Читать книгу El asesino sin rostro - Michelle McNamara - Страница 10
IRVINE, 1981
ОглавлениеDespués de inspeccionar la casa, la policía le dijo a Drew Witthuhn: «Es tuya». Se retiró la cinta amarilla; la puerta principal se cerró. La impasible precisión que mostraban los hombres con placa mientras hacían su trabajo le había ayudado a desviar la atención de la mancha. Pero ahora no había modo de eludirla. El dormitorio de su hermano y su cuñada quedaba nada más entrar por la puerta, justo al otro lado de la cocina. Delante del fregadero, Drew solo tuvo que volver la cabeza hacia la izquierda para ver las salpicaduras oscuras que moteaban la pared blanca sobre la cabecera de la cama de David y Manuela.
Drew se enorgullecía de no ser aprensivo. En la academia de policía los preparaban para sobrellevar la presión y no palidecer nunca. La firmeza emocional era un requisito para la graduación. Pero, hasta la noche del viernes 6 de febrero de 1981, cuando la hermana de su prometida se acercó a su mesa del Rathskeller Pub, en Huntington Beach, y le dijo sin aliento: «Drew, llama a tu madre», no creyó que fuera a hacerle falta poner en práctica tan pronto esas aptitudes —la capacidad para mantener la boca cerrada y la mirada al frente cuando todos los demás tenían los ojos como platos y gritaban—, ni en una situación que le tocara tan de cerca.
David y Manuela vivían en el número 35 de Columbus Street, una casa unifamiliar de una sola planta construida en serie en Northwood, una nueva urbanización de Irvine, en California. El vecindario era uno de los tentáculos de las zonas residenciales de las afueras que estaban acercándose poco a poco a lo que quedaba del antiguo rancho Irvine. Los naranjales seguían predominando en los alrededores, ribeteando el asfalto y el hormigón invasores con inmaculadas hileras de árboles, una envasadora y un campamento para temporeros. El futuro de ese cambiante paisaje podía entreverse por el ruido que allí había: el estruendo de los camiones que vertían cemento ahogaba ya el de los tractores, cada vez más escasos.
Un aire de cordialidad ocultaba esa transformación mecánica en Northwood. Las arboledas de imponentes eucaliptos, plantadas por granjeros en la década de los cuarenta como protección contra el azote de los vientos de Santa Ana, no se talaban sin más, sino que se aprovechaban con otros fines. Los promotores inmobiliarios utilizaban esos árboles para dividir simétricamente vías principales y rodear vecindarios. La subdivisión de David y Manuela, Shady Hollow, era una extensión de 137 casas con cuatro modelos de plano disponibles. Escogieron el Plano 6014, «El Sauce», de 142 metros cuadrados, y con tres dormitorios. A finales de 1979, cuando la casa estuvo acabada, se mudaron allí.
A Drew, el domicilio le parecía extraordinariamente una casa para adultos, pese a que David y Manuela solo eran cinco años mayores que él. Para empezar, era de obra nueva. Los armarios de la cocina estaban tan nuevos que relucían. El interior de la nevera olía a plástico. Y era espacioso. Drew y David se criaron en una casa más o menos del mismo tamaño, pero allí se apretujaban siete personas, esperaban con impaciencia su turno para ducharse y se sentaban codo a codo a comer. David y Manuela guardaban sus bicicletas en uno de los tres dormitorios de su casa; en el otro dormitorio libre, David tenía la guitarra.
Drew intentaba ahuyentar ciertos celos de su hermano mayor, pero lo cierto era que lo envidiaba. David y Manuela, que llevaban casados cinco años, tenían ambos empleo fijo. Ella era agente de crédito en el California First Bank; él trabajaba de vendedor en House of Imports, un concesionario Mercedes-Benz. Las aspiraciones de clase media los unían. Pasaban buena parte del tiempo discutiendo si decorar o no con mampostería el jardín delantero o cuál era el mejor lugar para encontrar alfombras orientales de calidad. La casa del número 35 de la calle Columbus era un boceto a la espera de que alguien lo completase. Sus espacios en blanco estaban llenos de promesas. En comparación, Drew se sentía inmaduro y falto de confianza.
