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DANA POINT, 1980

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Roger Harrington leyó la nota manuscrita que habían dejado bajo el timbre. Llevaba fecha del 20-8-80, la víspera.

Patty y Keith:

Hemos venido a las 19.00 y no había nadie.

Llamadnos si ha habido cambio de planes, ¿vale?

La firmaban «Meredith y Jay», nombres que Roger reconoció como amigos de su nuera. Probó a abrir la puerta principal y le sorprendió encontrarla cerrada. Keith y Patty rara vez echaban la llave cuando estaban en casa, sobre todo si le esperaban a él a cenar. Tras aparcar en el acceso de coches, Roger había pulsado el botón que abría la puerta del garaje, y allí estaban los coches de Keith y Patty, el MG de él y el Volkswagen de ella. Si ellos no se encontraban dentro, debían de haber salido a correr, supuso Roger. Buscó una llave escondida encima del enrejado del patio y entró en la casa, recogiendo de paso el correo, que le pareció más abundante de lo habitual: una docena de cartas.

La casa del número 33381 de Cockleshell Drive es una de las aproximadamente 950 de Niguel Shores, una urbanización con vigilancia privada en Dana Point, ciudad costera situada al sur del condado de Orange. Roger era el propietario de la casa, aunque su domicilio habitual era un apartamento en la cercana ciudad de Lakewood, más próxima a su oficina, en Long Beach. Su hijo de veinticuatro años, Keith, estudiante de tercero de medicina en la Universidad de California en Irvine (UCI), y la reciente esposa de Keith, Patty, enfermera, vivían en esa casa provisionalmente, cosa que a Roger le encantaba. Le gustaba tener cerca a su familia.

La casa estaba decorada al estilo de finales de los años setenta. Un pez espada en la pared. Araña de luces de Tiffany. Colgadores de cuerda para macetas. Roger se preparó una copa en la cocina. Aunque aún no había empezado a anochecer, la casa estaba en penumbra y en silencio. Lo único que se movía era el océano que rielaba azul al otro lado de las ventanas y las puertas correderas de cristal orientadas al sur. Junto al fregadero había una bolsa de la compra de Alpha Beta con dos latas de comida. Habían sacado una hogaza de pan, y tres rebanadas de aspecto rancio estaban apiladas al lado. Roger empezó a sentir cada vez más miedo.

Enfiló el pasillo con moqueta de color ocre hacia los dormitorios. La puerta del cuarto de invitados, donde dormían Keith y Patty, estaba abierta. Con las contraventanas cerradas, no se veía bien su interior. La cama estaba hecha, el edredón extendido hasta la cabecera, de madera oscura. Pero un bulto raro bajo el cubrecama le llamó la atención a Roger cuando estaba a punto de cerrar la puerta. Se acercó y presionó hacia abajo, notando algo duro. Retiró el edredón.

El contraste entre ese cubrecama extendido y aquello rígido que había debajo era algo que no concordaba. Levantó el edredón, y vio allí a Keith y Patty tendidos boca abajo. Tenían los brazos doblados en ángulos extraños, con las palmas hacia arriba. Parecían, en el sentido más estricto de la palabra, rotos. Había tanta sangre debajo de ellos que, de no ser porque había un techo, cualquiera habría pensado que habían caído hasta allí desde una gran altura.

Keith era el menor de los cuatro hijos de Roger. Un estudiante excelente. Parador en corto de la liga de béisbol interestatal en el instituto. Había tenido una novia durante bastante tiempo antes de Patty, otra estudiante de medicina con la que todo el mundo suponía que se iba a casar hasta que, de manera inexplicable para Roger, ella se trasladó a otra facultad, y la pareja rompió. Keith conoció a Patty poco después en el Centro Médico de la UCI, y antes de un año estaban casados. Roger tenía la remota sensación de que Keith estaba aún dolido por la separación y de que se estaba precipitando, pero Patty era cariñosa y formal, como Keith —ella había roto con un novio anterior con el que vivía porque este fumaba marihuana—, y ambos parecían adorarse. Recientemente, Roger venía pasando mucho tiempo con «los chicos», como él los llamaba. Les había ayudado a instalar un nuevo sistema de riego en el jardín. Los tres habían dedicado el sábado anterior a quitar broza. Y aquella misma noche habían organizado una barbacoa en la casa para celebrar el cumpleaños del padre de Patty.

