera de salir a luchar. Comenzó a barrer con la linterna la superficie de tierra y hormigón resquebrajado del callejón. En aquel ángulo oblicuo, la luz reflejaba los incontables desniveles de la superficie, aportándole una perspectiva única. No tardó en ver el destello de algo metálico. Se acercó enfocando con la linterna y encontró el casquillo dorado de una bala entre la grava.
Se puso a cuatro patas para examinarlo de cerca sin necesidad de moverlo. Acercó la linterna y comprobó que se trataba de un casquillo de latón de nueve milímetros con el familiar logotipo de la marca Remington inscrito en su base plana. En el fulminante había una minúscula hendidura producida por el percutor. Bosch también reparó en que el casquillo estaba situado sobre la base de grava, lo cual significaba que nadie lo había pisado aún, en el que parecía ser un callejón bastante transitado. El casquillo no podía llevar mucho tiempo allí.
Bosch estaba buscando algo con lo que marcar la localización del casquillo cuando Edgar volvió a acercarse a la escena del crimen. Traía consigo una caja de herramientas, lo que indicó a Bosch que no iban a proporcionarles ninguna ayuda.
—¿Qué has encontrado, Harry?
—Un casquillo Remington del nueve. Y parece fresquito.
—Bueno, pues por lo menos ya hemos encontrado algo útil.
—Puede ser. ¿Has conseguido hablar con el puesto de mando?
Edgar dejó la caja de herramientas en el suelo. Pesaba lo suyo. En ella llevaban todo cuanto habían podido pillar del almacén de la comisaría de Hollywood después de que les comunicaran que no contarían con la presencia de equipos forenses en el terreno.
—Sí que he podido hablar con ellos, pero los del puesto de mando dicen que nanay. Todo el mundo está asignado a otros casos. Así que estamos solos, colega.
—¿Tampoco va a venir un forense?
—Tampoco. La guardia nacional va a encargarse de recoger a la chica. En un transporte de tropas.
—Lo dirás en broma. ¿Van a llevársela en un puto camión descubierto?
—No solo eso, sino que ya nos han asignado otra misión. Uno que se ha achicharrado. Los bomberos han encontrado el cuerpo dentro de un restaurante mexicano incendiado en Martin Luther King.
—Qué coño... Pero si justo acabamos de llegar aquí.
—Ya, claro, pero resulta que somos los que estamos más cerca de Martin Luther King. Y allí es adonde nos trasladan.
—Ya, claro, pero aquí no hemos terminado. Ni de lejos.
—Harry, no podemos hacer nada al respecto.
Bosch seguía obstinado.
—Yo aún no me voy. Aquí queda mucho por hacer, y si lo dejamos para la semana que viene o cuando sea, vamos a quedarnos sin escena del crimen. No podemos irnos.
—No nos queda otra, colega. Las normas no las hemos inventado nosotros.
—A tomar por el saco.
—A ver. Te diré lo que va a pasar: nos tomamos quince minutos más. Hacemos unas cuantas fotos, nos quedamos con el casquillo, ponemos el cuerpo en el camión y nos vamos de aquí. Cuando llegue el lunes, o cuando se haya terminado todo esto, ya ni siquiera vamos a estar asignados a este caso. Cuando las cosas se hayan calmado, nos devolverán a Hollywood, pero el caso va a seguir donde está. Lo que significa que el caso lo llevarán otros. Este lugar cae dentro de la jurisdicción de los de la 77. Así que el caso lo llevarán ellos.
A Bosch le daba igual lo que fuera a suceder después, si el caso iba o no a ser encomendado a los inspectores de la comisaría de la Calle 77. Lo que le importaba era lo que tenía delante de las narices. Una mujer venida desde muy lejos y llamada Anneke yacía muerta, y quería saber quién la había matado y por qué.
—No importa que el caso no vayamos a llevarlo nosotros —dijo—. Esa no es la cuestión.
—Harry, aquí no hay cuestión que valga —dijo Edgar—. Ahora no, no en esta situación de caos absoluto. En este momento todo da lo mismo. La ciudad está fuera de control. No puedes esperar que...
Un repentino sonido de fuego automático desgarró el aire. Edgar se tiró al suelo, y Bosch se arrojó instintivamente hacia la pared de la tienda de electrodomésticos. Su casco salió volando por los aires. Resonaron varias ráfagas procedentes de los guardias, hasta que unos gritos les pusieron fin.
