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CÓMO EL POPULISMO TRANSFORMA LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
ОглавлениеEste libro busca entender las implicaciones del resurgimiento del populismo en relación con la democracia constitucional. La democracia constitucional es el modelo político que promete proteger los derechos básicos (esenciales en el proceso democrático) limitando el poder de la mayoría en el gobierno y brindando oportunidades estables y regulares para alternar las mayorías y los gobiernos, garantizar mecanismos sociales y de procedimientos que permitan a la mayoría de la población participar en el juego de la política, influir en las decisiones que se toman y cambiar a los actores que toman esas decisiones. La democracia constitucional se estabilizó en 1945 tras la derrota de las dictaduras de masas; su objetivo era neutralizar los problemas que hoy en día el populismo intenta aprovechar.10 Se trata de: 1] la resistencia de los ciudadanos democráticos frente a la intermediación política, en particular frente a los partidos políticos organizados y tradicionales; 2] la desconfianza de la mayoría respecto de la vigilancia institucional del poder, que la mayoría obtiene de forma legítima a partir del voto de los ciudadanos; por último, 3] la tensión con el pluralismo o las opiniones y los grupos que no encajan con el significado mayoritario del “pueblo”. Sostengo que la representación es el terreno en donde se libra la batalla de los populistas sobre estos asuntos. Me parece que el populismo es la prueba definitiva de las transformaciones de la democracia representativa.11
Procuraré resumir la teoría que propongo. Mi argumento consiste en que la democracia populista es el nombre de un nuevo modelo de gobierno representativo que se funda en dos fenómenos: una relación directa entre el líder y los miembros de la sociedad a los que se considera las personas “correctas” o “buenas”, y la autoridad superlativa de su público. Sus objetivos centrales son los “obstáculos” que impiden el desarrollo de estos fenómenos; las entidades que están en medio y pueden opinar, como los partidos políticos, los medios de comunicación consolidados o los sistemas institucionales que monitorean y controlan el poder político. El resultado de estas acciones positivas y negativas traza la fisonomía del populismo como interpretación de “el pueblo” y “la mayoría”, contaminada por una evidente —y entusiasta— política de la parcialidad. Esta parcialidad fácilmente puede desfigurar el Estado de derecho (que exige que los funcionarios del gobierno y los ciudadanos se rijan por la ley y actúen en consecuencia), así como la división de poderes, los cuales en conjunto se refieren a los derechos básicos, a los procesos democráticos y a los criterios sobre lo que es justo o correcto. Que estos elementos sean la esencia de la democracia constitucional no implica que por naturaleza sean idénticos a la democracia. Su relación surge tras un proceso histórico complejo, a veces dramático y siempre conflictivo, que ha sido (y es) temporal, abierto a la transformación, finito, y que puede revisarse y reestructurarse: el populismo es una forma posible de esta revisión y reestructuración.12 Los populistas quieren sustituir la democracia partidista con democracia populista; cuando lo consiguen, configuran su mandato mediante el uso incontrolado de los medios y los procedimientos de la democracia partidista. En específico, los populistas fomentan el despliegue permanente de la gente (el público) para apoyar al líder electo, o modifican la Constitución vigente para reducir las restricciones que tiene la mayoría para tomar decisiones. En una frase: “el populismo busca ocupar el lugar del poder constitutivo”.13
Existen motivos sociales, económicos y culturales indiscutibles que explican el éxito de las propuestas populistas en nuestras democracias. Se podría argumentar que su éxito es equivalente a reconocer que la democracia partidista no ha cumplido las promesas que hicieron las democracias constitucionales tras 1945. Entre esas promesas incumplidas, dos en particular han contribuido al éxito del populismo: por una parte, el aumento de la desigualdad socioeconómica, esto es, que las oportunidades de aspirar a una vida social y política digna sean pequeñas o nulas para la mayoría de la población; por otra, el crecimiento de una oligarquía global desenfrenada y rapaz frente a la que el Estado soberano se vuelve un fantasma. Estos dos factores se relacionan: violan la promesa de igualdad y manifiestan la necesidad urgente de que la democracia constitucional reflexione en forma autocrítica sobre por qué “no ha logrado derrotar totalmente al poder oligárquico”.14 El dualismo entre los pocos y los muchos, y la ideología antisistema que alimenta al populismo, proviene de estas promesas incumplidas. Este libro reconoce estas condiciones socioeconómicas, pero no pretende estudiar por qué el populismo creció o por qué lo sigue haciendo. La ambición de este libro tiene un alcance más limitado: busco entender cómo el populismo transforma (desfigura incluso) la democracia representativa.
