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CAPÍTULO 2

MENSAJE EN UN BIBERÓN

Tengo el recuerdo de este año que casi ha pasado desde que nació Marc como de un gran biberón, como una de esas botellas en las que hay un barco dentro. Y a veces me da la sensación de que soy ese barco, sin saber explicar bien cómo he acabado aquí, tan rápido, tan a la deriva y a la vez con tan poca capacidad de movimiento en las entrañas de ese gran biberón. Es una reflexión absurda porque tengo todo lo que he elegido, soy feliz y no puedo estar más satisfecho con cada paso que he dado hasta aquí.

La verdad es que tenía cierto miedo, no lo dudo. En esta constante batalla aérea que son las parejas, me llegan noticias bien cercanas de muchos buenos pilotos que son abatidos y caen sin remedio. Yo nunca he podido comprender que alguien se lance a tener un hijo sin que la relación esté atravesando un buen momento, porque de pronto, cuando el bebé no ha cumplido ni un año, la pareja decide separarse y casi siempre de malos modos. Para quien trate de resucitar un sentimiento que empieza a caminar de manera errática y parece herido de muerte, considero que es un gran error, la versión amargamente real de esos culebrones machistas en los que la chica se quedaba embarazada para atar al hombre que amaba. Al parecer, hay parejas que cuando se están hundiendo, en lugar de hacerse con un tablón o un salvavidas, piden que les echen un crío al mar para aferrarse a él y seguir a flote.

Y digo que tenía miedo porque, lejos de esas locas ideas propias de gente que pone corazoncitos en las íes en lugar de puntos y vive en ese mundo de fantasía opinando chorradas en la línea de que «un bebé une mucho»... lo cierto es que un niño es una bomba de relojería dispuesta a poner a prueba cada uno de tus nervios.

Como me dijo una vez Jota hace años cuando Hugo, primero del grupo en estrenarse en eso de la paternidad, tuvo a la niña:

—No sé, creo que si Yoda hubiera tenido un hijo hablaría de puta madre, en serio, no parecería que está siempre a tope de manzanilla y Valium rollo ralentizado.

—¡Qué va, todo lo contrario, Yoda con sueño acumulado sería aún más jodido de entender!

—¡Coño, es verdad! Uf, solo te digo una cosa: yo no voy a ser padre nunca, y eso que siempre he querido hacer un Vader y soltarle la frasecita a mi hijo, pero me da pereza tener el niño, luego irme de casa para que no me conozca y aparecer en plan sorpresa años más tarde...

—Claro, Jota, demasiado tiempo y dinero invertidos en una pequeña parodia.

—Bueno, no descartemos nada, aunque no te recomiendo que tengamos hijos…

—¿Tú y yo, Jota? ¿Es que quieres decirme algo?

—No, idiota, pero mi consejo ser que tú no tener hijos debes si conseguir dormir quieres… El lado oscuro del amor siempre fue poderoso en ti, pero estar alerta debes.

—Gracias, Maestro, lo tendré en cuenta...

—Hostia, es que Hugo está con unas ojeras que parecen un escroto…y para ir a juego se le están poniendo ojos de huevo, ja, ja... ¿Te acuerdas del chiste aquel del tipo que decía «¡Joder, de pequeño El Coco… de mayor, la coca! ¿Cuándo coño voy a dormir?»? Ja, ja… pues a Jota se le ve igual de estresado, ja, ja…

En aquellos años era fácil descojonarnos de todo. Cuando éramos pequeños y alguien se echaba novia era como una deserción al grupo, pero cuando íbamos cumpliendo años y la cosa llegaba a boda ya era más serio, había que asumirlo. El partido había terminado. El bar cerraba la verja metálica y en la terraza ya no habría mesitas y sillas repletas de risas y jarras de cerveza. Una invisible mano gris acartonaba las estampas veraniegas y una fina pátina de escarcha pintaba los recuerdos de juventud con la brocha gorda de la madurez.

Con todo, las risas y los chistes aún podían lanzarse como piedras contra el estanque de quien se había casado o se iba a vivir con su pareja, con falsos enfados que reclamaban atención y denunciaban las ausencias en lo que era una declaración de amor a los amigos en toda regla. Se echaba de menos a cada uno de los que se iba borrando del mapa, pero era ley de vida, según se decía.

