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CONTEXTOS, COMPARACIONES Y LA SOMBRA DEL FASCISMO

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El populismo es un fenómeno global.56 Sin embargo, es casi una obviedad afirmar que cualquier “definición” de populismo será precaria. El fenómeno se resiste a las generalizaciones. Como resultado, los politólogos académicos que quieran estudiarlo deben ser comparativistas, puesto que el lenguaje y el contenido del populismo están impregnados con la cultura política de la sociedad en la que haya surgido tal o cual instancia específica. En algunos países, la representación populista adquiere rasgos religiosos y en otras, más seculares y nacionalistas. En algunos casos, emplea el lenguaje del patriotismo republicano y en algunos más adopta el vocabulario del nacionalismo, el indigenismo, el nativismo y el mito de los “primeros pobladores”. En otros, subraya la escisión entre el centro y la periferia, y en algunos más, la división entre la ciudad y el campo. En el pasado, algunas experiencias populistas se originaron en las tradiciones agrarias colectivas y en sus intentos por resistirse a la modernización, occidentalización e industrialización. Otras personalizaron una cultura popular devota de la figura del “hombre hecho a sí mismo”, que valoraba el emprendimiento a pequeña escala. Otros más reclamaban la intervención del Estado para controlar la modernización o para proteger el bienestar de la clase media. La variedad de populismos pasados y presentes es extraordinaria y lo que funciona en Latinoamérica no tiene por qué hacerlo en Europa o Estados Unidos. Del mismo modo, lo que es válido en Europa septentrional u occidental, puede no serlo en las zonas del sur y el este del viejo continente. Los comentarios de Isaiah Berlin sobre el romanticismo bien podrían aplicarse al populismo: “cada que alguien se embarca en una generalización” del fenómeno (incluso si es “inocua”), “siempre existirá alguien que produzca evidencia que la contrarreste”.57 Esto debería bastar para eludir toda hybris definitoria.

Sin embargo, la importancia del populismo no proviene de nuestra (in)capacidad de producir una definición clara y precisa. Su importancia se debe a que es un “movimiento” que, si bien elude toda generalización, es muy tangible y capaz de transformar la vida y las ideas de la gente y la sociedad que lo adoptan. Como demostraron los académicos en una conferencia de 1967 en la London School of Economics con su pionero análisis interdisciplinario sobre el populismo global, el populismo es un componente del mundo político que habitamos y señala una transformación del sistema político democrático.58 Tal vez los otros comentarios de Berlin sobre el romanticismo no se apliquen: que es “una transformación enorme y radical, después de la cual nada fue lo mismo”.59 Sin embargo, sí podemos afirmar con cierta seguridad que el populismo es parte del “enorme” fenómeno global llamado democratización. También, que las dos entidades que han alimentado su base ideológica, ethnos y demos —la nación y el pueblo—, han engrosado la soberanía política en la era de la democratización desde el inicio del siglo XVIII. El populismo “siempre es una posible respuesta a la crisis de la política democrática moderna” porque se fundamenta en “argumentos sobre” la interpretación de la soberanía popular.60 Lo que el populismo le hace a una sociedad democrática y las huellas que deja en la sociedad cambian tanto el estilo como el contenido del discurso público, incluso cuando el populismo no cambia la Constitución. Este potencial transformador es el horizonte de mi teoría política del populismo.

Debido a que no se puede interpretar el populismo como un concepto preciso, los académicos se muestran escépticos, y con razón, sobre si deba tratarse como un fenómeno catalogable o no, y no como una creación ideológica o sencillamente como “otra mayoría”. En muchos países, el populismo encaja bien con las actitudes críticas de los ciudadanos frente a las elecciones —que se originan en la creencia de que las elecciones no hacen más que reproducir el gobierno del “sistema”— y, por ello, los académicos se refieren al populismo como una “crisis de la democracia”.61 No recurro al lenguaje de la crisis y tampoco coqueteo con visiones apocalípticas. Elegir a un líder xenófobo no es “antidemocrático”, como tampoco lo es el surgimiento de partidos antisistema.62 No se puede decir que la democracia está en crisis debido a que tenemos una mayoría que no nos guste o sea despreciable.

Entonces, ¿por qué estudiar el populismo? Mi respuesta es ésta: el simple hecho de que el término populismo figure con tal persistencia, tanto en la política cotidiana como en las publicaciones académicas, es motivo suficiente para justificar nuestra atención analítica. Estudiamos el populismo porque está transformando nuestras democracias.