El término populismo es ambiguo y difícil de definir de manera nítida e inobjetable, pues no es una ideología ni un régimen político específico, sino más bien un proceso representativo mediante el cual se construye un sujeto colectivo para llegar al poder. Si bien es “una forma de hacer política que puede adquirir distintas formas, según el periodo y el lugar”, el populismo no es compatible con regímenes políticos no democráticos.15 Esto se debe a que se define como un intento por construir un sujeto colectivo mediante el consentimiento voluntario de la gente y por cuestionar un orden social en nombre de los intereses de esa gente.
Según el Oxford English Dictionary, la política populista es un tipo de política que busca representar los intereses y los deseos de la gente común, “que siente que las élites consolidadas ignoran sus exigencias”.16 En esta definición hay dos actores definidos: la gente común y las élites políticas consolidadas. Lo que define y conecta a estos dos actores es lo que los últimos despiertan en los primeros, un sentimiento que el líder representativo intercepta, exalta y narra. El populismo implica una idea exclusivista de la gente y el sistema es el factor externo gracias al cual, y en contra del cual, se concibe a sí mismo. La dinámica del populismo es de construcción retórica. Requiere que un orador o una oradora interprete las exigencias de los grupos insatisfechos y los unifique en una narrativa por encima de su persona. En este sentido, como ha señalado Ernesto Laclau, todos los gobiernos populistas adoptan el nombre de su líder.17 El resultado es una suerte de movimiento al que, si se le pide explicar por qué motivo es la voz del pueblo, responde nombrando a los enemigos de la gente.18
Mi interpretación corrige la diferencia que hace Margaret Canovan entre el populismo en sociedades “con rezago económico” (en las que supuestamente el populismo puede incluso engendrar a líderes de corte cesarista) y el populismo en sociedades occidentales modernas (en donde se supone que puede existir incluso sin un líder).19 Según el marco teórico de Canovan, las sociedades occidentales son una especie de excepción, en cuanto que en esos contextos el “populismo” es casi indistinguible de la situación electoral de las llamadas mayorías silenciosas, las cuales son cortejadas y conquistadas por candidatos hábiles y partidos atrapatodo, o sea esos que aceptan a cualquiera como sus miembros.20 Mi interpretación del populismo como transformación de la democracia representativa pretende cambiar esta perspectiva. Según mi teoría, todos los líderes populistas se comportan igual, sean o no occidentales. Dicho esto, en sociedades que no son plenamente democráticas, las ambiciones representativas de los líderes populistas pueden subvertir el orden institucional existente (si bien no pueden lograr que el país sea una democracia estable).21 Esto fue lo que sucedió con el fascismo italiano en la década de 1920, así como con el caudillismo y con las dictaduras que uno encuentra en América Latina.
Más aún, planteo que, antes de llegar al poder, todos los líderes populistas amasan su popularidad atacando a los partidos políticos y a los políticos del sistema (de derecha y de izquierda). Cuando llegan al poder, reconfirman su identificación con “el pueblo” de manera cotidiana, convenciendo al público de que libran una batalla monumental en contra del sistema establecido para conservar su “transparencia” (y la de su gente), así como para evitar convertirse en el nuevo sistema. Para este fin, es esencial establecer una relación directa con la gente y el público. Hugo Chávez “dedicó más de 1 500 horas a denunciar el capitalismo en Alo Presidente, su programa de televisión”;22 Silvio Berlusconi fue, durante años, una presencia diaria en sus canales de televisión privados y en la televisión estatal italiana, y Donald Trump está en Twitter noche y día.
La construcción representativa del populismo es retórica e independiente de las clases sociales y de las ideologías tradicionales. Como afirman en Europa, se sitúa más allá de la división entre derecha e izquierda. Se trata de una expresión de acción democrática porque la creación del discurso populista ocurre en público, con el consentimiento voluntario de los protagonistas relevantes y de la audiencia.23 Con esto en mente, la pregunta central de este libro es la siguiente: ¿qué clase de consecuencias democráticas produce el populismo? Mi respuesta es que, hoy en día, la democracia representativa es tanto el entorno en el que se desarrolla el populismo como su objetivo, o aquello en contra de lo cual exige ejercer su poder. Los movimientos y los líderes populistas compiten con otros actores políticos respecto de la representación del pueblo y aspiran a la victoria electoral para demostrar que “el pueblo” al que representan es el “bueno” y que merecen gobernar por su propio bien.