Y sí, tenía miedo de discutir más con Lidia, de que algo no funcionara bien, aunque en el fondo confiaba en que todo iría llegando a buen puerto. Jota siempre me decía que me agobio antes de tiempo. Pero ahora era el momento de saltar otro paso más en la vida, y Lidia y yo estábamos seguros. Vengo a recordar todo esto porque el paso a la edad adulta no aparece cuando un colega se casa ni cuando se va a vivir con su pareja de siempre. Ni siquiera con que ello provoque que cada vez haya menos actores conocidos en el teatro de las madrugadas. No. Eso solamente son pequeños trazos que en sí mismos no se acercan a constituir un retrato de la madurez. La única manera de comprender bien que ya no estás en el mismo bando es cuando nace tu hijo.

Ni siquiera sirve la larga pista de aterrizaje de nueve meses con un programado sistema de iluminación para que identifiques cada paso y seas consciente de que vas a ser padre. No. En ese instante la que lo sufre y lo siente es ella, tú eres solamente un copiloto atento que quiere ser educado, paciente y dar la talla dentro del papel de acompañante.

La vida es una sucesión de papeles: te tocó ser hijo, hermano, amigo, tío, novio… y ahora te toca ser padre. Por fin estará ahí la madurez. Y, de pronto, cuando sostienes a tu hijo por primera vez o le ves la cara, algo se quiebra en el cerebro, se enciende una llama en tu mirada que no se apagará ya mientras vivas y notas un abrumador peso en la espalda: la responsabilidad. Una inexplicable felicidad te aturde y marea… y los nervios sacan a bailar al cansancio, que queda con la risa tonta, que invita a tocar al sueño… Y ahí estaba Marc o, lo que es lo mismo, el principio de la madurez. Y nunca se está preparado para lo que viene a partir de ahí.

Primero fue lo de dar el pecho, que finalmente se lo dio Lidia a Marc tras echarlo a cara o cruz entre ella y yo. Me libré por la cara y ella cargó con esa bendita cruz que hizo que aquellos primeros meses tuviera que ir disimulando mis bostezos por empatía hacia mi novia, que estaba mucho más destrozada y dormida que yo. Así, yo aprovechaba para dormir con los ojos abiertos durante el trabajo mientras cerraba una noticia tras otra para el diario, siempre con la inestimable ayuda de Leo, que en poco tiempo se convirtió en un colega imprescindible en mi vida.

Pedir bajas de maternidad y paternidad, pruebas del talón, registros, papeleos, Seguridad Social, ir a pesar al niño a la farmacia cada lunes, preocuparse por todo, contar la edad en meses, despertarnos como si llamaran a filas con cada llantina, hacer un máster en las mejores cremas para la piel, geles, champús, los pañales más adecuados, los termómetros para el agua del baño, los bastoncillos para los oídos, por no hablar de todo el negocio montado en torno a carros, capazos, Maxi—Cosi, sillas de paseo, sillas para el coche con o sin anclajes Isofix… Y, claro está, también los edificantes debates a la hora de cenar sobre el color y la solidez de las cacas que ha hecho el bebé a lo largo del día. Después llegó lo de elegir la leche en polvo de biberón que tuviera las máximas garantías nutricionales y nos adentramos en la leche de continuación, y después, de crecimiento, todo ello, cómo no, introduciendo punto por punto las papillas de verdura y fruta así como determinados alimentos en función de lo que iban indicando los pediatras. Y, sí, claro, las consabidas visitas a urgencias cada vez que el bebé parecía acercarse un poco a algo que fuera camino de convertirse en el paso previo a una posible fiebre.

La verdad es que el fenómeno de ser padre primerizo es complicado de desmenuzar y analizar, y cada cual siente su propio latigazo emocional. Yo, que tanto había frenado en mis labios los «te quiero» desde que empecé a salir con chicas, no tardé un segundo en sorprenderme a mí mismo susurrándoselo al vientre de mi mujer mientras acercaba mi oreja izquierda a su enorme barriga… Sí, antes de conocerlo, antes de que se descorrieran las cortinas y saliera al escenario, cuando no era ni un pequeño figurante con frase... ya lo quería. Era raro, maravillosamente raro.

