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En el tiempo señalado por Dios

Los planes divinos no tienen fecha de vencimiento, sino de cumplimiento.

Por Liliana Flores

En nuestras vidas nada ocurre por casualidad. Todo tiene una causa. Lo que vivimos es como un gran tapiz que está siendo bordado, y nosotros vemos la parte de los hilos y los nudos. Pero un día, Dios le dará vuelta y un hermoso paisaje jamás visto tendremos frente nuestro.

Hay testimonios que nos infunden esperanza, acrecientan definitivamente nuestra fe y nos ayudan a ver cómo la mano del Creador va bordando con diferentes hilos de colores nuestra historia, la cual hasta ese momento estaba en blanco.

Esta es una parte de mi vida, la más dolorosa, dulce y sorprendente. Espero que a medida que vayas leyendo puedas descubrir en tu historia cómo la intervención de Dios puede cambiarla y transformarla. El problema que hoy atraviesas puede ser la razón de que veas tu milagro cumplirse.

De la ilusión a la incertidumbre

La vida de casados con Javier, mi esposo, comenzó en el año 2001. Él fue protagonista de cada detalle y fue mi sostén, mi compañero amoroso y fiel. Empezamos llenos de expectativas y sueños. Anhelábamos tener una familia. Por aquellos años parecía que todo sería ideal.

A los cuatro años nos dieron la noticia de que íbamos a ser padres. Estábamos emocionados y todo era felicidad. Luego supimos que iban a ser gemelos. Con mucha ilusión elegimos sus ropitas, hablamos sobre sus nombres, imaginamos cuando nacerían… Pero todo cambió al quinto mes de embarazo.

Fuimos a la ecografista para saber el sexo de ellos y fue cuando nos dijeron que no tenían vida. El mundo entero se me cayó a pedazos. Era como si el sol se hubiese apagado. Mi mente no alcanzaba a comprender lo que me decían los doctores. Sin vida los dos. Era una pesadilla de la que quería despertar. Nada de lo que me decían lograba consolar tanta tristeza. Por momentos pensaba que Dios iba a intervenir modificando todo, pero no fue así. Por alguna razón que no sé aún, tenía que vivir esto tan difícil.

Los siguientes fueron años de mucha tristeza. Cuando me enteraba de la llegada de algún niño en nuestro entorno, sufría mucho. Y no por envidia precisamente, sino por el deseo tan fuerte, grande e imposible de contener de ser madre. Miraba a las aves con sus pichones, y cómo a pesar de su fragilidad eran bendecidas con sus crías. Toda la naturaleza me hablaba del amor y la bondad de Dios, solo que yo no podía alcanzar esa bendición en ese momento.

También aparecían los consejos de mis amigas que me consolaban diciendo que seguramente Dios me iba a mandar otros hijos. De familiares y amigos que me aconsejaban que visitara un médico especialista y que “mientras hay vida hay esperanza”. Fueron tantas las cosas que me decían, las cuales influían en mis pensamientos. Cuando una cristiana pasa una prueba como ésta, debe acomodar sus emociones y alinearlas a la fe. Suena fácil decirlo, pero es bien difícil cuando la espera empieza a ser más larga de lo imaginado.

¿De qué se trata todo esto?

Los tratamientos que se tienen que hacer para tener mejores resultados son cirugías. Entonces, empiezan a invadir emociones como desconfianza, miedo e inseguridad por los médicos y las clínicas. Mi diagnostico era “infertilidad a causa de endometriosis severa con obstrucción en las trompas de Falopio”.

Mi esposo también tuvo que ir a cirugía. Con cada diagnóstico médico acudía a Dios en oración, suplicando que nos ayudara a tener hijos. Miraba la vida de los otros cumplirse mientras la nuestra estaba paralizada por un problema sin solución. Recuerdo esa sensación aún hoy.

Quizás alguien necesita leer esto ahora. Aunque no sé tu nombre ni por qué llegó este libro a tus manos, quiero que sepas que Dios mismo me impulsó a escribir de su poder y de lo inmenso que es su amor. Él puede cambiar tu realidad. No se trata de lo que hagas, sino de su intervención. Absolutamente todo se trata de Él, y mientras hay vida, hay esperanza de lograrlo.

