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Presentación

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“Un fantasma recorre Europa —afirmaban en 1848 Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto del Partido Comunista—, el fantasma del comunismo.” A juzgar por el explosivo interés mediático, académico y político de años recientes, un nuevo fantasma parece recorrer el mundo —y ya no sólo Europa— desde hace algunos años: el fantasma del populismo.

El carácter fantasmagórico de esa expresión política está asociado no sólo con la sensación de amenaza real y concreta que insufla temores y riesgos en muchas latitudes, sino también por la imprecisión conceptual y las dificultades para delimitar las fronteras, los atributos y las variantes de este complejo fenómeno. Para atajar esas imprecisiones y dificultades, Nadia Urbinati, una destacada politóloga y teórica política italiana, ofrece, en la obra que ahora tengo el honor de presentar, un vasto y profundo análisis, crítico y balanceado a la vez, sobre los principales rasgos y motivaciones que animan a ese populismo que, se afirma, recorre el mundo. Es imposible y fuera de propósito hacer una glosa o síntesis adecuada de la obra de Urbinati, dada la profundidad de su análisis y las restricciones que supone esta breve presentación. Pero es igualmente obligado, me parece, introducir al lector a algunas de las observaciones que la autora hace sobre el fenómeno populista, especialmente aquellas orientadas a la materia electoral. Sirvan también estas líneas para dar cuenta, de entrada, de por qué el Instituto Nacional Electoral ha decidido editar este libro: por su gran actualidad y su aporte sustancial a la discusión pública sobre el trance por el que cursan las democracias en un buen número de países.

Yo, el pueblo es una obra que analiza el populismo como proyecto de gobierno, más que como movimiento social, porque es en el ejercicio de gobierno, en la forma particular en que interpreta y ejerce la representación política, en que, de acuerdo con Urbinati, es más pertinente identificar sus rasgos constitutivos, y porque es desde ahí, desde el ejercicio del poder político, donde sus consecuencias para la democracia son de mayor alcance. Partiendo del reconocimiento de que el vocablo populismo es con frecuencia utilizada más como un término para la polémica que para el análisis, la autora evita la discusión sobre si el populismo es un régimen, una ideología, un estilo de hacer política o un movimiento, pues reconoce que todas esas aproximaciones de estudio son posibles (aunque analiza las limitantes que adolecen algunas de ellas), y decide concentrar sus baterías analíticas y teóricas en entender cómo el populismo transforma, y al hacerlo desfigura, los tres pilares de la democracia moderna: el pueblo, el principio de la mayoría y la representación política.

El enfoque epistemológico con que Urbinati aborda el estudio del populismo es singular y le permite atajar las complejidades inherentes a definir un fenómeno político que se ubica a la mitad de camino entre la retórica y el estudio empírico. La autora busca comprender el populismo por lo que hace más que por lo que es. En lugar de describir sus atributos y rasgos definitorios, decanta éstos a partir de la forma en que el populismo se comporta en el ejercicio del poder.

Quizás una de las propuestas más provocadoras de esta obra es la idea de que el populismo como forma de gobierno no es una expresión política ajena o sustitutiva de la democracia representativa. Para Urbinati, el populismo es, al contrario, una nueva forma de representación, basada en dos ejes: una relación directa entre el líder y el pueblo, integrado este último por la gente “correcta”, el pueblo “bueno”, y la autoridad superlativa de la audiencia, contraria a toda forma de intermediación política y promotora de una movilización permanente del cuerpo social.

En esta lógica, el populismo en el poder político es una nueva forma de gobierno mixto en la que una parte de la población —la mayoría electoral, a la que se equipara con el pueblo— ejerce el poder de forma esencialmente excluyente (facciosa, lo llama), en nombre de la mayoría. Compite con la democracia constitucional por interpretar el tipo de representación que sustenta el ejercicio del poder político y los alcances de la soberanía popular. El populismo se sostiene así en dos condiciones: la identidad de un sujeto colectivo y abstracto, “el pueblo”, y los rasgos específicos del líder, que encarna a dicho sujeto y que lo hace visible. En este sentido, el populismo expresa la lógica de la “democracia plebiscitaria” sugerida por Carl Schmitt en El concepto de lo político (1932), en la que “el pueblo” como “unidad política” es expresado y representado en la figura del “jefe”.