Y a pesar de casi no vivir durante esa primera etapa, con un año en blanco... de tanta leche, logramos sobrevivir durante 2016 y surfearlo con cierto estilo. Las quedadas con los colegas, cada vez más distantes unas de otras, fueron borrándose con naturalidad para pasar a convertirse en citas rápidas centradas en tomar un aperitivo, o en cenas a eso de las 20:00 horas, normalmente con amigos que tenían críos, como Hugo, con quien comenzamos quedando mucho al principio pero de quien no sabía mucho desde hacía demasiado tiempo.

Las noches ya volvían a tener cinco o seis horas, y Lidia y yo mirábamos otra vez la cama no solamente como contenedor de cuerpos cansados colonizado por un pequeñajo que se abría un hueco entre los dos… sino como esa testigo muda —el somier era silencioso y guardaba celoso el secreto de confesión— que tantos momentos de felicidad nos había dado. Sí, en los últimos meses, aunque seguíamos cansados, nos mirábamos de nuevo con cierta voracidad nada disimulada mientras nos lanzábamos promesas y desafíos cara a unas vacaciones que estaban a punto de hacer su acto de aparición.

Los cuatro partidos políticos seguían haciendo el ridículo a la menor ocasión y sus dirigentes, los de la llamada «nueva política» y los de la «vieja», convertían en lamentable cada intervención, girando el timón ideológico según conviniese y pactando constantemente con quien habían jurado no pactar jamás… para después negar tres veces. El caso más flagrante era el del partido del Gobierno, un PP que había aplicado todo tipo de recortes, que estaba hundido hasta las cejas en la corrupción y al borde del embargo judicial y sacaba pecho con la perversa teoría de que el mar mayoritario de votos en esos segundos comicios del 26 de junio de 2016 le absolvía de todo.

Recuerdo la última etapa del gobierno de Felipe González como una de las de mayor corrupción de la historia, con crisis, GAL y demás, algo que parecía difícil de superar… de hecho, leí que Bunbury, vocalista y alma de Héroes del Silencio, un grupo que arrasó también fuera de España en aquellos años 90, contaba en una entrevista que en cada ciudad del mundo a la que iban identificaban a España con esa corrupción y, de ese hundimiento de valores, lógicamente, vendrían temas tan llenos de crítica como Iberia sumergida, entre otros. Pues bien, el gobierno actual, con cierto afán de batir récords tal vez, había superado con creces aquellos tiempos y con especial cariño en la Comunidad Valenciana, con veinte años de poder salpicados de escándalos silenciados y eclipsados bajo focos de grandes eventos.

Y el país se llenaba de grandes salvadores de España envueltos en banderas mientras seguíamos asistiendo al incremento de la precariedad laboral, al aumento de la desigualdad infantil… De pronto, acordándome de lo poco que me importan las banderas, me vino a la cabeza la preciosa frase de Carlos Goñi, de Revólver, en Mestizo: «Solo tengo una bandera digna de sacrificio y es la sábana que cubre el cuerpo de mi mujer...». Lidia y Marc ahora eran mi motivación principal… Lo único que me daba pena es que si todo seguía en la misma línea, la generación de Marc no tenía pinta de gozar de mucho futuro, aunque eso sí, Lidia y yo haríamos lo imposible para que consiguiera algo a pesar de sacrificar muchos aspectos de nuestro presente. Supongo que tras la decisión de tener un hijo está todo lo que vaya en su beneficio y después, ya, si eso, tu pareja, tú y todo lo demás.

Algunas veces releo aquello que escribí hace un par de meses para Marc... o, mejor dicho, para mí sobre Marc. Para no olvidarlo. Para empaparme bien de mi propia teoría y no equivocarme tantas veces.