Este libro busca demostrar cómo el populismo intenta transformarse para ser un nuevo modelo de gobierno representativo. En la bibliografía sobre el tema, que examinaré en la tercera sección de esta introducción, se plantea que el populismo se opone a la democracia representativa. Se le asocia con el reclamo del poder inmediato de los soberanos populares. A veces también se le vincula con la democracia directa. Por el contrario, este libro busca revelar que el populismo surge del interior de la democracia representativa y quiere construir su propio pueblo y gobierno representativos. El populismo en el poder no cuestiona la práctica electoral, sino que más bien la convierte en la celebración de la mayoría y de su líder, en una nueva estrategia de gobierno elitista, centrada en una (supuesta) representación directa entre la gente y el líder. En este marco, las elecciones funcionan como plebiscito o por aclamación. Hacen lo que no deberían: mostrar la que se considera la respuesta correcta ex ante y fungen como confirmación de los ganadores correctos.24 Así, el populismo es un capítulo en un fenómeno más amplio: la formación y la sustitución de las élites. Mientras pensemos en el populismo únicamente como un movimiento de protesta o como una narrativa, no podremos reconocerlo. Pero cuando lo contemplemos a medida que se manifiesta al llegar al poder, estas otras realidades se hacen completamente evidentes. Por el contrario, se podría decir que tendremos mayor claridad cuando dejemos de discutir qué es el populismo —si es una ideología “superficial”, una mentalidad, una estrategia o un estilo— y en cambio analicemos qué hace: en especial, cuando nos preguntemos cómo cambia o reconfigura los métodos y las instituciones de la democracia representativa.
La interpretación del populismo como un nuevo modelo de gobierno mixto que propongo en este libro se beneficia de la teoría diárquica de democracia representativa que planteé en mi libro anterior.25 Esta teoría entiende la idea de democracia como gobierno por medio de la opinión. La democracia representativa es diárquica porque es un sistema en el que “la voluntad” (es decir, el derecho a votar, así como los métodos y las instituciones que regulan la toma de decisiones de autoridad) y “la opinión” (es decir, el dominio extrainstitucional de los juicios y las opiniones políticas en sus expresiones multifacéticas) se influyen la una a la otra, pero conservan su independencia.26 Las sociedades en las que vivimos son democráticas, no sólo porque celebran elecciones libres a las que concurren dos o más partidos políticos, sino porque también prometen permitir la rivalidad y el debate políticos efectivos para presentar ideas diversas y contrastantes. El empleo de instituciones representativas —medios de comunicación libres y diversos, así como la elección regular de representantes, partidos políticos, etcétera— fomenta la formación de juicios políticos y fomenta asimismo que éstos influyan en el voto. También permite considerar, repensar y, de ser necesario, modificar las decisiones. Si bien la democracia directa reduce el tiempo entre la voluntad y el juicio, y con ello exalta el momento de la decisión, la democracia representativa lo amplía. Al hacerlo, abre los procesos políticos para que se formen y para que funcionen la opinión y la retórica públicas. Al confiar en las capacidades de la representación en la vida política, aprovechamos un mecanismo ideológico que nos permite usar el tiempo como recurso a la hora de guiar nuestras decisiones políticas. Por lo tanto, la diarquía promete que las elecciones y el foro en el que se vierten las opiniones lograrán que las instituciones sean el seno del poder legítimo y un objeto de control y escrutinio. Una Constitución democrática debe regular y proteger ambos poderes.
En conclusión, la teoría diárquica de la democracia representativa plantea dos puntos. Primero, afirma que “la voluntad” y “la opinión” son los dos poderes de los ciudadanos soberanos. Segundo, afirma que en principio son dos cosas distintas, y deberán diferenciarse en la práctica, aunque deben estar (y están) en comunicación constante. Denomino diarquía a una especie de autogobierno mediado o indirecto que asume que entre el soberano y el gobierno existe una distancia y una diferencia.27 Las elecciones regulan la diferencia, mientras que la representación (que es tanto una institución dentro del Estado como un proceso de participación fuera de él) regula la distancia. Los modelos de representación populista precisamente cuestionan y transforman esa distancia y esa diferencia, y el populismo en el poder busca deshacerse de ellas.28 Y sin embargo su “franqueza” se mantiene dentro del gobierno representativo.