Para estudiar el populismo, es preciso prestarle atención al contexto sin que éste nos absorba. Cuando se empezó a estudiar, los académicos lo identificaron como una reacción contra los procesos de modernización (en las sociedades predemocráticas y poscoloniales), así como con la difícil transformación de los gobiernos representativos (en las sociedades democráticas).63 El término surgió en la segunda mitad del siglo XIX, primero en Rusia (narodničestvo) y después en Estados Unidos (el People’s Party [Partido del Pueblo]). En el primer caso, calificaba una visión intelectual, en el segundo era lo opuesto: calificaba un movimiento político que idealizaba una sociedad agraria de aldeas comunitarias y productores individuales, por lo que se colocaba en contra de la industrialización y el capitalismo corporativo. También tenían otras diferencias. En Rusia, la voz populista fue, ante todo, la voz de los intelectuales urbanos, quienes imaginaban una comunidad ideal de campesinos puros. Por otra parte, en Estados Unidos, era la voz de los ciudadanos que discrepaban de las élites gobernantes en nombre de su propia Constitución.64 Por lo tanto, el caso estadounidense, no el ruso, representa el primer ejemplo de populismo como movimiento político democrático que dijo ser el representante verdadero del pueblo dentro de un sistema partidista y de gobierno.65

No obstante, es importante recordar que en Estados Unidos —y también en Canadá, cuando se instituyó el movimiento populista canadiense— el populismo no produjo un cambio de régimen, sino que más bien se desarrolló junto con una ola de democratización política y junto con los efectos de la construcción de una economía de mercado en una sociedad tradicional. Esta ola democratizadora planteó cómo incluir a más sectores de la población en una época en que la polis en realidad seguía siendo una oligarquía electa.66 En efecto, en el contexto de la democratización el populismo puede ser una estrategia para volver a equilibrar la distribución del poder político entre grupos sociales consolidados y emergentes.67

En los países latinoamericanos surgieron otros importantes casos históricos de regímenes populistas. Ahí, el populismo fue capaz de llegar al poder tras la segunda Guerra Mundial. La reacción que suscitó fue distinta según las fases históricas y se le evaluaba al principio de su trayectoria o ya en la cúspide, como régimen consolidado o como régimen de cara a la sucesión del poder, como partido de oposición que protestaba contra un gobierno existente o como gobierno en sí mismo.68 Al igual que en Rusia y en Estados Unidos, en América Latina el populismo floreció en la era de la modernización socioeconómica, pero al igual que el fascismo en los países católicos europeos fomentó la Modernidad empleando el poder del Estado para proteger y empoderar a las clases populares y medias, acotar la divergencia política y reprimir la ideología liberal, al tiempo que instrumentó políticas sociales y protegió valores éticos tradicionales. Por último, en Europa occidental el populismo surgió a principios del siglo XX con los regímenes predemocráticos. Ahí coincidió con el expansionismo colonial, la militarización de la sociedad que se suscitó durante la primera Guerra Mundial y el auge del nacionalismo étnico, que a modo de respuesta frente a una depresión económica desenmarañó las divisiones ideológicas existentes bajo el mito de una nación incluyente.69 En la Europa predemocrática, la respuesta del populismo frente a la crisis del gobierno representativo liberal se manifestó, en última instancia, en el ascenso de los regímenes fascistas.

El término populismo comenzó a emplearse para nombrar un sistema de gobierno tras el colapso del fascismo, sobre todo en América Latina. Desde entonces, como modelo político que se ubica entre un gobierno constitucional y una dictadura, ha mostrado parecidos de familia con sistemas políticos que se ubican en el punto opuesto del espectro. Hoy en día, el populismo se desarrolla tanto en sociedades aún en proceso de democratización como en sociedades por completo democráticas. Y adopta su perfil más maduro y problemático en democracias representativas constitucionales. Si queremos identificar una tendencia general de estos contextos tan disímiles, podríamos decir que el populismo cuestiona el gobierno representativo desde dentro para después denunciarlo, reconfigurar la democracia de raíz y crear un nuevo régimen político. Sin embargo, a diferencia del fascismo, no suspende las elecciones libres y competitivas, y tampoco les niega un papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral es un factor definitorio en los regímenes populistas.70

