Читать книгу El asesino sin rostro - Michelle McNamara - Страница 13
OAK PARK
ОглавлениеOigo a Terry Keating antes de verlo. Trabaja de batería y profesor de percusión, y su voz retumbante se debe con toda probabilidad a que tiene problemas de oído o la costumbre de gritarles a sus alumnos para que lo oigan. «¡Soy Terry!», grita. Levanto la vista del móvil mientras le espero, y veo a un tipo blanco de tamaño mediano con el flequillo castaño sobre la frente y un vaso grande de Starbucks. Lleva Levi’s y una camiseta verde con la leyenda SHAMROCK FOOTBALL. Pero no me habla a mí. Cruza la calle hacia el número 143 de South Wesley Avenue, una casa de ladrillo en una esquina de Oak Park, en Illinois, donde hemos quedado. Le habla a un hombre de cincuenta y tantos años de edad que parece estar reparando un coche aparcado en el acceso al garaje de la casa. Ese hombre es alto, larguirucho, ligeramente encorvado, con el pelo antes moreno y ahora bastante cubierto de canas. Tiene lo que a veces se denomina cruelmente cara de cuchillo. No desprende la menor calidez.
Pero hay algo familiar en él. Guarda un gran parecido con la familia que vivía en la casa cuando yo era niña; había unos chicos más o menos de mi edad, y los conocía de verlos por ahí. Caigo en la cuenta de que debe de ser un hermano mayor y de que, o bien compró, o bien heredó la casa de sus padres.
El hombre mira a Terry sin reconocerlo. Veo que Terry ni se inmuta, y me sobreviene una sensación incómoda. Noto el instinto maternal de terciar, redirigir y acallar. Pero veo que Terry quiere hacerse un sitio en la memoria de ese hombre. Después de todo, son antiguos vecinos.
«¡Soy uno de los chicos que encontró el cadáver!», grita Terry.
El hombre mira fijamente a Terry desde el lateral del coche. No dice nada. Su expresión vacía es rotundamente hostil. Aparto la vista, dirigiendo la mirada hacia una diminuta estatua de la Virgen María ubicada en el ángulo noreste del jardín delantero.
Es la tarde del sábado 29 de junio de 2013, un día muy fresco y ventoso para mediados de verano en Chicago. Una manzana más allá, hacia el oeste, veo recortada sobre el cielo la torre de la iglesia católica de St. Edmund, la antigua iglesia de mi familia, donde fui a la escuela desde primero hasta tercero.
El hombre vuelve a trastear en el coche. Terry se desvía hacia la derecha. Me ve a unos treinta metros acera adelante. Animo el gesto al establecer contacto visual y saludo furiosamente con la mano como compensación de lo que acaba de ocurrir. Terry iba un año por delante de mí en St. Edmund. La última vez que recuerdo haberlo visto fue hace treinta y cinco años. No sé gran cosa de él aparte del reciente descubrimiento de que la misma noche de agosto de 1984 nos cambió a los dos la vida.
«¡Michelle! —grita mientras se acercaba hacia mí—. ¿Qué tal por Hollywood?».
Nos damos un torpe abrazo. Su forma de ser hace que me remonte de inmediato al Oak Park de mi infancia. Las vocales neutras de su fuerte acento de Chicago. El modo en que luego anuncia que tiene que salir «cagando leches». Tiene un mechón rebelde, las mejillas de un crudo tono rosado, y no es en absoluto artificioso. No guarda ningún mecanismo calculador que sirva de filtro entre pensamiento y habla. Comienza de inmediato.
«Pues bien, lo que ocurrió...», dice, llevándome de regreso hacia la casa.
Vacilo. Igual es miedo a la reacción ya contrariada del propietario de la vivienda. Igual es la sensación de que seguir andando nos podría ayudar a trasladarnos a aquella bochornosa noche de verano cuando aún montábamos en bici pero aún no habíamos probado la cerveza.
Miro hacia el sur, callejuela adelante.
«¿Por qué no seguimos el recorrido que hicisteis aquella noche?», le digo.
Oak Park bordea el West Side de Chicago. Ernest Hemingway, que se crio allí, hizo la famosa observación de que era una población de «amplios jardines y mentes estrechas», pero yo no tuve esa experiencia del lugar. Vivíamos en una casa victoriana de tres plantas con muchas corrientes de aire en una parcela de South Scoville, una calle sin salida en el centro de la ciudad. Más al norte quedaban la vivienda y el estudio de Frank Lloyd Wright, y también un acaudalado barrio de casas del estilo de las Grandes Llanuras donde vivían profesionales liberales empeñados en seguir estando a la moda. Mi amiga Cameron vivía en una de las casas de Wright. Su padrastro era un abogado que luchaba por los derechos civiles, y su madre, me parece, era ceramista. Me enseñaron lo que era la sal vegetariana y la palabra «kabuki». Recuerdo al padrastro recomendándonos a Cameron y a mí, que tendíamos hacia las blusas negras y la poesía confesional, que nos animáramos un poco yendo al cine a ver Stop making sense, la película concierto de Talking Heads.
