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PRÓLOGO

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Aquel verano, por las noches, yo iba a la caza del asesino en serie desde el cuarto de juegos de mi hija. Por lo general remedaba la rutina de una persona normal a la hora de acostarse. Los dientes lavados. El pijama puesto. Pero, después de que mi marido y mi hija se durmieran, me retiraba a mi despacho improvisado y encendía el portátil, esa escotilla de quince pulgadas de infinitas posibilidades. Nuestro barrio, al noroeste del centro de Los Ángeles, es extraordinariamente tranquilo por la noche. A veces, el único sonido que escuchaba era el clic que yo misma hacía navegando por el Google Street View para explorar los accesos a los domicilios de hombres a quienes no conocía. Rara vez me movía, pero saltaba décadas con solo pulsar unas pocas teclas. Anuarios. Partidas de matrimonio. Fotografías de fichas policiales. Escudriñé miles de páginas de antecedentes penales de la época de los años setenta. Y revisé informes de autopsias. Que lo hiciera rodeada de media docena de animales de peluche y unos bongos rosa en miniatura no me parecía nada fuera de lo normal. Había hallado mi lugar de búsqueda, tan íntimo como el laberinto de una rata. Toda obsesión requiere una habitación propia. La mía estaba sembrada de papeles para colorear en los que había garabateado leyes penales de California con lápices de colores.

Era en torno a la medianoche del 3 de julio de 2012 cuando abrí un documento que había elaborado y que recopilaba en un listado todos los singulares objetos que el asesino había robado a lo largo de los años. Había destacado en negrita algo más de la mitad de la lista: eran pistas que no llevaban a ninguna parte. El siguiente artículo por investigar era un par de gemelos de camisa sustraídos en Stockton en septiembre de 1977. Por entonces, el Asesino del Golden State, como había dado en llamarlo, aún no había pasado al asesinato. Era un violador en serie, conocido como el «Violador de la Zona Este», que agredía a mujeres y chicas en sus dormitorios, primero en el condado de Sacramento, y luego escabulléndose hasta comunidades del Valle Central y en torno al este del Área de la Bahía de San Francisco. Era joven —en algún punto entre los dieciocho y los treinta años de edad—, caucásico y atlético, capaz de evitar que lo atraparan saltando verjas altas. Sus objetivos preferidos eran casas de una sola planta, las segundas a partir de la esquina, en vecindarios tranquilos de clase media. Siempre llevaba pasamontañas.

Sus rasgos identificadores eran la precisión y la propia conservación. Cuando se enfocaba en una víctima, a menudo entraba en el domicilio de antemano en un momento en que no hubiera nadie, examinaba las fotos de familia, se aprendía la distribución. Inutilizaba luces del porche y forzaba puertas correderas de cristal. Descargaba las armas que pudiera haber en la casa. Los propietarios de las viviendas, sin darle mayor importancia, cerraban las puertas que habían quedado abiertas, y las fotografías que él había movido eran devueltas a su sitio, atribuyéndolo todo al desorden habitual de la vida cotidiana. Las víctimas dormían tranquilas hasta que el resplandor de la linterna les obligaba a abrir los ojos. La ceguera los desorientaba. La mente adormilada cobraba conciencia poco a poco, hasta que despertaba de golpe. Una figura que no veían empuñaba la linterna, pero ¿quién, y por qué? Su miedo se perfilaba cuando oían la voz, descrita como un susurro gutural grave entre los dientes apretados, brusca y amenazante, aunque hubo quien detectó algún lapso ocasional de un tono más agudo, un temblor, un tartamudeo, como si el desconocido enmascarado en la oscuridad no solo ocultara su rostro, sino también una inseguridad en estado puro que no siempre era capaz de disimular.

El caso de Stockton, en septiembre de 1977, en el que había robado los gemelos de camisa era su vigésima tercera agresión, y ocurrió después de unas vacaciones de verano perfectamente delimitadas. El sonido de los ganchos de unas cortinas al deslizarse en el riel despertaron a una mujer de veintinueve años de edad en el dormitorio de su casa, al noroeste de Stockton. Se incorporó sobre la almohada. En el umbral, una silueta se recortaba sobre las luces del patio. La imagen se desvaneció cuando el haz de la linterna se posó sobre su cara y la cegó; una potente fuerza se abalanzó hacia la cama. Su última agresión había sido el fin de semana del Día de los Caídos. Era la una y media de la madrugada del martes después del Día del Trabajo. El verano había acabado. Él estaba de regreso.