—¡No disparen! ¡No disparen! ¡No disparen!
Dejaron de oírse disparos, y Burstin, el sargento de la barricada, llegó corriendo al callejón. Bosch vio que Edgar se levantaba con dificultad. Su compañero parecía encontrarse ileso, si bien miraba a Bosch con una expresión peculiar en el rostro.
—¿Quién ha disparado? —gritó el sargento—. ¿Quién ha sido el primero en disparar?
—Yo —dijo uno de los hombres en el callejón—. Me pareció ver un arma en un tejado.
—¿Dónde, soldado? ¿En qué tejado? ¿Dónde estaba el francotirador?
—Por allí.
El soldado señaló el tejado de la tienda de neumáticos.
—¡Maldita sea! —exclamó el sargento—. Deje de disparar de una puta vez... Ese tejado ya lo hemos examinado. ¡Ahí arriba solo estamos nosotros! ¡Nuestra propia gente!
—Lo siento, señor, he visto un...
—Chaval, me importa una puta mierda lo que hayas visto. Como te cargues a uno de los míos, juro que te meto una granada de mano en el culo.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
Bosch se levantó. Los oídos le zumbaban y tenía los nervios desquiciados. El repentino estallido de fuego automático no le era ajeno, pero habían pasado casi veinticinco años desde que aquel sonido formara parte habitual de su vida. Se levantó del suelo, recogió el casco y volvió a ponérselo en la cabeza.
El sargento Burstin se le acercó.
—Prosigan con su trabajo, inspectores. Si me necesitan, estaré en el perímetro norte. Uno de nuestros camiones vendrá a llevarse los restos. Por lo que me han informado, debo formar un grupo de apoyo para escoltar su coche a otro lugar en el que hay otro cuerpo.
Dicho esto, se marchó del callejón.
—Por Dios bendito... ¿Tú has oído eso? —apuntó Edgar—. Ni que esto fuera la operación Tormenta del Desierto, o algo así. Ni en Vietnam, vaya. No sé qué pintamos en todo esto, socio.
—Lo mejor será que volvamos al trabajo —repuso Bosch—. Tú dibuja la escena del crimen. Yo me encargo del cadáver, de hacer las fotos y demás.
Bosch se acuclilló y abrió la caja de herramientas. Quería tomar una fotografía del casquillo de bala en el lugar donde lo habían encontrado, antes de llevárselo como posible indicio de lo sucedido. Edgar seguía hablando. El subidón de adrenalina provocado por los disparos no terminaba de disiparse. Edgar hablaba mucho cuando estaba nervioso. Demasiado, a veces.
—Harry, ¿has visto lo que has hecho cuando ese merluzo ha empezado a darle al gatillo?
—Sí. Tirarme al suelo como todo el mundo.
—No, Harry. Lo que has hecho es cubrir el cadáver con tu propio cuerpo. Lo he visto. Estabas escudando a nuestra amiga Blancanieves como si aún siguiera viva.
Bosch no respondió. Levantó y llevó a un lado la bandeja superior de la caja de herramientas y metió la mano para coger la cámara Polaroid. Reparó en que tan solo les quedaban dos estuches de película. Dieciséis fotos, más lo que les quedase en la cámara. Quizá veinte fotos en total, y tenían que tomar imágenes de esta escena del crimen y de lo que se encontraran en Martin Luther King. No era suficiente. Cada vez se sentía más frustrado.
—¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso, Harry? —Edgar insistía.
Bosch terminó por perder la calma y le soltó un buen grito a su compañero:
—¡No lo sé! ¿Entendido? Así que pongámonos a trabajar de una vez y tratemos de hacer algo por ella, para que, con un poco de suerte, con mucha suerte, alguien un día pueda establecer un caso.
El estallido de Bosch llamó la atención de la mayoría de los guardias desplegados en el callejón. El soldado que antes se había puesto a disparar ahora le estaba mirando muy fijamente, contento de que fuese otro el que despertara la antipatía general.
—Bueno, Harry —dijo Edgar en voz baja—. Pongámonos a trabajar. Hagamos lo que tenemos que hacer. Quince minutos y nos largamos a por el otro.
Bosch asintió con la cabeza y contempló a la mujer muerta. Quince minutos, pensó. Había terminado por resignarse. Tenía claro que el caso estaba perdido antes incluso de haber empezado.
—Lo siento —susurró.