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LA AMBIGÜEDAD DE LA ESCUCHA RADIOFÓNICA

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La película de Chaplin contiene otra secuencia, la última, en la que lo radiofónico también recaba la máxima importancia. Desde ella se plantean nuevas preguntas acerca del potencial de la radio —para «el bien» y para «el mal», si queremos continuar empleando categorías morales tan básicas—. O, expresado de otra manera, acerca de si ciertos usos de la radio deberían estar permitidos, si deberían ser emitidos (o, al contrario, censurados) determinados mensajes.

Continuamos, pues, en ese límite microfónico del espacio radiofónico que bordea con el mundo exterior. Allí donde la membrana filtra —o no— algunos contenidos. Allí donde el desnudo agnosticismo del micrófono nos obliga a considerar si estamos moralmente dispuestos a volcar dentro del espacio radiofónico ciertas palabras o sonidos.

Hacia el final de El gran dictador, el personaje del barbero judío, interpretado por el propio Chaplin al igual que el del dictador Hynkel, es confundido con este. Los oficiales lo conducen, con todos los honores propios de un jerarca nazi, a la capital de Osterlich, donde está previsto que pronuncie un determinante discurso sobre el inicio de la operación bélica que culminará sus deseos de conquistar el mundo entero.

Antes que el falso Hynkel, y a modo de presentación de este, toma la palabra ante los micrófonos Garbitsch, personaje que en la película actúa como sosias de Joseph Goebbels. Enardeciendo a la expectante multitud, la sombría figura interpretada por Henry Daniell (eternamente condenado a papeles de villano, sea el profesor Moriarty en las películas de Sherlock Holmes con Basil Rathbone, o el inhumano reverendo Henry Brocklehurst en la versión de Jane Eyre protagonizada por Joan Fontaine) decreta en su discurso —totalitario y fascista— la anexión de Osterlich a Tomania, la anulación de la libertad de expresión y el sometimiento de los judíos, que describe como una raza inferior.

Cuando le llega el turno al barbero disfrazado de Hynkel (cuyo rostro ya ha manifestado sorpresa y preocupación al escuchar a Garbitsch), «el futuro emperador del mundo», tras ascender tímidamente a la tribuna y dudar unos segundos ante los micrófonos que allí le aguardan, pronuncia —ahora, por supuesto, en un lenguaje perfectamente inteligible— un discurso previsiblemente emocionado y conmovedor, de carácter humanista y contrario a las políticas antisemitas e imperialistas. Declara que Tomania y Osterlich se convertirán en naciones libres y democráticas, y apela a la humanidad en general para poner fin a las dictaduras y desarrollar la ciencia y el progreso técnico con el objetivo de hacer del mundo un lugar mejor. Hacia el final, su alocución contiene referencias directas al medio radiofónico:

El aeroplano y la radio nos han permitido estar más unidos. La propia naturaleza de estas invenciones clama por la bondad del hombre. Claman por la fraternidad universal, por la unidad del alma. Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo. Millones de hombres, mujeres y niños desesperados. Víctimas de un sistema que hace que los hombres torturen y encarcelen a gentes inocentes. A todos aquellos que me pueden oír, les digo: no desesperéis.

Cuando el orador alude a esos «millones de seres» que le están escuchando, la película nos ofrece un plano de Hannah, personaje encarnado por Paulette Goddard (actriz de brillante filmografía, que había contraído matrimonio con Chaplin después de actuar en Tiempos modernos, si bien se divorciaron poco después de terminar El gran dictador). Hannah, que ahora escucha la radio mientras yace desesperada frente a su casa, arrasada por los invasores, defendió al barbero judío cuando este llegó al gueto, donde ella vivía. Después se enamoraron y padecieron juntos los abusos de la dictadura.

El doble de Hynkel, por su parte, continúa su discurso —la pantalla nos devuelve ahora su imagen—. Cada vez más exaltado, llega a reclamar «la lucha por un nuevo mundo». Aunque los valores que está defendiendo —libertad, igualdad, fraternidad…— son bien distintos de los anteriormente postulados por Garbitsch, se hace evidente que los gritos de su arenga se parecen cada vez más a los que emitió el auténtico Hynkel en la secuencia anteriormente analizada. Esta percepción se agudiza cuando, al terminar su prédica, el barbero judío recibe un tremendo aplauso, también muy similar al que se había escuchado anteriormente en la película. Pero, además de esos aplausos, también aparecen otros sonidos que remiten a un pasaje previo de la sátira; el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha reflexionado sobre ello en el documental de Sophie Fiennes titulado The Pervert’s Guide to Cinema:

Allí, por supuesto, él da su gran discurso acerca de la necesidad del amor y la comprensión entre las personas… Pero hay un engaño, incluso un doble engaño: las masas le aplauden exactamente tal y como si estuvieran ovacionando a Hitler. La música que acompaña este gran final humanista, la obertura de la ópera Lohengrin, de Wagner, es la misma música que habíamos oído en la escena durante la cual Hitler está soñando con conquistar el mundo, en la que juega con el globo terráqueo inflable. La música es la misma. Esto puede interpretarse como la redención definitiva de la música (la misma música que sirve a fines malignos puede servir para hacer el bien), o puede entenderse, y creo que así debería ser, de una manera mucho más ambigua: con la música nunca podemos estar seguros. En la medida en que externaliza nuestras pasiones internas, la música es siempre, potencialmente, una amenaza.

«Con la música nunca podemos estar seguros». Desde luego, esto se aplica totalmente en las óperas de Wagner, cuya instrumentalización por parte del régimen nazi (y, por supuesto, también debido a la presencia en sus libretos de algunos pasajes de carácter antisemita, por ejemplo en el final de Los maestros cantores de Núremberg) provoca, todavía en la actualidad, controversias. En el diario La Vanguardia del 6 de septiembre de 2018 se podía leer:

El viernes pasado, un editor del programa La voz de la música, de la emisora de música clásica de la radio pública [israelí] Can, despertó la polémica al emitir parte de la obra de Wagner El ocaso de los dioses. Poco después, y ante las protestas de miles de oyentes, el editor del programa expresó sus excusas por lo que definió como «una elección artística equivocada», y prometió que Wagner no sería emitido en las emisoras públicas israelíes.

«No puedo escuchar durante mucho tiempo la música de Wagner, ¿sabes? Me entran ganas de conquistar Polonia», afirmaba el personaje interpretado por Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (película en la que, por cierto, los protagonistas manipulan una voz grabada). Bien, «el caso Wagner» resulta tópicamente controvertido, pero lo que en realidad aquí se plantea es si algunas manifestaciones (musicales, verbales…) nunca deberían acceder al espacio radiofónico, y por qué.

La radio ante el micrófono

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