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WALTER RUTTMANN: HACIA WOCHENENDE

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El filósofo de ascendencia marxista Herbert Marcuse ubicó, ya desde la publicación en 1964 de El hombre unidimensional, las raíces del problema que se acaba de plantear:

[…] nuestros medios de comunicación de masas tienen pocas dificultades para vender los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles. Las necesidades políticas de la sociedad se convierten en necesidades y aspiraciones individuales, su satisfacción promueve los negocios y el bienestar general, y la totalidad parece tener el aspecto mismo de la Razón.

Sería fácil describir como un engaño esta capacidad de medios como la radio para magnificar aquellos intereses particulares que se transmiten a su través, creando la ilusión de que podrían ser generales —esto es, que pueden afectar a todos los miembros de la comunidad—. Aquí se manifiesta otra característica fundamental del espacio radiofónico, que antes solo ha podido ser mencionada de pasada: su carácter multiplicador. «Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo», afirmaba Chaplin en su discurso final. La relación entre las dos membranas extremas que configuran los límites principales del espacio radiofónico no está equilibrada. En el esquema básico de la topología radiofónica, a un micrófono le corresponden varios altavoces, y es precisamente esta desproporción lo que provoca ese efecto multiplicador en la recepción de sus contenidos, y en definitiva lo que configura la radio como el primer medio de comunicación de masas… O, más bien, como lúcidamente corregía y propugnaba el pensador y filólogo Agustín García Calvo, como un medio de formación de masas.

Aquí ese carácter multiplicador que atribuimos al espacio radiofónico se combina con lo que denominaremos el efecto magnificador del micrófono. Más allá de cualquier comparación evidente entre este instrumento de captación sonora y una lupa o un microscopio, también debe reconocerse —dentro de la perspectiva sobre la escucha radiofónica que estamos trazando— la capacidad del micrófono para agrandar, en un plano conceptual, aquellas señales que su membrana recibe. Una primera y evidente plasmación de esta capacidad magnificadora del micrófono se manifiesta, retomando las palabras literales de Marcuse, cuando esta lupa sonora contribuye a presentar «los intereses particulares como si fueran los de todos los hombres sensibles».

Al efecto magnificador del micrófono se contrapone el efecto concentrador del tímpano. Conforme al primero, como se acaba de expresar, las ideas volcadas a través del transductor se amplifican también metafóricamente, es decir, se hacen más abstractas y genéricas. El efecto concentrador del tímpano, por su parte, implica que las señales procedentes del espacio radiofónico se percibirán como un mensaje concreta y específicamente destinado a su receptor —esto es, el titular de ese tímpano vibrante—. Este efecto resulta fundamental para comprender el fenómeno, más amplio, de la intimidad radiofónica (que se analizará unas páginas más adelante). La idea de proximidad, de cercanía emocional que propicia en el oyente la escucha radiofónica obedece a ese efecto concentrador del tímpano, como si este medio enfatizara los sesgos cognitivos vinculados al narcisismo. En contraste, el micrófono consigue desparticularizar las señales que recibe: aunque estas estuviesen dirigidas a (o pensadas para) un receptor específico, la agnóstica membrana microfónica consigue abstraerlas, desproveerlas de todas sus circunstancias y particularidades, transformándolas en errantes electrones a la espera de que un tímpano las haga suyas.

Los multitudinarios discursos fascistas que inspiraron la parodia de Chaplin, al igual que la propia ideología que los sustenta, se basan en los dos efectos que se acaban de describir. Cada uno de los radioyentes que escuchaba esas arengas percibía que aquellos mensajes estaban destinados, específicamente, a él o ella, que tenían que ver —muy directamente— con su vida, con sus circunstancias particulares: a eso denominamos efecto concentrador del tímpano. Pero, al otro lado del espacio radiofónico, las emisiones captadas por el micrófono, esas vibraciones que en última instancia tienen su origen en alguien o algo preciso y concreto al atravesar la membrana transductora se generalizan, devienen indeterminadas.

En ese cruce imposible entre lo extremadamente individualizado y la abstracción informe, entre el rostro preciso y la borrosa mancha, está la masa. Los regímenes totalitarios del siglo XX, con los fascismos a la cabeza, supieron ubicarse en ese emplazamiento a la vez político y psicológico. Un lugar tan limítrofe y difícil de aprehender como el espacio radiofónico, cuyo gran potencial esos regímenes supieron detectar y aprovechar, otorgándole una fisonomía que aún nos acompaña.