Al sur de nosotros había sobre todo familias católicas irlandesas de clase obrera. Las casas siempre estaban unos cuantos grados más frías de lo debido, y las camas no tenían cabeceras. De vez en cuando, algún padre desaparecía con alguna chica de veinte años de edad y no se le volvía a ver el pelo, pero la gente no se divorciaba. Una amiga de la universidad que pasó las vacaciones de primavera de segundo curso con mi familia quedó convencida de que mi padre había hecho un poco de comedia cuando empezó a ponerme al día de los cotilleos del barrio. Los apellidos, dijo ella, eran exclusiva y desafiantemente irlandeses. Los Connelly. Los Flannery. Los O’Leary. Y así sucesivamente. Una vez oí por casualidad a una hastiada madre católica irlandesa de la zona de Oak Park sortear una pregunta sobre mi familia. «¿Cuántos hijos tienen los McNamara?», le preguntaron.
«Solo seis», dijo.
Ella tenía once.
Mi familia tenía un pie plantado a cada lado de Oak Park. Mis padres eran nativos, miembros de la tribu a la que se denominaba comúnmente irlandeses del West Side. Se conocieron en el instituto. Mi padre tenía los dientes separados y era gracioso. Le gustaba reír. Mi madre era la hija mayor y abstemia de dos juerguistas irredentos. Le encantaba Judy Garland, y estuvo fascinada desde siempre por Hollywood. «La gente me decía que me parezco a Gene Tierney», me dijo una vez tímidamente. Yo no sabía quién era. Cuando vi la película Laura años después, me hechizó aquella misteriosa protagonista que tenía en común con mi madre la cascada de cabello castaño con reflejos dorados y los pómulos delicadamente cincelados.
La historia es que mis padres se conocieron cuando él llamó a la puerta de mi futura madre buscando, supuestamente, a un amigo suyo. Yo lo creo. Esa manera indirecta de aproximarse a los asuntos emocionales encajaba con ellos. Los dos tenían unos ojos enormes —mi padre, azules; mi madre, verdes— que expresaban con gran emoción lo que a menudo no podían expresar ellos.
Mi padre se planteó brevemente ser sacerdote mientras estudiaba en Notre Dame. Lo llamaban hermano Leo. Mi madre consideró a otros pretendientes, y barajó posibilidades alternativas de futuro apellido. Pero, el hermano Leo decidió que los seminaristas no bebían lo suficiente. El reverendo Malachy Dooley, amigo de ambos, ofició la boda el día después de Navidad de 1955. Mi hermana mayor, Margo, nació el mes de septiembre siguiente. Si alguien le tomaba el pelo a mi madre arqueando la ceja mientras hacía cálculos, a ella le ardían las mejillas. En el instituto, su apodo era el de Santurrona.
Después de estudiar derecho en Northwestern, mi padre entró a trabajar en el bufete Jenner y Block, en el centro. Siguió allí treinta y ocho años. La mayor parte de los días empezaban para él en el porche delantero cubierto, con el Chicago Tribune en una mano y una taza de té en la otra, y acababan con un martini de Beefeater muy seco con hielo y un toquecito de limón. Cuando decidió dejar de beber, en 1990, lo anunció a su típica manera estrafalaria. Todos sus hijos recibimos una carta tipo mecanografiada. «A mi hijo/a preferido/a —comenzaba—: He decidido unirme a la Generación Pepsi». Luego aseguró que solo dos de sus hijos se creyeron su comunicado. Yo era una de los dos.
Mis hermanos llegaron en rápida sucesión, cuatro chicas y un chico; yo era la menor, nacida después de un intervalo de seis años. Mi hermana Mary Rita, la anterior, me llevaba demasiados años como para que fuese una auténtica compañera de juegos. Al volver la vista atrás, tengo la sensación de que nací en una fiesta que había empezado a decaer. Para cuando llegué, mis padres tenían sillones reclinables a juego. Nuestra puerta principal era parcialmente de vidrio, y desde allí se alcanzaba a ver la parte de atrás del sillón beis de mi madre en el salón. Cuando algún amigo de los hijos llamaba al timbre, ella alargaba la mano y hacía un gesto circular. «Da la vuelta», gritaba, indicándoles la puerta trasera abierta.
Las familias de nuestra manzana estaban unidas, pero los hijos eran todos de las edades de mis hermanos mayores. Iban por ahí en pandilla, y regresaban a casa al anochecer. Tengo un nítido recuerdo de lo que era ser adolescente en los años setenta porque pasé mucho tiempo con ellos. Mi hermana Kathleen, diez años mayor que yo, era y es la más extrovertida de la familia, y me llevaba por ahí como un juguete querido. Me acuerdo de ir en precario equilibrio en el sillín de su bici mientras ella pedaleaba hacia la tienda de comestibles Jewel, en Madison Street. Parecía conocerla todo el mundo. «¡Hola, Beanie!», gritaban, llamándola por su apodo.
En su primer año de secundaria, Beanie se encaprichó con locura de Anton, un chico rubio y callado que hacía atletismo. Me llevaba con ella a las competiciones. Nos escondíamos en lo alto de las gradas y lo observábamos con disimulo. Recuerdo la expresión transida de amor de su cara mientras lo veíamos lanzarse hacia delante desde la línea de salida tras un estallido. Entonces no me di cuenta, pero las complejidades del instituto la estaban alejando de mí. Pronto estuve sentada y sola en lo alto de las escaleras de atrás que llevaban de la cocina a la primera planta, viendo a chicos adolescentes con patillas dando tragos de cerveza en nuestra mesa del desayuno mientras sonaba a todo trapo «The Joker», de la Steve Miller Band.
