Читать книгу 4 grados bajo cero - Nacho García Nas - Страница 11
ОглавлениеCAPÍTULO 4
MIEDO
Cuando quieres mucho a una persona sientes felicidad, pero también miedo, un miedo a perderla que nunca antes habías sentido. Porque ya es algo tuyo que no quieres que nada ni nadie te lo arranque. Ese miedo solo lo he sentido con Lidia… y ahora con Marc. Justo en eso estoy pensando mientras alzo el brazo para responder al lejano saludo de Hugo al tiempo que me aproximo a él esquivando otras mesas.
Y ahora que, según intuyo, él está a punto de recibir un duro golpe sentimental, me contagio de su previsible malestar anímico mientras me sobrevuela la letra de una inolvidable canción de M-Clan:
Miedo
de volver a los infiernos,
miedo a que me tengas miedo,
a tenerte que olvidar.
Miedo
de quererte sin quererlo,
de encontrarte de repente,
de no verte nunca más.
Hugo me recibe con un fuerte abrazo. Lleva un look algo desaliñado, unas gafas de pasta que no le había visto y una barba que está lejos de ser esa que se deja todo el mundo ahora.
Sí, miras a cualquier grupo de chavales y todos lucen el mismo estilo de poblada y cuidada barba lejana a ese dejar de afeitarse en tres días que era tendencia hasta hace bien poco. Tras los cristales de sus gafas no es complicado ver unos ojos ligeramente enrojecidos, acolchados por unas ojeras provocadas por la falta de sueño que me son tan familiares que podrían decirse que son hermanas de las mías.
—Ye, ¿qué pasa, tío? Cuánto tiempo… ¿Cómo está Lidia, bien? ¿Y el crío? Me acuerdo mucho de vosotros y eso, pero luego, claro, resulta que entre unas cosas y otras, ya sabes.
—Sí, tío, todo bien, pero… ¿y tú, qué? Joder, cuéntame, ¿qué pasa? Me apetecía verte desde hace tiempo, con o sin parejas, pero no sé, el corazón se me ha salido del arcén cuando me has escrito ese whatsapp.
—Ya, bueno, las cosas no van bien, ¿me entiendes?
—No, no entiendo nada hasta que no me expliques. A nadie le van del todo bien las cosas, pero… ¿Ha pasado algo con Nuria?
—Yo que sé, no sé, me parece que se ha desenamorado o algo de eso. Quiero buscar a alguien que tenga la culpa de todo. Un compañero de trabajo guaperas, unos cuernos que yo le haya puesto, una traición de algún tipo…Y la verdad es que no sé, pero noto en su mirada que cada vez estamos más lejos, que ya no ve en mí al chico de quien se enamoró hace años.
—Joder, Hugo, qué putada… pero, vamos a ver, ¿dices que no hay ningún motivo especial?
—No, eso es lo peor. El otro día me acordé de esa canción que tanto nos gusta de Extremoduro, la de Dulce introducción al caos. Recuerdo que estuvimos analizando cuando dice algo así como que él, si está con ella, no necesita nada más, no tiene ambición ni nada que reivindicar…
—Ya, sí, me acuerdo, pero eso está bien, a su lado es feliz y… Sí, pues ponme una cerveza también. ¿Alhambra? Perfecto, gracias. Pues eso, que...
—¿Y si me he acomodado? ¿Y si se me ha olvidado empatizar con lo que ella quería al estar yo a gusto?
—Pues, puede ser, no sé, pero os conocéis de toda la vida, lleváis saliendo desde que teníamos dieciséis o diecisiete años. Tiene que existir una explicación.
Supongo que hablo por llenar el silencio. Sé que quiero ayudarle en algo, pero quienes hemos pasado por algún corte de esos que tardan en cicatrizar sabemos que la búsqueda de un porqué es el ojo del huracán que arrasa la razón, el triángulo de las Bermudas por donde se pierden para siempre los barcos en pleno desvarío.
