Читать книгу El ladrón de la lechera - Miguel Ángel Romero Muñoz - Страница 11

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Capítulo 3

Pastoreando en la ladera de la sierra, Inocencio se encontró con uno de los pastores de la zona. Estuvieron charlando durante un rato. Este le comentó que llevaba unos días notando que alguna de sus cabras no daba leche, algo que no le había ocurrido nunca.

—No te preocupes, Alonso. Todos estamos igual en los últimos días. Cuando no es uno es otro, pero no es que les esté pasando nada a tus cabras, sino que tenemos a un ladronzuelo al que le gusta la leche.

—En ese caso, me dejas un poco más tranquilo, pero estaré atento por si veo algo.

Aquel comentario puso en alerta a Inocencio. Aunque no se había olvidado, sí que había bajado la guardia un poco, ya que habían pasado varias semanas sin ver ni oír nada; en realidad, sin oír, porque ver, lo que se dice ver, nadie había visto nada. Como en días anteriores, decidió volver a acostarse temprano y madrugar un poco más de lo habitual. Tenía que acabar con esa incertidumbre, él sabía que tenía nombre propio y lo tenía que descubrir.

No se lo podía creer. Había vuelto a oír el tintineo metálico en el patio. Esperó unos segundos dentro de la casa para ver si localizaba el lugar exacto y poder así darle caza. Mientras esperaba le sorprendió un ruido que no era el habitual. Le pareció escuchar el canto de un gorrión. «Los gorriones no suelen estar despiertos tan temprano», se dijo para sí mismo. Eso lo dejó un poco desconcertado; de hecho, lo que en un principio ignoró, más tarde lo debería tener en cuenta.

El tintineo volvió a sonar, así que salió corriendo al corral y se percató de que era cierto lo que había oído. No solo estaba escuchando el maldito tintineo. Ahora tenía que sumar el canto de un gorrión que revoloteaba por encima de las ovejas y lo más sorprendente es que parecía un canario. Corrió a la zona de la que procedía el ruido todo lo rápido que pudo, pero más pronto se iba alejando de él. Se maldecía por no poder pillar a aquel misterioso ladrón; sin embargo, esta vez no quiso gritarle. Pensó que lo mejor sería que se marchara tranquilo y confiado, así volvería a repetir. En cualquier caso, observó que cada vez que salía tras él siempre se dirigía a la misma dirección.

—¡Cómo no me había dado cuenta antes! Ahora sí, ahora sí que te tengo, pillín.

Aquella misma tarde Inocencio bajó al pueblo para realizar la compra semanal. Dio su particular paseo por si oía o veía algo, pero nadie comentaba nada del tema. Era como si le estuviera pasando solamente a él, pero esto ya estaba confirmado que no era así.

Charlaba con tranquilidad en la plaza del pueblo cuando antes de despedirse de sus amigos escuchó el canto de un gorrión. En primer lugar, pensó que estaba un poco obsesionado con el tema, pero pronto descubrió que no era ninguna visión, que era verdad. Un chico llevaba un pájaro posado en su hombro. De lejos parecía un canario, pero al acercarse hasta donde él se encontraba, pudo confirmar que era un gorrión, albino pero un gorrión.

Observó al chico con disimulo, no quería que nadie se diera cuenta, para ver cómo reaccionaba cuando este estuviera cerca. Pasó por su lado y cogió calle arriba con su pájaro al hombro. Iba a preguntar de quién era, pero prefirió que nadie supiera que seguía intentando darle caza al ladrón de la leche.

Después de llegar del pueblo, cenó y se fue a la cama pronto. Estuvo dándole vueltas a lo acontecido. No podía quitarse de la cabeza la cara del chico que había visto en la plaza. No tenía pinta de ladronzuelo, pero no quería descartar nada. No era normal ver a un chiquillo con un gorrión como mascota. Eso era lo que le desconcertaba, pero también lo que le confirmaba que tenía que ser él; no podía existir la más mínima duda. La única manera de saberlo no era pillarlo en ese mismo instante, ya que no así podría demostrar nada. El momento adecuado era pillarlo robando la leche, esa era la mejor estrategia.