Todo el mundo en mi familia habla con reverencia fingida del día de 1974 cuando las hermanas Van —Lisa, de mi edad, y Kris, un año mayor— se mudaron enfrente.
«Gracias a Dios —me dicen con guasa—. No sé qué habríamos hecho contigo».
Muchos amigos íntimos de mis padres lo eran desde primaria o secundaria. Que hubieran mantenido lazos tan cercanos en un mundo cada vez más transitorio y con menos referencias fijas era motivo de orgullo para ellos, como es normal, pero también tenía el efecto, según creo, de aislarlos. Si se les sacaba de su zona de confort, se les notaba un poco incómodos. Me parece que los dos tenían un trasfondo de timidez. Gravitaban hacia personalidades más imponentes. Se servían del humor, a veces mordaz, para desviar la tensión. En especial, mi madre parecía estar siempre reprimiendo algo: emociones, expectativas. Tenía las manos pequeñas y pecosas y la costumbre de tirarse de los dedos cuando la situación se ponía desagradable.
No quiero dar una impresión equivocada. Son personas inteligentes y curiosas que empezaron a viajar por el mundo cuando se lo pudieron permitir. Mi padre litigó en un pleito, y lo perdió, ante el Tribunal Supremo en 1971, un caso que sigue estudiándose en las clases de derecho constitucional. Estaban suscritos a The New Yorker. Siempre mostraban interés en la cultura popular y en lo que se consideraba bueno, o guay. Mi madre accedió a que la llevaran a ver Boogie Nights. («Voy a ver Sonrisas y lágrimas veinte veces seguidas para olvidarla», dijo.) Eran demócratas de Kennedy. «Políticamente progresistas —aseguraba mi madre—, pero socialmente conservadores». Mi padre llevó a mis hermanas mayores al centro para ver hablar a Martin Luther King cuando tenían ocho y diez años de edad. Votaron por Mondale en 1984. Pero, cuando yo tenía diecinueve años, mi madre me despertó al amanecer presa del pánico, agitando un puñado de píldoras desconocidas (para ella).
«Estás tomando la...», dijo.
«Son pastillas de fibra», repuse, y me volví a dormir.
Pero también es verdad que siempre tuvimos una relación tensa. Mi hermana Maureen recuerda que una vez volvió a casa cuando yo tenía unos dos años de edad y encontró a mi madre caminando de aquí para allá por el porche. «No sé si la loca soy yo —dijo, al borde de las lágrimas— o Michelle». Mi madre tenía cuarenta años por entonces. Había soportado a unos padres alcohólicos y sobrellevado la muerte de un hijo pequeño. Estaba criando a seis hijos sin ayuda. Seguro que la loca era yo. El apodo por el que me llamaba siempre, solo medio en broma, era la Brujilla.
Siempre nos buscábamos las cosquillas. Ella se cerraba en banda. Yo la fulminaba con la mirada. Ella garabateaba notas en sobres y los pasaba por debajo de la puerta de mi cuarto. «Eres engreída, insensata y grosera —decía una de las más sonadas, que concluía—, pero eres mi hija y, como es natural, te quiero mucho». Teníamos una cabaña de verano en el lago Míchigan, y recuerdo una tarde de niña en la que yo chapoteaba entre las olas mientras ella leía un libro en una silla en la playa. Vi que las olas eran justo lo bastante grandes como para permanecer sumergida y, luego, salir a coger aire un momento por detrás de la ola cuando esta estaba en lo más alto, ocultándome de la vista. Dejé que mi madre se incorporase y escudriñara el agua. Dejé que cerrara el libro. Dejé que se pusiera en pie. Dejé que corriera hacia el agua disponiéndose a gritar. Y gritó. Solo entonces di un brinco y emergí a su vista como si tal cosa.
Ojalá hubiera sido más amable con ella. Solía tomarle el pelo porque ella no soportaba ver ciertas escenas de películas o programas de televisión. No soportaba escenas en las que alguien celebraba una fiesta y no acudía nadie. Evitaba las películas sobre vendedores sin suerte. Era la especificidad lo que me resultaba peculiar y gracioso; ahora lo veo como indicio de una persona profundamente sensible. Su padre fue un vendedor de éxito cuya carrera se fue al traste. Durante demasiado tiempo, ella fue testigo de los problemas de sus padres con el alcohol y de las insistentes gesticulaciones de jolgorio que los acompañaban. Ahora aprecio sus vulnerabilidades. Sus padres valoraban el éxito social, e hicieron caso omiso de los signos de inteligencia rápida e inquieta de mi madre. Ella se sentía frustrada. Podía ser negativa y cortante en sus comentarios, pero ahora que soy mayor me veo como un reflejo de su propia y poco valorada imagen.
Tenemos que hacernos valer frente a nuestras propias carencias en la vida, y ella se hizo el propósito de alentarme como no la habían alentado a ella. Recuerdo que me disuadió de presentarme a animadora en el instituto. «¿No quieres ser tú a quien animen?», comentó. Se emocionaba con cualquier éxito académico o literario. Cuando yo estaba en secundaria, me encontré con una carta que había empezado a escribirle hacía años a mi tía Marilyn, la hermana de mi padre, que era profesora de teología y arqueóloga experta. Mi madre buscaba consejo acerca del mejor modo de alentarme como joven escritora. «¿Cómo puedo estar segura de que no acabe escribiendo tarjetas de felicitación?», le preguntaba. Pensé en esa pregunta a menudo en los años siguientes, durante los muchos periodos en que hubiera estado encantada de que me pagasen por escribir textos de felicitación para Hallmark.