En las películas, la gente que descubre un cadáver zarandea el cuerpo con incredulidad. Roger no hizo tal cosa. No fue necesario. Incluso con la poca luz que había, vio que su hijo, de piel blanca, estaba ahora morado.

No había indicios de forcejeo, ninguna señal de que hubiesen forzado la entrada, aunque lo más probable es que hubieran dejado abierta una de las puertas correderas. Patty compró comestibles a las 21.48 horas del martes, según el recibo de Alpha Beta. Su hermana, Sue, telefoneó después, a las 23.00 horas. Keith contestó medio dormido y le pasó el teléfono a Patty. Ella le dijo a Sue que estaban en la cama; esperaba que le llamaran temprano de la agencia de enfermeras. En una herida en la cabeza de Patty se halló un fragmento de metal que parecía ser latón, lo que sugería que, en algún momento después de que Patty hablara con su hermana y antes de que no se presentara a trabajar el miércoles por la mañana, alguien cogió uno de los aspersores de latón recién instalados en el jardín y se coló en la casa. Y lo hizo en una urbanización con portón de acceso vigilado. Y sin que nadie oyera nada.

Al revisar las pruebas del caso Witthuhn seis meses después, el criminalista Jim White, del Departamento del Sheriff del condado de Orange, tuvo la sensación visceral de que estaba relacionado con los asesinatos de los Harrington. Los casos presentaban similitudes grandes y pequeñas. Implicaban a víctimas de clase media golpeadas hasta morir en la cama con objetos que el asesino cogía de la casa. En ambos casos, el asesino se llevó el arma homicida al marcharse. En ambos casos, las víctimas femeninas fueron violadas. Los cadáveres de Keith y Patty Harrington mostraban indicios de marcas de ligaduras; se encontraron trozos de cuerda de macramé en la cama y alrededor de esta. En el caso de Manuela Witthuhn, seis meses después, también había marcas de ligaduras en el cadáver, pero el material utilizado para atarla había desaparecido del escenario. Esa diferencia le pareció un indicio de aprendizaje.

Ambos casos también tenían en común un nexo médico intrigante. Keith Harrington era estudiante de medicina en la UCI, y Patty era una enfermera que a veces hacía turnos en el Hospital Mercy de Santa Ana. David Witthuhn, el marido de Manuela, había estado ingresado en el Hospital Comunitario de Santa Ana-Tustin cuando su esposa fue asesinada.

Se encontró una cerilla de madera con la cabeza quemada en el suelo de la cocina de los Harrington. Ninguno de ellos fumaba; los investigadores creen que era del asesino.

En el arriate de flores situado junto a la casa de los Witthuhn se recogieron cuatro cerillas de madera.

El caso Witthuhn era de la Policía de Irvine; el caso Harrington le correspondía al Sheriff del condado de Orange. Los investigadores de ambos cuerpos discutieron sobre la posible conexión. Enfrentarse a dos personas, como había hecho el asesino de los Harrington, se consideraba poco habitual. Era correr muchos riesgos. Aquello sugería que, en parte, el asesino disfrutaba subiendo la apuesta. ¿Se habría centrado el mismo asesino seis meses después en una sola víctima, como había hecho el de Manuela Witthuhn? El argumento en contra era que el ingreso en el hospital de David había sido un golpe de suerte. ¿Se sorprendió el asesino al encontrar a Manuela sola aquella noche?

Robo (las joyas de Manuela) frente a ausencia de robo (en el caso Harrington). Entrada forzada frente a entrada no forzada. No tenían huellas dactilares que cotejar; las pruebas de ADN aún eran cosa del futuro lejano. El asesino no había dejado un as de picas en ambos escenarios para identificarse. Pero persistían pequeños detalles. Cuando Keith Harrington recibió un golpe mortal, quedó una muesca en la cabecera de la cama, por encima de él. Dado que se encontró una astilla de madera entre las piernas de Patty, los investigadores llegaron a la conclusión de que Keith fue asesinado primero, y que, luego, Patty fue agredida sexualmente. La cronología parecía planeada a fin de que ella sufriera lo máximo. El asesino de Manuela pasó tanto tiempo con ella como para angustiarla hasta el punto de la náusea: se encontraron vómitos suyos en la cama.