Ahora iba a por parejas. La víctima femenina había intentado explicarle el fétido olor del agresor al agente que se personó en el escenario del delito. Se esforzó por identificar el hedor. La falta de higiene no lo explicaba, dijo. No procedía de las axilas, ni del aliento. Lo más que era capaz de precisar la víctima, según anotó el agente en su informe, era que parecía un aroma nervioso que no emanaba de una zona concreta del cuerpo, sino de todos y cada uno de sus poros. El agente preguntó si podía ser más específica. No podía. El caso era que no se parecía a nada que hubiera olido antes.

Como en otras agresiones en Stockton, él se quejó de que necesitaba dinero, pero pasó por alto los billetes cuando los tuvo delante. Lo que quería eran objetos de valor personal de aquellos a quienes agredía: alianzas grabadas, carnés de conducir, monedas de recuerdo. Los gemelos de camisa, una herencia familiar, eran de un estilo poco habitual, de los años cincuenta, y llevaban las iniciales N. R. El agente que acudió al escenario del delito había hecho un bosquejo de ellos en el margen del informe policial. Me llamó la atención lo singulares que eran. Por medio de una búsqueda en internet averigüé que los nombres de niño que empezaban con «N» eran relativamente poco frecuentes, tanto es así que solo aparecían una vez en la lista de los cien nombres más comunes en las décadas de los años treinta y cuarenta, cuando probablemente nació el dueño original de los gemelos. Busqué en Google una descripción de los gemelos, y pulsé la tecla «Intro» del portátil.

Hace falta tener un orgullo desmesurado para pensar que puedes resolver un complejo caso de asesinatos en serie que un grupo operativo que abarca cinco jurisdicciones de California, con la colaboración del FBI, no ha podido solucionar, sobre todo cuando te dedicas, como es mi caso, a la investigación por cuenta propia. Mi interés en el crimen tiene raíces personales. El asesinato sin esclarecer de una vecina cuando yo tenía catorce años de edad despertó mi fascinación por los casos pendientes. La llegada de internet transformó mi interés en una investigación activa. Una vez estuvieron disponibles online los documentos públicos y se inventaron sofisticados buscadores, me di cuenta de cómo una cabeza llena de detalles sobre crímenes podía combinarse con una barra de búsquedas vacía, y en 2006 inauguré un sitio web llamado True Crime Diary. Cuando mi familia se acuesta, yo viajo en el tiempo y reviso pruebas antiguas sirviéndome de tecnología del siglo XXI. Empiezo a hacer clic, rastreo en internet pistas digitales que podrían haber pasado por alto las autoridades, combino guías telefónicas informatizadas, anuarios e imágenes de los escenarios del crimen en Google Earth: un pozo sin fondo de indicios en potencia para el investigador con portátil que ahora existe en el mundo virtual. Y comparto mis teorías con los leales seguidores que leen mi sitio web.

He escrito acerca de cientos de crímenes sin resolver, desde asesinatos con cloroformo hasta sacerdotes homicidas. El Asesino del Golden State, sin embargo, es el que más tiempo me ha ocupado. Además de cincuenta agresiones sexuales en el norte de California, fue autor de diez sádicos asesinatos en el sur de California. Ahí tenía un caso que abarcaba una década, y, al final, cambió las leyes relativas al ADN en el estado. Ni el Asesino del Zodíaco, que aterrorizó San Francisco a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, ni el Acechador Nocturno, que obligó a los habitantes del sur de California a cerrar las ventanas en los años ochenta, fueron tan activos. Aun así, el Asesino del Golden State no ha tenido mucho reconocimiento. No poseía un nombre pegadizo hasta que yo lo acuñé. Cometía agresiones en distintas jurisdicciones por todo California, las cuales no siempre compartían información ni tenían adecuada comunicación entre sí. Para cuando las pruebas de ADN demostraron que crímenes que antes se creía que no guardaban relación eran obra de un mismo hombre, había transcurrido más de una década desde su último asesinato conocido, y su detención no era una prioridad. Pasaba desapercibido, con soltura y sin identificar.