Después de la visita inicial, Drew no pasó mucho tiempo en esa casa. El problema no era una cuestión de rencor exactamente, sino más bien de desagrado. Manuela, hija única de inmigrantes alemanes, era brusca, a veces hasta un punto desconcertante. En el California First Bank se la conocía por decirle a la gente cuándo le hacía falta ir a la peluquería o por señalar a alguien si había hecho algo mal. Tenía una lista privada de errores de colegas que escribía en alemán. Era esbelta y bonita, con pómulos marcados y prótesis mamarias; se había sometido a cirugía estética después de la boda, porque tenía una talla pequeña, y David, según ella le comentó a una compañera de trabajo medio encogiéndose de hombros y con ademán de desagrado, parecía preferir los pechos grandes. Manuela no alardeaba de su nueva figura. Al contrario, prefería ponerse prendas de cuello alto, y llevaba los brazos pegados al cuerpo, como si esperase pelea.
Drew veía que esa relación de pareja le iba bien a su hermano David, quien podía mostrarse retraído y vacilante, y cuya manera de hablar era más bien de soslayo que de frente. Sin embargo, la mayoría de las veces, Drew se despedía de ellos sintiéndose hundido, como si la energía de las sempiternas quejas de Manuela provocaran cortocircuitos en todas las habitaciones donde entraba.
A principios de febrero de 1981, Drew se enteró por unos parientes de que David no se encontraba bien y que estaba hospitalizado, pero llevaba una temporada sin ver a su hermano, y no hizo planes para ir a visitarlo. El lunes 2 de febrero, Manuela había llevado a David al Hospital Comunitario de Santa Ana-Tustin, donde lo ingresaron por un grave virus gastrointestinal. Durante las noches siguientes, ella siguió la misma rutina: iba a casa de sus padres a cenar, y, luego, a la habitación 320 del hospital para ver a David. Hablaban todos los días y todas las noches por teléfono. El viernes, poco antes de mediodía, David llamó al banco y preguntó por Manuela, pero sus colegas le dijeron que no había ido a trabajar. Probó a localizarla en casa, pero nadie cogía el teléfono, y el tono de llamada seguía sonando, cosa que le extrañó. El contestador siempre saltaba después del tercer tono; Manuela no sabía manejar el aparato. Luego, David llamó a la madre de Manuela, Ruth, que accedió a acercase a su casa para ver si estaba su hija. Al no tener respuesta en la puerta principal, Ruth usó su propia llave para entrar. Unos minutos después, Ron Sharpe,* amigo íntimo de la familia, recibió una llamada histérica de Ruth.
«Me asomé a la izquierda, y la vi con las manos abiertas, así..., y vi la sangre por toda la pared —dijo Sharpe a los detectives—. No entendía cómo había llegado hasta la pared desde donde ella estaba tendida».
Echó un vistazo a la habitación, y no volvió a mirar.
Manuela estaba tumbada en la cama boca abajo. Llevaba un albornoz de velur ocre y estaba parcialmente envuelta en un saco de dormir, en el que a veces dormía cuando tenía frío. Tenía marcas rojas en torno a las muñecas y los tobillos, indicios de ligaduras que habían sido retiradas. Había un destornillador de gran tamaño en el patio de hormigón a unos sesenta centímetros de la puerta corredera de vidrio de atrás. El mecanismo de cierre de la puerta había sido manipulado.
Un televisor de diecinueve pulgadas había sido arrastrado desde el interior de la casa al ángulo sudoeste del patio trasero, junto a una cerca alta de madera. La esquina de la cerca estaba ligeramente desprendida, como si alguien hubiera chocado con ella o la hubiera saltado apoyándose demasiado fuerte. Los investigadores observaron huellas de zapato con un dibujo de círculos pequeños en los jardines delantero y trasero y en el tejadillo del contador de gas, en el lateral este de la casa.
Una de las primeras peculiaridades que observaron los investigadores fue que la única luz que llegaba al dormitorio era la del cuarto de baño. Le preguntaron a David al respecto. Estaba en casa de los padres de Manuela, donde un grupo de parientes y amigos se había reunido después de recibir la noticia para llorar la pérdida y consolarse. Los investigadores repararon en que David parecía aturdido y conmocionado; la pena le hacía divagar. Dejaba las respuestas en suspenso. Cambiaba bruscamente de tema. La pregunta sobre la luz lo confundió.
«¿No está la lámpara?», preguntó.
Faltaba una lámpara con soporte cuadrado y pantalla de metal cromado en forma de bola de cañón que tenían sobre un altavoz del equipo estéreo en el lado izquierdo de la cama. Su ausencia permitió a la policía hacerse una buena idea del objeto pesado que se usó para golpear a Manuela hasta matarla.