«Si pudiera driblaría a los lunes, suprimiría los primeros días de clase, me adelantaría a cada golpe para protegerte con mi escudo, te evitaría una ofensa, me bebería tu mal trago, mataría a los monstruos de tus miedos, enviaría a mis tropas de risas cada vez que algo te provocara romper a llorar... Pero ni puedo ni debo hacerte esa mala jugada, porque sería engañarte, hacer trampas para que siempre ganes, que es lo mismo que perder... Y estoy convencido de que la oscuridad nos hace valorar la luz... Te toca llorar. Defenderte. Venirte abajo y arriba. Matar de risa a tus monstruos. Aprender. Vivir».

Marc. Como Mark Landers, mi jugador favorito de Campeones, el eterno rival de Oliver Atom. El nombre lo eligió Lidia, pero pensar que a mí me gustó enseguida por ese motivo me avergüenza y me divierte a partes iguales. Pienso mucho en cómo será Marc más adelante. Es curioso cómo te conviertes en superhéroe de pronto. La visión de tu hijo sobre ti es un auténtico prodigio. Te mira con admiración sin motivo aparente tan solo porque puedes elevarlo o porque tu mano es más grande, quizá porque silbas o cantas, tal vez porque haces algún gesto que él aún no controla. Todo le parece casi milagroso. La manera en que te observa en esa primera etapa es increíble, eres su referencia, su ídolo…

Esa mirada no se olvida y escuchar su risa hace que todo tu mundo se detenga. Lamento que todo eso, según dicen, no dure mucho porque luego cuentan que llega esa etapa en que pasas de héroe a villano por prohibirle cosas y no comprenderle, y ya no te recibirá con un «papá» gigante y se abrazará a tu pierna para que lo cojas y lo beses cuando llegas a casa, sino que tendrás que ir a buscarlo tú a su cuarto para saber si todo va bien.

Y seguramente ahora no te contará de un modo ininteligible con velocidad de metralleta un montón de cosas que tienes que ir ordenando para entender, estará hermético y no sabrás bien cómo acercarte a él, cansado de parecer que tienes un sacacorchos y no lograr descorchar más que monosílabos que no te llevan a ninguna parte. Me viene a la cabeza el clásico Esos locos bajitos, de Serrat, y trago saliva, pero es que sé que el tiempo avanza a gran velocidad y no sé si he madurado o solamente soy un niño que ahora tiene otro niño, y a veces tengo dudas de si sabré ser el adulto que me tocará ser, que ya es momento de ser.

Me da por imaginar cómo será Marc cuando crezca, y sin querer, pienso en mis amigos y en mí. Los comentarios de Leo sobre la publicación de mi novela, en la que contaba las andanzas junto a mis colegas desde que teníamos 15 años hasta la actualidad así como mis encuentros y desencuentros con Sara, me han llenado la cabeza de repentinos recuerdos.

Me acuerdo de que Mike siempre me decía que aquello de escribir la novela era una especie de intento definitivo por reconquistar a Sara, el último hálito del seductor destinado a quien tanto quiso, como si fuera, como diría el bueno de Joaquín Sabina en Que se llama Soledad, eso de «luego arrojo mi mensaje, se lo lleva de equipaje una botella… al mar de tu incomprensión».

Yo me lo tomaba más bien como una amarga y educada carta de despedida en la línea de A quien tanto he querido, de Manolo García. A Jota se la pasé antes de publicarla. Yo solía ser crítico con sus películas, así que temí su valoración. Me llamó el mismo día que se la hice llegar para decirme que la había leído, que se había emocionado mucho, que se había reído y que, sin duda, parecía que escribiendo aquello había dejado escapar todas mis cargas, como si una luz lo hubiese inundado todo y los cuervos del pasado ya no mancharan el presente. Me comentó algo así como que se trataba de una novela terapéutica, que haría reír a quien la leyese, pero que sobre todo era un diván desde el que liberar sombras como la de Sara. Una vez más, supongo que Jota, con esa especie de conclusión zen, tenía razón, ya que escribí la novela para quitarme peso, valorar las buenas cosas que había vivido y, a modo de reconocimiento, para mis amigos, para agradecerles tantas cosas que no se dicen en el día a día. No la presenté ni quise darle promoción alguna. Sé que estaba en alguna librería de la ciudad y si alguien me preguntaba, le daba los datos de cómo conseguirla, pero me contentaba con que hubiese divertido y emocionado a sus principales destinatarios y a mí me hubiera depurado.

