Читать книгу El ladrón de la lechera - Miguel Ángel Romero Muñoz - Страница 12

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Capítulo 4

Cuando lo vio un poco relajado, Inocencio comenzó con el interrogatorio.

—A ver, chiquillo, ¿cómo te llamas?, ¿quiénes son tus padres?, ¿dónde vives?, ¿por qué estás robando leche, eh? Di algo, vamos, porque si no, te voy a llevar al cuartelillo.

—No, por favor, al cuartelillo no. Yo le pago la leche. Tome, aquí tengo el dinero.

El llanto no lo abandonaba mientras hablaba, tenía el corazón encogido. A Inocencio le costaba verle así, pero quería un porqué, y de momento no tenía nada, así que lo levantó como pudo y le dijo:

—Al cuartelillo de momento no, pero a tu casa sí. Quiero hablar con tus padres. Venga, vamos para allá. Bajaremos en coche al pueblo, y no intentes escaparte, porque entonces es cuando doy parte en el cuartel.

El chico se levantó y no hizo intento alguno de escaparse. Lo habían descubierto y solo le quedaba una salida: contarle a aquel hombre la verdad. Eso era lo único que le podía salvar, y tampoco era seguro.

No podía dejar de tiritar. El frío y el miedo que había pasado no eran fáciles de olvidar. Inocencio no podía verlo así, no soportaba ver sufrir a un niño ni cuando veía la televisión.

—Ya no tienes nada que hacer. Ahora me vas a llevar a tu casa y hablaré con tus padres. Ellos serán los que te pongan el castigo. Por mí puedes estar tranquilo que no voy a hacerte nada, ni llevarte a ningún lado, así que tranquilízate, por favor te lo pido. Tómate este vaso de leche caliente y cómete lo que te apetezca, solo tengo mantecados y roscos.

Aquellas palabras consolaron un poco a Juanito; sin embargo, no podía dejar de pensar en su pobre madre, en sus hermanos, en qué pensarían de él, y otra vez se ponía a llorar. Era incapaz de tomar nada. La vergüenza empezaba a coger forma. No sabía si su familia le perdonaría aquel suceso. Su angustia iba en aumento.

—Solo me gustaría decirle una cosa. Lo siento, lo siento mucho, de verdad; sin embargo, todo tiene una explicación. Si usted quiere escucharla, se lo agradecería. Se lo pido por favor. Después nos iremos a mi casa.

Manuel ya empezaba a preocuparse. Juanito nunca tardaba tanto, pero prefirió no decir nada de momento. Había pasado más de una hora desde que se marchó. No era normal en él, así que pregunto en voz alta:

—A ver, ¿dónde va a comprar Juanito la leche y el pan?

—El pan siempre lo compra en el mismo sitio, en la panadería que está cerca del colegio, pero la leche, a decir verdad, nunca me dice dónde la compra —dijo la madre.

—Voy a salir a buscarlo. No te preocupes, madre. Seguro que se habrá entretenido con alguien enseñándole el pájaro.

Los demás decidieron que lo encontrarían más rápido si se repartían los lugares en los que solía estar. Primero irían a la panadería donde, según su madre, compraba el pan, y a partir de ahí se repartirían.

Una vez allí, se confirmó lo peor que podía pasar: no había llegado a por el pan. Hasta el panadero se extrañó.

—Creía que estaba enfermo. Siempre llega a la misma hora, es muy puntual —comentó Diego.

Ahora sí empezaron a preocuparse todos. Lo buscaron por todos los sitios en los que pensaban que podía estar. Llegaron a todas las panaderías, preguntaron a todo aquel que se encontraban por la calle. Tampoco lo habían visto en las lecherías. Nada, nadie lo había visto.

Se repartieron por todo el pueblo y acordaron como punto de encuentro la plaza de arriba. No tardaron en reencontrarse. Nada, nadie había visto nada.

Entonces Manuel pensó que a lo mejor ya estaba en casa y ellos seguían buscándolo fuera, así que se fueron para casa con la esperanza de encontrarlo. Nada. Juanito no había llegado. Se sentaron todos con su madre a pensar y a tratar de calmarla un poco. ¿Dónde podía a ver ido?, ¿dónde más podían buscarlo? Esa era la pregunta que todos se hacían.

—Madre, tenemos que ir a dar parte al cuartel y creo que debemos hacerlo ya. Cuanta más gente lo busque antes lo encontraremos. Yo ya no sé por dónde buscarlo.

—Manuel, os vais a acercar a la puerta del colegio a la hora de la entrada. Si ninguno de sus compañeros lo ha visto, entonces vas al cuartelillo y pones la denuncia. Juanito no se deja engañar por nadie ni por nada. Casi seguro que se habrá encontrado con algún compañero y se le ha ido el santo al cielo.