Las adversidades y las misericordias

“¿No pensaron en adoptar?” Era la frase que más escuchábamos. Y es entonces, cuando te anotas para adoptar, que descubres que no eres más que un número. El 2337 era el nuestro. La espera era tan interminable como la lista de padres.

Veía noticias de bebés abandonados y me entristecía, mientras pensaba: “¿Por qué yo no puedo? Si quiero tanto ser mamá, lo anhelo en lo profundo de mi ser”. No me importaba si lo abandonaban en mi casa o si tenía que buscarlo a diez mil kilómetros. Solo quería tenerlo. Mi fe en Dios era inmensa, pero sentía dolor cada vez que recibía un “no”.

En la comunidad de fe a la que asistía era motivada, animada y consolada, pero recuerdo haber mirado con tristeza a otras madres. Anhelaba escuchar esas palabras y ser nombrada así, “mamá”. Oraba llorando a Dios, y siempre la petición era la misma. Leía en mi Biblia las historias de mujeres que no podían tener hijos y trataba de reflejarme en ellas. La situación que más se parecía a la mía era la de Ana. Su corazón se derramó llorando delante del Señor y tuvo su anhelado hijo. Pero también escuchaba sobre los pecados, las maldiciones y que lo malo que hacemos puede ser impedimento para el obrar de Dios.

Algunas personas me decían que era muy grande para tener hijos, otras decían que quizás había hecho algo antes que lo impedía. Pero gracias a la misericordia de Dios, también llegaban personas amadas que me infundían ánimo y confianza. Por esos días vinieron muchos predicadores. Varios nos dijeron: “Ustedes van a tener un hijo, y va a ser un varón”.

Ya estábamos en el año 2006 y seguíamos esperando. Años después, el doctor vio como salida la técnica de reproducción asistida in vitro. Tenía miedo de no hacer la voluntad de Dios. Oramos mucho, porque fue un proceso lleno de emociones contrariadas. Finalmente implantaron los embriones, pero no resultó positivo. A esta altura tenía más hijos en el cielo que en la tierra, y esto causaba estragos en mi vida, debilitándome la fe. Ningún camino me llevaba a ser madre.

La comprensión del inmenso amor de Dios

Una noche de soledad, entre lágrimas y suplicas, hablando con Dios le dije: “Señor, dijiste que voy a tener un hijo y te creo, así como sé que abriste el mar Rojo para que tu pueblo pasara o que le diste a Abraham y a Sara descendencia. Pero ¿qué hay de mí, Señor? No tengo la fe de Abraham. Y si a él, que tenía fe grande, le diste una señal clara y tangible mencionándole la arena del mar y las estrellas del cielo, te pido por favor que me des algo visible y palpable que aliente mi fe”.

Dos semanas después, llegaron de visita hermanos de la iglesia de Evangelismo Internacional. Eran de Alemania e India, y hablaban en inglés. El hermano proveniente de la India indicó que tenía que decirme algo que Dios le había dicho para mí antes de regresar a Alemania.

Llamó al traductor y me dio un calendario, tipo almanaque, diciéndome que eso era lo que le había pedido a Dios. Cuando lo puso en mi mano, vi la cara de un bebé con ojos azules. Inmediatamente rompí en llanto, porque esa era mi señal palpable. Cuánto amor y qué inmenso privilegio ser amada y escuchada por el Padre.

Tiempo después, por el año 2016, asistí a un retiro muy especial. Allí, un pastor de otra provincia oró por mí, y me dijo: “Dios me dice que vas a gestar en el tiempo que las hojas caen”. Palabras cortas, pero alentaban y desafiaban mi fe.

Pasaba el tiempo y aquel calendario seguía guardado en mi billetera. Lo miraba para recordar la promesa. Y llegó el año 2017 y nada había sucedido aún. Comencé terapia por otras razones, que hicieron acomodar en mi interior situaciones de la infancia que perdonar. Recuerdo que el terapeuta, con mucha sabiduría, me dijo: “Un día vas a tener hijos. Si tu fe está débil te presto la mía por el tiempo que la necesites”. Me alentó a que fuera a la próxima cirugía.

