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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеAntes del Asesino del Golden State, hubo una chica. Michelle te hablará de ella: la chica, arrastrada a un callejón junto a Pleasant Street, asesinada y dejada allí tirada como si fuese basura. La chica, una joven de veintitantos años de edad, fue asesinada en Oak Park (Illinois), a escasas manzanas de donde se crio Michelle, en una bulliciosa familia católica irlandesa.
Michelle, la menor de seis hermanos, firmaba las entradas de su diario como «Michelle, la Escritora». Decía que aquel asesinato despertó su interés por los crímenes reales.
Habríamos hecho una buena pareja (aunque quizá un poco extraña). Al mismo tiempo, en los primeros años de mi adolescencia, allá en Kansas City (Misuri), yo también aspiraba a ser escritora, aunque adoptaba un apodo ligeramente más altanero en mi diario: Gillian, la Fenomenal. Al igual que Michelle, me crié en una familia numerosa irlandesa, fui a un colegio católico, me apasionaba todo lo oscuro. Leí A sangre fría, de Truman Capote, a los doce años de edad, un ejemplar barato de segunda mano, y eso daría pie a mi obsesión de por vida con el crimen real.
Me encanta leer libros sobre crímenes verídicos, pero siempre he sido consciente de que, como lectora, tomo la decisión de ser consumidora de una tragedia ajena. Así que, igual que cualquier consumidor responsable, procuro tener cuidado con lo que elijo. Solo leo lo mejor: autores que son tenaces, perspicaces y compasivos.
Era inevitable que acabara encontrando a Michelle.
Siempre he creído que el aspecto menos apreciado de un gran autor de crímenes reales es la compasión. Michelle McNamara tenía una capacidad asombrosa para meterse en la cabeza no solo de los asesinos, sino también de los policías que los perseguían, de las víctimas a las que destrozaban y del reguero de parientes afligidos que dejaban a su paso. De adulta, empecé a visitar de manera habitual su excelente sitio web True Crime Diary («Diario de crímenes reales»). «Deberías escribirle», me instaba mi marido. Ella era de Chicago; yo vivo en Chicago; las dos éramos madres que pasaban malsanas cantidades de tiempo rebuscando las facetas más oscuras de la humanidad debajo de las piedras.
Me resistí a las recomendaciones de mi marido; creo que lo más cerca que estuve de conocerla fue cuando en la presentación de un libro trabé conversación con una tía suya, que me pasó su teléfono, y le envié a Michelle un mensaje de texto extraordinariamente poco literario, como: «¡¡¡Eres la más guay!!!».
Lo cierto es que no estaba segura de querer conocer a esta autora: me sentía en inferioridad. Yo creo personajes; ella tenía que lidiar con hechos, ir adonde la llevara la historia. Ella tenía que ganarse la confianza de investigadores recelosos y hastiados, enfrentarse a montañas de documentos que quizá contuvieran una información crucial y convencer a parientes y amigos desolados de que hurgaran en viejas heridas.
Hacía todo eso con una elegancia especial, escribiendo de noche mientras su familia dormía, en una habitación decorada con las cartulinas de su hija, haciendo anotaciones del código penal de California con lápices de colores.
Yo soy una despiadada coleccionista de asesinos, pero no estaba al tanto del hombre al que Michelle apodaría el Asesino del Golden State hasta que empezó a escribir sobre ese ser de pesadilla, responsable de cincuenta agresiones sexuales y por lo menos diez asesinatos en California durante los años setenta y ochenta. Era un caso que llevaba décadas pendiente; testigos y víctimas se habían mudado, habían fallecido o pasado página; la investigación abarcaba múltiples jurisdicciones —tanto en el sur como en el norte de California— e implicaba infinidad de expedientes que no contaban con la ventaja de los análisis de laboratorio o ADN. Muy pocos escritores serían capaces de asumir un reto así, y menos aún de hacerlo bien.
