Читать книгу La radio ante el micrófono - Miguel Álvarez-Fernández - Страница 10
CENSURA Y DEMOCRACIA
ОглавлениеDesgraciadamente, también en España estamos conociendo, en tiempos aún más recientes, casos de censura. Se han aplicado, más bien, a conciertos que iban a ser financiados con dinero público, y a artistas que en las letras de sus canciones pueden incorporar la defensa del terrorismo, o actitudes machistas. Pero, evidentemente, estas polémicas afectan también a la difusión radiofónica de sus trabajos. ¿Merece la creación artística, más allá de cualquier valoración estética de la misma, un espacio dentro de la sociedad que opere como una zona franca —una expresión que aquí aplicaremos al propio espacio radiofónico—, y en la que cualquier forma de expresión pueda circular libremente?
El problema, desde luego, radica en las concepciones que profesemos respecto al conjunto de la sociedad. Si exceptuamos a las personas menores de edad, así como a cualesquiera otras que por su condición o circunstancias merezcan una especial protección, para el resto de ciudadanos cualquier restricción legal en este sentido puede ser considerada como una desafortunada forma de paternalismo. En una sociedad democrática cualquier adulto libre debería poder elegir, y valorar por su cuenta, qué manifestaciones artísticas quiere conocer (y, en su caso, disfrutar —o aborrecer—). Exactamente lo mismo se podría afirmar, por cierto, respecto a las declaraciones de carácter político —si es que podemos presumir que los ciudadanos adultos están en condiciones no solamente de emitir periódicamente sus votos, sino también de someter a crítica cualquier argumento ideológico que se les presente—. Quienes hablan, en este sentido, del riesgo de «blanqueo» de determinadas posiciones políticas suelen hacerlo desde el miedo, una sensación ajena —por no decir opuesta— a la responsabilidad democrática (y más próxima, por el contrario, a quienes tienen vocación de censores).
El carácter básico de estas afirmaciones, que solo puede justificarse por la reciente publicación de ciertos alegatos en favor de la censura aún más básicos (y además, pensamos, muy equivocados —especialmente cuando pretenden provenir de un pensamiento progresista o de izquierdas—), se explica ante la sorpresa que parece ocasionar algo tan previsible como que algunas propuestas que para algunos ciudadanos resultan atractivas puedan ser consideradas ofensivas o incluso hirientes por otros. Con el único límite de la Constitución y el resto de la legalidad vigente —interpretada por los jueces, en caso de duda o conflicto—, ello no debería suponer ningún problema para nadie, sino más bien un estímulo para ejercitar nuestra tolerancia.
Retornando al ámbito de lo artístico, a menudo el conflicto radica en la financiación con recursos públicos de estas manifestaciones. Partiendo de que esos recursos son siempre y por definición limitados, necesariamente deben tomarse decisiones respecto a qué obras y artistas difundir, en detrimento de otras que no recibirán ese apoyo. En el ámbito de la programación radiofónica, donde el tiempo acaso sea el recurso más preciado, esto representa una de las mayores dificultades para quien se encarga de elegir qué suena —o, por ejemplo, a quién se entrevista— en cada momento. Desde cierto punto de vista, aquello que no accede —aunque sea por estas razones— al espacio radiofónico también está siendo objeto de cierto tipo de censura.
Conviene señalar, en este punto, que esta discusión, totalmente diferente de la anterior, queda ya fuera del ámbito de discusión legislativo y, por supuesto, judicial: esas decisiones serán siempre de carácter político —las tome quien las tome—. Siempre dentro del ya mencionado marco legal, la —necesariamente amplia— discrecionalidad de esos programadores, y de los representantes políticos (municipales, regionales, estatales…) que los han elegido, indefectiblemente implicará una sobrerrepresentación de algunas manifestaciones o tendencias estéticas, y sobre todo una infrarrepresentación de muchas más. Una forma, qué duda cabe, de censura estructural e institucionalizada. Imposible de eliminar totalmente, pero que una política cultural más amplia y generosa ciertamente puede ayudar a paliar.
En este particular contexto, y en este determinado sentido, sí tiene cabida aquella memorable frase de Gabriel García Márquez en su novela La mala hora: «Aquí el único que tiene derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia». Dentro de las atribuciones legales de cada gobierno (estatal, regional, municipal…), así es. Y el medio último para corregir esas decisiones prohibitorias, en caso de que a un ciudadano le parezcan molestas, o directamente intolerables, radica en su derecho a votar, y expresar así su desacuerdo. Por su parte, quienes han tomado esa decisión que se percibe como errónea y desafortunada, así como aquellos que, en su caso, los designaron como personas encargadas de tomar esa decisión, desde luego tienen una responsabilidad política —no de otro tipo— a este respecto, que deberán asumir ante los ciudadanos.