Le preguntaron a David si sabía por qué no estaba la cinta del contestador automático. Se quedó de piedra. Negó con la cabeza. La única explicación posible, declaró a la policía, era que quien mató a Manuela hubiera dejado grabada su voz en el contestador.
El escenario era sumamente extraño. Era sumamente extraño para Irvine, donde había poca delincuencia. Era sumamente extraño para la Policía de Irvine; a más de uno le olió a montaje. Faltaban algunas joyas y habían arrastrado el televisor hasta el patio trasero. Pero ¿qué ladrón se deja el destornillador? Se preguntaron si el asesino sería algún conocido de Manuela. Su marido está pasando la noche en el hospital. Ella invita a un amigo. El asunto se pone violento y él coge la cinta del contestador, consciente de que su voz está grabada, y luego pasa a forzar la puerta corredera, y después, como toque final de la escenificación, deja el destornillador.
Pero otros dudaban de que Manuela conociera a su asesino. La policía entrevistó a David en la comisaría de Irvine el día después de que se hallara el cadáver. Le preguntaron si habían tenido problemas con merodeadores anteriormente. Después de pensarlo, mencionó que tres o cuatro meses antes, en octubre o noviembre de 1980, había visto unas huellas que no se pudo explicar. A David le parecieron de zapatillas deportivas, e iban desde un lateral de la casa hasta el otro y, más allá, por el patio de atrás. Los investigadores pusieron una hoja de papel sobre de la mesa y le pidieron a David que dibujara las huellas como mejor las recordara. Hizo un bosquejo rápido, preocupado y agotado como estaba. No sabía que la policía tenía un vaciado de yeso de una de las huellas que el asesino de Manuela había dejado al rondar la casa la noche del asesinato. Les devolvió el papel. Había dibujado una zapatilla deportiva derecha con circulitos en la suela.
Le dieron las gracias a David y le permitieron marchar. La policía cotejó su dibujo con el vaciado de yeso de la huella. Coincidían.
La mayoría de los criminales violentos son impulsivos y desorganizados, y se les atrapa con facilidad. La inmensa mayoría de los homicidios los cometen conocidos de la víctima, y, pese a sus intentos de despistar a la policía, estos delincuentes son por lo general identificados y detenidos. Hay una minúscula minoría de criminales, quizá el cinco por ciento, que representan el mayor reto: aquellos cuyos crímenes denotan planificación previa e ira, sin asomo de arrepentimiento. El asesinato de Manuela tenía todas las características de este último tipo. Estaban las ligaduras, y el que se las hubieran quitado. La ferocidad de las heridas en la cabeza. El lapso de varios meses entre las apariciones de las huellas de suela con pequeños círculos sugería el acercamiento progresivo de alguien rigurosamente vigilante cuya brutalidad y cuyas intenciones solo conocía él mismo.
El sábado 7 de febrero a mediodía, después de cribar pistas durante veinticuatro horas, la policía llevó a cabo otro repaso más, y luego autorizó a David para que volviera a tomar posesión de la vivienda. Todo eso ocurrió antes de que existieran empresas profesionales de limpieza de escenarios de crímenes. Los pomos estaban manchados de polvo hollinoso para la detección de huellas dactilares. El colchón de la cama de David y Manuela presentaba huecos allí donde los criminalistas habían cortado pedazos para guardarlos como prueba. La cama y la pared de detrás de su cabecera seguían salpicadas de sangre. Drew sabía que, como policía en periodo de adiestramiento, era quien más posibilidades tenía de que le tocara llevar a cabo la limpieza, y se ofreció voluntario. También tenía la sensación de debérselo a su hermano.
Diez años antes, su padre, Max Witthuhn, se había encerrado en una habitación en la casa de la familia después de una pelea con su esposa. Drew estaba en último curso de primaria, y en esos momentos se encontraba en un baile escolar. David tenía dieciocho años de edad, era el primogénito y fue quien tiró abajo la puerta después de que resonara en toda la casa el disparo de escopeta. Protegió a su familia para que no presenciaran aquella visión, y a él se le quedó grabado lo que llegó a ver, el cerebro de su padre hecho pedazos. Max se suicidó dos semanas antes de Navidad. La experiencia pareció privar a David de su aplomo. Después de aquello quedó como suspendido en un estado de dudas y vacilaciones. Su boca sonreía de vez en cuando, pero sus ojos, nunca.
Luego conoció a Manuela. Y de nuevo volvió a pisar suelo firme.