En una argumentación que parecería contradictoria a primera vista, Urbinati afirma que el populismo es incompatible con las formas políticas no democráticas, ya que se concibe a sí mismo como un intento por construir un sujeto colectivo, por medio del consentimiento voluntario del pueblo, que parte del cuestionamiento a un orden social en nombre y representación de los intereses del pueblo. Sin embargo, la democracia representativa es, al mismo tiempo, el entorno donde se desarrolla el populismo y el objeto de su ataque. El populismo no es una interrupción de la democracia, sino una continuación o radicalización —e, inevitablemente, una distorsión— de algunos de sus principios fundamentales, como el principio de la mayoría —que llevado a sus extremos termina por ser contradictorio con la lógica y los principios de la propia democracia, como lo advirtió Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835)—. Como proyecto político de gobierno, es una nueva forma de representación que desfigura a la democracia, sin aniquilarla por completo, pero haciéndola ciertamente irreconocible.

Aunque no es materia de su análisis en extenso, Urbinati sí dedica parte de su estudio a tratar de comprender la función de las elecciones en este tipo de gobiernos. Para la mentalidad y el actuar populistas, las elec- ciones no son realmente un proceso para construir una mayoría; las elecciones, más bien, tienen la función de develar la mayoría —pero sólo si coincide con la mayoría que asumen como legítima y a la cual representan—. Y es el líder el instrumento por el cual dicha mayoría se revela, en un sentido casi religioso. De ahí que se afirme que las elecciones se usan con un sentido plebiscitario, desvirtuando la naturaleza misma de los comicios como espacio de recreación del pluralismo político de una sociedad y el medio para integrar, a partir del reconocimiento de ese pluralismo, la representación política. Las elecciones son usadas como mecanismo plebiscitario para probar la fuerza del ganador, no como instrumento para someter a la deliberación pública las alternativas políticas y refrendar así la autonomía política de la ciudadanía.

En relación con el tema de las elecciones y de las mayorías, conviene hacer un apunte. La alternancia en los cargos de elección popular es un signo de democracia no porque sea una condición necesaria en sí misma, sino porque la posibilidad y el hecho mismo de cambiar a quien es titular de un cargo de elección popular implican que no hay mayorías permanentes ni perpetuas y que en una democracia una de las características más nítidas de las mayorías es su contingencia y su temporalidad. Entender esto exige comprender lo obvio: que una sociedad política está integrada por una pluralidad de alternativas y visiones, todas ellas legítimas, que se encuentran en una pugna pacífica y regulada por persuadir al mayor número de ciudadanos y que la mayoría —y la minoría— se redefine periódicamente en cada elección. La mayoría, además, da nacimiento a su contraparte, una o unas minorías que deben estar en la permanente posibilidad de convertirse eventualmente en mayoría y sin las cuales aquélla no puede existir. Tal como lo afirma Sartori (a quien Urbinati recupera con justicia), el futuro de la democracia depende de la convertibilidad de mayorías en minorías y de éstas en aquéllas. En ese sentido, la lección de Hans Kelsen (no casualmente antagonista conceptual y político de Carl Schmitt) respecto de que la regla de la mayoría, en clave democrática, supone la existencia y el respeto de una serie de reglas de la minoría —o de las minorías—, permea en el trasfondo de las reflexiones de Nadia Urbinati (como un eco lejano de una larga y rica tradición democrática). Esa regla kelseniana de la relación entre mayorías y minorías se sintetiza en tres aspectos: a] que la minoría debe tener derecho a existir, b] que la minoría debe tener el derecho a que se le tome en cuenta y c] que la minoría debe tener el derecho de convertirse, si recibe para ello el respaldo del electorado, en mayoría.