Mientras pienso en ello, me da por buscar el grupo de El equipo A en Whatsapp y escribir algo. Lanzo un breve «¿Qué tal estáis todos?» y no obtengo respuesta en todo el día. Además, me doy cuenta de que Mike ha abandonado el grupo y de que Jota lleva meses sin enviar nada. El último mensaje es de hace unos meses y ninguno habíamos respondido. Por un lado, un corto vídeo que había enviado Hugo sobre el «Boobluge Challenge», un reto consistente en beber entre las tetas de una chica. Alguien derrama la cerveza y el otro —o la otra— espera bajo los pechos para no dejar que se pierda una gota. Por otro, una coreografía de culos de unas tipas expertas en twerking.

Definitivamente, la relación de los cuatro está bajo mínimos y eso me entristece. Vale que ya no somos los de entonces, pero algo debe de quedar. Mientras estoy pensando en ello, leo: «Hugo escribiendo…». Me quedo esperando para ver qué dice, pero se lo debe de pensar mejor porque finalmente no envía nada. Bueno, más tarde le llamaré. Aunque debo reconocer que este tipo de frases me las solía decir a mí mismo sabiendo que luego no lo haría, porque estoy metido de lleno en el engranaje de la rutina y tampoco doy un paso directo hacia recuperar y cuidar nada. Bueno, tampoco ellos mueven ficha.

Entonces, me vibra el móvil. Es el messenger de Facebook, con un extraño mensaje que me deja inquieto: «Acabo de terminar de leer tu novela. Qué lástima que no exista una segunda parte». Es una tal Celine, un nombre que me llama la atención. No quiero darle demasiada importancia, contesto un lacónico «gracias» y salto con prisa del trabajo al coche. Lidia seguro que ya me espera, porque ha dejado a Marc con su madre y esta noche tenemos una cena solos, un fenómeno que hace muchísimo tiempo que no se produce.

Lidia y yo cenamos en Tonyina, un restaurante gastrobar que solo reservamos para las ocasiones especiales. Es nuestro aniversario y entre plato y plato, ordenamos juntos nuestro adorado pasado reciente mientras insistimos en lo importante que es cuidar el presente. Nos entristecen las historias de amigos del trabajo y demás que cuentan cómo sus relaciones han acabado. Nos prometemos que siempre lucharemos contra eso, y empujados por el vino cómplice, nos ponemos algo tontos y hacemos nuestras rotondas de siempre para evitar, creyéndonos originales y únicos por un instante, tomar el camino más corto a esas dos palabras de las que tanto se abusa con frecuencia:

—¿Yo te quiero?

—Muchísimo…

—Ah, vale, es que no lo tenía claro, Lidia.

—¿Y yo?

—Una barbaridad, en serio.

Es nuestra manera de confesarnos, de certificar que estamos fuertes, de que todo irá bien mientras lo nuestro vaya bien, de que no nos resignamos a dejarnos llevar por la corriente negativa que últimamente estamos viviendo en otras parejas.

—¿Crees que estará bien Marc? No sé si llamar a mi madre.

—No te preocupes, ya sabes que si pasa cualquier cosa…

—Ya, ya lo sé, pero como siempre lo duermes tú...

—Bueno, ya se puede dormir solo en la cuna y tu madre seguro que le cuenta algún cuento. Además, esto de estar solos tú y yo es histórico.

—Ya te digo, parecemos First Dates, ja, ja, ja…

—Ja, ja, ja… sí, y si no te importa voy a ir un momento al baño a hacer una llamada a un amigo para decirle qué tal me has parecido.

—Vale, pero no tardes o no te daré una segunda cita.

La noche es muy agradable. La cena, una maravilla. Además del pan de cristal con tomate, hemos pedido pulpo «a l’ast» con parmentier de sobrasada, perejil y feta; luego, canelón crujiente de ternera y foie con salsa de queso ahumado, y, finalmente, una tosta de cremoso de albahaca, tomate seco y sardina ahumada. Todo ello, regado por Nora, un espectacular albariño. Y como broche, hemos compartido un coulant de Nocilla, galletas María y helado de avellanas.