Pero yo percibía sus expectativas, su transferencia de esperanzas, y eso me molestaba. Ansiaba su aprobación, pero, al mismo tiempo, su interés en mí me sofocaba. Se enorgullecía de haber criado a una hija decidida, pero, al mismo tiempo, se sentía ofendida por mis opiniones tajantes. No ayudaba mucho que mi generación estuviera tan interesada en el análisis y la deconstrucción, a diferencia de la suya. Mi madre no quería, o no podía, mirarse el ombligo de esa manera. Recuerdo haber hablado en una ocasión con mi hermana Maureen de los cortes de pelo tan sobrios que llevábamos todos de pequeños.
«¿No te parece que mamá intentaba desexualizarnos?», le pregunté. Maureen, con tres hijos, sofocó una risa mezclada con cierto enfado. «Espera a tener hijos, Michelle —dijo—. Los cortes de pelo sobrios no son desexualizadores. Son cómodos».
La víspera de mi boda por la noche, mi madre y yo tuvimos nuestra mayor pelea. Yo estaba en paro y a la deriva, ni escribía ni hacía gran cosa, y había dedicado mucho tiempo —demasiado, probablemente— a la boda. En la cena de ensayo, senté juntos a pequeños grupos de personas que no se conocían; lo único que les dije fue que todos tenían una cosa en común y debían averiguar de qué se trataba. Todos los comensales de una de las mesas habían vivido en algún momento en Minnesota. Los de otra eran todos entusiastas cocineros.
En mitad de la cena, mi madre se me acercó cuando yo iba al servicio. Había estado evitándola porque una amiga mía había cometido el error de decirme que al principio de la velada le había comentado a mi madre que me consideraba la mejor escritora que conocía. «Ay, ya lo sé. Yo también lo creo —dijo mi madre—. Pero ¿no crees que ya se le ha hecho tarde?». Sus palabras me dolieron, y estuvieron rondándome la cabeza toda la noche.
Vi por el rabillo del ojo que se me acercaba. Y parecía sonriente. Saltaba a la vista que estaba contenta con todo; aunque nunca se le había dado bien hacer elogios directos. Estoy segura de que creyó que estaba siendo graciosa. Indicó las mesas con un gesto.
«A ver si aprovechas el tiempo», dijo. Me volví y me encaré a ella con lo que estoy convencida de que era un semblante de pura ira.
«Déjame en paz —le espeté; se quedó de piedra e intentó explicarse, pero la atajé—. Aléjate de mí. Ahora».
Fui al servicio, me encerré en un reservado y me permití llorar durante cinco minutos; luego salí y fingí que todo iba bien.
A decir de todos, ella quedó destrozada por mi reacción. No hablamos nunca de ello, pero, poco después de mi boda, me escribió una larga carta en la que detallaba todas las cosas que la enorgullecían de mí. Después de eso reconstruimos poco a poco nuestra relación. A finales de 2007, mis padres decidieron hacer un crucero a Costa Rica. El barco iba a zarpar de un puerto al sur de Los Ángeles. Los cuatro —mi marido, Patton, mis padres y yo— cenamos la noche antes de que se hicieran a la mar. Nos reímos mucho, y los llevé al muelle por la mañana. Mi madre y yo nos dimos un fuerte abrazo de despedida.
Unos días después sonó el teléfono de la cocina a las cuatro de la madrugada. No me levanté. Luego volvió a sonar, pero habían colgado para cuando llegué. Oí el mensaje de voz. Era mi padre. Su voz sonaba estrangulada y casi ininteligible.
«Michelle —decía—. Llama a tus hermanos». Clic.
Llamé a mi hermana Maureen.
«¿No lo sabes?», preguntó.
«¿Qué?».
«Ay, Michelle —dijo—. Mamá ha muerto».
Mi madre, que era diabética, había tenido un grave trastorno en el barco debido a complicaciones de su enfermedad. La trasladaron en helicóptero a San José, pero ya era muy tarde. Tenía setenta y cuatro años de edad.
Dos años después, nació mi hija, Alice. Estuve inconsolable durante las dos primeras semanas. «Depresión posparto», les explicaba mi marido a los amigos. Pero no era la tristeza de la madre novata. Era tristeza por mi madre veterana. Con mi hija recién nacida en brazos, lo entendí. Entendí cómo es ese amor que te destroza, la sensación de responsabilidad que reduce el mundo a un par de ojos suplicantes. A los treinta y nueve años de edad, entendí por primera vez el amor que me profesaba mi madre. Llorando histéricamente, casi incapaz de hablar, le ordené a mi marido que bajara a nuestro húmedo sótano y buscara la carta que mi madre me había escrito después de la boda. Pasó horas allá abajo. Volcó todas y cada una de las cajas. Sembró de papeles el suelo. No la encontró.
Poco después de la muerte de mi madre, mi padre, mis hermanos y yo fuimos al apartamento de mis padres en Deerfield Beach, en Florida, para revisar sus pertenencias. Olisqueamos prendas suyas que aún olían a perfume Happy de Clinique. Nos maravillamos de su infinita colección de bolsos, una obsesión de toda la vida. Cada cual se quedó algo suyo. Yo cogí unas sandalias rosas y blancas. Aún siguen en el armario.