Esos días, mi mamá me ayudó incansablemente con consejos y oraciones para encontrar un nuevo doctor. Mi hermana también había pasado por situaciones dolorosas con esa enfermedad, y logró ser mamá. Su hijo consolaba mi corazón y animaba mi esperanza. Y así también cada nuevo bebé nacido en la familia llenó mis vacíos con ternura y aliento para esperar.

Al tiempo vino un pastor de Buenos Aires. Me habló de parte de Dios claramente y me dijo: “El año próximo, por esta época, vas a estar abrazando a tu hijo”. ¿Cómo acomodar eso adentro y saber que era verdad, y no era emoción de alguien que ni me conocía? Sentía felicidad, incertidumbre, miedo y esperanza, todo a la vez.

Del llanto a la alegría

La cirugía fue el 14 de febrero del 2018. Firmé el consentimiento de que sacaran lo que estaba mal. Al despertar, el informe del doctor era que habían sacado “las trompas de Falopio, adherencias en los intestinos y pólipo del útero”. Meses después fui para que me realizaran un estudio nuevo y me prepararan para poder comenzar el último tratamiento in vitro, entendiendo que a mis 41 años era imposible lograrlo naturalmente.

El lunes posterior al “Día del Padre” de ese mismo año, fui a visitar al doctor que me operó porque tenía dolor en el útero y mucha hinchazón. Recuerdo que me acosté en la camilla y colocó el ecógrafo para ver si había un tumor o algo parecido. Entonces quedó en silencio, con una expresión de asombro en su rostro. Al momento exclamó: “¿Vos ves lo que yo veo?”. Contesté: “Sí, veo un círculo negro. ¿Qué es? ¿Un tumor, un quiste, o qué? ¡Dígamelo de una vez, por favor!”.

“Es un bebé, Lily. No sé cómo llegó ahí, ¡no entiendo! Te operé en febrero y estamos en junio. No entiendo nada. Soy ateo, ¡pero esto no tiene otra explicación que un milagro!”. No podía creer en mi mente lo que había en mi cuerpo. Era tanta la felicidad y el shock que me olvidé de todo mi dolor y mis angustias pasadas. Me sentí bienaventurada como María, privilegiada como Elizabeth, amada y elegida como Ana…

Llamé a mi esposo y acudió a la clínica. Con lágrimas en los ojos pudimos entrar a la ecografía juntos. Estábamos ante la promesa cumplida. Veintitrés semanas y media de gestación. “¿Quieren saber el sexo?” dijo la doctora. “Es un varón, ¿qué nombre tienen pensado ponerle?” nos preguntó. “¡Samuel! -contesté inmediatamente-, porque el nombre lo espera a él hace dieciséis años.”

Algunos días después estaba en mi casa, y la radio anunciaba que empezaba el invierno. Instantáneamente recordé aquella palabra que recibí: Había estado gestando durante el otoño, desconociéndolo totalmente. ¡Otra promesa cumplida! Dios continuaba sorprendiéndonos.

Solo pasamos tres meses de embarazo y tuvimos a Samuel con nosotros. Sus hermosos ojos color azul del cielo son iguales a los del bebé del almanaque. Nació el 9 de octubre de 2018, y solo unos días después festejé mi primer “Día de la Madre”. No puedo poner en palabras lo especial y maravilloso que fueron esos días. Cada lágrima fue cambiada en alegría.

Hay un tiempo señalado para cada uno, y una promesa espera por delante. Tenemos un Dios que escucha y actúa a nuestro favor. Su fidelidad es asombrosa y sus planes divinos tienen fecha de cumplimiento. Te animo a que creas en este Dios poderoso que puede transformar tu historia de manera única y especial.

¡A Él sea la gloria para siempre! “Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas.” (Salmos 139:16). “Él (Jesús) les dijo: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios.” (Lucas 18:27).



Liliana Flores está casada con Javier Gustowski. Tienen un hijo, Samuel, que llena sus vidas de alegría. Sirven juntos en el ministerio de alabanza de la Iglesia Evangélica Congregacional de Alta Gracia (Córdoba, Argentina), en donde viven hace veinte años. Liliana es Orientadora Familiar y disfruta feliz de su reciente título de mamá.

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Antología 10: Planes divinos

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