«Violencia desmesurada» es una expresión común, pero a veces es mal empleada en los relatos de crímenes e investigaciones criminales. Incluso los inspectores de homicidios experimentados malinterpretan en ocasiones el comportamiento de un delincuente cuando hace un uso excesivo de la fuerza. Es habitual dar por sentado que un asesinato en el que hay violencia desmesurada indica alguna relación entre el homicida y la víctima, un desencadenamiento de furia reprimida derivada de la familiaridad. «Esto era personal», dice el cliché.*

Pero esa suposición no tiene en cuenta causas de comportamiento externas. El grado del uso de la fuerza puede depender de cuánta resistencia ofrezca una víctima. Heridas horribles que hacen pensar en una relación personal que se envenena hasta límites extremos pueden deberse a un largo forcejeo entre desconocidos.

La mayoría de los criminales violentos van por la vida como mazos de hierro humanos. Tienen puños en vez de manos, y no son capaces de planear más allá de lo que tienen delante de los ojos. Se les atrapa con facilidad. Se van de la lengua. Vuelven al escenario del crimen, llamando la atención cual latas vacías atadas a un parachoques trasero. Pero, de vez en cuando, se da un caso especial. Un leopardo de las nieves merodea furtivamente.

De vez en cuando los investigadores se encuentran con un asesinato extraño en el que se ejerce violencia desmesurada contra víctimas que no se resistieron.

Teniendo en cuenta que Manuela y Patty estaban atadas y, en consecuencia, y por definición, fueron sumisas, el grado de fuerza ejercido para matarlas a golpes revelaba un nivel extremo de ira contra la mujer. Era poco habitual ver semejante furia enloquecida en combinación con una planificación calculada. No había correlación forense entre los casos, pero sí una sensación, la impresión de que eran obra de una sola mente, alguien que no dejaba muchas pistas ni hablaba ni mostraba el rostro, alguien que merodeaba inadvertido entre la multitud de clase media, un hombre normal con un trastorno perturbador.

La posible conexión entre los crímenes de los Harrington y Manuela Witthuhn nunca se descartó del todo, solo se dejó de lado a medida que los casos fueron quedando relegados. En agosto de 1981, varios artículos de prensa plantearon si el caso Harrington estaba relacionado o no con otros recientes homicidios dobles en el sur de California. La primera frase de un artículo de Los Angeles Times era: «¿Es un psicópata “Acechador Nocturno” quien está asesinando a parejas del sur de California en la cama?».

El Departamento del Sheriff de Santa Bárbara había sido el primer organismo que planteó la idea de que había una conexión. Tenían dos homicidios dobles y una agresión con arma blanca de la que la pareja escapó. Pero los otros condados en los que podía haber casos vinculados, el de Ventura y el de Orange, desestimaron la idea. Según las declaraciones de algunos agentes del condado de Ventura, resentidos aún tras una vista preliminar objeto de gran atención mediática y en la que se vino abajo el caso contra su sospechoso del doble homicidio, Santa Bárbara se había precipitado al proponer tales vínculos. El condado de Orange también se mostraba escéptico. «No compartimos su opinión», dijo el inspector Darryl Coder.

Y ahí quedó todo. Transcurrieron cinco años. Diez años. El teléfono no llegó a sonar con el chivatazo adecuado. Los expedientes, revisados con periodicidad, no llegaron a divulgar la información necesaria. Roger Harrington se obsesionó con los detalles, intentando encontrar sentido a los asesinatos de Keith y Patty. Contrató a un detective privado. Ofreció una elevada recompensa. Volvieron a interrogar a amigos y colegas de trabajo. No saltó ninguna chispa. Desesperado, Roger, correoso hombre de negocios que se había abierto paso en la vida gracias a sus propios esfuerzos, se derrumbó, y consultó a una vidente. La adivina no fue capaz de despejar la niebla. Roger volvió a examinar todos y cada uno de los instantes que pasó con Keith y Patty antes de su muerte. Sus asesinatos eran un bucle de detalles fragmentarios que no cobraban coherencia y nunca dejaban de rondarle la cabeza.

El asesino sin rostro

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