De esta forma, el régimen mixto que inauguró el populismo se caracteriza por la representación directa. El concepto de representación directa es un oxímoron que empleo (y detallo en el capítulo 4) para expresar la idea de que los líderes populistas quieren hablar directamente al pueblo y para el pueblo, sin intermediarios (sobre todo partidos políticos y medios de comunicación independientes). Por ello, aunque el populismo no reniega de las elecciones, las aprovecha como celebración de la mayoría y de su líder, y no como una competencia entre líderes y partidos que facilita la valoración de la pluralidad de preferencias. En concreto, debilita a los partidos organizados, de los que la competencia electoral había dependido hasta ahora, y crea su propio partido ligero y maleable, que pretende unificar demandas más allá de las divisiones partidistas. El o la líder utiliza este “movimiento” a su antojo y, de ser necesario, lo ignora. En una democracia representativa convencional, los partidos políticos y los medios de comunicación son cuerpos intermediarios esenciales. Permiten que lo que está dentro del Estado y lo que está afuera se comuniquen, sin fusionarse. En cambio, una democracia representativa populista busca superar dichos “obstáculos”. “Democratiza” lo público (o eso afirma) al establecer una comunicación perfecta y directa entre las dos caras de la diarquía e, idealmente, las funde en una sola. El objetivo de oponer a la “gente común” con la “minoría establecida” es convencer al pueblo de que es posible ser gobernado mediante un sistema representativo sin necesidad de una clase política aparte o del sistema establecido. Como lo explico en el capítulo 1, prescindir del sistema (o de cualquier cosa que se crea que está entre “nosotros”, es decir la gente allá afuera, y el Estado, entendido como los aparatos “de adentro” conformados por quienes toman las decisiones, ya sean elegidos o designados) es el argumento central de todos los movimientos populistas. Sin duda fue el tema recurrente en el discurso inaugural de Trump, cuando declaró que su llegada a Washington no representaba la llegada del sistema establecido, sino la llegada de “los ciudadanos de nuestra nación”.
Para este análisis del populismo, es fundamental la relación directa que el líder establece y mantiene con el pueblo. También se trata de la dinámica que enturbia la diarquía democrática. Cuando está en la oposición, el populismo subraya el dualismo entre los muchos y los pocos, y expande su público al denunciar la democracia constitucional. Los populistas plantean que la democracia constitucional no ha cumplido su promesa de que todos los ciudadanos gozarán del mismo poder político. Pero cuando llegan al poder, los populistas trabajan sin descanso para demostrar que su líder es una encarnación de la voz del pueblo y que debe oponerse y estar por encima de todo aquel que se diga representar a alguien más y que debe corregir las fallas de la democracia constitucional. Los populistas aseguran que como el pueblo y el líder se han fusionado, y ninguna élite intermediaria los separa, el papel de la reflexión y la mediación se puede reducir drásticamente y que la voluntad del pueblo se puede ejercer con más fuerza.
Esto es lo que diferencia al populismo de la demagogia. Como explico en el capítulo 2, en las democracias representativas el populismo se estructura mediante el principio de “unificación versus pluralismo”. Este mismo principio apareció en la demagogia de la Antigüedad en relación con la democracia directa. Pero el efecto del atractivo populista en la unificación de “el pueblo” es distinto. En la democracia directa de la Antigüedad, el impacto de la demagogia en la legislación era inmediato porque la asamblea era la soberana y no existía mediación alguna, en lugar de ser un órgano constituido por individuos que físicamente no estaban presentes y a quienes los diversos competidores políticos definían y representaban. No obstante, el populismo se desarrolla en un orden estatal en el que un principio abstracto define al soberano popular, lo que permite a los retóricos interpretar con toda libertad ese principio y competir por su representación dentro del Estado. Esto ocurre a pesar de que, de entrada, el populismo se desarrolla en la esfera de la opinión, donde no rige el soberano, es decir, en el ámbito de la ideología, y bien podría permanecer ahí si nunca gobernara a una mayoría. En este sentido, soy consciente de las diferencias cruciales que las elecciones suponen para la democracia. Sin embargo, recurrir a los análisis de la demagogia hechos en la Antigüedad puede ayudarnos a explicar dos cosas: 1] al igual que la demagogia, en el sentido de la politeia de Aristóteles, el populismo interviene cuando la legitimidad del orden representativo ya está en decadencia, y 2] la relación del populismo con la democracia constitucional es conflictiva y este conflicto nos ayuda a nombrar y exponer los mecanismos mediante los que el populismo se apropia del principio de mayoría para concentrar su propio poder e inaugurar un gobierno mayoritario.29
En mi libro anterior, planteé que es simplista e inadecuado pensar en términos de simple dicotomía entre democracia directa y democracia representativa, como si la participación estuviera del lado de la primera y las aristocracias electas, de la última.30 La política democrática es siempre política representativa, en cuanto que se articula y se materializa mediante interpretaciones, afiliaciones partidistas, compromisos y, por último, decisiones que toma la mayoría de los votos individuales. Estos procesos no se reducen a producir una mayoría: producen la mayoría y la oposición en una dialéctica incesante y en conflicto. La expresión ciudadana de propuestas, su argumentación y su consentimiento a las propuestas y las ideas (y a los candidatos que hablan en su nombre) son componentes de la diarquía democrática de voluntad y opinión.