Cuando no hay una respuesta que encuentras en menos de diez segundos, un causa-efecto fácil de entender, es que la relación está llena de notas con indicaciones que se te pasó ir leyendo hace años y por mucho que te devanes los sesos a diario, despertaras cada día tan perdido como el protagonista de Memento, intentando encontrar hilos de los que tirar, cuerdas que nunca llegan hasta tu regalo de feria, sino a tristes premios de consolación que no resuelven nada ni te ayudan a salir del laberinto. Y cuando una relación se rompe sin claros culpables estoy convencido de que tiene que ser así, de que aunque volvieras atrás para no levantar la voz en aquella cena, prendiendo la mecha a esa dinamita de reproches, o te teletransportaras a algún momento amargo para cambiarlo por la intención de sorprenderla con algo que le hiciera ilusión… todo sería en vano. Ambos universos, el del pasado y el del presente, volverían a cruzarse deviniendo en la triste realidad actual. En esa ventana rota por la que se cuela el gélido destino, en la sensación incómoda de que cuando las cosas suceden es por alguna razón.
—No creo que haya una respuesta concreta. Tal vez no hice caso a aspectos que para ella eran importantes, quizá la lluvia de los años me ha ido destiñendo y ahora soy un tipo gris al que Nuria no…
—Eres una de las mejores personas que conozco, Hugo, siempre te lo he dicho.
—Ya ves de qué sirve, las tías se van con los malos…
—No me jodas, las tías se van con los malos cuando tienen quince años, lo mismo que hacíamos nosotros, pero a nadie le mola salir con una mala persona.
—Pero es lo de esa canción, joder, que yo me he conformado, como un perro tirado a sus pies… y las mujeres son inteligentes y… tienen inquietudes… y sus ojos se abrirían y ella vería que yo no podía darle más.
—Oye, una cosa te voy a decir, si algo se rompe es cosa de dos, no me jodas, que una cosa es que seas buena gente y otra que cargues tú con todas las maletas.
—No sé… y pienso en Lucía… y me vengo abajo, tío… ¿Qué hago yo sin mi hija?
—Bueno, Hugo, tranquilo, lo primero es intentar arreglar las cosas si es que se puede, me refiero, en qué punto está exactamente todo porque no me estoy enterando bien… ¿Hay un desencadenante de todo, o lo habéis dejado, o es tomarse un tiempo o qué?
—Perdona, es verdad, no estoy muy centrado. Resulta que este verano fuimos al chalé de sus padres y estuvimos unos días con ellos, que la cosa estuvo bien… y luego tres días los tres solos…
—Ajá.
—Pues resulta que Lucía estaba en casa de unas amigas y nosotros nos quedábamos solos. Se supone que era de puta madre para intentar bañarnos, hablar, tener cierta intimidad, hacer alguna locura. Pues nada, apenas hablábamos y, de lo otro, pues me fui dando cuenta de que siempre le entraba yo y ella no quería ni darme un beso…
—Joder, claro, si no había ni comunicación, pues como para echarse a nadar sin agua…
—Ya, no sé, empezamos a discutir y a echarnos un montón de cosas en cara. Luego me disculpé, pero ella se quedó llorando y yo me fui a pasar la cortadora de césped apretando los dientes para no romper a llorar también.
—¿Y al final qué, pudiste intentar arreglarlo?
—Sí, bueno, somos personas civilizadas y educadas, desde luego, guardamos las formas en cuanto apareció Lucía, pero sé que el final está cerca.
—Vamos, no me jodas, pero… pero entonces, ¿no habéis roto ni nada, no? Quiero decir, que todavía estamos a tiempo de reconducir este meteorito y que no explote en la Tierra, ¿no? Habla, tío, estamos a tiempo, ¿no?
Hugo sonríe sin ganas ante lo que pretende ser tan solo un modo de animarle un poco al utilizar la jerga de esas películas de acción que tanto habíamos parodiado hace años.
—Creo que esta vez no hay quien nos pueda salvar, Capitán.
—¿Te acuerdas de que cuando éramos unos chavales cualquier problema lo arreglabámos nosotros mismos como El equipo A?
—Sí, pero ahora ya ni siquiera nos vemos, tío, cada cual tiene sus historias. No sé nada de Jota ni de Mike y de ti de milagro, la vida nos atropella y luego nos arrastra.
—Lamentable que tengamos que vernos por este motivo, sí, pero oye, me refiero a que puedes contar conmigo para lo que necesites, estoy seguro de que podemos hacer algo, pero tiene que ser rápido, seguro que existe algún resquicio por el que volver a ella...
Mientras le estoy diciendo aquello, pasa de puntillas por mi memoria una estrofa de Sin ti a mi lado, de Ismael Serrano, que siempre baila triste en mi cabeza:
Mañana será tarde si vienes a buscarme.
Mira en tu buzón, dejé un mensaje.
