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¿Cómo se vive con frío en el corazón?

Pude sanar heridas y comprender que había un plan de Dios para mi vida, y así comencé a ayudar a otros a sanar.

Por Elizabeth Cabrera

Al llegar a los 17 años, navegaba en un barco sin timón, en una familia que se destruía delante de mis ojos. Mi corazón se dividía, se llenaba de rencor y rebeldía. Ante tanta demanda de perfección, no pude enfrentar que les estaba fallando, que la que “valía oro” no estaba cumpliendo con sus consignas.

Desde el dolor, me paré en medio de una sociedad que me juzgaba por ser mamá soltera; que me preguntaba cómo estaba, solo para saber quién era el padre. Y en medio de tanto dolor, mi rebeldía decía: “Como sea lo voy a tener, y lo voy a criar, y me voy a arreglar yo sola”. Gracias a Dios, no fue así. Con el tiempo, pude casarme y formar una hermosa familia.

Comencé a colaborar en el barrio donde me encontraba, con una de las monjas misioneras; en mi corazón, quería ser catequista como ellas.

Todo transcurría en calma, hasta que un llamado lo cambió todo: “Elizabeth, soy Gabriel. Quería avisarte que tu hermano no está bien, y que tenemos una entrevista en un centro de rehabilitación”. Esas palabras rompieron mi corazón. ¿Cómo podía pasarnos eso a nosotros? ¿Cómo podría ayudarlo? ¿Qué recursos tenía para enfrentar este problema? ¿Cómo ese ser tan amado estaba atravesando esta situación? Si tanto amor le dimos, ¿por qué este resultado? Todo era confuso y doloroso.

Llegó un momento en que alcé mis ojos al cielo, y me pregunté: ¿Qué podría hacer yo? ¿Cómo podría ayudar a mi hermano? Un día, hablando con una compañera de trabajo, ella me preguntó: “Ely, ¿cómo puedes vivir con ese frío en el corazón?”. Esas palabras golpearon mi mente y mi corazón en aquella tarde.

Conociendo el amor del Señor

El poder de Dios se perfecciona cuando Él sale a tu encuentro, cuando confirma en los cielos esa cita contigo, cuando prepara esa fiesta celestial del día de tu salvación. Él, sabiéndolo de antemano, preparó el agasajo para recibirte en sus brazos, para apretujarte corazón con corazón. Y llegas a ese lugar de protección, de confianza y de seguridad. Ese día es el fin del dolor, del dolor que mata, de la tristeza; y es el día de danzar en sus manos, el día en que te sientes en los brazos de Papá.

Cuando a mí me pasó esto, pude sentirme como cuando era niña, ¡tan amada y apreciada! Tuve la seguridad de que no era uno más de los tantos intentos fallidos de encontrar la paz y el bienestar. ¡Un extraño poder me hacía sentir muy segura de que era Él! Siempre había esperado al caballero que me rescatara de la prisión en la torre, como en tantos cuentos que había leído. Pero Él estaba rescatando mi corazón y mi alma, y movía el cielo a mi favor. El Señor me estaba bajando el cielo y las estrellas, y las colocaba como alfombra, ¡para que allí yo caminara y viera el destello de su gloria!

Como dice su Palabra, donde abunde el caos, sobreabundará la gracia de Dios. Y allí, en aquel momento, se estaba cumpliendo esta palabra. Era este caballero el que amaba mi alma, quien me sedujo con su dulzura, y me daba la libertad de elegir; que me conocía como ni siquiera yo me conocía. ¿Cómo este Ser que yo no veía, podía derribar en un instante toda esa estantería llena de mentiras, dolor, ansiedad, miedos, inseguridad y dudas?

Y en ese lugar, ¿por qué justo allí? ¿Cómo había escuchado Dios mis declaraciones, que las mismas personas que yo cuestionaba y juzgaba, eran ahora los instrumentos para acercarme a Él? ¿Cómo podía una simple oración provocar semejante encuentro? ¿Cómo tanta desesperación podía convertirse en semejante caudal de dulzura y bálsamo a mi corazón?

A través de ellos, de esos jóvenes, fui conociendo sus vidas. Aprendí que habían sido dañados en su infancia, y entendí que había algo más. No era solo la droga la causa de sus problemas.

Una tarde me preguntaron: ¿Quieres acompañar a una jovencita que viene a rehabilitarse? Tendrías que leer con ella la Palabra de Dios, y acompañarla. Mi respuesta fue: ¿¿Yo?? ¿Cómo podría Dios usar a aquella que no los podía ni ver, que se enojaba tanto porque alguien se drogara, que manifestaba: “se drogan porque quieren”? ¿Con qué cara podría enfrentar a esta chica, si un día había juzgado sus caminos? Qué gran lección tendría el Maestro para esta prejuiciosa que había en mí.