Su velo nupcial estaba colgado detrás de la puerta del dormitorio. La policía, pensando que podía ser una pista, le preguntó a David al respecto. Él explicó que Manuela siempre lo había tenido allí, era una de sus raras expresiones sentimentales. El velo permitía entrever la faceta tierna de Manuela, una faceta que pocos habían conocido, y que ahora nunca nadie más conocería.
La prometida de Drew estaba estudiando enfermería. Se ofreció a ayudarle con la limpieza del escenario del crimen. Más adelante tendrían dos hijos y un matrimonio de veintiocho años que acabó en divorcio. Incluso en los momentos más difíciles de su relación, Drew recapacitaba sobre no abandonarla cuando recordaba cómo le ayudó ella aquel día; fue un acto de resuelta generosidad que él nunca olvidaría.
Cargaron con botellas de lejía y cubos de agua. Se pusieron guantes de goma amarillos. Era un trabajo sucio, pero Drew se mantuvo inexpresivo, y no derramó ni una sola lágrima. Procuró abordar la experiencia como una oportunidad para aprender. El trabajo policial exigía serenidad diagnóstica. Había que ser duro, por mucho que estuvieras limpiando la sangre de tu cuñada de la estructura de latón de su cama. En poco menos de tres horas, eliminaron de la casa todo indicio de violencia, y la ordenaron para que volviera David.
Cuando acabaron, Drew guardó los productos de limpieza sobrantes en el maletero y se sentó al volante de su coche. Metió la llave en el contacto, pero entonces se quedó helado, agarrotado, como a punto de estornudar. Una sensación extraña, incontenible, se estaba abriendo paso en su interior. Quizá fuera el agotamiento.
No iba a llorar. No era eso. No alcanzaba a recordar la última vez que lloró. No iba con él.
Volvió la cabeza y miró la casa del número 35 de Columbus. Le vino a la mente la primera vez que fue a esa casa. Recordó lo que había pensado entonces mientras estaba en el coche, preparándose para salir e ir a la casa.
«Mi hermano lo ha logrado de verdad».
Un sollozo sofocado se le escapó, la lucha por contenerlo había terminado. Drew apoyó la frente en el volante y lloró. No fue un llanto en plan nudo en la garganta, sino un tumulto de dolor brutal. Lloró con naturalidad. Depurándose. Su coche olía a amoniaco. La sangre que tenía bajo las uñas tardaría días en desaparecer.
Al final se dijo a sí mismo que tenía que serenarse. Tenía en su posesión un objeto pequeño que debía entregar al equipo de investigadores forenses. Algo que había encontrado bajo la cama. Algo que habían pasado por alto.
Un trozo del cráneo de Manuela.
El sábado por la noche, los inspectores de la Policía de Irvine Ron Veach y Paul Jessup, que buscaban más información sobre el círculo íntimo de Manuela, llamaron a la puerta principal de la casa de sus padres en Loma Street, en el barrio de Greentree. Horst Rohrbeck, su padre, salió a abrirles. La víspera, poco después de que la casa se acordonara y se declarara escenario de un crimen, Horst y su mujer, Ruth, fueron trasladados a comisaría y entrevistados por separado por agentes de menor rango. Era la primera vez que Jessup y Veach, este último el inspector a cargo del caso, se reunían con los Rohrbeck. Veinte años en Estados Unidos habían difuminado el carácter alemán de Horst. Era copropietario de un taller de coches local y, según se decía, era capaz de desmontar por completo un Mercedes-Benz con una sola llave inglesa.
Los Rohrbeck no tenían más hijos que Manuela. Ella cenaba con sus padres todas las noches. En su agenda no había más que dos anotaciones para el mes de enero, los recordatorios de los cumpleaños de sus padres. Mama. Papa.
«Alguien la ha matado —dijo Horst en la primera entrevista de la policía—. Yo mato a ese tipo».
Horst se quedó en el umbral con una copa de coñac en la mano e hizo pasar al interior a Veach y Jessup. Vieron que en el salón había reunida media docena de amigos y familiares. Cuando los inspectores se identificaron ante Horst, su expresión pétrea se distendió y estalló. Horst no era grande, pero si se enfurecía doblaba su tamaño. Gritó en inglés con fuerte acento acerca de lo asqueado que estaba de la policía, que tenían que esforzarse más. Cuando llevaba unos cuatro minutos despotricando, Veach y Jessup se dieron cuenta de que su presencia no era necesaria. Horst estaba desconsolado, y tenía ganas de pelea. Su ira era un proyectil haciéndose pedazos en tiempo real. No había nada que hacer salvo dejar una tarjeta de visita en la mesita del vestíbulo y marcharse.
