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HOLLYWOOD, 2009

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Un enjambre de paparazzis apostados a lo largo de la alfombra roja se daban codazos. Mi marido, Patton, posaba para las cámaras con su elegante traje azul de raya diplomática. Llovían los flashes. Una docena de manos tendían micrófonos desde el otro lado de las vallas metálicas. Apareció Adam Sandler. Se desplazó el centro de atención. Aumentó el clamor. Luego, Judd Apatow. Jonah Hill. Chris Rock. Era el lunes 20 de julio de 2009, poco después de las seis de la tarde. Estábamos en los cines ArcLight de Hollywood para el estreno de la película Hazme reír. En alguna parte hay probablemente una fotografía inédita de un famoso en la que al fondo se ve a una mujer con un vestido suelto negro y zapatos incómodos. Parezco aturdida y entusiasmada y miró fijamente el iPhone, porque en ese momento, mientras las estrellas más rutilantes del mundo pasan por mi lado, me acabo de enterar de que un fugitivo al que estaba persiguiendo obsesivamente, un doble asesino a la fuga en el Oeste y el Noroeste durante los últimos treinta y siete años, había sido localizado.

Me escabullí detrás de una columna de hormigón y llamé a la única persona que conocía que podía estar tan interesada como yo en la noticia, Pete King, antiguo periodista de Los Angeles Times que ahora se ocupaba de las relaciones con los medios de comunicación en la Universidad de California. Contestó de inmediato.

«Pete, ¿te has enterado?», dije, sin poder pronunciar lo bastante rápido mis palabras.

«¿De qué?».

«Acabo de recibir un correo electrónico con un enlace a una noticia. Ha habido un tiroteo en unas montañas remotas de Nuevo México. Han muerto dos personas. Un ayudante del sheriff. Y el tipo que perseguían. Una especie de montañés misterioso que robaba en las cabañas».

«No», dijo Pete.

«Sí —repuse—. Le han tomado las huellas al montañés».

Reconozco que hice una pausa para causar el máximo efecto dramático.

«Joseph Henry Burgess —dije—. Pete, teníamos razón. Estaba allí todo este tiempo».

Nuestro silencio anonadado solo duró un instante. Imaginé que Pete tenía prisa por documentar la noticia en su ordenador. Los organizadores del estreno hacían pasar a la gente en tropel al interior del cine. Vi que Patton me miraba fijamente.

«A ver qué más averiguas —le dije a Pete—. Yo no puedo. Tengo que ir a hacer una cosa».

Esa «cosa» no era lo mío. Me doy cuenta de que confesar que una se siente incómoda en los estrenos de cine no es un problema con el que se identifique mucha gente, sino algo que entra en la categoría del exasperado «ya quisiera yo». Lo pillo. Seguidme la corriente. No peco de falsa humildad cuando digo que aún no he asistido a una ceremonia de Hollywood en la que alguien no me haya remetido una etiqueta de la ropa, ajustado un botón o indicado que tenía pintalabios en los dientes. Una vez, un organizador me apartó los dedos de la boca cuando me estaba mordiendo las uñas. Mi pose en la alfombra roja se podría describir como «cabeza gacha, medio agazapada». Pero mi marido es actor. Le quiero, y admiro su trabajo, y el de nuestros amigos, y asistir de vez en cuando a estos actos forma parte del acuerdo. Así que una se viste con elegancia y, a veces, hasta recurre a una maquilladora profesional. Un chófer aparece en un coche de lujo y te recoge, lo que hace que te sientas extraña, como si tuvieras que disculparte. Un animado relaciones públicas que no conoces te lleva hasta la alfombra roja donde te gritan «¡mira aquí!» y «aquí» en dirección a un centenar de desconocidos con flashes a modo de cara. Y, luego, después de esos breves instantes de glamour artificial, te encuentras en una butaca de cine vieja y chirriante como otra cualquiera, tomando Coca-Cola light de un vaso de plástico húmedo y manchándote los dedos con la sal de las palomitas tibias. Las luces se apagan. Da comienzo el entusiasmo obligado.

Al entrar en la fiesta posterior, presentaron a Patton a los directores de Crank: veneno en la sangre, una peli de acción que le encanta, protagonizada por Jason Statham. Él los agasajó recordando sus momentos preferidos de la película. «Statham me pone gay-tham», confesó. Después de separarnos de los directores, hicimos una pausa y observamos el gentío que abarrotaba el salón de baile del Hollywood & Highland Center. Nos esperaban las copas, minihamburguesas con queso gourmet y quizá incluso Garry Shandling, un ídolo de Patton.

Patton me leyó el pensamiento.

«No hay problema», dijo.

Un amigo mío nos interceptó cuando ya salíamos.

«¿Ya volvéis con el bebé?», preguntó con una cálida sonrisa.

Nuestra hija, Alice, tenía tres meses.

«Ya sabes cómo va eso», comenté.

La verdad, claro, era mucho más extraña: iba a renunciar a una elegante fiesta de Hollywood, pero no a fin de reunirme con mi hija, sino con mi portátil, para rebuscar toda la noche información sobre un hombre al que no conocía, que había asesinado a gente que no conocía.

Los hombres violentos desconocidos han ocupado mi imaginación toda mi vida adulta, desde mucho antes de 2007, cuando tuve las primeras noticias sobre el delincuente al que más adelante apodaría el Asesino del Golden State. La parte del cerebro reservada para las estadísticas deportivas, las recetas de postres o las citas de Shakespeare es, en mi caso, una galería de secuelas espeluznantes: la bici BMX de un niño, con las ruedas aún girando, abandonada en una zanja junto a una carretera rural; un mechón de fibras verdes microscópicas recogidas de la región lumbar de la chica muerta.

Decir que me gustaría dejar de darle vueltas no tiene sentido. Me encantaría cortar por lo sano, claro. Me da envidia, por ejemplo, la gente obsesionada con la guerra de Secesión, que presenta detalles en abundancia pero tiene sus límites. En mi caso, los monstruos se alejan, pero no se desvanecen nunca. Murieron hace tiempo y están naciendo en el momento en que escribo.

El primero, anónimo y nunca atrapado, me marcó a los catorce años de edad, y desde entonces he renunciado a muchos buenos momentos en mi búsqueda de la verdad.

El asesino sin rostro

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