No obstante, resultan muy interesantes las usuales acusaciones que reciben los populistas en el poder por ser “fascistas”. Esto es frecuente sobre todo en la actualidad, dado que Salvini ha mostrado afinidad con los movimientos neonazis que infestan las calles de las ciudades italianas y golpean e intimidan a los migrantes africanos, y dado que los asesores políticos de Trump han admitido de manera explícita el haberse inspirado en los libros y las ideas de Julius Evola, filósofo fascista, esotérico y místico, que postuló que la ideología fascista oficial dependía mucho del principio de soberanía popular y del mito igualitario de la Ilustración para ser fascismo genuino. Otros líderes populistas europeos han hecho declaraciones igual de alarmantes sobre cómo las ideas islámicas han “contaminado” las raíces cristianas de sus naciones, o sobre cómo la migración contamina el núcleo étnico del pueblo. Estas afirmaciones resultan llamativas y alarmantes. Pero me sigo resistiendo a la idea de que el nuevo modelo de gobierno representativo que se inició con el populismo sea fascista. Como explicaré en el capítulo 3, en el que describo las similitudes y las diferencias entre el antipartidismo populista y el antipartidismo fascista, es cierto que el fascismo es una ideología y un régimen, muy parecido al populismo, y también es cierto que el fascismo surgió como “movimiento” y militó en contra de los partidos organizados, cosa muy parecida al populismo.71 Sin embargo, debemos mantener la diferencia conceptual porque un partido fascista nunca renunciaría a su plan de llegar al poder para construir una sociedad fascista: una sociedad muy adversa a los derechos fundamentales, la libertad política y, de hecho, la democracia constitucional. Por esta precisa razón, Evola criticó la lectura del fascismo como una versión de la soberanía popular absoluta en la que el fascismo derivaba de la Revolución francesa (y, por lo tanto, popular y “populista”). Por el contrario, concibió el fascismo como una idea de la política y la sociedad radicalmente jerárquica y holística, opuesta por completo al liberalismo y la democracia debido a su negación radical de un punto de vista universalista de los seres humanos,72 para nada parasitaria de la democracia y más bien como un proyecto antidemocrático radical.

El fascismo en el poder no se conforma con hacer algunas enmiendas a la Constitución ni con ejercer su mayoría como si fuera el pueblo. El fascismo es un régimen por propio derecho que busca moldear la sociedad y la vida civil a partir de sus principios. El fascismo es la fusión del Estado y el pueblo.73 No se limita a ser parasitario del gobierno representativo, porque no acepta la idea de que la legitimidad surge libremente de la soberanía popular y las elecciones libres y competitivas. El fascismo es tiranía y su gobierno es una dictadura. El fascismo en el poder siempre es antidemocrático, no sólo en su discurso sino también de facto. No se conforma con limitar a la oposición por medio de propaganda diaria: recurre al poder del Estado y a la represión violenta para silenciar a la oposición. El fascismo busca el consenso, pero no correrá el riesgo de la discrepancia, por lo que proscribe la competencia electoral y reprime las libertades de expresión y de asociación, pilares de la política democrática. Mientras que el populismo es ambiguo, el fascismo no lo es, y al igual que la democracia el fascismo depende de un núcleo pequeño de ideas inequívocas gracias a las cuales es reconocible de inmediato. Raymond Aron ya aludía a esta interpretación a finales de los años cincuenta del siglo pasado, cuando intentó entender la idea de “regímenes sin partidos”, que “exigen una especie de despolitización de los gobernados” y que sin embargo no alcanzaron la omnipresencia y la intensidad de los regímenes fascistas.74