Como bien lo analiza la autora de Yo, el pueblo, en una democracia ninguna mayoría es la última y ninguna posición disidente u opositora está confinada, ex ante, a una posición de subordinación, carente de legitimidad, por el simple hecho de no haber recibido, en un momento particular (esporádico, se insiste), la voluntad mayoritaria. Por esta misma razón, debido al vínculo dialéctico entre mayoría y minoría, y porque aquella no puede existir sin ésta, ninguna decisión de gobierno puede realmente tomarse sin algún nivel de cooperación de las posiciones políticas contrarias, bajo el riesgo de perder legitimidad o el atributo de régimen demo-crático.

Pero esto no lo entiende el populismo. Para éste, la mayoría que le otorga el poder es, en primer lugar, la única legítima y la minoría no sólo agrupa a quienes perdieron la preferencia del voto popular, sino que forma parte de una oposición esencialmente ilegítima, digna de ser descalificada y de no ser tomada en cuenta.

De forma peculiar, pero dada su naturaleza hasta cierto punto esperable, afirma Urbinati, los populismos, una vez en el poder, elevan el principio de la mayoría a una categoría superlativa que transforma a una mayoría electoral, esencialmente contingente, en otra permanente, que asume “el poder desnudo de una parte”, en lugar de un método por el cual la ciudadanía, de forma libre e igualitaria, alcanza un acuerdo en condiciones de pluralidad y compromiso político —precisamente la idea en la que Hans Kelsen, de nuevo, identificaba la esencia y el valor de la democracia.

Quizás una de las argumentaciones más atractivas que hace Urbinati en esta obra es la que busca explicar cómo se entiende la representación política en el populismo. Para el populismo en el poder, según la autora, la representación política no es simplemente producto de la suma de una mayoría de votos y del convencimiento de un proyecto político enarbolado por un partido o una candidatura. La interpretación que el populismo hace de la representación política es como encarnación: el líder es el representante de una mayoría con la que se funde, de la que se alimenta y a la que da significado como única mayoría legítima por ser la auténtica expresión del pueblo “bueno” —precisamente, la idea en la que Carl Schmitt, de nuevo, identificaba el “auténtico” principio democrático, que en realidad era todo lo contrario a lo que la tradición política moderna identifica como democracia: la gran conquista civilizatoria de la modernidad.

Esta forma de representación, como encarnación del pueblo, encuentra un obstáculo en el ejercicio del poder político por medio de cualquier mecanismo o forma de intermediación o control político: los partidos, los medios de comunicación tradicionales, los órganos de control estatal y otros pesos y contrapesos institucionales. Al asumir la representación política como encarnación del pueblo que lo eligió, el líder populista busca dar su voz y su voluntad a ese sujeto colectivo que lo ha llevado al ejercicio del poder público. Así, el líder asume —y proclama— que su voz y su voluntad dejan de ser suyas, para transfigurarse en las del pueblo mismo (se convierte, según Urbinati, en una suerte de “profeta ventrílocuo”). Esta transformación o desfiguración tiene dos efectos. En primer lugar, el líder debe esforzarse por refrendar en todo momento su cercanía con el pueblo (ya sea con comportamientos, símbolos o encuentros directos), porque sólo así manifiesta que, aunque está en el poder, no se ha convertido en un nuevo miembro de la élite y sigue siendo antisistema. El segundo efecto es que detona lo que Urbinati y otros autores denominan la “ideología de la excusa”, una mentalidad conspiratoria. Todo lo que se opone o dificulta el cumplimiento de su mandato, derivado del pueblo, implica, casi por definición, un acto de conspiración. Así, la responsabilidad del incumplimiento o del fracaso siempre descansa en otra parte, comúnmente en los enemigos o los adversarios políticos.