A pesar de lo deliciosa que estaba la cena, lo mejor es ver cómo nos reímos de todo. Da gusto hablar durante por lo menos media hora de algo que no esté relacionado con Sanutri, Weleda, Dodot, Suavinex y marcas similares, para centrarnos solamente en nosotros, en qué haremos en vacaciones, en qué ciudades nos gustaría visitar si pudiéramos, en qué película nos gustaría ver, en debates muy bien argumentados sobre si es mejor Domingo astromántico o Belice, ambas de dos discos diferentes de Love of lesbian, en qué haríamos si nos tocara la lotería, en por qué nos emociona tanto la música y la escena de El Padrino III en la que matan a la hija de Michael Corleone y la llora en sus brazos con el grito mudo más sonoro de toda la historia del cine… Lidia siempre llora mientras su corazón se desboca con la Cavalleria Rusticana, Intermezzo…

Estoy pensando en lo mucho que me emociona la intensidad con que vive algunas cosas. Algunas veces, veo vibrar en su retina una lágrima con alguna mala noticia de la que informan en televisión. Cada vez que escucha algo sobre cualquier tipo de maltrato o sobre acoso y bullying en las aulas noto cómo se resquebraja alguna rama de su interior, como esos Crujidos que daban título a una hipnótica canción de Nacho Vegas…

Ayer, por ejemplo, se puso a hablar indignada contra la tele al escuchar cómo las llamas seguían arrasando España en incendios cada vez más programados que siempre contaban con la sombra de la sospecha de que, misteriosamente, acabarían siendo zonas urbanizables. Una práctica que abarcaba presuntamente cuatro fases: comprar suelo forestal, incendiar el monte, recalificar el terreno y vender el suelo urbanizable. Y este verano, otra vez, volvían los incendios.

Debo reconocer que su sensibilidad y su sentido del humor fueron dos de las cosas que más me atrajeron en aquella fiesta del diario de hace unos años, cuando aquella profesora de Historia del Arte, de quien yo no sabía más que lo que nos habíamos contado en un par de miradas durante el evento, se acercó a mí y me dijo:

—Hola, me llamo Lidia… ¿estás en Cultura, verdad?

—Sí, encantado, mi nombre es…

—Sí, ya me lo ha dicho un compañero tuyo, lo sé. Te quería consultar una cosa.

—Ah, claro, dime.

—Mira, soy profesora de Historia del Arte y también pintora y, bueno, o sea, que no pinto en plan profesional y…

—Ajá, ya, bueno, pero nunca se sabe.

—Bueno, en fin, de vez en cuando hago exposiciones, pero tengo que decirte…

—Ay, Dios, creo que ahora llega el zasca… No podía ir todo tan bien… La verdad es que no soy del diario, me he colado por los canapés.

—¿Ah, sí? Como los típicos que se meten en las bodas a ver qué pillan, ya veo.

—Sí, ja, ja, claro, ya sabes que en las bodas se pilla de todo.

—Mira, no nos conocemos mucho, pero ahora que lo dices, a la prima de una amiga le pasó algo brutal en una boda. Si quieres te lo cuento...

—Vaya, esto se pone interesante. Pero, un segundo, ¿en el relato que vas a contar hay humor?

—Sí, algo negro, pero sí.

—Perfecto… ¿y algo de sexo?

—Sin duda.

—¿Y acción?

—Bueno, es complicado el sexo sin acción, ¿no?

—Sí, claro, aunque en algunas culturas… esto… nada, es igual, tú ganas… Tu historia promete. Le daría «me gusta» a tu página de Facebook sin dudarlo.

—No tengo Facebook, pero supongo que gracias. Te cuento: resulta que la prima de esta amiga se casó con un tipo que parecía el novio ideal…

—Hum, no sé, no te fíes nunca de esos, te lo digo como amiga, Lidia, tía, que he investigado casos así y...

—Calla, Jessica Fletcher, déjame seguir. Y entonces celebraron una gran boda. Todo fue perfecto. El novio leyó un discurso que había preparado, una amiga de la novia recitó un poema y el padre de él tocó un tema al piano compuesto para la ocasión…

—Joder, qué «yanqui» todo, ¿no?