Antes de que tengan oportunidad para votar, esos ciudadanos también pueden expresar su desacuerdo de múltiples maneras, enfocadas a ejercer algún tipo de presión sobre esos representantes públicos. Y, siguiendo en el terreno de lo difícilmente sorprendente para nadie, a partir de lo anterior se puede adivinar que esos responsables políticos, al recibir presiones por parte de algunos de esos potenciales votantes (o, más bien, potenciales no votantes) que difunden públicamente sus intenciones al respecto, pueden tender a modificar sus decisiones, incluso antes de que estas se hayan materializado. Tampoco hay nada nuevo ni complicado en esto: dentro de cualquier sociedad democrática medianamente articulada se configuran grupos de presión —lobbies— mejor o peor organizados, y dedicados a velar por los valores o intereses particulares que sus miembros tienen en común (sean estos de índole estética, política, religiosa, profesional, económica en general, etc.).
Toda esta argumentación, dicho sea siquiera de pasada, se centra en la difusión de producciones de carácter artístico por parte de instituciones públicas. Quizá desde posiciones políticas más próximas al liberalismo (o al neoliberalismo) esto implique un enorme y criticable sesgo en nuestro discurso. Ciertamente, la libertad de empresa —consignada también en la Constitución— permite y hasta fomenta, con los mecanismos de protección y subvención correspondientes, la producción y difusión de cualesquiera manifestaciones de tipo cultural. Esto, sin duda, puede entenderse —y celebrarse— como la posibilidad de ejercer un contrapeso a las tendencias respaldadas desde las instituciones públicas (o, en otro sentido, como un complemento o apoyo a esa labor por parte de la iniciativa privada).
Desde luego, se agradece que la encomiable iniciativa privada enriquezca el panorama cultural de una sociedad tan plural como la nuestra. Pero una experiencia de varias décadas, en alguna medida representada por las páginas de este libro, constata que ciertas creaciones, relevantes para el desarrollo histórico de la escucha radiofónica, solamente han podido existir gracias al apoyo de instituciones públicas. Nos referimos a la inmensa mayoría de los trabajos analizados en este ensayo. Y, de hecho, resulta reseñable que las obras aquí comentadas que han surgido de la iniciativa privada son ya relativamente lejanas en el tiempo (pensemos, por ejemplo, en el cine de Chaplin —quien, por cierto, ya en 1919 también tuvo sus más y sus menos con los oligopolios hollywoodienses, lo cual le llevó a participar en la creación de la productora independiente United Artists… compañía que en 1981 terminaría comprando Metro-Goldwyn-Mayer—).
Entre las creaciones artísticas que se consideran fundamentales, desde la perspectiva de este estudio, para analizar la evolución del concepto de escucha radiofónica —por haber desafiado y ayudado a ampliar los límites de este concepto—, en las últimas décadas pocas aportaciones han provenido directamente del ámbito empresarial. Se trata, simplemente, de una constatación, que se refuerza al recordar que, al menos en el contexto español, no es en absoluto frecuente no ya la producción, sino tampoco la difusión de trabajos como los que aquí se analizan en medios de comunicación de titularidad privada.
En cualquier caso, debe advertirse que la alusión anterior a una «sociedad democrática medianamente articulada» puede suscitar algunas dudas cuando se intenta aplicar, todavía hoy, al caso español. Aún no estamos demasiado bien entrenados en el uso de nuestras libertades democráticas. Más allá de la sempiterna justificación de este hecho que apela al retraso propio de un país sometido durante cuatro décadas a una dictadura —lo cual, ciertamente, no favorece la sana aparición de colectivos de la sociedad civil que luchen por sus legítimos intereses—, resulta todavía más triste que el diagnóstico de los siguientes cuarenta años de momento no ofrezca, en cuanto a este asunto, un panorama lejanamente comparable al de otros países con mayor tradición democrática.
Como en tantos otros aspectos propios de nuestro tiempo, ese retraso en la configuración de grupos de presión dentro de la sociedad española (retraso que, por lo demás, se hace particularmente notable y doloroso en el ámbito de la creación artística contemporánea —por ejemplo, en la timidez a este respecto de asociaciones con alta legitimidad y representatividad, como el Instituto de Arte Contemporáneo—) desde hace unos años se superpone con otra circunstancia paralela, el auge de las redes sociales. Ello propicia situaciones como la que sirve al escritor —y autor radiofónico— José Antonio Pérez Ledo para iniciar un artículo titulado «El depurador cultural», publicado en eldiario.es el 13 de agosto de 2019:
Un buen día David (nombre falso) encontró en Spotify una canción que le provocó una sensación extraña. En un primer momento no supo identificar qué le ocurría. Tuvo que pasar una semana para que cayese en la cuenta: aquella tonadilla le había ofendido profundamente. Pudo dejarlo estar, pero eso, pensó, sería una dejación de sus responsabilidades como ciudadano. Debía impedir que otra persona sensible como él se topase con semejante ignominia. Expuso sus motivos en un hilo de Twitter que generó el ruido suficiente como para que varios periódicos se hiciesen eco. Lo llamaron «polémica». Varias emisoras dejaron de emitir la deleznable canción y dos ayuntamientos suspendieron los conciertos del artista.