No todo está perdido, encuéntrate conmigo,
tú bien conoces el camino.
—¿Un resquicio? Joder, chaval, parece que hablemos de encontrar el punto débil del monstruo de un videojuego en plena última pantalla…
—Oye, que Nuria no es tan fea, Hugo —digo intentando arrancarle la muela de una sonrisa.
—Ja, ja, bueno, está bien. Yo me animo a subirme a cualquier tren que me lleve de regreso a casa.
—¿El tren de la bruja, tal vez?
—¡Cabrón! ¿Tú no estabas aquí para ayudarme?
—¿Yo? Ni de coña, yo venía para tomarme una cerveza con un colega, ja, ja.
Por fin consigo hacerle reír. Está muy jodido. Solo recuerdo haberle visto una vez así, cuando perdimos un partido de fútbol sala en cuartos de final en la Semana Deportiva que organizaba el polideportivo cercano a nuestra urbanización. Sí, fueron unos veinte minutos duros de aquella tarde de verano. Después, fuimos a su casa a jugar a la consola y se nos olvidó rápidamente. Claro, teníamos quince años y en esa época bastaba distraernos con otra cosa para que se borrara de nuestra mente por qué «llorábamos». Vaya, ahora que caigo es lo mismo que hago con Marc, lo que me indica que somos unos críos hasta como mínimo los veinte, cachorros perdidos que aún buscan ser amamantados cada noche por una loba distinta, columpiándose entre los árboles deshojados de la inmadurez y la promiscuidad.
Ahora que estoy tratando de sacar del mar a Hugo y arrastrarlo hasta la orilla, me acuerdo de una vez en que unos chavales me atacaron por la espalda, me empujaron contra unas vallas y me pegaron una paliza a la salida de una discoteca, frente a la parada de un autobús. Yo, que a día de hoy aún no sé por qué recibí aquella estampida de patadas por todo el cuerpo, me levanté como pude a tiempo de ver cómo Hugo, Jota y Mike encendían el ventilador de puñetazos para espantarlos de allí… Sé que no me dolieron entonces aquellos golpes, puede que por la combinación entre adrenalina y alcohol, pero la reacción de mis amigos para defenderme sí se me quedó marcada y no se me ha olvidado jamás. Estaban ahí, como siempre… y es en lo único que podía pensar montado en ese bus cuando volvía a casa con la cara hinchada y la camiseta rota… en eso y en el susto que se llevaría mi madre.
Vengo a contar esto porque se supone que en otro tiempo éramos un grupo compacto, un equipo que siempre daba la cara por cada uno de sus integrantes… éramos amigos. Sí, dicen que la amistad y el amor están sobrevalorados, pero yo creo que la capacidad de ambos todavía ni se conoce. O eso o que aquella paliza me dejó secuelas, que todo puede ser, la verdad es que no digo que no.
—Yo siempre he pensado que Nuria es para ti, que estáis hechos el uno para el otro. No sé, toda la vida os habéis complementado de puta madre.
—Y eso que al principio no te hizo gracia por ser amiga de Sara.
—Bueno, cuando salí con Sara, sí, luego se me hizo algo raro, lo reconozco.
—Me acuerdo de que estuvimos un tiempo sin hablarnos demasiado, como si hubiéramos discutido o algo.
—Joder, es que la sombra de Sara fue alargada. Con decirte que me costó volver a escuchar a Manolo García… hasta que ya lo logré, claro.
—¿En serio? Ja, ja. Pues he leído que hace muy poco ha cumplido 61 tacos.
—¿Quién? ¿Sara? Joder, cómo pasa el tiempo...
—No, capullo, Manolo García. ¡Y oye, está hecho un chaval, qué caña sus conciertos!
—Sí, qué gozada que todo el mundo hable bien de ti y seguir siendo un espíritu libre que hace disfrutar a tanta gente con su música.
—Ya te digo. Oye, ¿y de Sara no sabes nada de nada?
—No, ni me interesa, créeme.
—Ya, bueno, está claro, pero… no sé, ¿no has husmeado por Facebook y todo eso a ver qué es de ella?
—No, ya te digo que tengo el DeLorean aparcado. Ahora para mí viajar en el tiempo es ver crecer a mi hijo. Además, Sara no tiene Facebook.
—¡Coño, entonces sí la has buscado! ¡Te pillé!