—Y entonces llegó la sorpresa. La novia repartió unos sobres a todos los presentes y les pidió abrirlos.

—¿Y qué había en ellos? ¿Un mapa del tesoro? ¿Las coordenadas de la isla de Lost? ¿Los papeles de Bárcenas?

—No, eran fotos tomadas unos días antes en las que se veía al novio ideal montándoselo con una amiga de la novia… Ya ves, el novio estaba teniendo Cola—Cao, desayuno y merienda…

—Ideal… ¡joder, qué cabrón el novio ideal! Y qué venganza más brutal, ¿no? Lo de la novia de Kill Bill se queda en un juego de niños comparado con ella…

—Bueno, la verdad es que coinciden en que ella también hizo sangre de todo aquello, vaya escabechina.

—Oye, por cierto, nos hemos puesto a hablar y se me ha olvidado que parece que ibas a lanzarme una dolorosa crítica…

—Ya, es verdad, ahora me sabe mal… no sabía que me ibas a caer tan bien.

—Sí, bueno, cuando hay movidas en el diario me sacan a mí a hablar, dicen que parece que nunca he roto un plato y que…

—Pues a mí no me pareces así.

—Ah. ¿Y cómo te parezco?

—Esto… pues mira, me parece que deberías dar más espacio a las exposiciones que se hacen por la ciudad. Tenéis que apostar un poco más por los artistas locales. Yo os he enviado información alguna vez y no la sacáis ni en agenda.

—¡Vaya! Pues puede que tengas razón.

—Mira, tengo un amigo que vive en Chipiona, José Ángel, que escribe relatos muy buenos a golpe de inspiración tras examinar un óleo. Pues, oye, en su tierra siempre le publican cosas. Algo así debería hacerse con la sección de Cultura de aquí.

—Me comprometo a hacer todo lo posible por meter algo de lo próximo que mandes.

—Bueno, algo es algo, aunque un hombre comprometiéndose a algo con una copa en la mano no sé si es un buen principio.

—¿Y por qué no? Como tú llevas una también hacemos una pareja equilibrada, somos una excelente balanza de pagos.

—Sobre todo porque paga tu diario, ja, ja.

Y sí fue un gran principio. Lidia me pareció única desde el principio. Elegante, divertida, inteligente, sexy… Aquella noche nos reímos de todo y hablamos casi hasta que se hizo de día en un largo paseo hacia ninguna parte que nos llevó a encontrarnos para siempre mientras se difuminaba la luna y el cielo empezaba a desperezarse junto a la mañana. Desayunamos en un bar del centro que estaba abierto y justo al decirle adiós, supe que no quería despedirme. Le pedí su teléfono y le hice una perdida desde mi móvil para que guardara mi número.

Y así empezó lo mío con Lidia, esa mujer que ahora camina a mi lado con su cabeza apoyada en mi hombro mientras una inesperada y agradable brisa veraniega se lleva las preocupaciones más allá de la avenida. En un rato recogeremos a Marc y volveremos a la rutina, pero esta noche ha sido diferente.

Lidia bosteza y se duerme en el coche mientras vamos a por Marc. Vuelvo a sentir que hay que cuidar bien cada rincón de la pareja porque da miedo lo que pueda suceder. Suelo ser un tipo optimista, pero últimamente se filtran grises reflexiones por las rendijas de la mente. En eso estoy pensando mientras voy pasando canciones del pen que llevo en el coche desde la palanca del volante y me detengo en una que hacía unos años que no escuchaba.

No tengas miedo de perderte, no...

El tiempo pasa tan despacio en Sildavia.

Y con ese tema de La Unión dedicado al país de Tintín voy llegando a mi universo de tebeo, en el que los personajes estamos sujetos a medidas, viñetas, bocatas de texto y no nos movemos de ahí, enfrascados como ese barco en la botella de un gran biberón, sin salirnos de las líneas continuas que nos indica la carretera.

Y el mar lleva nuestro mensaje en un biberón vacío hacia una isla desierta en la que nadie leerá lo que nunca escribimos.

Mensajes. Son solamente mensajes.

4 grados bajo cero

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