Esa noche apenas durmió. Se despertaba con ruidos inexistentes, pasó toda la noche muy nervioso. Solo pasaba noches así cuando al siguiente día tenía que ir a arreglar papeles. Odiaba todo tipo de papeleos, así que como no podía conciliar el sueño, decidió levantarse un poco antes de lo previsto.

—Total, para estar sin dormir, ¿qué puñetas hago en la cama?

Desayunó y se abrigó más de lo habitual. La mañana estaba fría y la estrategia esta vez era distinta. Salió por la puerta trasera de la casa. Tuvo que dar una vuelta grande para poder situarse donde había pensado colocarse. Estaba un poco cansado de la situación, pero no podía dejar pasar aquello.

A lo lejos se podía ver el corral con claridad, y lo más importante, el camino que llevaba al pueblo. Ese era el camino que creía que utilizaba para marcharse. El de ida no lo tenía claro, pero el de vuelta estaba casi seguro que era ese. Era la forma más rápida para salir corriendo en la oscuridad de la madrugada. Tenía ganas de prender un cigarrillo, pero declinó hacerlo. En la oscuridad se le vería desde lejos; de esta forma, se acurrucó detrás de la palma y esperó. No tuvo que esperar mucho. Tenía la hora ya casi controlada cuando escuchó a lo lejos el tintineo metálico, que se aproximaba a la casa poco a poco, muy lento. Justo donde estaba escondido el carril hacía un pequeño cambio de rasante, provocando un efecto que parecía que estaba saliendo de la tierra poco a poco, pero ahí lo tenía delante. «Ahora casi te tengo, pero te esperaré a la vuelta y te sorprenderé tanto o más de lo que tú me has sorprendido a mí», se dijo para sus adentros.

Pasó delante de Inocencio, pero no se percató de su presencia. La oscuridad no le permitió verle la cara, pero sí la estatura: o se trataba de un niño, o era un adulto de baja estatura. A lo lejos pudo ver como se adentraba en el corral. Primero saludó y acarició a los perros. Después se puso a ordeñar con tranquilidad una de las ovejas; de esta forma, Inocencio pudo confirmar lo que había notado días atrás. Solo ordeñó una y rápidamente se puso de nuevo en marcha. A Inocencio le dejó un poco desconcertado que sus perros se dejaran acariciar por un extraño, pero ese no era ahora mismo su cometido. No salió corriendo, pero sí iba más deprisa que cuando venía llegando. Era evidente que cuanto antes se alejara, antes estaría a salvo. Inocencio se empezó a poner nervioso. Ahora no podía fallar, ya que si lo hacía, jamás volvería a verlo, así que dejó que pasara y, justo en ese momento, dio un salto al carril.

—Te tengo. Te he pillado, ladronzuelo. Ahora sí que eres mío.

El chiquillo hizo un intento de soltarse, pero la fuerza de Inocencio no le permitió más que dejarse caer al suelo y ponerse a llorar.

En el silencio que aportaban los primeros minutos de la mañana, solo se podía escuchar el llanto de un niño y el piar de un gorrión. El miedo lo había dejado paralizado. No quería levantar la cabeza del suelo; abrazó al pájaro y dejó caer la lechera. No tuvo que decir nada para saber cómo se encontraba, lloraba como un pobre desconsolado.

Inocencio estaba desconcertado. Él habría esperado un intento mayor de huida o alguna burda excusa, pero al ver a aquel chiquillo llorando, no supo reaccionar. A decir verdad no supo qué hacer, así que decidió esperar hasta que el llanto cesara un poco; no obstante, por fin pudo averiguar de dónde procedía el ruido metálico que tantos días lo había tenido al borde de la locura. No era más que una simple lechera.

El ladrón de la lechera

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