—Ja, ja… bueno, no, o sea, sí, siempre hay algún rato muerto en el que sin querer cotilleas un rato entre antiguos alumnos, sugerencias de amigos, peticiones de amistad.
—No, ante mí no tienes que justificarte.
—Ya ves, a estas alturas.
—A ver, pero imagina que está aquí en este bar y te dice: «Vamos a echar un polvo, por los viejos tiempos».
—Sí, es muy probable que eso pase, Hugo… En fin. Mira, de todos modos, en los viejos tiempos que dices tú, no hubo polvo, así que…
—Joder, no me acordaba, estuviste colgado de Sara, saliste con ella y no llegaste a...
De pronto, la cara de Hugo se ensombrece porque empieza a hacer memoria y viene a su mente un accidente en moto y cómo aquel duro pasaje nos unió y nos separó… para quizá volver a unirnos, tal vez para separarnos para siempre, ya que con Sara me había tirado media vida yendo y volviendo, con encuentros y desencuentros que me impedían avanzar. Finalmente, tras algunos años, Lidia apareció al final del camino y me liberó de todo aquello, encharcando de luz la oscuridad de mis calles. Limpiando las sombras y consiguiendo por fin que fuera feliz.
Hugo me mira y comprende que es mejor cambiar de tema, aunque sus comentarios me han traído al primer plano varias secuencias mentales de aquel tiempo, con su magia y sus penurias, con su ilusión y sus desengaños. Una época inolvidable a la que alguna madrugada aún llegan trenes que salen de la estación de mi memoria.
—Bueno, Hugo, ¿entonces qué? ¿Me vas a dejar ayudarte con Nuria? Estoy convencido de que quizá entre todos podemos dar con la clave que haga que...
Mientras hablo siento que la llama de una idea comienza a encenderse en mi pecho. Imagino que tal vez puedo intentar localizar a Jota y Mike, reunirnos todos, reír, hacer que Hugo remonte, orientarle, dibujarle un mapa que le haga encontrar lo que pretende. Una parte de mí quiere reunir a todos sin más; la otra se convence de que si sumamos todos nuestros cerebros tal vez hagamos uno y así demos con la mejor estrategia para ganar un partido que, tras ver el semblante de Hugo, se me antoja como vencer a un gigante.
—¿Has pensado en una carta, Hugo?
—¿Cómo? ¿En serio crees que estoy para trucos de magia en este momento?
—No, idiota, una carta carta, ya sabes. Sí, hoy en día a las parejas nos cuesta hablar y cuando exponemos nuestro argumento, solo deseamos que la otra parte nos dé la razón, que nos comprenda, pero a mitad explicación ya nos están cortando… Y eso en una carta no sucede.
—Ya, pero yo no sé expresarme bien por escrito, no lo veo claro, tal vez si me echas una mano tú, puede que funcione.
—No, joder; o sea, sí, yo puedo escribirte lo que necesites pero si no lo haces tú no tiene valor y ella notará que no es tuyo. No, hacer un Cyrano no creo que quede bien. Oye, ¿y si le grabas un vídeo? Te grabo yo mismo, si quieres.
—No sé, ¿pretendes que improvise ahora?
—Como quieras.
—Pues espera que me pido otra cerveza y lo intento.
Mientras Hugo se prepara para la grabación envío un «whats» a Lidia disculpándome por el retraso, pero ella sabe cómo está el tema con Hugo y lo comprende.
—Al loro, Hugo, a la de tres grabo: una, dos… y tres.
—Hola, Nuria, ¿qué tal? Mira, estoy aquí en un bar con…
—Déjate de historias, Hugo, concreta, qué más doy yo ahora, ve al grano. A ver, lo intentamos: una, dos… y tres.
«Hola, Nuria. Mira, cariño… yo, yo no sé qué decirte, o sea, sé que hago muchas cosas mal y que, no sé, que a veces seguramente te desilusionas o quizá piensas que no te entiendo. Joder, yo también sufro y, bueno, eso da igual, me refiero a que yo creo que tú y yo aún no hemos escrito nuestra última línea. Y a veces te digo que ya no hacemos bien nada juntos, pero no es verdad, porque luego miro a Lucía mientras duerme y pienso que hemos hecho algo precioso. ¿Y por qué dejarlo ahora? Me gustas desde que tenía quince años y salir contigo ha sido, o sea, es… una pasada, y nunca te lo digo, pero continúo pensando igual. Porque os quiero a las dos. Sí, creo que hace mucho que no nos lo decimos, pero te quiero, te quiero incluso cuando estás reprochándome algo que no he hecho bien, cuando discutimos, cuando nos alejamos… te quiero incluso ahora, que ya no sé cómo decirte que tengo miedo a perderte porque sin ti me quedaré a oscuras… y necesito tu luz y la de Lucía para seguir…».