Una nueva etapa de servirle a Él

¡Llegó el día esperado! Creo que esa noche no dormí. Oraba y le pedía a Dios tantas cosas, ¡qué sentimientos encontrados! “Te presentamos a Valeria”, me dijeron los pastores. Sus ojos tan negros y bellos brillaban, y su sonrisa expresaba más susto que el mío. ¡Ay, Dios, qué obra tan bella harás en esta jovencita! ¿Por qué sería justamente yo el instrumento de tan grande amor?

Comenzamos a conocernos y a hablar del amor de Dios, y cómo sus caminos habían sido tan tristes y duros sin Él. Eran historias mezcladas de dolor y de delincuencia, de abandono y de drogas. De secuestros, de entradas y salidas de la cárcel. Yo me preguntaba: ¿Que querrás hacer Dios en mí? ¿A quién estarás rehabilitando Señor? ¿A ella, a mí o a ambas?

Compartimos tantas cosas bellas: charlas bajo la sombra de hermosos árboles, tardes de Proverbios, mañanas de limpieza del lugar, mediodías de alabanza, ¡y verla crecer! Verla adorar a Dios, verla servir. ¡Cuán grande es Él! Pasábamos mucho tiempo juntas, yendo a las fiscalías y a los juzgados, lugares donde debía firmar su buen comportamiento.

Pasados unos largos meses, de repente entró un llamado a mi teléfono: “Ely, ¿te podrías acercar a hablar con Valeria? Hemos intentado convencerla, pero se quiere ir del hogar. Está sentada del lado de afuera en la calle, tal vez la puedas convencer.”

Hice esas cuadras cuesta arriba, en mi bicicleta; iba corriendo desesperada, pensando qué decirle, cómo retenerla, cómo pedirle que no lo haga, que vuelva a los brazos de Papá. ¿Qué podría hacer yo, una simple mortal, para que ella no volviera a esa vieja vida? Finalmente fue en vano, y me fui con tristeza, sin el resultado esperado tanto para mí, como para mi amado Dios.

¿Habré fallado? ¿Dije las palabras correctas? ¿Me esforcé lo suficiente? ¿Qué parte dependía de mí? ¿Qué dependía de ella? ¿Por qué tantas preguntas en mi monólogo interior? Mientras seguía mi camino en bicicleta, llegué hasta el semáforo, y allí vi cómo ella subía al colectivo con su bolsito. Allí la esperaba su antigua vida, ¡cuánta juventud desperdiciada! ¡Qué dolor inmenso me produjo en el corazón!

Llegué a mi casa, y allí derramé mi corazón delante de Dios. ¿Por qué dolía tanto? ¿Me sentía frustrada por ella, o por mí? ¿O por ambas? No paraba de llorar, ¿cómo podía doler tanto en el corazón? ¿Cómo podría entender mi familia lo que estaba sucediendo?

Durante varios días esperé con anhelo que ingresara para verla de nuevo, pero no sucedió así. Aunque debo decir que su vida marcó un antes y un después en la mía, en este caminar con Cristo. A través de esta experiencia, me enseñó el amor por el perdido, y por su familia.

Pasado un tiempo, me encontraba yo en la oficina pastoral redactando unas cartas, cuando de pronto entró un joven de rehabilitación, y le pidió al pastor que lo atara, que no lo dejara ir, que tenía muchas ganas de volver a consumir drogas. Ese clamor de dolor me impactó, y nunca lo olvidé. Desde allí entendí que había algo más para mi vida, que empezaba a descubrir el llamado de Dios para mí.

Transcurrieron los meses, y nuevamente me entró un llamado desde el centro de rehabilitación: “Elizabeth, tu hermano se fue del programa”. ¡No podía ser! Inmediatamente Dios me dijo: “Tú también necesitas restauración”. Tomé el teléfono y llamé a los pastores, y les dije que necesitaba de Dios en mi vida, que ya no quería el frío en el corazón.

Continuando en los procesos de Dios

Así siguieron los días de este proceso en el Señor: conociéndole, adorándole y obedeciéndole. Él transformaba lo que yo no había podido por mi propia cuenta, ni con mis propias fuerzas. Pude conocer mucho más sobre el amor por el perdido, por las familias, por todas esas personas que venían a rehabilitarse. Y nuevamente llegaba la reflexión: era a ellos que Dios restauraba, pero podía ver que Él también lo hacía conmigo. ¡Qué maravillosa experiencia! Pude entender que, aunque yo jamás me había drogado, mis pecados eran como si lo hubiera hecho. Estas familias me estaban entrenando a mí, sin ellos saberlo.

