Читать книгу El ladrón de la lechera - Miguel Ángel Romero Muñoz - Страница 14

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Capítulo 6

Una vez recuperado de tantas emociones, se marchó para su casa. Pronto llegaría Juan —él se negaba a llamarlo en diminutivo, puesto que su comportamiento era ya de adulto. Cuando llegó a casa Juanito ya lo estaba esperando. Ambos entraron e Inocencio le explicó dónde estaba todo lo que iba a necesitar para realizar su trabajo.

—Por ser el primer día, te voy a ayudar, Juan. Pero mañana tienes que hacerlo tú solo. Es fácil y tú eres un tipo listo.

—Intentaré hacerlo lo mejor que pueda y lo antes posible, señor Inocencio.

—Hoy te lo permito, pero mañana no quiero volver a escucharte decir señor Inocencio, por favor.

—Vale, es que se me escapa. También haré el esfuerzo.

Inocencio iba explicándole a Juanito lo que tenía que hacer y así pasaron la primera tarde juntos. Una vez que terminó, Inocencio le dijo que se lavara y pasara a la casa antes de marcharse. Cuando Juanito entró, Inocencio le tenía preparada una cesta. Este no podía adivinar lo que contenía, ya que estaba tapada con un paño.

—Juan, aparte de tu sueldo, que ya lo hablaré con tu madre y con tus hermanos cuando baje al pueblo, también podrás cenar aquí conmigo cuando te apetezca, y los fines de semana que quieras, y no tengas que estudiar, puedes subir a la casa. Como hoy es el primer día, y de todo esto quiero hablar con tu gente, aquí llevas tu cena. Mañana será otro día.

—Muchas gracias, Inocencio. Muchas gracias.

—No las merece, aunque a decir verdad, sí. Por fin me has llamado sin el señor delante. Eso es un adelanto. Por cierto, para que no tengas excusa a la hora de realizar tus labores, toma una llave de la casa para cuando yo esté ausente por cualquier motivo,

Aunque a Juanito todo le estaba sorprendiendo para bien, lo de la llave lo había dejado fuera de juego. Era increíble que, sin apenas conocerse, le estuviera dejando la llave de su casa. Él no tenía ni la de su propia casa. Juanito agradeció el gesto y se marchó al pueblo. No quería llegar muy tarde a su casa, no porque se le hiciera de noche —él no tenía miedo a la oscuridad—, sino para que su madre no se preocupara, no le gustaba darle disgustos. Por el camino le echó un vistazo a la cesta, pero estaba tan llena que solo pudo ver lo que había en la parte superior. Del resto no se veía nada, así que prefirió no tocar y ya verlo tranquilamente en casa con su madre y con sus hermanos. No podía imaginar lo que había en su interior. La sorpresa sería igual o mayor que el día que había llevado, o algo más que agradable.

Cuando le estaba contando a su madre todo lo que le había dicho Inocencio, empezaron a llegar sus hermanos. Todos se sorprendieron mucho al escuchar lo que Juanito contaba. Manuel se sentía muy orgulloso de su hermano pequeño y, por supuesto, muy agradecido de todo lo que estaba haciendo aquel hombre por ellos.

Una vez terminada la explicación, tanto del trabajo como de lo que le había dicho Inocencio, Juanito cogió la cesta del rincón en el que la había dejado al entrar, la puso en lo alto de la mesa y le pidió a Manuel que le echara un vistazo.

—Pero, Juanito, ¿esta cesta quién te la ha dado? —preguntó Manuel.

—Inocencio. Por lo visto es mi cena. Aparte del sueldo, me ha dicho que todos los días, cuando termine el trabajo, si quiero, puedo quedarme a cenar en la casa.

—¿De dónde ha salido este hombre? No es habitual tanta generosidad, pero teniendo en cuenta a nuestros vecinos, que son buenísimas personas, parece ser que vamos a conocer a otro igual. Pero Juanito si esta fuera tu cena, estarías cenando unos cuantos días. Mirad todos lo que le ha dado Inocencio.

—Manuel, lo que venga será para todos. Mañana le diré al señor Inocencio que, si me puede dar la cena para tomarla aquí en casa, lo prefiero. Así podrás repartir la comida como hasta ahora has hecho tú siempre.