Ahí Hugo se detiene para llorar sobre mi hombro y solo entonces me doy cuenta de que está aún peor de lo que pensaba. De que aquello es el mundo real. Pienso en qué sucedería en mi cabeza y en mi corazón si, de pronto, algo resquebrajara las cuerdas que me unen a Lidia y a Marc, si una piedra rompiera el cristal que nos protege dejando que llueva afuera. Ahora Hugo está calándose hasta los huesos en la fría noche y yo tan solo puedo abrazarlo. Ya no sirve hacerle reír un poco, necesita ayuda y me veo desbordado, con ganas de hablar con mis hermanos para pedirles consejo, pero sobre todo, con el firme propósito de encontrar a Jota y a Mike cueste lo que cueste, porque ver tan abatido a Hugo me deja sin palabras.
—Lo siento, tío, lo necesitaba, no pensaba que fuera a ponerme tan dramático, pero me he desahogado, me ha venido bien.
—Sí, y créeme, lo que has dicho sobre Nuria y Lucía es precioso. No sé si volveréis o no, tío, pero siéntete orgulloso de sentir todo eso. Tienes toda mi admiración, si eso te sirve de algo.
—Gracias, tío. No sé, creo que debería volver por si llama Nuria. Aunque la casa se me hace enorme, ahora que ella y la niña han ido a la de su tía a pasar unos días.
No sé cómo animarlo, así que le suelto que todo irá bien y que tenga esperanza, que tal vez esos días vengan bien para que se echen de menos. La verdad es que me entran ganas de acompañarlo a casa y decirle que desempolve la Play para echar unas partidas al juego que sea, pero como antes decía, esas medicinas ya no curan igual que hace años del mismo modo que ahora tres o cuatro cervezas provocan que a la mañana siguiente te despiertes con una tonta sensación de resaca.
Cuando llego a casa me pego una ducha y me cuelo entre las sábanas para abrazar con fuerza a Lidia. Lo cierto es que ver tan de cerca el abismo hace que aprecies lo que tienes en casa y sepas que cada conquista del pasado no te asegura el éxito en el presente. No importan los trofeos de tu palmarés, ya que cada jornada comienza un nuevo partido para el que no puedes despistarte. Las yemas de mis dedos inician un ligero patinaje que provoca un estremecimiento en la piel de Lidia. Beso dulcemente su cuello hasta despertarla, pero el pequeño placer que la invade logra que no se enfade por robarle el sueño. Mis labios continúan resbalando por su vientre y la libero de su ropa interior. Entonces, caigo en el vaivén de sus caderas buceando entre sus muslos mientras ella se muerde una mano para evitar que un grito llame a la puerta del cuarto de Marc… y luego subo hasta su boca que muerde la mía. Después, gira y se lanza sobre mí, con las manos apoyadas en el cabecero de la cama. Está salvajemente preciosa. Yo podría quedarme a vivir ahí adentro. Eternamente. Feliz.
Aceleramos, sudamos, volvemos a girar el timón de nuestros cuerpos varias veces hasta que, finalmente, caemos rendidos con los ojos clavados en el techo, exhalando media vida a través de una respiración entrecortada que poco a poco recupera el resuello, sintiendo volver el aliento mientras nuestras cabezas se ladean para que las miradas vuelvan a besarse.
Felicidad. Pura felicidad no comparable a nada.
En ese instante, Marc rompe a llorar. Le digo a Lidia que descanse, que ya voy yo para compensarle el haberla despertado. Ella me dice que tengo que quedar más con Hugo si voy a volver así de animado, y se duerme con una sonrisa.
Me siento junto a Marc y extiendo el brazo para que tome mi mano. Eso le relaja. No tarda en volver a dormirse más de diez minutos, pero yo tengo la historia de Hugo grabada en la cabeza. Aquello podría pasarme a mí. Da igual tus años de experiencia en la pareja, ya que, de pronto, a pesar de creerte con contrato indefinido, te ves en la calle sin saber por qué… Demoledor desahucio sentimental del que cuesta recuperarse.