La tenacidad de Michelle a la hora de investigar este caso fue asombrosa. Sirva de ejemplo cómo buceó en el sitio web de una tienda de antigüedades en Oregón para rastrear el paradero de un par de gemelos de camisa que habían sido sustraídos de un escenario del crimen en Stockton, en 1977. Pero no solo hizo eso; ella también podía decirte que los nombres de «niño» que empezaban por «N» eran relativamente poco comunes, y que solo figuraba uno entre los cien nombres más habituales de las décadas de los treinta y los cuarenta, cuando era más probable que hubiera nacido el dueño de aquellos gemelos. Y eso que ni siquiera es una pista que condujera al asesino; es una pista que conduce a los gemelos que robó el asesino. Esta dedicación a los detalles concretos era típica de ella. Michelle escribe: «Una vez pasé una tarde entera rastreando hasta el último detalle que pude sobre un miembro del equipo de waterpolo de 1972 del Instituto de Secundaria Río Americano, solo porque en la foto del anuario aparecía un joven esbelto de pantorrillas gruesas», una posible característica física del Asesino del Golden State.
Muchos escritores que han sudado sangre recogiendo semejante cantidad de datos se pierden en los detalles: las estadísticas y la información pueden ahuyentar nuestra compasión. Los rasgos que convierten a alguien en un investigador meticuloso están a menudo reñidos con los matices de la vida.
Pero, al mismo tiempo que constituye un hermoso trabajo de investigación, El asesino sin rostro es también una instantánea de la época, del lugar y de la persona. Michelle da vida a las subdivisiones de California que estaban ocupando el espacio de los naranjales, las nuevas urbanizaciones acristaladas que convertían a las víctimas en estrellas de sus propios thrillers aterradores, las poblaciones que vivían a la sombra de montañas que cobraban vida una vez al año cuando salían las tarántulas en busca de una pareja con la que aparearse. Y la gente, Dios bendito, la gente: antiguos hippies esperanzados, recién casados que empezaban a buscarse la vida, una madre y su hija adolescente manteniendo, sin ellas saberlo, su última discusión acerca de la libertad y la responsabilidad y los bañadores.
Me enganché desde el principio, y Michelle también, por lo visto. Su búsqueda a diferentes niveles de la identidad del Asesino del Golden State le pasó una severa factura: «Ahora tengo un grito permanentemente alojado en la garganta».
Michelle falleció mientras dormía, a los cuarenta y seis años de edad, antes de tener ocasión de acabar este extraordinario libro. Encontraréis notas de sus colegas sobre el caso, pero la identidad del Asesino del Golden State —el enigma— sigue sin estar resuelto. Su identidad no me importa a mí lo más mínimo. Quiero que lo detengan; me trae sin cuidado quién sea. Ver la cara de un hombre así es un anticlímax; asignarle un nombre, más aún. Sabemos lo que hizo; cualquier información más allá de eso parecerá inevitablemente prosaica, pálida, un cliché en cierta medida: «Mi madre era cruel. Odio a las mujeres. Nunca tuve una familia...». Y demás. Quiero saber más acerca de gente real, completa, no sucios retazos de seres humanos.
Quiero saber más sobre Michelle. Mientras ella detallaba su búsqueda de ese hombre tan misterioso, me encontré rebuscando pistas sobre esta autora a la que tanto admiro. ¿Quién era la mujer en quien confié lo suficiente como para que me condujera al interior de esta pesadilla? ¿Cómo era? ¿Qué la llevó a ser así? ¿Qué le otorgó semejante elegancia? Un día de verano, me vi conduciendo los veinte minutos que separan mi domicilio en Chicago de Oak Park, hasta la callejuela donde fue hallada «la chica», donde Michelle la Escritora descubrió su vocación. Hasta que no estuve allí, no me di cuenta de por qué estaba allí. Era porque había emprendido mi propia investigación en busca de esta maravillosa exploradora de la oscuridad.
GILLIAN FLYNN