Recurrí a la metáfora del parasitismo para describir situaciones en las cuales el populismo crece desde el interior de la democracia representativa. Para representar la naturaleza ambigua del populismo, y su relación con el fascismo y la democracia, propongo emplear también la metáfora de Wittgenstein del “parecido de familia”.75 Esta metáfora captura la identidad límite del populismo. “En vez de centrarse en los rasgos más evidentes que encontró en las fotografías” de los miembros de una familia, “Wittgenstein tomó en cuenta la presencia de los bordes borrosos, vinculados con rasgos fuera de lo común o excepcionales. Este cambio le permitió reformular ‘parecidos de familia’ en términos del complejo entrecruzado de similitudes entre miembros de una clase determinada.”76 La evolución del método compuesto de los retratos “contribuyó a articular una nueva noción del individuo: flexible, borroso, no concluyente”: el resultado de un trabajo de análisis comparativo que revela los bordes borrosos que ocasionan que los contornos parezcan fuera de foco.77 La noción de un parecido de familia, que se materializa mediante los bordes borrosos que el populismo comparte con la democracia y con el fascismo, es una metáfora útil en este estudio para colocar el fenómeno del populismo en relación con los regímenes populares modernos. Para dar sólo un ejemplo: en la Argentina de 1951, Perón afirmaba con orgullo que su régimen era una alternativa al comunismo y al capitalismo. Pocos años después, enfatizaba los vínculos con la dictadura española de Francisco Franco y se propuso representar su tercer nombramiento como una nueva resistencia, supranacional, ante el demoliberalismo.78 El populismo de Perón era similar al fascismo, mas nunca idéntico, porque no eliminó las elecciones ni les negó su papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral fue una dimensión definitoria de la soberanía populista de Perón, a pesar de que las elecciones se asemejaban a un plebiscito de los miembros de su partido, no a un cálculo de preferencias individuales producto de la competencia abierta entre una pluralidad de partidos.79 En suma, el fascismo destruye la democracia después de haber aprovechado sus recursos para fortalecerse. El populismo desfigura la democracia al transformarla sin destruirla.80

Como implica la metáfora del parecido de familia, el fascismo y el populismo comparten rasgos importantes, bien reconocibles. “El fascismo se ha presentado como el antipartido, ha abierto la puerta a todos los candidatos, con su promesa de impunidad ha permitido a una multitud informe cubrir con un barniz de idealismos políticos vagos y nebulosos el desbordamiento salvaje [selvaggio] de las pasiones, de los odios, de los deseos.”81 Si omitimos la alusión a la violencia (selvaggio), se puede emplear esta descripción del fascismo italiano que esbozó Antonio Gramsci en 1921 para describir el fenómeno populista de la actualidad. El populismo contemporáneo también tiene un enfoque “negativista” que precisaré en el capítulo 1. El populismo antagoniza con el sistema no sólo para oponerse a sus líderes, sino también para dar a las pasiones organizadas la oportunidad de gobernar y velar por sus intereses. En el capítulo 2 exploro cómo ocurre esto. Los gobiernos populistas pueden —y lo hacen a menudo— trazar políticas cuya retórica es violenta, que atacan a sus adversarios y que excluyen a extranjeros y migrantes. Los populistas en el poder pueden —y con frecuencia lo hacen— intimidar y rechazar a quienes no son ciudadanos: vemos que sucede esto en casi todos los países en los que gobiernan. Sin embargo, en cuanto el gobierno empieza a ejercer violencia (inconstitucional) contra sus propios ciudadanos, en el momento en que comienza a reprimir la discrepancia política, a impedir la libertad de asociación y expresión, su llamado gobierno populista se ha convertido en un régimen fascista.

Incluso a pesar de reconocer esta importante distinción, el descenso al fascismo siempre se vislumbra en el horizonte. En el siglo pasado, la historia de la democracia se ha caracterizado por intentos constantes de separarse del fascismo y materializarse como alternativa del fascismo.82 Este divorcio se concretó de manera permanente cuando los gobiernos democráticos adoptaron la idea de que, en los hechos, a la democracia no le corresponde ninguna representación holística del pueblo y de que ningún partido individual puede representar las distintas exigencias de los ciudadanos. En este sentido, la división de “el pueblo” en grupos parciales fue la escisión más poderosa de la democracia respecto del fascismo. Con esta división se infería que “el pueblo” es tanto un criterio de legitimación como la seña de una generalidad incluyente que no coincide con ningún grupo social en particular ni con una mayoría electa. Sin duda, la democracia posfascista valora la libre acción política, la competencia plural entre partidos y la alternancia en el gobierno. Renuncia a la mezcla del poder con la posesión (por ejemplo, de las masas o de la mayoría) y mantiene sus procedimientos al margen de los actores políticos que los emplean. Por otra parte, cuando en el fascismo el líder apela a la gente, ésta no puede refutarlo ni confrontarlo con apelaciones en sentido contrario. Esto es una realidad incluso si el gobierno apoya su legitimidad en algún tipo de consentimiento orquestado. (Ni siquiera la dictadura más violenta puede sobrevivir si su poder depende de forma exclusiva de la represión.) El verdadero legado del divorcio entre la democracia y el fascismo es la dialéctica entre la mayoría y la oposición, no en la celebración de la unidad colectiva de las masas.