Desde una perspectiva diárquica, puedo oponerme a la concepción tradicional de que el populismo se puede entender como una “democracia iliberal”.31 Una democracia que infringe los derechos políticos más básicos —en especial, los derechos elementales de formarse una opinión y un juicio, expresar desacuerdos y puntos de vista cambiantes— y que sistemáticamente excluye la posibilidad de formar nuevas mayorías no es una democracia en ningún sentido. Una definición mínima de democracia (como la electoral) supone más que meras elecciones, si en efecto pretende describirla.32 Para Norberto Bobbio, es necesario que los electores “se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación.”33
La diarquía de voluntad y opinión significa que la democracia es inconcebible sin un compromiso con las libertades políticas y civiles, lo que exige un pacto constitucional para establecerlas y un compromiso para protegerlas, así como la división de poderes y el Estado de derecho para protegerlos y garantizarlos. Desde luego, ninguna de estas libertades es ilimitada. Pero es fundamental que la interpretación de su alcance no recaiga en la mayoría en el poder, ni siquiera en una mayoría en el poder cuyas políticas parezcan satisfacer los intereses del grueso de la población.34 Ésta es la condición para que funcione la democracia representativa y para que sus procesos permanezcan abiertos y no determinados. Por definición, pensar y hablar en términos de la distinción entre “democrático” y “democrático liberal” es algo errado, así como pensar y hablar en términos de “democracia liberal” y “democracia iliberal”.35 Si bien estos conceptos son populares, son cortos de miras e imprecisos porque asumen algo que en realidad no puede existir: la democracia sin libertad de expresión y libertad de asociación, así como la democracia con una mayoría apabullante como para bloquear sus posibles evoluciones y mutaciones (es decir, el surgimiento de otras mayorías).36 Desde la perspectiva diárquica, la democracia liberal es un pleonasmo y la democracia iliberal una contradicción, un oxímoron.37
Más aún, quienes afirman que el populismo es la forma máxima de democracia se escudan en el concepto de “democracia liberal”. Esto permite a los partidarios del populismo manifestar que lo “liberal” limita la fuerza endógena de la democracia, es decir, su capacidad de respaldar el poder de la mayoría. Esto le conviene al discurso populista. En un discurso que el padre del populismo argentino, Juan Domingo Perón, pronunció durante la campaña electoral de 1946, se definió como auténtico demócrata, a diferencia de sus adversarios, a quienes acusó de ser demócratas liberales : “Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma externa de la democracia.”38 El problema, claro está, es que “la forma externa de la democracia” resulta esencial para la democracia. No se trata de una mera “apariencia” y no es exclusiva del liberalismo. Si uno adopta un concepto no diárquico de la democracia y recalca que su esencia es la toma de decisiones (las del pueblo o las de sus representantes), las movilizaciones y el inconformismo ciudadanos parecen señalar una crisis dentro de la democracia, en vez de ser un componente de la democracia. Al reducir el momento democrático al voto o las elecciones, el dominio extrainstitucional se vuelve el ámbito natural del populismo, y al hacerlo, como escribió William R. Riker hace años, el liberalismo y el populismo se vuelven las únicas alternativas en juego.39 La teoría diárquica nos permite eludir este inconveniente.
Como veremos en este libro, el populismo se muestra impaciente frente a la diarquía democrática. También se muestra intolerante respecto de las libertades civiles, ya que: 1] concede exclusivamente a la mayoría ganadora la capacidad de resolver las discrepancias sociales; 2] tiende a destruir la mediación de las instituciones al hacerlas sujeto directo de la mayoría gobernante y su líder, y 3] construye una representación del pueblo que, si bien abarca a una gran mayoría, excluye ex ante a otra parte. La inclusión y la exclusión son características internas para la dialéctica democrática entre ciudadanos que discrepan sobre muchas cuestiones y la dialéctica democrática es un juego de gobierno y disputa. La democracia implica que ninguna mayoría es la última y que ningún punto de vista disidente está condenado ex ante a una posición de impotencia o subordinación periférica por el hecho de que las esgriman los individuos “incorrectos”.40 No obstante, para que persista esta dialéctica abierta, la mayoría electa no puede comportarse como si fuera la representante directa de una especie de pueblo “auténtico”. (En efecto, en el ámbito gubernamental no “se puede tomar ninguna decisión sin cierto grado de cooperación entre adversarios políticos”; por definición estos adversarios siempre son parte del juego.41) La democracia sin libertades individuales —políticas y legales— no puede existir.42 En este sentido, la expresión “democracia liberal” es un pleonasmo,43 pues sugiere que “la democracia es previa al liberalismo”, en el sentido de que aquélla se sostiene sola o que no depende del liberalismo, a pesar de que históricamente se ha beneficiado de algunos logros del propio liberalismo.44 Esto no sólo es cierto porque la democracia precede el liberalismo, sino que es cierto porque la democracia es una práctica de la libertad en acción y en público, rebosante de libertad individual. “La práctica política de la democracia exige condiciones que se corresponden con los valores centrales liberales y republicanos de libertad e igualdad.”45 Por ello es un juego abierto en el que siempre es posible el cambio de gobierno y está inscrito en un gobierno mayoritario. Como afirmó Giovanni Sartori: “El futuro de la democracia depende de la capacidad de las mayorías de convertirse en minorías, y a la inversa, de las minorías en mayorías.”46 Como resultado, la democracia liberal es en esencia democracia a secas.47 Más allá está el fascismo, que no es “democracia sin liberalismo”, ni democracia, ni liberalismo político. Sus primeros teóricos y líderes, claro, lo sabían de sobra.48