Pero aún aterrorizaba a sus víctimas. En 2001, una mujer de Sacramento contestó al teléfono en su casa, la misma donde fuera agredida veinticuatro años antes. «¿Recuerdas cuando estuvimos jugando?», susurró un hombre. Ella reconoció la voz de inmediato. Sus palabras se hacían eco de algo que dijo en Stockton, cuando la hija de seis años de la pareja se levantó para ir al cuarto de baño y se lo encontró en el pasillo. Estaba a unos seis metros de él, un hombre con pasamontañas marrón y guantes de lana negros que iba sin pantalones. Llevaba un cinturón con una especie de espada. «Estoy haciendo travesuras con tu mamá y tu papá —dijo—. Ven a verme».

Lo que me enganchó era que daba la impresión de que el caso se podía resolver. Su estela de indicios era demasiado grande y, al mismo tiempo, demasiado pequeña; había dejado a su paso numerosas víctimas y abundantes pruebas, pero en comunidades relativamente reducidas, lo que facilitaba la tarea de extraer información que condujera a sospechosos en potencia. El caso me arrastró enseguida hacia las profundidades. La curiosidad se convirtió en un ansia desgarradora. Estaba al acecho, absorta en una fiebre de clics que vinculaba el impulso de mis toques de almohadilla con una dosis de dopamina. No estaba sola. Encontré a un grupo de entregados investigadores que se congregaban en un foro de internet y ponían en común pruebas y teorías sobre el caso. Dejé de lado cualquier reserva que pudiera haber tenido, y me sumé a su parloteo; veinte mil mensajes, y seguimos sumando. Filtré a los miembros de ese grupo, descarté a los bichos raros con motivaciones dudosas, y me concentré en los que iban en serio. De vez en cuando aparecía en el foro de mensajes alguna pista, como la imagen del adhesivo de un vehículo sospechoso visto cerca de una agresión, un poco de aportación colectiva por parte de inspectores cargados de trabajo que aún seguían intentando resolver el caso.

No consideraba al asesino un fantasma. Yo tenía fe en el error humano. Seguro que había cometido alguna equivocación a lo largo de su trayectoria, razonaba yo.

La noche de verano que empecé a buscar los gemelos, llevaba casi un año obsesionada con el caso. Me gustan los cuadernos amarillos, sobre todo las primeras diez páginas o así, cuando todo parece liso y lleno de esperanza. El cuarto de juegos de mi hija estaba sembrado de cuadernos a medio usar, una costumbre poco económica y que, además, reflejaba mi estado de ánimo. Cada cuaderno era una línea de investigación que iniciaba y que se atascaba. Pedía consejo a inspectores jubilados que habían trabajado en el caso, a muchos de los cuales consideraba ya amigos. A ellos ya se les había agotado el orgullo, pero eso no les impedía alentar el mío. La búsqueda para dar con el Asesino del Golden State, que abarcaba casi cuatro décadas, no se parecía tanto a una carrera de relevos como a un grupo de fanáticos atados entre sí que intentaban escalar una montaña imposible. Los ancianos se veían obligados a dejarlo, pero insistían en que yo continuara. Ante uno de ellos, me lamenté de que tenía la sensación de estar agarrándome a clavos ardiendo.

«¿Mi consejo? Agárrate a un solo clavo —dijo—. Machácalo hasta convertirlo en polvo».

Los artículos robados eran mi último clavo. No estaba de ánimo optimista. Mi familia y yo íbamos a ir a pasar el fin de semana del 4 de julio, día de la Independencia, a Santa Mónica. No había hecho el equipaje. Anunciaban un tiempo espantoso. Entonces los vi, era una sola imagen de los centenares de ellas que se cargaban en la pantalla del portátil, el mismo estilo de gemelos bosquejado en el informe policial, con las mismas iniciales. Contrasté y volví a contrastar el boceto del policía con la imagen en mi ordenador. Se vendían por ocho dólares en una tienda de antigüedades en un pueblo de Oregón. Los compré de inmediato, pagando los 40 dólares para que me los entregaran al día siguiente. Fui por el pasillo a mi dormitorio. Mi marido dormía de costado. Me senté en el borde de la cama y me quedé mirándolo hasta que abrió los ojos.

«Creo que le he encontrado», dije. Mi marido no tuvo que preguntar a quién me refería.

El asesino sin rostro

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