Luego, los siete fuimos a cenar temprano al Sea Watch, un restaurante cercano y con vistas al océano. En mi familia somos muy dados a la risa, y estuvimos contando historias sobre mi madre que nos hicieron reír. Siete personas riendo a carcajadas montan inevitablemente una escena.
Una anciana de sonrisa desconcertada pasó por nuestra mesa cuando se marchaba.
«¿Cuál es el secreto?», preguntó.
«¿Cómo?», dijo mi hermano Bob.
«Para ser una familia tan feliz».
Nos quedamos boquiabiertos unos momentos. Nadie tuvo el coraje de decir lo que todos estábamos pensando, algo así como «es que acabamos de recoger las pertenencias de nuestra madre muerta». De modo que volvimos a deshacernos en estridentes carcajadas.
Mi madre era, y siempre será, la relación más complicada de mi vida.
Al escribir esto ahora, me llaman la atención dos verdades incompatibles que me causan dolor. Nadie se habría alegrado tanto por este libro como mi madre. Y probablemente yo no habría sentido que tenía la libertad necesaria para escribirlo hasta que ella hubiese desaparecido.
Yo caminaba los mismos ochocientos metros hasta St. Edmund todos los días, a la izquierda por Randolph, a la derecha por Euclid, a la izquierda por Pleasant. Las chicas llevaban vestiditos de tela escocesa de cuadros grises y blusas blancas; los chicos, camisa de cuello y pantalones de color mostaza. La señora Ray, mi maestra de primero, tenía figura de reloj de arena y una tupida melena de color caramelo, y siempre estaba animada. Era como la actriz Suzanne Somers pastoreando a un montón de niños de seis años. Aun así, ella no es mi recuerdo más nítido de St. Edmund. Tampoco lo es, curiosamente, ninguna enseñanza católica ni nada del tiempo que pasé en la iglesia, aunque sé que hubo mucho tanto de lo uno como de lo otro. No, siempre tendré St. Edmund grabado en la mente con una imagen, la de un chico callado y obediente de pelo castaño tirando a rubio y orejas que le sobresalían un poco: Danny Olis.
Mis enamoramientos escolares eran extremadamente variables en cuanto al tipo físico y a la personalidad del chico, pero puedo decir con toda seguridad que todos tenían una cosa en común: se sentaban delante de mí en clase. Otras personas son capaces de desarrollar sentimientos por gente sentada a su lado y detrás de ellos, pero yo no. Eso requiere conectar con alguien demasiado directamente, y, a veces, incluso girar el cuello para establecer pleno contacto visual. Demasiado real. A mí nada me encantaba tanto como la nuca de un chico. Sobre la pizarra en blanco, yo podía hacer interminables proyecciones de la espalda encorvada de un chaval. Él podía estar allí sentado con la boca medio abierta o hurgándose la nariz, y yo ni me enteraba.
Para una proyeccionista soñadora como yo, Danny Olis era perfecto. No recuerdo que yo pensara que fuera un niño desgraciado, pero tampoco alcanzo a imaginar su sonrisa. Tenía mucho autodominio para tratarse de un niño pequeño, y era ligeramente solemne, como si supiera algo que el resto de nosotros, críos con los dientes separados que aún creíamos en los cuentos de hadas, acabaríamos por averiguar. Era el Sam Shepard de nuestra clase de primero. Al nacer yo, me habían regalado un peluche del monito George el Curioso, y había algo en la cabeza redonda de duende de Danny y sus orejas de soplillo que me recordaba a mi muñeco George. Me dormía aferrándolo contra mi mejilla todas las noches. Mi amor por Danny fue una noticia bomba en nuestra casa. Revisando mis cosas viejas durante una mudanza, encontré una postal que me había escrito mi hermana Beanie durante su primer año en la Universidad de Iowa. «Querida Mish, te echo de menos. ¿Qué tal está Danny Olis?».
Me cambié de escuela, y fui al colegio público local William Beye. Allí iban mis mejores amigas, las hermanas Van, las que me salvaron de la soledad cuando se mudaron enfrente de mi casa. Quería estar con ellas. Y quería vestir como me apeteciera. Con el tiempo, prácticamente olvidé a Danny Olis. Mi George el Curioso desapareció junto con mis demás cosas de la infancia.
Una noche, en mi penúltimo año de instituto, una amiga me estaba ayudando a preparar una gran fiesta que iba a celebrar mientras mis padres estaban de viaje. Ella había estado yendo por ahí con unos chavales de Fenwick, el instituto católico para chicos de la zona, y me preguntó si podían venir algunos a la fiesta. Claro, dije. De hecho, me comentó con timidez que más o menos salía con uno de ellos.
«Más o menos», insistió.
«Qué bien —dije—. ¿Cómo se llama?».
«Danny Olis».
Abrí los ojos de par en par y proferí un sonido a medio camino entre risotada y chillido. Templé los nervios y respiré hondo, como se suele hacer cuando estás a punto de revelar un gran secreto.
«No te lo vas a creer —dije—, pero en la escuela estaba enamoradísima de Danny Olis».
Mi amiga asintió con la cabeza.
«Lo vuestro empezó en clase de música, porque la profesora os hizo cogeros de la mano», dijo.
Mi expresión confusa la instó a continuar.
«Él me lo ha contado», aseguró.