Los populistas buscan construir un modelo de representación que prescinda del gobierno partidista, de la maquinaria que genera el sistema político e impone consensos y transacciones, que termina fragmentando la homogeneidad de la gente. Si el principio que rige la democracia representativa es la libertad —y por lo tanto la posibilidad de disentir, el pluralismo y el consenso—, entonces el principio que rige al populismo es la unidad de lo colectivo, que da sustento a las decisiones del o la líder. De este modo, el populismo en el poder es un modelo de gobierno representativo que se centra en una relación directa entre el líder y aquellos a los que se les considera individuos “buenos” o que tienen la “razón”: aquellos a quienes el líder dice haber unificado y llevado al poder, a quienes las elecciones revelan mas no crean.
Una consecuencia más de la impaciencia del populismo con la división partidista es que interpreta la idea procesal de “el pueblo” como propietario. Este punto es fundamental y la numerosa bibliografía sobre el tema tiende a ignorarlo. Es preciso reparar este descuido. Cuando los populistas llegan al poder, gestionan los procedimientos y las culturas políticas como asuntos de propiedad y posesión. “Nuestros” derechos (como hemos escuchado decir al primer ministro húngaro Viktor Orbán, al ministro del Interior italiano Matteo Salvini o al presidente de Estados Unidos Donald Trump) son el eje rector del populismo. Representan la manipulación populista de las ideas, la práctica y la cultura legal asociada con los derechos civiles, en particular la igualdad y la inclusión. La caracterización del populismo como institución política posesiva está en el núcleo de su naturaleza facciosa. Esto se suma a su impaciencia con las normas constitucionales y la división de poderes, y contribuye a explicar su carácter paradójico: el populismo en el poder está condenado a ser desequilibrado (como si estuviera en una campaña permanente) o a convertirse en un nuevo régimen. No puede darse el lujo de ser un gobierno democrático entre otros porque la mayoría a la que representa no es una mayoría entre otras: es la “buena”, que existe antes de las elecciones y al margen de ellas.
Las implicaciones políticas de la naturaleza posesiva del populismo también son impredecibles. El enfoque puede dar lugar a ambiciones proteccionistas, pero también a afirmaciones libertarias, aunque se vuelvan casi irreconocibles, si es que interpretemos el populismo como una más de las ideologías fascistas tradicionales, o como una ola de proteccionismo al estilo tradicional fascista. En su penetrante análisis del civilizacionismo populista neerlandés, Rogers Brubaker afirma: “el antiislamismo libertario de Fortuyn ganó terreno en un contexto definido por las ideas claramente progresistas del pueblo neerlandés ‘nativo’ sobre género y moralidad sexual, por la ansiedad en los círculos gays sobre el acoso y la violencia antigay atribuidos a la juventud musulmana y por el clamor público a raíz de que un imán marroquí de Róterdam condenó la homo-sexualidad en un noticiero de alcance nacional”.49 Líderes como Marine Le Pen del Rassemblement National [Agrupación Nacional], como el primer ministro austriaco Sebastian Kurz y como Matteo Salvini de la Lega Nord [Liga Norte] no han adoptado (aún) la retórica de ataque contra la equidad de género —aunque algunos intenten anular las leyes que regulan el aborto y el matrimonio o la unión entre personas del mismo sexo—. Tampoco rechazan las libertades individuales que los derechos civiles lograron para su gente —aunque protestan contra la prensa “per-judicial”—. No obstante, sí emplean el lenguaje de los derechos civiles de modo que subvierte su función precisa. Emplean ese lenguaje para declarar y exigir el poder absoluto de la mayoría respecto de su “civilización” y, por lo tanto, respecto de sus derechos, lo que lo convierte en un poder que sólo los miembros de la clase gobernante poseen y pueden disfrutar. En el momento mismo en que los derechos se apartan de su significado de equidad e imparcialidad (esto es, un significado universalista y procedimental), se convierten en un privilegio. Pueden ser incluyentes en la medida en que no estén condicionados por la identidad cultural o la nacional de quienes los exijan. La práctica posesiva de los derechos les quita su carácter aspiracional y los convierte en un medio para proteger el estatus que ha obtenido una parte de la población. El rechazo de los migrantes en las costas italianas y la negativa a ayudarlos en tiempos de necesidad se escudan en nombre de “nuestros derechos”, que parecen tener un valor superior que “los derechos humanos”. La suspensión del universalismo es una consecuencia directa de una idea posesiva y por lo tanto relativa de los derechos. No vemos esta cara del populismo cuando el liberalismo permite que la democracia se salga de control y resaltamos las consecuencias iliberales de esto; la vemos cuando seguimos el proceso democrático de forma consistente, en toda su complejidad diárquica.