Así se inicia la breve distopía originada por una cuestionable —pero cada vez más frecuente— comprensión de ciertas «responsabilidades como ciudadano» por parte de nuestros vecinos. Al cabo de unos pocos párrafos, y recordando tal vez aquel poema que comienza con las palabras «Primero se llevaron…» (atribuido a autores tan diferentes como Eduardo Alves da Costa, Vladímir Maiakovski, Bertolt Brecht o Martin Niemöller), el relato concluye así:
La iniciativa no tardó en cosechar millones de apoyos. David se sentía profundamente feliz… hasta que una mujer llamada Susana (nombre falso) inició una campaña contra él. Susana expuso sus razones en Twitter, el asunto se hizo viral y la polémica llegó a los medios tradicionales. Y David, rodeado e indefenso, exigió respeto a la libertad de expresión. ¿O acaso vivimos en una dictadura?
No analizaremos ahora cómo la recepción de un determinado mensaje radiofónico puede suscitar reacciones como la que Pérez Ledo atribuye a David (nombre falso) en su artículo. De hecho, debemos postergar hasta un próximo trabajo la reflexión acerca de algunos procesos psicológicos propiciados por la llegada a nuestros tímpanos de ese tipo de señales —aunque esta se produzca, como en el relato, a través de ese trasunto de la radio que es Spotify—. En ese futuro texto nos detendremos en las reacciones de nostalgia que tiende a aparejar, estructuralmente, la escucha radiofónica. Pues algo semejante a la añoranza de un mundo perfecto, sin ofensas ni agravios, parece estar en la base del comportamiento de un personaje como David (nombre falso) en una parábola como esta, y en el origen de tantos otros actos de censura.
Retornemos ahora, siquiera por un momento, a El gran dictador. La crítica cinematográfica sigue discutiendo —de manera un tanto bizantina— si el personaje del barbero judío se corresponde con la figura de Charlot, el vagabundo que alcanzó fama internacional en los mismos años veinte en los que la radio también lo hacía. Sin duda se trata de un arquetipo y, de hecho, aunque en el contexto cultural español se adoptó el apelativo que había surgido en Francia —Charlot—, la lengua inglesa siempre denominó a este personaje «The Tramp», es decir, el vagabundo.
Chaplin insistió enfáticamente en que el barbero de El gran dictador no era Charlot (si bien el personaje de 1940 mantuvo el bigote, el sombrero y la apariencia en general de este). Quizás el hecho —tan relevante para nuestro estudio— de que el protagonista de El gran dictador hablara, cosa que nunca llegó a hacer Charlot (pues en Tiempos modernos solamente canturreaba), resultase determinante para Chaplin en este sentido. En cualquier caso, el humilde judío que en El gran dictador padece los abusos del fascismo toma la palabra en la película, quizás de un modo parecido a como lo hace David (nombre falso) en la pequeña historia que se acaba de exponer. Lo que Twitter le permite a este último es, desde esta perspectiva, comparable a lo que consigue el barbero cuando deviene doble del dictador Hynkel: una tribuna pública desde la cual expresar sus opiniones.
La cuestión que más interesa aquí —y que podría pasar tan desapercibida como la aparición, tras los respectivos discursos del barbero y el del tirano, de unos aplausos tal vez demasiado parecidos entre sí— es la forma en la que tanto el barbero de la película como David (nombre falso) en el relato llegan a alcanzar esa posición, esa potestad enunciadora. En ambos casos es el puro azar lo que les ubica ante una audiencia masiva. Los dos personajes se yerguen como defensores, y acaso representantes, de causas que pueden ser loables… Pero no han sido elegidos (desde luego, no democráticamente) por ese público que los aclama, ni está claro qué representan exactamente (¿intereses generales, o más bien particulares?), y este es un hecho que puede pasar desapercibido no solamente en el relato de Pérez Ledo, sino también en El gran dictador.
La vocación masiva de la radio, que normalmente se predica pensando en los pasivos oyentes de este medio, podría ahora contemplarse desde el otro lado de la membrana del micrófono. Los personajes y situaciones que se acaban de analizar ponen de manifiesto cómo es, también, una suerte de individuo-masa (anónimo e irresponsable en un sentido literal: no responde ante nadie de sus actos) quien puede ocupar esa posición de autoridad que confiere, precisamente, el manejo de la membrana. Esta, al concentrar, amplificar y multiplicar aquello que recibe, y proyectarlo hacia el inmenso y mostrenco espacio radiofónico, realiza —de manera invisible y sutil— una función cuyos efectos no son solamente éticos y políticos, sino también ontológicos: transforma lo particular en general.