La difusión generalizada de los medios de comunicación en amplios sectores sociales (fenómeno característico de las primeras décadas del pasado siglo) no puede desligarse del surgimiento de la sociedad de masas. El inaudito crecimiento demográfico en las ciudades occidentales iniciado con la Revolución Industrial ya había transformado la escala y la apariencia de los núcleos urbanos. A partir de ese momento, estas metrópolis serán progresivamente habitadas por un nuevo tipo de individuo, cada día más distinto del que desarrolla su vida en un ambiente rural. Seres anónimos, no necesariamente vinculados a una familia, a un oficio o a un lugar que los identifique y defina ante sus nuevos vecinos, y que en última instancia determine sus posibilidades vitales.

Dentro del cada vez más asentado marco de producción y consumo capitalista, estas personas pueden desempeñar —normalmente en el contexto floreciente de las fábricas— un trabajo no demasiado especializado, muy diferente de un oficio en el sentido tradicional de este término. Es decir, en las ciudades realizarán labores fácilmente sustituibles unas por otras, dependiendo de las necesidades del mercado. Se convierten así, en cierta manera, y siempre a los ojos de la industria —pero también de buena parte de la sociedad—, en seres indistintos, difícilmente diferenciables los unos de los otros. Mujeres y hombres masa.

Quizás en una esfera más privada de su existencia estos individuos sí puedan desarrollar —dentro de las posibilidades que el propio mercado les otorga— una cierta personalidad, entretejida por vínculos afectivos más o menos sólidos con sus semejantes. Pero los nuevos sistemas de producción requieren ingentes cantidades de trabajadores perfectamente permutables entre sí, y a ser posible desprovistos de rasgos que los hagan destacar demasiado en el contexto de la novedosa sociedad de masas. Seguramente el autor que con más agudeza ha sabido penetrar en esta «degradación de la conciencia de sí mismo» propia del trabajador en el contexto capitalista sea el sociólogo —y también violonchelista— Richard Sennett, en libros como El artesano.

Todo lo anterior, que sin duda se aplica a las clases sociales más bajas del conjunto de la sociedad, y que de hecho configuró los rasgos definitorios de la nueva clase proletaria, con solo ciertos matices se aplicaría, progresivamente, al resto del tejido social urbano. La radio desempeñó una tarea fundamental en este proceso de transformación y homogeneización social. Destacando por su agilidad entre los primeros medios de comunicación de masas (con permiso de los periódicos y de las tempranas grabaciones fonográficas, y aunque el cine conociese muy pronto una sorprendente expansión e influencia en los modos de vida), la radio —escuchada al principio de manera colectiva entre la población obrera, a menudo analfabeta— hizo buena la expresión «medio de formación de masas», en tanto que ayudó a instituir esa nueva forma de subjetividad que se acaba de describir.

La pieza Wochenende (Fin de semana), compuesta por Walter Ruttmann en 1930, puede ser escuchada desde la perspectiva de esa naciente sociedad de masas. «Los fines de semana son para las secretarias», solía afirmar —desde luego con mucha ironía, y en consciente distancia respecto a los márgenes de la corrección política— el historiador del arte Juan Antonio Ramírez. La pieza es una celebración de ese tiempo presuntamente ajeno a la productividad mercantil que era y es el fin de semana. Como ha señalado José Iges (artista sonoro, teórico y comisario —además de cofundador, junto a Francisco Felipe, del programa radiofónico Ars Sonora—) en su artículo «Soundscapes: una aproximación histórica», la obra de Ruttmann

[r]eflejaba la transición de un día de trabajo a un día festivo, el domingo al aire libre y la lasitud lejos de la vuelta al trabajo del día siguiente. La banal realidad, si se quiere, pero transpuesta y magnificada por la lógica del corte y el empalme, de la yuxtaposición. De la lógica narrativa procedente, pues, del montaje cinematográfico.

Efectivamente, Ruttmann procedía del ámbito de la creación cinematográfica, y acaso sea en esa disciplina donde ha cosechado un mayor reconocimiento. Junto a artistas como Hans Richter u Oskar Fischinger, se le considera un pionero del cine experimental. Wochenende es, de hecho, una particular película, realizada en «negro y negro» (nada se muestra en la pantalla en sus más de once minutos de duración), si bien se transmitió a través de la radio después de ser estrenada en un cine.

