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Introducción Hey, Mr. Waiter

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—Marcos, recuerda que esta noche tenemos la cena.

Eva, desde el sofá, cambiaba continuamente de canal en busca de algo que la entretuviera, a esa hora de la tarde en la que la siesta es lo mejor que se puede hacer. Marcos, su marido, fregaba los platos en la cocina.

—Sí, cariño, no me olvido. Cómo olvidar, para una vez que podemos salir sin niños.

Cuando Marcos salió de la cocina con el deber cumplido, se encontró a Eva completamente dormida y con el mando a distancia sobre su pecho. En la televisión, un león perseguía a un cervatillo.

20:30 h. Eva salía de la ducha mientras su marido, ya vestido, esperaba en el salón.

—Vamos, Eva, date prisa. Tenemos la reserva para las nueve y media. Mientras te vistes, te peinas, te maquillas, cogemos un taxi y llegamos…, ¡nos dan las tantas!

—Ya voy. Si es que nunca sé lo que ponerme. Y, claro, siempre me coge tarde.

Por fin se decidió y colocó la ropa sobre la cama: ropa interior negra de encaje y transparencias a juego con unas medias que se ceñían a sus piernas a la perfección y las embellecían aún más. Se puso incluso una liga. A continuación, cogió el vestido negro —su favorito— que ensalzaba y estilizaba su figura.

—¿Te queda mucho? —le preguntó el marido mientras daba pequeños paseos por todo el salón—. Voy a ir pidiendo un taxi, que si no…

A las nueve y veinticinco estaban entrando en el restaurante. Los recibió el metre, un señor muy educado que los acompañó a una mesa junto a un gran ventanal desde donde podía observarse, al fondo, el mar. Una botella de vino los esperaba metida en el enfriador de metal. El camarero les sirvió la primera copa.

—¡Cariño, qué lujo de mesa, vaya vistas tenemos desde aquí! —exclamó Eva mientras se llevaba la copa a los labios para probar aquel delicioso Fabio Montano.

—Sí, este es un sitio fantástico. Oye, cuidado con el vino, que ya sabes cómo te sienta.

Los dos estaban riendo cuando apareció el camarero —bastante galán— a tomarles nota para la cena. Marcos pidió pescado; Eva, en cambio, prefirió unos raviolis con salsa a los cuatro quesos.

La pareja tenía mucho de que hablar, porque hay veces en las que las parejas, por muy consolidadas que estén, entran en pequeñas crisis, y si esas cosas no se hablan, dejan de ser pequeñas para convertirse en algo más importante. Ese era el caso de Eva y Marcos. Su matrimonio iba resintiéndose con el paso de los años, algo de lo más normal. Habían asistido a alguna que otra terapia, pero de poco o nada les sirvió. A punto estuvieron de tirar la toalla más de una vez, dejando que todo lo que habían construido juntos se fuera al garete. Últimamente existía poca comunicación entre ellos, y así, los problemas iban alargándose sin ninguna previsión de solucionarse. Y en eso estaban, hablando por fin sobre sus problemas conyugales cuando apareció de nuevo el apuesto camarero con el plato de raviolis. Miró de reojo a Eva, quien, un poco ruborizada, le dio las gracias cuando depositó el plato en su lado de la mesa.

—¿Te has fijado en el camarero? Creo que me miraba demasiado. ¿Tengo algo en la cara, alguna mancha de maquillaje… o de vino?

—Qué va, te mirará porque vas guapísima esta noche.

Al instante, apareció de nuevo el camarero con el plato de pescado que había pedido Marcos, y haciéndose el despistado, volvió a mirarla, pero esta vez bajó la mirada al escote. Marcos se fijó en que el camarero y su mujer se observaban cada vez que tenían oportunidad. Eso, al contrario de provocarle el lógico ataque de celos, no le molestó lo más mínimo.

Por el hilo musical comenzó a sonar el Nocturno, Op. 9, n.º 2, de Chopin. Los dos se tomaron su tiempo para cenar. Estaban relajados, la conversación iba muy bien encaminada y no había atisbo de tensión alguna, sino todo lo contrario. Cada uno puso de su parte y propusieron varias soluciones: intentarían discutir lo menos posible y colaborar entre ellos en la casa y con los niños. Harían lo posible por poner más pasión a su monótona relación sexual —alguna locura quizá—, procurarían hacer escapadas y algún viaje romántico de vez en cuando, y así elaboraron una serie de medidas consensuadas por las dos partes. ¡Un armisticio, al fin!

Antes de pedir los postres, Marcos le hizo una improvisada propuesta a su esposa:

—He visto que el camarero te mira cada vez que pasa cerca. Estoy pensando que, si te parece buena idea, podríamos invitarlo a una copa cuando termine de trabajar. Parece simpático. ¿Tú qué opinas?

—¿Invitarlo? Va a extrañarse si lo invitamos. Además, ¿para qué?