Yo no recordaba nada de que nos cogiéramos de la mano en ninguna clase de música. ¿Y él lo sabía? Según mis recuerdos, yo era la chica callada que se sentaba al fondo, detrás de él, observando fiel pero discretamente todos y cada uno de los movimientos de su cabeza. Ahora parecía que mi fijación había tenido la sutileza de un culebrón. Me moría de vergüenza.
«Bueno, es un chico muy misterioso», le dije, un poco irritada.
Ella se encogió de hombros.
«Para mí no», aseguró.
Esa noche se congregaron en mi jardín y hasta en la calle adolescentes con vasos de plástico. Bebí demasiada ginebra, y me dediqué a zigzaguear entre las multitudes de gente medio desconocida en mi propia casa. Había chicos con los que había salido y chicos con los que saldría. Alguien puso repetidamente el tema «Suspicious minds», en la versión de Fine Young Cannibals.
Toda la noche fui sumamente consciente de un chico callado de pelo tirando a rubio que estaba en el rincón de la cocina al lado de la nevera. Ahora el pelo le tapaba las orejas. Su cara había dejado de ser redonda y se veía más demacrada, pero en algún que otro vistazo rápido atiné a ver que seguía teniendo aquella expresión seria, críptica. Lo eludí toda la noche. No lo miré en ningún momento a los ojos. A pesar de la ginebra, yo seguía siendo la chica sentada al fondo del aula, observadora, nunca observada.
Veintiséis años después, una tarde de mayo, me disponía a cerrar el portátil cuando un tañido familiar anunció la llegada de un nuevo correo electrónico. Miré la bandeja de entrada. No soy muy constante gestionando los correos, y a veces (me avergüenza un poco reconocerlo) me lleva varios días o más contestar. Tardé un momento en identificar el nombre en la bandeja de entrada: Dan Olis. Hice clic en el mensaje con vacilación.
Dan, que ahora era un ingeniero que vivía en Denver, me explicó que le habían enviado un perfil mío publicado en la revista de antiguos alumnos de Notre Dame. El artículo, titulado «Sabuesa», informaba de que yo era autora del sitio web True Crime Diary, en el que se intenta resolver homicidios que no llegaron a cerrarse. El periodista preguntaba por el origen de mi obsesión con los asesinatos sin resolver, y citaba mi respuesta: «Todo esto empezó cuando tenía catorce años. Una vecina mía fue brutalmente asesinada. Un caso muy extraño. Había salido a correr, cerca de su casa. La policía no llegó a resolverlo. Todo el mundo en el barrio fue presa del miedo, y luego pasó página. Pero yo no pude. Tenía que esclarecer cómo había ocurrido».
Esa era la versión con gancho. Otra versión es la siguiente. La noche del 1 de agosto de 1984, yo estoy indeciblemente a gusto en la libertad herméticamente sellada del dormitorio del ático, en la segunda planta recién renovada de nuestra casa familiar. Todos mis hermanos han pasado parte de su adolescencia allí. Ahora me toca a mí. Mi padre detestaba el ático porque era una trampa mortal en caso de incendio, pero, para mí, un tsunami de emociones de catorce años que firmaba sus entradas en el diario «Michelle, la Escritora», es una gloriosa evasión. La alfombra es de pelo, de color naranja oscuro; los techos son inclinados. Hay una estantería sobre una pared que se abre como una puerta y da acceso a un trastero secreto. Lo mejor de todo es la enorme mesa de madera que ocupa la mitad del cuarto. Tengo un tocadiscos, una máquina de escribir y una ventanita con vistas al tejado de tejas de nuestros vecinos. Dispongo de un lugar para soñar. Dentro de unas semanas empezaré a ir al instituto.
En ese mismo momento, a cuatrocientos cincuenta metros escasos de allí, Kathleen Lombardo, de veinticuatro años de edad, está haciendo jogging con su walkman por Pleasant Street. Hace una noche calurosa. Los vecinos que están en sus porches ven pasar a Kathleen a eso de las diez menos cuarto. Le quedan unos minutos de vida.
Recuerdo que oí a alguien subir a la primera planta —mi hermana Maureen, creo— y que escuché una conversación entre murmullos, una súbita inhalación. Luego, oí los pasos de mi madre yendo rápidamente a la ventana. Conocíamos a la familia Lombardo de St. Edmund. La noticia se propagó rápido. Su asesino la había arrastrado hasta la entrada de la callejuela entre Euclid y Wesley. Le cortó el cuello.
Yo no tenía interés especial en los crímenes más allá de haber leído algún libro del personaje Nancy Drew, una detective aficionada. Sin embargo, dos días después del asesinato, sin decírselo a nadie, fui al lugar donde habían agredido a Kathleen, que estaba cerca de nuestra casa. En el suelo vi trozos del walkman hecho pedazos. Los recogí. No sentí miedo, solo una curiosidad eléctrica, una corriente de fuerza indagadora tan sorprendente que recuerdo hasta el último detalle de ese momento: el olor a hierba recién cortada, la pintura marrón descascarillada de la puerta del garaje... Lo que se apoderó de mí fue el espectro de ese interrogante donde debería estar la cara del asesino. El vacío de su identidad me resultaba violentamente poderoso.