La madre decía estas palabras para tranquilizarlos, pero ella sabía que Juanito no era el tipo de niño que dejaba sus obligaciones a un lado para jugar. Algo le había pasado, seguro, pero esperaría a la hora del colegio, por si acaso.

El silencio se hizo en la casa, y la espera ya empezaba a desesperar, pero tenían que esperar que llegara la hora de entrada al colegio, porque ya lo habían buscado por todo el pueblo y nadie lo había visto, y fuera del pueblo era raro que se marchara solo.

—Madre, yo no puedo estar aquí quieto esperando. Mientras llega la hora, voy a darme una vuelta por el río, por los alrededores del pueblo, a ver si por casualidad lo ha visto alguien. Mis hermanos que se acerquen al colegio.

A Manuel no le dio tiempo ni de coger la chaqueta. En ese mismo instante se abrió la puerta y entró Juanito.

—¡Juanito, qué susto nos ha hecho pasar! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde te has metido?

Juanito no contestó a aquel bombardeo de preguntas; de hecho, lo único que salió de su boca fueron las siguientes palabras:

—Por favor, pase usted, señor Inocencio.

Todos se quedaron helados. ¿Qué hacía allí aquel hombre? ¿Qué le habría pasado? Los chicos lo conocían de vista, de verlo alguna que otra vez por el pueblo, pero a su madre si le dio alegría verlo. Esa alegría fue mutua, se conocían de niños y aunque hacía mucho tiempo que no se veían, no hizo falta ninguna presentación. Estaban más mayores, aunque las caras no habían cambiado mucho.

Inocencio se emocionó un poco al verla. Empezaba a entender a Juanito, pero necesitaba algo más.

—¿Cuánto tiempo sin verte? ¿Cómo te encuentras, María? No sabía que estuvieras enferma…

—He estado mejor, pero no me puedo quejar. Tengo unos hijos maravillosos, que me quieren y yo los quiero con locura. ¿Qué más se puede pedir en esta vida? Pero ¿qué ha pasado?

—Lo que ha pasado os lo va a contar él mismo y espero que sea verdad, porque si no, vamos a tener que hacer algo con este granujilla.

Nadie entendía nada. Aquel señor había llegado a la casa. Su madre lo conocía, pero ellos no. Le pedían a Juanito unas explicaciones de algo que, al parecer, había ocurrido. Todo era bastante desconcertante.

—Juanito, ¿qué ha pasado? Cuéntanos lo que dice Inocencio que tienes que contarnos. Venga, guapo. Sea lo que sea seguro que tiene explicación y buscaremos la solución más adecuada.

—Bueno, os digo lo mismo que le he dicho al señor Inocencio. Todo lo que he hecho ha sido para ayudar, y nada más. Espero que me entendáis.

Como aquellas palabras salían entrecortadas por el miedo, Manuel decidió cogerlo en brazos. Luego le dio un fuerte abrazo y le dijo:

—Juanito, lo que ha dicho madre. Da igual lo que haya pasado. Seguro que le encontramos solución, pero venga, cuenta, que nos tienes a todos en vilo.

Manuel le guiñó un ojo y le mostró una sonrisa. Después lo soltó en el suelo y se volvió a sentar.

—Bueno, antes de empezar voy a coger una cosa de mi habitación.

Todos estaban expectantes por lo que podía traer, pero cuando apareció con la caja de zapatos, ya sí que no entendieron nada. Estaban sentados alrededor de la mesa, menos Juanito, que estaba de pie. Inocencio se sentó al lado de María por petición de ella, mientras que Manuel se sentó cerca de Juanito. Creía que podía necesitar de su apoyo.

—Os preguntaréis qué es esto. Pues cuando termine de contaros lo que os tengo que contar lo entenderéis. Hace unos cuantos meses os escuché hablar por la noche. Muchas veces, cuando me voy a la cama, me quedo en silencio en las escaleras y si me interesa de lo que estáis hablando, me quedo un rato; si no, me marcho. Pues esa noche sí que me interesaba lo que hablabais. —Manuel ya se estaba imaginando lo que podía haber escuchado—. Habías preguntado por el tratamiento de mamá y estabais haciendo números, Manuel decía que no podíamos pagar el tratamiento, porque era muy caro y nos costaba mucho llegar a fin de mes; que no sabíais cómo conseguir tanto dinero. Madre os dijo que no os preocuparais, que ella parecía que se encontraba mejor. Todos sabíais que era mentira, porque yo también lo sé y soy el más pequeño. Manuel sabe que le he pedido dejar el colegio y ponerme a trabajar, pero siempre me dice lo mismo, que el deseo de papa era que estudiáramos, pero como todos no podíamos en ese momento, yo si tenía que estudiar. Así que decidí hacer dos cosas para poder ayudar. La primera, le conté a mi amigo Diego, el hijo del panadero, lo que le pasaba a mamá. Este se lo contó a su padre y este, a su vez, me llamó para hablar conmigo. Me ofreció trabajo para los fines de semana, por eso me voy todos los fines de semana, y no es a la casa de Diego, sino a la panadería, pero con la condición de que no podía dejar los estudios. Me pagaría un sueldo y también tendría el pan gratis todos los días. —Juanito sacó dos bolsas de la caja de zapatos y un cartón donde tenía anotadas sus cuentas—. Esta bolsa es el sueldo que he ganado y esta otra es el dinero que Manuel me da todos los días para el pan. Como me lo dan gratis, aquí lo tengo guardado. —Manuel no podía contener las lágrimas, pero cuando miró a su alrededor, vio que todos estaban llorando igual que él, incluido Inocencio—. La segunda no sé si ha sido una opción muy acertada, pero no es lo que parece. Como no conocía a los ganaderos, y quería hacer lo mismo, hice un par de intentos de hablar con alguno de ellos, pero ninguno podía darme trabajo. Como le compraba la leche todos los días al mismo decidí empezar a comprársela un día a uno y otro día a otro, a ver si alguno me la ponía más barata o me daba trabajo, pero tampoco pude sacar nada de dinero. Entonces fue cuando pensé que si le cogía la leche cada día a un animal y una explotación distinta, ningún ganadero se percataría de que le faltaba leche.