—Bueno, por conocer a gente. Tenemos que empezar a hacer pequeñas locuras. Tú déjame a mí.

Marcos levantó la mano para llamar al camarero. El vino estaba haciendo su efecto.

—¿Quieren ya la carta de postres? Fuera de carta tenemos tiramisú de frutos rojos con leche condensada, fresas cubiertas de chocolate líquido y plátano a la naranja, que dicen que es afrodisíaco —puntualizó el camarero, con una sonrisa insinuante mientras miraba a Eva.

—No se hable más —dijo Marcos jocosamente—, nos pedimos las fresas con chocolate y el plátano a la naranja.

—Venga, vamos a probarlo, a ver qué tal —apostilló Eva.

En un par de minutos volvía el camarero con los dos postres.

—Aquí tienen los señores. Espero que tengan una buena noche.

—Por cierto —habló Marcos, casi interrumpiendo al camarero, y envalentonándose porque nunca había hecho nada similar—, ¿a qué hora terminas de trabajar? Es que mi mujer y yo nos preguntábamos si te gustaría tomar una copa con nosotros más tarde. Hay un bar a unos cien metros de aquí que está muy bien.

—Pues termino a las doce, pero no sé si… —Dudó un poco antes de acabar por decidirse—: Está bien, acepto la invitación. Es la primera vez que me invitan unos clientes a tomar algo.

—Genial, te esperamos entonces en la cervecería de la esquina —añadió Marcos con las intenciones ocultas por tentar a su mujer con un posible trío o, al menos, dar el primer paso y ver su reacción.

Cuando acabaron con los postres, abonaron la cuenta y salieron los dos del local con cierto paso vacilante; el vino seguía haciendo su efecto. Entre risas, se dirigieron al bar de copas. El pub era muy sofisticado, con paredes blancas y una decoración bastante minimalista. La clientela, en su mayoría, solían ser parejas de mediana edad. Buscaron un sitio en una esquina y se sentaron en unos bonitos asientos de cuero blanco. El bar no era muy grande y estaba a media luz, con una música ambiental tranquila y un volumen adecuado que permitía conversar sin tener que levantar la voz. Aunque Eva estaba ya bastante contenta con el vino, se atrevieron a pedir un par de gin-tonics. A la media hora apareció el camarero del restaurante con la respiración bastante alterada, consecuencia de haber caminado deprisa.

—Hola, por fin pude salir. Hemos tenido un contratiempo a la hora de hacer la caja, pero ya está todo solucionado. Por cierto, me llamo Juan.

—Nos alegramos de que te hayas animado a tomar algo con nosotros —le dijo Marcos después de darle la mano.

—Sí, me apetecía desconectar un rato. Normalmente, voy del trabajo a mi casa. Mi mujer se extraña si me retraso demasiado.

Eva y Marcos se miraron con disimulo cuando el camarero anunció de forma sutil que estaba casado.

—No queremos causarte problemas; no vaya a ser que tu esposa te eche la bronca por llegar tarde esta noche.

—No os preocupéis, ya la he llamado para informarla de que iba a tomar algo con unos amigos. —Juan, el simpático camarero, de unos treinta y cinco años, se pidió un ron con cola. Los miró con detenimiento y se atrevió a preguntar—: Perdonad mi atrevimiento, pero quería preguntaros algo, ¿vosotros sois swingers?

—No tengo ni idea de lo que significa eso —le respondió ella, sonrojada por el vino y ahora por el gin-tonic.

—¡Ah!, entonces nada, no os preocupéis. Es que me extrañó bastante vuestra invitación a tomar algo, por eso lo preguntaba, pero olvidadlo.

El camarero le dio un sorbo a su copa mientras no le quitaba ojo a las piernas de Eva. Ya la miraba con deseo en el restaurante, pero ahora, en aquel rinconcito oscuro del bar, la observaba con más detenimiento. Pasaron los tres un buen rato charlando amigablemente. Juan, que cada vez subía un poco más el nivel picante de la conversación, estaba esperando una posible invitación a hacer algo excitante, pero esa circunstancia no se produjo. Terminaron las copas y sobre las dos de la madrugada se despidieron en la misma puerta del pub. Eva y Marcos se subieron al taxi que minutos antes habían pedido y pusieron rumbo a casa. Juan se dirigió caminando a su piso pensando en lo bien que podrían haberlo pasado los tres juntos. Se oyó el rugir de la tormenta a lo lejos. Cuando el camarero volvió la esquina, comenzó a lloviznar. El taxista activó el limpiaparabrisas del coche. En la radio sonaba el estribillo de «Sweet Child O’mine».

Una vez en casa, el matrimonio se metió en la cama y empezaron a comentar lo que podría haber sucedido aquella noche. «Demasiadas copas», pensó Eva, con la cabeza embotada.

El caso Passion

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