Quizá la formación como arquitecto de Ruttmann —que igualmente recibió enseñanzas de pintura— propiciase en él una cierta sensibilidad hacia las implicaciones urbanísticas de las nuevas ciudades, incluyendo la necesidad de huir periódicamente de ellas. Recordemos que en 1927 había dirigido su película (esta vez en blanco y negro) Berlín: Sinfonía de una gran ciudad. La capital alemana, laboratorio de los más arriesgados experimentos durante todo el siglo XX —no solo arquitectónicos y cinematográficos, también sociales y políticos—, se prestaba particularmente bien para radiografiar esa entonces todavía novedosa práctica, mantenida hasta nuestros días por todo buen representante de (o aspirante a) la clase media, consistente en «irse de fin de semana».

Wochenende impactó en numerosos críticos y estudiosos del cine, también en España. Ya en 1948 Ángel Zúñiga escribía lo siguiente en Una historia del cine:

Se trata, nada menos, que de un film sin imágenes. Esta es idea totalmente original para contarnos a través de sonidos que nos son familiares, de rumores concebidos, de ecos de la naturaleza, los cambios perceptibles de un día de trabajo a otro de fiesta, a un domingo cualquiera pasado al aire libre. Oímos, pues, desde el quiquiriquí del gallo a las canciones de rueda de los chiquillos; los chillidos de los borrachos y la vuelta al trabajo, al llegar el lunes. Por primera vez, los sonidos son capaces de crear un mundo nuevo, de evocar una serie de sensaciones. El juego acústico de Ruttmann consiste en el encadenamiento rápido de frases cortas, de sonidos evocadores que en el montaje nos sugieren nuevas analogías. La voz del hombre de negocios que pide un número por teléfono, una de cuyas cifras coincide con la que dice un muchacho que en la escuela canta la tabla de multiplicar y, luego, ese mismo número lo oímos por boca del encargado del ascensor de unos grandes almacenes que advierte la llegada a los distintos pisos, con las especialidades que se encontrarán en los mismos.

El final de esta cita, con la referencia a esos grandes almacenes —que podría complementarse con el recuerdo del sonido de una máquina registradora, hacia el final de la pieza—, deja muy claro que para Ruttmann el consumo figura destacadamente entre las actividades propias del Wochenende. Los trabajadores necesitan cierto tiempo de asueto al final de la semana, entre otras razones, para poder comprar. La que se evoca en esta obra no es cualquier forma de consumo: igual que los sujetos quedan indiferenciados mediante el homogeneizador sistema fabril, e igual que su capacidad de trabajo es perfectamente intercambiable por la de cualquier otro obrero, los grandes almacenes —relativa novedad de la época— ofrecen, simplemente, productos (así, en abstracto). Es decir, de manera totalmente opuesta a como un zapatero podría ofrecer sus calzados o un carnicero sus viandas. El propio uso de la palabra «almacén» da pistas acerca de que ahí cabe prácticamente cualquier cosa. Bienes consumibles de todo tipo prestos a ser adquiridos dentro de un tiempo que los propios trabajadores también consumen: no son pocos los sonidos de relojes, junto a otras marcas del paso del tiempo (el canto del gallo, la sirena de una fábrica, las campanas de una iglesia…) que Ruttmann lleva a su composición.

El concepto de indiferenciación que, unido al de homogeneización, estamos aplicando a ese nuevo sujeto producido por el capitalismo de inicios del siglo XX (así como al tipo de trabajo —y de consumo— que estaba llamado a realizar) entronca con las ideas anteriormente expuestas sobre el micrófono. Al referirnos al agnosticismo de este intentamos significar la imposibilidad de que su membrana diferencie entre las distintas señales que recibe. Para el micrófono —muy a diferencia de nuestros tímpanos— los orígenes y las causas de las vibraciones que acoge son irrelevantes. Está diseñado para que todos esos estímulos energéticos queden homogeneizados bajo la misma categoría: sonido.

Wochenende es, como se ha apuntado más arriba, una celebración de ese momento aparentemente improductivo que —como breve pausa entre sucesivas jornadas laborales— en realidad sí es importante para la producción de algo: una nueva forma de subjetividad. A través de cierto uso particular del tiempo de ocio se configura un nuevo modo de estar en el mundo, un nuevo tipo de individuo. Salir de fin de semana será, a partir de este momento histórico, y hasta nuestros días, una forma de distinción (dentro de la dinámica general de indistinción propia de las masas). Ruttmann edifica un temprano monumento sonoro a esa nueva tipología pequeñoburguesa del dominguero, que intenta imprimir en su vida —y acaso en la de su familia— cierta singularidad con su «escapadita» de la ciudad durante el fin de semana, aunque con ello no haga sino inscribirse en otra masa, análoga a la que conforma como trabajador.

La radio ante el micrófono

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