Como explicaré más adelante, el populismo es una fenomenología que implica sustituir el todo con una de sus partes. Esto hace que se esfumen las ficciones (los lineamientos de comportarse como si) de la universalidad, la inclusión y la imparcialidad. Que el populismo logre sus objetivos manifiestos conllevaría, en última instancia, a sustituir el significado procedimental del pueblo y a sustituir la generalidad de la ley basada en principios (erga omnes) con un significado socialmente sustantivo que sólo exprese la voluntad y los intereses de una parte del pueblo (ad personam). En el capítulo 3, propongo que este proceso de solidificación o racialización del populus jurídico-político supone un intento de los líderes populistas de identificar “el pueblo” con la parte (méros) que ellos pretenden encarnar. Entonces la democracia se identifica con el mayoritarismo radical, o con el kratos (“poder”) de una mayoría específica, la que dice ser —y gobierna como si lo fuera— la única mayoría buena (o parte de ella) que alguna elección logró revelar. Esta identificación exige que uno suponga que la oposición no pertenece a la misma clase de gente “buena”. Y exige que uno identifique “la regla de la mayoría” (uno de los puntos clave de la democracia) con “el gobierno de la mayoría”. El populismo es mayoritarismo puro y como tal es una distorsión de la regla de la mayoría y de la democracia misma (no es su consumación ni su norma), cuyas “consecuencias iliberales no necesariamente son una respuesta frente a una crisis del liberalismo en un Estado democrático”, sino que se pueden suscitar a partir de la práctica y el concepto de libertad que se tienen en la democracia.50
En última instancia, el populismo no apela a la soberanía del pueblo como principio general de legitimidad. Más bien, es una reafirmación radical del “núcleo que representa un concepto idealizado de la comunidad”.51 Este núcleo afirma que es el único dueño legítimo del juego. Lo hace cuando señala su mayoría numérica o bien cuando se presenta como la entidad popular mitológica que debe traducirse directamente en voluntad de poder. En el capítulo 2 abordo este enfoque polémico y propongo que —dentro de lo que defino como una idea y una gestión posesivos o de carácter propietario del poder político— la mayoría absoluta deja de ser un procedimiento para tomar decisiones legítimas en un entorno plural y competitivo, y se convierte en la facticidad del poder, lo que permite que el sector de la población que ha buscado el kratos compense el desdén que padecieron de parte de los partidos electos anteriormente y que gobierne a partir de sus propios intereses y en contra de “el sistema” y los intereses de la población que no pertenece al sector “bueno”.
Con esta idea posesiva de la política se corre el riesgo de llegar a “soluciones” muy parecidas al fascismo, por lo que, si bien me refiero al populismo como un fenómeno democrático, también asevero que pone a prueba los límites de la democracia constitucional. Más allá de estos límites podría surgir otro régimen: quizás autoritario, dictatorial o fascista. Desde este punto de vista, el populismo no es un movimiento subversivo sino un proceso que se apropia de las normas y las herramientas de representación de la política. Como vemos hoy en día, los populistas sacan partido de las funciones de la democracia constitucional y a veces intentan reconfigurar las Constituciones. Así se explica la novedad del populismo contemporáneo tal como se ha desarrollado en el marco de las democracias constitucionales. Esta novedad demuestra que las formas populistas son reflejo del sistema político contra el que reaccionan.