Los asesinatos sin resolver se convirtieron en una obsesión. Me dedicaba a acumular detalles siniestros y enigmáticos. Desarrollé una respuesta pavloviana a la palabra «misterio». Mi registro de préstamos de la biblioteca era un compendio bibliográfico de lo macabro y lo verídico. Cuando conozco a alguien y averiguo de dónde es, lo sitúo en mi mente según el crimen sin resolver más cercano. Si me dices que fuiste a la Universidad Miami, en Ohio, siempre que te vea pensaré en Ron Tammen, el luchador y bajista en la banda de jazz de la universidad que salió de su habitación en la residencia el 19 de abril de 1953 —la radio puesta, la luz encendida, el libro de psicología abierto— y se desvaneció para no ser visto nunca más. Menciona que eres de Yorktown (Virginia), y te tendré relacionado para siempre con Colonial Parkway, el tramo de carretera que serpentea siguiendo el río York y en el que desapareció una pareja y otras tres fueron asesinadas entre 1986 y 1989.
Cuando rondaba los treinta y cinco años de edad, por fin me entregué a mi fascinación, y, gracias a la llegada de la tecnología de internet, nació mi sitio web de investigación casera, True Crime Diary.
«¿Por qué te interesa tanto el crimen?», me pregunta la gente, y siempre me remonto a aquel momento en la callejuela, teniendo en mis manos los fragmentos del walkman de una chica muerta.
Necesito ver su cara.
Él pierde su poder cuando conocemos su cara.
El asesinato de Kathleen Lombardo no llegó a resolverse.
Yo escribía sobre su caso de vez en cuando, y lo mencionaba en entrevistas. Incluso llamé a la Policía de Oak Park para comprobar algunos datos. La única pista de verdad era que unos testigos declararon haber visto a un afroamericano con camiseta y cinta en la cabeza amarillas que observaba con atención a Kathleen mientras ella corría. La policía desacreditó un rumor que recuerdo, según el cual unos testigos habían visto al asesino apearse del tren elevado y empezar a seguir a Kathleen. La intención del rumor era evidente: el asesino se había infiltrado entre nosotros procedente de alguna otra parte.
Los polis de Oak Park me causaron la clara impresión de que el caso era un callejón sin salida. Y era allí donde creía que había quedado la cosa, hasta aquel día en que el nombre de Dan Olis apareció en mi bandeja de entrada. En el correo que me envió, Dan había puesto copia a otra persona: Terry Keating. Reconocí vagamente el nombre como el de un chico que iba un año por delante de mí en St. Edmund. Resulta que Dan y Terry son primos carnales. Se ponían en contacto conmigo porque a ellos también les obsesionaba el asesinato de Kathleen Lombardo, aunque por razones distintas y mucho más personales. En su correo electrónico, Dan decía «hola, qué tal estás», e iba directo al grano.
«¿Sabías que a Kathleen la encontraron unos buenos chicos de St. Edmund?», escribía.
La experiencia había sido espantosa y desconcertante para los chicos. Hablaban de ello a menudo, decía Dan, sobre todo porque estaban enfadados, ya que, en su opinión, la teoría más conocida y aceptada sobre lo que le había pasado a Kathleen aquella noche les parecía errónea. Estaban convencidos de conocer la identidad del asesino.
De hecho, se lo habían encontrado aquella noche.
Terry y Dan no solo son primos; de niños vivían en la misma casa. La familia de Dan ocupaba la planta baja; la de Terry, el primer piso; y su abuela, el piso superior. Terry y yo contemplamos la trasera de la antigua vivienda desde la callejuela.
«¿Cuántos erais?», le pregunto a Terry.
La casa debe de tener unos doscientos ochenta metros cuadrados como mucho.
«Once críos, tres adultos», dice.
Dan y Terry, que solo se llevaban un año, eran, y siguen siendo, íntimos.
«Aquel verano fue una época de auténtica transición para nosotros —explica Terry—. Unas veces robábamos cerveza y nos emborrachábamos. Otras veces hacíamos tonterías como cuando éramos niños».
Indica con un gesto la plataforma de cemento contigua al garaje en el patio trasero.
«Recuerdo que aquella noche jugábamos a hockey, o quizá a baloncesto». El grupo constaba de Terry, Danny, el hermano menor de Danny, Tom, y dos amigos del colegio, Mike y Darren. Era poco antes de las diez. Alguien sugirió que fueran por la callejuela al White Hen, un pequeño supermercado en Euclid Avenue, a eso de manzana y media. Iban al White Hen constantemente, a veces tres o cuatro veces al día, a por un Kit Kat o una Coca-Cola.
Terry y yo vamos hacia el norte desde la casa. Él pasó tanto tiempo en esa callejuela de pequeño que atina a ver todos los pequeños cambios que ha sufrido.
«Antes estaba más oscura por la noche —dice—. Casi como una cueva. Las ramas asomaban más y colgaban».
Le llama la atención un árbol extraño en el patio trasero de un vecino. «Bambú —comenta—. ¿No es increíble?».
A poco menos de veinte metros de donde la callejuela desemboca en Pleasant Street, Terry se detiene. Una pandilla de chicos preadolescentes y adolescentes dándole a la lengua, como recuerda Terry que hacían, puede ser estridente. Se distraían haciendo el chorra. Ese lugar lo obsesiona. Mirando al frente se alcanza a ver la embocadura de la callejuela al otro lado de la calle.
«Si hubiéramos estado prestando atención, igual la habríamos visto pasar corriendo —señala—. Igual lo habríamos visto asaltarla y agarrarla».
Cruzamos la calle hasta el hueco detrás del número 143 de South Wesley Avenue. Los cinco chicos habían caminado juntos en línea recta. Danny iba a la derecha del grupo, recuerda Terry. Pone una mano en la verja de cerca del garaje y la sacude.