A la inversa, el fascismo evidencia el problema más complicado de la democracia: no el problema de cómo decidir en un colectivo sino qué hacer con la disidencia y con los disidentes. Como explico en los capítulos 1 y 2, el proceso democrático no excluye la posibilidad de un espacio para el liderazgo, pero el liderazgo que gesta está fragmentado. Por ello, las elecciones son ese espacio en el que se produce una diferencia radical entre la democracia y el populismo. La unión del pueblo bajo el mando de un líder es una verdadera violación del espíritu democrático, incluso si el método que se emplee para llegar a dicha unión (las elecciones) es democrático. Por último, esto sugiere que la representación por sí sola no es una condición suficiente para que se suscite la democracia. (Como la historia lo demuestra de forma rotunda, los líderes autocráticos pueden recurrir a ella.) Como describo en el capítulo 3, para comprender la transformación populista de la democracia debemos contemplar cómo se practica la representación.

También es preciso analizar la misma ambigüedad con respecto al principio de la mayoría, cosa que hago en el capítulo 3. Es bien sabido que el Gran Consejo Fascista, o sea el gobierno fascista, era un órgano colegiado que adoptó la mayoría absoluta para tomar decisiones.83 Pero el principio democrático de la mayoría no se limita a regular la toma de decisiones en un colectivo compuesto por más de tres personas. Lo más importante es que está diseñado para garantizar que la toma de decisiones se haga de manera abierta, que los disidentes siempre formen parte del proceso, que no se les silencie ni se les someta, que no se les oculte a la vista del público. Sin duda, a los líderes y a los partidos populistas les interesa lograr la mayoría absoluta, pero, siempre que mantengan viva la posibilidad de celebrar elecciones y se abstengan de suspender o limitar la libertad de opinión o de asociación, sus intentos de conseguir esa mayoría absoluta seguirán siendo una ambición frustrada. Por eso el populismo está a medio camino entre la democracia y el fascismo.

Para resumir, si consideramos los dos sistemas de poder corruptos que caen dentro del fascismo —la demagogia y la tiranía—, queda claro que el populismo tiene que ver con el primero, mas no con el segundo. El populismo es un sistema democrático siempre y cuando su fascismo latente permanezca en las sombras, frustrado. El fascismo también solía legitimarse a partir del apoyo entusiasta de las masas. Pero sería un error absoluto clasificar el fascismo como modelo democrático porque, si bien busca cautivar a las masas mediante la demagogia, también rechaza radicalmente todo tipo de consentimiento que implique que los ciudadanos individuales puedan expresarse con autonomía, asociarse y exigir con libertad, y disentir si quieren. La democracia asume una mayoría que es sólo una posible mayoría, la cual actúa en todo momento junto a una oposición que con toda legitimidad aspira, y que sabe que bien podría lograrlo, a desplazar a la mayoría actual.

Por lo tanto, en vez de usar el fascismo como punto de partida, los lineamientos que sigo para descifrar la dinámica del populismo en el poder se inspiran en el recuento de Bernard Manin, de las etapas históricas del gobierno representativo. Manin identifica tres etapas en la evolución del gobierno representativo:84

1.gobierno de notables: sufragio restringido, limitados derechos individuales, constitucionalismo, partido y política parlamentarias, centralidad del Ejecutivo.

2.democracia partidista: sufragio universal, partidos dentro y fuera del parlamento como organizaciones de opinión y participación, sistema de medios y comunicación vinculado a las afiliaciones partidistas, constitucionalismo, centralidad del parlamento o congreso.

3.democracia de audiencias: involucra a la ciudadanía como un público indistinto y desorganizado, opiniones horizontales y cambiantes que actúan como tribunales autorizados en un juicio, declive de los partidos y las lealtades partidistas, medios autónomos de afiliaciones partidistas, ciudadanos que no se involucran en la elaboración de la agenda política ni en la vida del partido, personalización de la competencia política, centralidad del Ejecutivo, declive del papel del congreso o parlamento.