Propongo que una parcialidad radical y programática determina la estructura del populismo a la hora de que éste interpreta lo que es la gente y la mayoría. No importa si se apela a “el pueblo” en los términos ideológicos de la izquierda o la derecha. En este sentido, si el populismo llega al poder, puede deformar las instituciones representativas que conforman la democracia constitucional: el sistema de partidos, el Estado de derecho y la división de poderes. Puede forzar la democracia constitucional al grado de abrirle la puerta al autoritarismo o incluso a una dictadura. Desde luego, la paradoja es que, si de verdad ocurre ese cambio de régimen, el populismo deja de existir. Esto quiere decir que el destino del populismo está ligado al destino de la democracia: “Parte de su desempeño radica en que eso no suceda del todo.”52 De esta forma, algunos académicos han comparado el populismo con un parásito para explicar esta relación tan peculiar.53 El populismo no tiene fundamento propio, por lo que se desarrolla a partir de las instituciones democráticas que transforma (pero a las que nunca reemplaza del todo). La democracia y el populismo viven y mueren juntos, y por ello tiene sentido postular que el populismo es la frontera extrema de la democracia constitucional, después de la cual emergen los regímenes dictatoriales.
Sin importar la analogía que emplee un movimiento populista determinado, sus manifestaciones serán contextuales y dependerán de la cultura política, social y religiosa del país en cuestión. No obstante, el populismo es más que un fenómeno condicionado por la historia; es más bien un movimiento de divergencia. Corresponde a la transformación de la democracia representativa. Éste, creo yo, debe ser el punto de referencia para cualquier enfoque teórico en torno al populismo. Al mismo tiempo facilita las cosas pues, aunque “no tenemos nada parecido a una teoría del populismo”, nos podemos beneficiar de su vínculo endógeno con la representación y la democracia, cuyos cimientos y procedimientos normativos conocemos bien.54
Distingo entre populismo como movimiento popular y populismo como fuerza gobernante. Esta distinción engloba el estilo retórico del populismo; su propaganda, tropos e ideología, y, por último, sus objetivos y logros. Esta distinción, muestra la relación con el carácter diárquico de la democracia que presenté anteriormente. Necesitamos entender el populismo como movimiento de opinión y divergencia, y como sistema de toma de decisiones. En un libro anterior, Democracy Disfigured [Democracia desfigurada], analicé el populismo desde el primer punto de vista y en este libro lo analizo desde el segundo punto de vista.
En lo que respecta a la autoridad de la opinión, en Democracy Disfigured planteé que es incorrecto valorar el populismo como si en esencia éste fuera idéntico a los movimientos populares o de protesta.55 Como unidad individual, los movimientos populares pueden incluir retórica populista, mas no un proyecto de poder populista. Entre los ejemplos recientes de dicha retórica están los movimientos de divergencia y protesta, horizontales y populares, que recurrieron al tropo dualista de “nosotros, el pueblo” en oposición a “ustedes, el sistema”: como los girotondi en Italia en 2002, Occupy Wall Street en Estados Unidos y los Indignados en España, ambos en 2011. Sin una narrativa estructuradora, sin la aspiración de ganar algunos escaños en el congreso o sin un liderazgo que asegure que su gente es la “verdadera” expresión del pueblo en general, los movimientos populares son lo que siempre han sido: sacrosantos movimientos de protesta contra alguna tendencia social que los ciudadanos organizados consideran que han traicionado los principios básicos de equidad —los cuales, a su parecer, la sociedad ha prometido respetar y cumplir—. Esto dista mucho de los enfoques populistas que buscan conquistar las instituciones representativas y ganar la mayoría en el gobierno para estructurar la sociedad a partir de sus ideas sobre qué es el pueblo. Ejemplos de esta clase de enfoque se ven en las mayorías que han surgido en Hungría (2012), Polonia (2014), Estados Unidos (2016), Austria (2017) e Italia (2018). Éstos, y casos anteriores en América Latina, demuestran que, incluso si un gobierno populista no modifica la Constitución, puede cambiar el tenor del discurso público y la política al implementar propaganda diaria que fomente la enemistad en la esfera pública, que se burle de toda oposición y de los principios fundamentales, como la independencia judicial. Un gobierno populista depende de un público tendencioso, pero también lo refuerza y lo intensifica, que exige que sus opiniones se traduzcan directamente en decisiones. Este público no tolera la discrepancia y desdeña el pluralismo, además de que reclama una legitimidad total en nombre de la transparencia, una “virtud” que se supone que elimina la “hipocresía” de la política más pragmática. Por lo tanto, la jugada del líder populista para ofender a sus adversarios y a las minorías en sus discursos políticos se interpreta como señal de sinceridad, a diferencia de la duplicidad de lo políticamente correcto. Éste también fue el estilo del fascismo, que tradujo esa franqueza en leyes punitivas y represivas. Tal es la diferencia entre el populismo en el poder y el fascismo en el poder, aunque el populismo respalde ideas y difunda puntos de vista igual de insufribles que los del fascismo. No obstante, para entender el carácter de una democracia populista no basta centrarnos en lo que dice el líder y lo que el público repite. También debemos analizar los métodos mediante los cuales el populismo en el poder transforma las instituciones y los procedimientos democráticos existentes.