La angustia de Horst también estaba teñida de un pesar específico. Los Rohrbeck eran propietarios de un enorme pastor alemán adiestrado con técnicas militares llamado Possum. Horst le había sugerido a Manuela que tuviera a Possum en casa como protección mientras David estaba en el hospital, pero ella rehusó. Era imposible no rebobinar e imaginar las fauces de Possum abiertas cual tijeras, con saliva cayéndole de los incisivos, mientras se lanzaba contra el intruso que hurgaba en la cerradura, ahuyentándolo.
El funeral de Manuela se celebró el miércoles 11 de febrero, en la capilla de Saddleback, en Tustin. Drew vio que había agentes al otro lado de la calle haciendo fotografías. Luego, volvió a la casa del número 35 de Columbus con David. Los hermanos se quedaron hablando en la sala de estar hasta las tantas de la noche. David estaba bebiendo mucho.
«Creen que la maté yo», dijo David de repente, refiriéndose a la policía. Su expresión era impenetrable. Drew se preparó para escuchar una confesión. No creía que David fuera físicamente capaz de cometer el asesinato de Manuela; la pregunta era si podía haber contratado a alguien para que lo hiciera. Drew sintió que entraba en funcionamiento su entrenamiento como policía.
«¿Lo hiciste?», preguntó Drew.
David, que siempre fue un tanto cohibido, empezó a temblar. Le pesaba la sensación de culpa del superviviente. David había nacido con una deficiencia en el corazón; si alguien iba a morir, tendría que haber sido él. La pena de los padres de Manuela vagaba en busca de alguien a quien culpar. Pero ahora, en respuesta a la pregunta de Drew, David respondió con firmeza resentida.
«No —dijo—. Yo no maté a mi mujer, Drew».
Drew espiró, y tuvo la sensación de que lo hacía por primera vez desde la noticia del asesinato de Manuela. Había necesitado oír que David decía esas palabras. Mirando a su hermano a los ojos, heridos pero con un destello de seguridad, Drew supo que decía la verdad.
No era el único que creía que David era inocente. El criminalista Jim White, del Departamento del Sheriff del condado de Orange, ayudó a analizar el escenario del crimen. Los buenos criminalistas son como escáneres humanos; acceden a habitaciones revueltas y desconocidas, detectan y aíslan restos de pruebas importantes y no prestan atención a todo lo demás. Trabajan bajo presión. Un escenario del crimen es sensible al paso del tiempo y siempre está al borde de ser arruinado. Todo aquel que entra en él representa un posible foco de contaminación. Los criminalistas vienen cargados de herramientas para la recogida y la preservación de pruebas: bolsas de papel para objetos y restos, sellos, cinta métrica, bastoncillos para tomar muestras, láminas de acetato, yeso mate. En el escenario de Witthuhn, White trabajó en colaboración con el inspector Veach, que le dio instrucciones sobre de qué incautarse. Recogió escamas de barro al lado de la cama. Tomó muestras de una mancha de sangre diluida en el retrete. Permaneció junto a Veach cuando se le daba la vuelta al cadáver de Manuela. Repararon en la enorme herida en la cabeza, las marcas de ligaduras y unas magulladuras en la mano derecha. Tenía una marca en la nalga izquierda que el juez de instrucción deduciría que probablemente se derivaba de un puñetazo.
La segunda parte del trabajo del criminalista se realiza en el laboratorio, analizando las pruebas recogidas. White comparó la pintura marrón que había en el destornillador del asesino con la de algunas marcas conocidas, y llegó a la conclusión de que la coincidencia más probable era con una pintura comercializada con el nombre de Marrón Oxford y fabricada por Behr. Por lo general el trabajo termina en el laboratorio. Los criminalistas no son investigadores. No llevan a cabo entrevistas ni siguen pistas. Pero White estaba en una situación única. Los distintos cuerpos de policía del condado de Orange investigaban delitos en sus propias jurisdicciones, pero la mayoría recurría al laboratorio forense del Departamento del Sheriff. Así pues, los inspectores de Witthuhn solo conocían los casos de Irvine, pero White había trabajado en escenarios del crimen de todo el condado, desde Santa Ana a San Clemente.
Para la policía de Irvine, el asesinato de Manuela Witthuhn era poco común.
A Jim White, le resultaba familiar.