Manuel acarició la cabeza de Juanito y le guiñó un ojo, un gesto que siempre le hacía cuando le gustaba su comportamiento. Empezó a sacar el contenido de la cesta. Nunca habían visto tanta comida junta; ni siquiera era capaz de recordar cuándo fue la última vez que comieron algo de la matanza, no estaba la economía para lujos.

La risa nerviosa, sumada a la emoción provocada por tanta comida, provocó en ellos tal parálisis que no sabían qué hacer. Fue María quien los desbloqueó, esta vez con lágrimas contenidas.

—Juanito y Manuel, por favor, acercaos a la alacena y traed lo que hay en la estantería. —Todos esperaron a que volvieran de la alacena. Cuando regresaron cargados con pan, queso y toda la comida que les habían traído sus vecinos, María volvió a hablar—: Gracias, Juanito. Gracias por ser como eres, gracias por seguir los consejos de tus hermanos, y gracias por ser tan buen chico. Si tu padre estuviera aquí, se sentiría el hombre más orgulloso y afortunado del mundo, porque así es como yo me siento hoy y todos los días. También por tener una familia como la que tengo, porque teneros a ustedes a mi lado me llena de extrema felicidad. —María contuvo las lágrimas como pudo—: Mis niños, hoy no tocar llorar, hoy toca disfrutar de todo lo que nuestros vecinos nos han traído y darles las gracias a todos ellos cuando los veamos y, por supuesto, a vuestro hermano Juan, que ha dejado de ser un niño para convertirse un gran hombre, como todos vosotros.

Todos rodearon a Juanito, lo abrazaron y lo besaron. Este se sintió como nunca jamás se había sentido, como alguien importante. Como había dicho su madre, como un hombre. Aquella noche degustaron un poco de todo, pero sin gula. Sabían que los tiempos seguían siendo difíciles y no estaban para derrochar nada. Con aquella comida podían cenar unas cuantas noches.

Después de la cena, como hacían casi todas las noches, se quedaron charlando un rato, comentando todo lo que les estaba pasando. Aunque Juanito se sentía un hombre, Manuel lo mandó a la cama, ya que al siguiente día tenía que madrugar. Ya eran obligaciones de verdad. Juanito ni rechistó. Estaba tan cansado que se acostó y no escuchó nada de lo que hablaban. Había sido un día muy intenso.

Como Juanito les había adelantado, una de esas tardes el señor Inocencio bajaría a hablar con su madre y con Manuel. Tras consultarlo con su madre, todos decidieron comprar una botella de vino en la taberna como gesto de agradecimiento. No estaba la cosa para malgastar, pero su padre siempre les había dicho que ser agradecido era de ser bien nacido, y así lo hicieron.

Como las últimas mañanas, en las que Inocencio había estado esperando escuchar a su particular ladronzuelo, así lo escuchó llegar, con el ruido metálico de la lechera y el canto del gorrión. Juanito entró por la puerta, lechera en mano y con el pequeño albino al hombro.

—Buenos días, Inocencio.

—Buenos días, Juan. Has llegado muy temprano. Pasa que vamos a desayunar antes de empezar con el ordeño.

—Muchas gracias.

Los dos desayunaron con tranquilidad. Juanito no comía, devoraba. Pedía permiso cada vez que quería coger algo. Inocencio asentía y sonreía, hacía mucho tiempo que no se sentía así.

—Bueno, Juan, vamos a la tarea, que se nos hace tarde. Esta vez no tengo que enseñarte nada, esto sí que sabes hacerlo. —Y entre risas pasaron la mañana como si se conocieran de siempre.

La semana pasó muy rápida para Juanito. La vida le había cambiado: de la negativa de sus hermanos a que trabajara a estar trabajando, y encima, como le decía Manuel, con una gran persona. En cuanto a Inocencio, él también estaba muy feliz: de estar solo casi todos los días a tener a aquel chico que, además de ser buen trabajador, simpático, risueño y agradecido, lo hacía muy feliz, aunque esto último Juanito no lo sabía.

La familia Rodríguez se sentía afortunada por haberlo conocido, pero ese sentimiento era mutuo.

El ladrón de la lechera

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