Acompañaba a las jóvenes en restauración, a las iglesias que nos invitaban, y a través de sus experiencias podía ver el mover de Dios. Comencé a ver cómo muchos de ellos eran restaurados por el poder del Señor en sus vidas. El solo verlos caminar era un regalo de Dios cada día, ellos eran el milagro caminando delante de mis ojos. ¡Qué experiencia divina! Descubrir que yo comenzaba a ser un canal de bendición para otros, ¿qué más querría hacer Dios en mí?

Venía a mí esa palabra de Efesios 1, donde Dios me recordaba que soy escogida, predestinada, aceptada, redimida, heredera, y sellada. ¡Qué maravillosa selección hacía Dios con alguien tan imperfecta!

A medida que pasaba el tiempo, fui descubriendo que las familias tenían otras problemáticas, entre ellas abuso, violencia, suicidio, y otras terribles circunstancias. Entonces, comencé a darme cuenta de que oraba por y con ellos, pero me faltaban herramientas.

Un día el Señor, en oración, me dijo: “Te voy a capacitar”. Yo pensé, “si ya llevaba trabajando 10 años con adicciones, ¿qué más podría aprender?” ¡Pero por Dios, cuánto me faltaba! Fue allí donde el Espíritu de Dios me fue guiando. Comencé a estudiar, a tomar herramientas; y una vez abierto el panorama, comencé a ingresar con la Palabra de Dios, reconociendo que solo en Él hay sanidad y liberación.

Creciendo en el servicio al Señor

Junto a otros hermanos, formamos un grupo guiado por Dios, y descubrimos que teníamos el mismo llamado: trabajar por y con las familias todos estos temas, y con Dios en nuestro corazón.

Un día, recibí el llamado de mi pastor, que me dijo: “Ustedes se van a encargar de todos estos delicados temas de familia”, y así nació “Prevención y Valores”. Participamos en marchas a favor de la vida, hemos conocido grandes ministerios que trabajaban desde mucho antes que nosotros, y fueron grandes referentes. Así, fuimos creciendo en el favor y la gracia de nuestro amado Dios. Y el Señor puso más estrategias: comenzamos a visitar los merenderos de la zona, donde actualmente seguimos yendo junto a los talleres de prevención.

Vimos cómo el Señor comenzó a hacer libres a muchas mujeres, que aprendieron a seguir a Dios, y solo a Él. Al recibir a Jesús en su corazón, ellas comenzaron a descubrir que sus vidas tienen valor, que son preciosas para Dios, que traen un don y un talento que Él ya les puso de antemano. Y así, todo esto pasó a ser una gran herramienta de evangelización, de contención, de sanidad y de liberación.

Hoy puedo comprender que nada fue casualidad. Que todo el caos que viví en el pasado, hizo sobreabundar la gracia de Dios en mi vida. Puedo entender que en los tiempos que estamos viviendo, nuestros niños son los que están siendo afectados; y cuando llegan a las consultas, el Señor llega primero. Todo lo que manifiestan en los consultorios, es el resultado de lo vivido en sus hogares.

Este año, a través de la experiencia en cuarentena, comenzamos a dar cursos por internet. Y para sorpresa nuestra, muchos pastores y líderes han decidido capacitarse para ser esos primeros auxilios, esos “preventores” en sus iglesias, para hablar y prevenir en todas las congregaciones sobre abusos, violencia y suicidio. Pudiendo así acompañar a muchas familias a sanar, como lo hacía el Señor Jesús.

Y el texto situado en Lucas 4:18 (LBLA) fue de confirmación a mi corazón: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar el Evangelio a los pobres. Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos, y la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos; para proclamar el año favorable del Señor”.

Esta Palabra es mi bandera… ya sin frío en el corazón.



Elizabeth Celina Cabrera vive en Benavidez, Buenos Aires, Argentina. Está casada con Antonio Vera y tienen 4 hijos: Leonardo, Tatiana, Mariano y Camila. Hace 17 años que sirve a Dios en diferentes ministerios. Es psicóloga social y acompañante terapéutica, además de docente del IBPEN. Ha fundado el Ministerio Prevención y Valores, y trabaja intensamente en todo lo relacionado a la prevención de violencia familiar. Es integrante de la mesa Aciera Niñez, Adolescencia y Familia. En 2018, el Señor la guio para formar un equipo interdisciplinario, con profesionales cristianos. Y a su vez, en plena pandemia, pudo comenzar una serie de talleres vinculados al tema familiar, que están respaldados por el IBPEN.

Whatsapp: +54(11)3411-2001

Email: lizcabrera64@hotmail.com

Facebook: Elizabeth Cabrera

Antología 10: Planes divinos

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