La fase tres de Manin contiene las condiciones en las que el populismo puede florecer y llegar al poder. Como explico en el capítulo 4, el uso masivo de internet —una vía asequible y revolucionaria de interactuar y compartir información en manos de los ciudadanos comunes— ha supuesto la drástica transformación horizontal del público y lo ha convertido en el único actor político existente fuera de las instituciones surgidas de la sociedad civil. Este público se opone a ultranza a la organización partidista o a cualquier “organización heredada” que dependa de la estructura de toma de decisiones no directa.85 Denomino a este fenómeno de desintermediación como una “revuelta contra los cuerpos intermediarios” y planteo que facilita la representación directa en manos del líder, quien interpreta y encarna las múltiples exigencias de su gente.86 Aunque la democracia de audiencias se presenta como un avance respecto de la participación directa, ésta es el modelo de gobierno representativo en el que el populismo puede encontrar oxígeno y muchas veces recurre a ella. Un gobierno populista es una democracia antipartidista pero no necesariamente se reconfigura para ser una democracia más directa y participativa.87

Los procesos diárquicos de la democracia —como el gobierno representativo— no son estáticos ni están inmóviles en el tiempo, sino que pasan por distintas etapas. Asimismo, el populismo ha pasado por distintas etapas y sus diferentes manifestaciones en el transcurso de la historia parecen reflejar las transformaciones del gobierno representativo. Con Manin podemos decir que el gobierno representativo ha experimentado varias metamorfosis desde su creación en el siglo XVIII y que las respuestas y las manifestaciones populistas se suscitaron sobre todo en tiempos de transición de una etapa de gobierno representativo a otra. Mi intención no es proponer una grandilocuente “filosofía de la historia del gobierno representativo” (y del populismo). Tampoco esbozar un resumen histórico de varios modelos populistas que se manifestaron durante las transiciones ocurridas en la historia del gobierno representativo. Me preocupa y me interesa el populismo del siglo XXI.

Propongo que situemos el éxito contemporáneo del populismo en la transición de la “democracia partidista” a la “democracia de audiencias” (o “democracia del público”). El resquebrajamiento de las lealtades y las membresías partidistas ha beneficiado a la política de la personalización y a los candidatos que cortejan al público en forma directa a partir de vínculos personales. Como explico en los capítulos 3 y 4, la representación como encarnación (del pueblo y del líder) se resiste a confiar en actores colectivos intermediarios, como los partidos políticos. Por lo tanto, una democracia populista contemporánea parece una democracia que gira en torno de sus líderes, más que en torno de partidos estructurados, y parece una democracia en la que los partidos son más escurridizos y a la vez más capaces de expandir su fuerza de atracción porque dependen menos de argumentos partidistas y más de una identificación emocional con el líder y sus mensajes. Como explico en el capítulo 3, los partidos populistas son movimientos holísticos con poca organización. Como tales, son capaces de reunir muchas atribuciones en un solo líder representativo. Un público indiferenciado —la audiencia— es el humus en el cual se enraíza el modelo populista de la democracia. En la democracia partidista ya están surgiendo modelos partidistas nuevos o cambiados, como han documentado las ciencias políticas. Estos nuevos modelos utilizan polos de atracción capaces de acrecentar el consenso, gracias a un líder popular que ya no está del todo enganchado a la estructura del partido y a quien las instituciones del partido han desinhibido y predispuesto a emplear la maquinaria partidaria para cortejar a una audiencia (y un electorado) que, no sólo es más amplia que los miembros del partido (como ocurre en la democracia electoral), sino que también es, de algún modo, apartidista, en el sentido de que es capaz de catalizar diversos intereses e ideas bajo la figura del líder popular.

En las últimas páginas de su libro, Manin sugiere que el tipo de democracia representativa que surgiría cuando la esfera pública ya no esté compuesta por partidos políticos y por periódicos partidistas estará más en armonía con la metáfora del teatro (la representación escenificada) que con la metáfora del parlamento (la asamblea discursiva). En esta nueva esfera pública, las propuestas de ley ya no serán resultado del arte de la coalición, el sacrificio, el regateo y la oposición entre los representantes de la mayoría y la minoría. Manin confiesa que no sabe cómo denominar este “nuevo modelo de representación”, que, en sus palabras, se centra en personalidades representativas, ya no en partidos colectivos que representan las líneas partidistas. A su parecer, esto involucra a representantes que “ya no son voceros” de ideas, clases o programas políticos, sino “actores que buscan y exponen escisiones” fuera de los partidos y las líneas partidistas.88 Yo propongo que denominemos populismo a este nuevo modelo de representación.

Yo, el pueblo

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