Vinculado estrechamente con esta visión de la representación política como encarnación, pero también con la radicalización del principio de la mayoría, al que hacía alusión previamente, el populismo tiene una visión posesiva de la política y de las instituciones políticas. Ésta es, según Urbinati, la base de su naturaleza facciosa. Si los regímenes corruptos (causantes, en buena medida, de la reacción populista) son patrimonialistas y parciales en beneficio exclusivo de una élite o del grupo político gobernante, el gobierno populista usa las instituciones políticas de forma posesiva, particularista, a nombre de la mayoría, del pueblo, para fortalecer su posición en el ejercicio del poder. A este mecanismo Urbinati lo denomina “política de la parcialidad”, que, entre otras manifestaciones, usa el lenguaje de los derechos de manera tal que subvierte su propia función. El populismo surge de la denuncia de la exclusión, producida por la corrupción, la desigualdad, la pobreza y la discriminación, pero construye, por paradójico que parezca en una primera mirada, una aparente estrategia de inclusión basada en la exclusión de todo y todos los que tengan o hayan tenido algún vínculo o relación con el sistema al que se opone. De ahí su engañosa, pero no por eso menos real, tendencia facciosa.

Evidentemente, el populismo en su versión contemporánea no surgió de la nada, de forma espontánea. Urbinati hace bien en señalar que la democracia representativa no cumplió la promesa a la que fue llamada: ayudar a procesar las diferencias políticas que permitieran encontrar la mejor opción de gobierno para así dar con la salida a los problemas torales de la desigualdad, la pobreza, la corrupción, la violencia. Sin este entorno social, ningún populismo surge y mucho menos crece, tal como ha suce-dido en muchas sociedades durante al menos la última década.

Pero Urbinati también le asigna a los partidos y la clase política más amplia, la responsabilidad que les corresponde en el surgimiento del popu- lismo como fuerza gobernante. Y es que, en efecto, los partidos, en lugar de ser espacios de procesamiento de demandas, de canalización de exigencias y de identificación de liderazgos viables, se convirtieron en máquinas de votos, en aparatos meramente electoreros. Convencidos de que lo único importante es llegar al poder, los partidos abandonaron su función de “escuela de políticos” en el mejor de los sentidos: como espacio para la construcción de valores y comportamientos, y para la generación de habilidades favorables para hacer política en una democracia. Hambrientos de votos, e imbuidos en un entorno cultural que enaltece a las celebridades y la estridencia, más que las trayectorias sólidas y la deliberación argumentada, los partidos favorecieron el contexto propicio que ha producido la desafección de la política, la desconfianza hacia los propios partidos, las inclinaciones antisistema y antipolítica que permean amplios segmentos de las sociedades contemporáneas.

Publicado originalmente en 2019 por Harvard University Press, esta edición de Yo, el pueblo es la primera que se hace en castellano y responde al interés del Instituto Nacional Electoral y de la casa editorial Grano de Sal por traer a México y a todo el mundo hispanoparlante los mejores estudios y análisis sobre la democracia. La edición de esta obra en particular atiende a la coyuntura política, social y académica actual que, en un contexto de limitada deliberación informada, exige nuevas pistas para comprender los desafíos y las amenazas que enfrenta la democracia en México y en muchos otros países, y para actuar en su defensa con base en dicha comprensión.

¿Por qué es tan importante estudiar y tratar de comprender qué es el populismo?, se pregunta Urbinati. Porque el populismo está transformando nuestras democracias, responde. No hay mejor razón para leer y comprender la propuesta analítica de Nadia Urbinati: porque nuestras democracias se están transformando y debemos tratar de comprender hacia dónde se dirigen, hacia dónde queremos—toda la ciudadanía, en la plenitud de su pluralidad y complejidad— que se dirija.

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

Consejero Presidente del

Instituto Nacional Electoral

Yo, el pueblo

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