«Creo que es la misma verja, pero entonces estaba pintada de rojo», dice Terry.
Le pareció entrever una alfombra enrollada cerca de los cubos de basura. Las piernas de Kathleen eran muy pálidas, y, en la oscuridad, Terry las tomó por una alfombrilla de color claro. Entonces, Danny, que era quien más cerca estaba, gritó.
«¡Es un cuerpo!».
Terry y yo miramos fijamente el lugar en el garaje donde Kathleen estaba tendida boca arriba. Fue evidente de inmediato que le habían cortado el cuello. Había un charco de sangre en torno a sus pies. El olor era horrible. Lo más probable es que fueran gases del estómago, supone Terry ahora. Darren, un «chico delicado», según lo describe Terry, retrocedió lentamente hacia el garaje de enfrente con las manos en la cabeza y los ojos desorbitados. Tom echó a correr hacia la puerta trasera más cercana, pidiendo ayuda a gritos.
Es a continuación donde el relato aceptado del asesinato de Kathleen Lombardo diverge del recuerdo de Terry y Dan. Ellos recuerdan que Kathleen aún mostraba signos vitales, pero que murió en los minutos transcurridos entre que la encontraron y llegó un enjambre de policías. Recuerdan que los inspectores les dijeron que debían de haberse cruzado con el tipo.
Recuerdan a un hombre que apareció por la callejuela casi simultáneamente a su hallazgo del cadáver de Kathleen. Era alto y parecía de ascendencia india. Vestía una camisa de lino abierta hasta el ombligo, pantalones cortos y sandalias.
«¿Qué pasa aquí?», preguntó.
Terry dice que ese hombre no miró en ningún momento en dirección al cadáver.
«Hay alguien herido. Tenemos que llamar a la policía», le gritó Mike al hombre, que negó con la cabeza.
«No tengo teléfono», dijo.
El caos de la escena empaña la siguiente secuencia de acontecimientos. Terry recuerda que llegó un coche patrulla, conducido por un escéptico policía de uniforme con bigote que preguntó en tono sarcástico dónde estaba el cadáver. Recuerda el cambio de tono y la urgente llamada por radio para pedir ayuda cuando el poli vio a Kathleen. Recuerda al compañero del agente, un tipo más joven, quizá incluso en periodo de prácticas, apoyado en el lateral del coche, vomitando.
Recuerda a Darren contra la pared del garaje, las manos todavía en la cabeza, meciéndose adelante y atrás. Y luego un asedio de luces y sirenas como Terry no había visto nunca ni ha vuelto a ver.
Siete años después, Terry compartió casualmente coche para ir a un concierto con un tal Tom McBride, que vivía a escasas puertas del escenario del asesinato. Terry y Tom habían sido enemigos de niños, del modo en que los críos lo son cuando no se conocen y van a escuelas distintas. Tom, recuerda Terry, era de la «pública», como decían los chicos católicos. Pero Terry descubrió que, en realidad, Tom era muy buen tipo. Charlaron toda la noche.
«¿No fuiste tú uno de los chicos que encontró aquel cadáver?», preguntó Tom.
Terry dijo que lo era. Tom entornó los ojos.
«Yo siempre creí que fue cosa de alguien del barrio».
A Terry le vino a la cabeza una imagen, el hombre de la camisa de lino abierta, lo extraño de que no mirase el cadáver de Kathleen. El hecho de que les preguntase que qué ocurría allí, cuando saltaba a la vista que era algo horrible.
A Terry se le hizo un nudo en el estómago.
«¿Qué aspecto tenía?», preguntó Terry.
Tom se lo describió. Alto. De la India. Un auténtico bicho raro.
«¡Estaba allí mismo cuando la encontramos!», aseguró Terry.
Tom palideció. No se lo podía creer. Recordaba con claridad cómo, en el clamor tras el descubrimiento del cadáver, el vecino, que parecía recién duchado y vestido con un albornoz, apareció por la puerta de atrás para mirar los coches de policía. Se volvió hacia Tom y su familia, que habían salido al porche trasero.
«¿Dijo algo?», preguntó Terry.
Tom asintió.
«Dijo: “¿Qué pasa aquí?”».
No atraparon nunca al asesino. Y esos trozos de walkman roto que recogí en el escenario del crimen siguen tintineando en mi cabeza treinta años después mientras conduzco un coche de alquiler por Capitol Avenue, en Sacramento. Giro al este, hacia las afueras, hasta que se convierte en Folsom Boulevard. Continúo por Folsom, paso por delante de la Universidad Estatal de Sacramento (la Sac State) y del Centro Psiquiátrico Sutter, por delante de los descampados vacíos y los robles dispersos. A mi derecha corre en paralelo la Línea Dorada, un tranvía que va desde el centro hasta Folsom, cuarenta kilómetros hacia el este. Es una ruta histórica. Las vías se usaban antaño para el Ferrocarril del Valle de Sacramento, construido en 1856, la primera línea de tren de vapor que unía la ciudad con los campos mineros de las Sierras. Cruzando Bradshaw Road, veo dos carteles que dicen CASA DE EMPEÑOS y BAR DEPORTIVO 6 POCKET. Al otro lado de la carretera hay tanques de almacenamiento de petróleo detrás de un cercado de malla metálica oxidada. He llegado a mi destino. Donde todo empezó: la ciudad de Rancho Córdova.