—Pero, Juanito, ¿por qué has hecho eso? —preguntó María

—Por favor, espera, mamá.

—Eso, espera María, a ver si nos convence su historia, porque esta segunda parte no la veo muy clara —comentó Inocencio.

—Entiendo que, dicho así, lo más fácil es pensar que lo que he hecho ha sido robar la leche, pero no es así. —Juanito sacó de la caja otra bolsa con dinero, la abrió y cogió un papel de dentro que tenía muchas anotaciones—. Aquí tenéis todo el dinero que no he gastado pagando la leche, y aquí las anotaciones diarias de donde he cogido la leche. Estas eran para pagar a cada uno de los ganaderos en el momento que yo empezará a trabajar. Puede que no sea lo más correcto, pero era la única salida que encontré para ayudar.

Inocencio cogió el papel y, con lágrimas en la cara, no pudo articular palabra. Luego se levantó, cogió en brazos a Juanito y le dijo:

—Serás un gran hombre y una excelente persona, como lo fue tu padre. —Esas palabras hicieron que Juanito se echara a llorar.

Después de las explicaciones y de la emoción vivida por el intento de ayudar de Juanito, tenían que devolver el dinero a los ganaderos y pedirles disculpas por ello. Justo cuando estaban decidiendo quién lo haría Inocencio quiso decirles algo antes de marcharse.

—Juanito, entiendo que solo vistes ese camino. No es el más adecuado, pero sabiendo que ibas a devolverlo todo, no creo que ninguno de mis compañeros tome represalias contra ti; de eso me encargo yo, así que dos cosas: el dinero se lo devolveré yo a todos. Les explicaré la situación y te aseguro que todos la entenderán, no habrá ningún problema. Y la segunda es que a partir de hoy mismo, si tu madre lo permite, quiero que vengas todas las tardes después de terminar el colegio y los deberes a mi casa a ayudarme con el ganado. Por las mañanas, como veo que no te cuesta madrugar, también me ayudarás con el ordeño, que se te da muy bien.

En ese momento todos empezaron a reírse, incluido Juanito.

—Por mi parte no hay ningún problema Inocencio —dijo María.

Manuel asintió con la cabeza, también daba el visto bueno. Y la cara de Juanito lo decía todo. Era muy feliz, por fin podía ayudar a su familia y cumplir con el deseo de su padre.

—Por último, me gustaría pediros a todos un favor. —Todos asistieron a las palabras de Inocencio—. No me llaméis señor Inocencio ni me habléis de usted, que me hacéis más viejo. Juanito te espero esta tarde, y venga, que llegas el último al colegio. —Juanito cogió el gorrión y lo dejó en su jaula; se colgó la mochila y repartió besos y adioses, incluido al señor Inocencio. Este, justo antes de despedirse, cogió el papel de las anotaciones y sacó una parte del dinero y se lo entregó a Manuel. Sabía que si se lo entregaba a María, esta no lo aceptaría—. Manuel, esto es un regalo mío. Quiero que lo aceptéis como un regalo de Reyes, te lo pido por favor.

Manuel, emocionado por el gesto, se levantó y le dio un fuerte abrazo a Inocencio.

—Gracias, mil gracias por haber entendido el gesto de mi hermano, y otras mil gracias por ser tan generoso.

—Bueno, me marcho, que yo no estoy acostumbrado a tantas emociones en tan poco tiempo. Lo dicho, cuidaré de vuestro Juanito como si fuera hijo mío.

María se levantó, le dio un abrazo y le dijo:

—Estaremos siempre agradecidos contigo, Inocencio.

El ladrón de la lechera

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