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INTERPRETACIONES
Оглавление¿De qué forma mi interpretación del populismo como nuevo modelo de gobierno representativo se relaciona con la bibliografía académica que aborda este fenómeno? La cantidad y la calidad de la bibliografía que se ha producido últimamente en torno al populismo es intimidante para cualquiera que decida embarcarse en escribir un libro al respecto.89 Las cosas se complican aún más por el contexto específico de los movimientos y los gobiernos populistas, así como por la variedad de populismos presentes y pasados, que es extraordinaria y que rebasa la capacidad de cualquier individuo de incluirlas en una teoría general. Con la excepción de dos proyectos de investigación globales fundamentales que se remontan a finales de los años sesenta y los años noventa, y a algunas monografías posteriores, en términos generales el populismo se ha estudiado a partir de sus contextos específicos.90 Las variaciones contextuales entre países y dentro de ellos, así como los usos polémicos del término en la política cotidiana, han entorpecido los intentos de la academia por generar definiciones conceptuales. No obstante, se ha llegado a un acuerdo básico con respecto al carácter ideológico y retórico del populismo, sobre su relación con la democracia y su estrategia para llegar al poder.91 Recurro a este nutrido conjunto de obras en este libro, pero mis exploraciones serán en esencia teóricas. Mencionaré movimientos y regímenes populistas concretos sólo con fin ilustrativo.
La bibliografía contemporánea en torno al populismo se puede dividir en dos grandes bloques. El primero se inscribe en el campo de la historia política y las ciencias sociales comparativas; el segundo en el campo la teoría política y la historia conceptual. Las obras en el primer campo se centran en las circunstancias o las condiciones sociales y económicas del populismo. Se ocupan del entorno histórico y los desarrollos puntuales del populismo y se muestran escépticos al momento de teorizar a partir de esos casos empíricos.92 Por el contrario, las obras en el segundo bloque se centran en el populismo en sí: su naturaleza política y sus características. Al igual que el primer campo, acepta que la experiencia sociohistórica es esencial para entender las distintas manifestaciones del populismo, tal como lo es para entender las distintas manifestaciones de la democracia. Sin embargo, a diferencia de los estudios en torno a ésta, en las obras del primer bloque no hay consenso sobre la categoría a la que pertenece el populismo porque, como he señalado, éste es un concepto ambiguo que no corresponde a ningún régimen político específico. Esto quiere decir que las subcategorías del populismo, producto del análisis histórico, conllevan el riesgo de atrapar a los académicos en el contexto específico que están estudiando y el riesgo de hacer de cada subcategoría un caso individual. El resultado final son muchos populismos, pero no un populismo. Todo lo que el análisis sociohistórico gana al estudiar en profundidad algunas experiencias específicas lo pierde en generalización y en los criterios normativos para juzgar dichas experiencias. Esto quiere decir que necesitamos un marco teórico en el cual podamos incorporar esos análisis contextuales. De lo contrario, nos quedamos con análisis contextuales que concluyen con “tibias alusiones” a la idea de un concepto exportable de populismo.93
Uno de los primeros intentos por combinar el análisis contextual con la generalización conceptual surge en la taxonomía de las variantes de tipos y subtipos de populismo en relación con las condiciones culturales, religiosas, sociales, económicas y políticas, producto de autores como Ghiţa Ionescu y Ernest Gellner, o Margaret Canovan, verdadera pionera en el estudio del populismo.94 Ella recurrió a un amplio espectro de análisis sociológicos inspirados en Gino Germani y Torcuato di Tella, dos académicos argentinos (el último exiliado del fascismo italiano) cuyo objetivo era trazar una categoría descriptiva del populismo.95 Los sociólogos políticos Germani y di Tella postularon que en las sociedades carentes de un núcleo nacionalista, consistentes en grupos étnicos heterogéneos, surge la necesidad de “construir el pueblo”. Desde su punto de vista, gracias a esta labor el populismo es un proyecto funcional de construcción de un Estado nación y es lo que lo hace un espacio de la “política paradójica”: el desafío de constituir al sujeto de la democracia —el pueblo— mediante medios democráticos, o de forma más sucinta, el desafío de “resolver quién constituye al pueblo”.96 Para Canovan, estos dos factores —la relación con los regímenes políticos y la concepción del pueblo— son los puntos de referencia básicos que necesitan los académicos que quieran interpretar las condiciones y las circunstancias de los populismos concretos. Canovan importó la bibliografía sociohistórica en torno al populismo a un campo exquisitamente teórico y normativo, y lo vinculó con temas de legitimidad política.
Las teorías del populismo que dominan la bibliografía en la actualidad pertenecen a dos categorías generales: teorías minimalistas y teorías maximalistas. Las minimalistas buscan afilar las herramientas interpretativas que nos permitirán reconocer el fenómeno cuando lo vemos. Buscan extraer, para fines analíticos, las condiciones mínimas de varios casos de populismo. Por el contrario, las maximalistas quieren desarrollar una teoría del populismo como construcción representativa con algo más que una función analítica. Dichas teorías pretenden brindar a los ciudadanos un formato que éstos pueden seguir para armar un sujeto colectivo capaz de conquistar la mayoría y llegar a gobernar. El proyecto maxima-lista, sobre todo en épocas de crisis institucional y decadencia de la legitimidad entre los partidos tradicionales, puede tener un papel político y ayudar a reestructurar el orden democrático existente.
En la categoría minimalista incluyo todas aquellas interpretaciones del populismo que analizan sus tropos ideológicos (Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser) y su estilo de hacer política en relación con el aparato retórico y la cultura nacional (Michael Kazin y Benjamin Moffitt), así como las estrategias que trazan sus líderes para llegar al poder (Kurt Weyland y Alan Knight). El objetivo de estos estudios es eludir los juicios normativos en beneficio de un análisis sin prejuicios y ser lo más incluyentes posibles de todas las experiencias de populismo. Dentro de este minimalismo no normativo, Mudde ha formulado el marco ideológico más característico. Plantea que una concepción maniquea y “moral” del mundo da pie a los dos campos opuestos del populismo: el pueblo, asociado con una entidad indivisible y moral, y las élites, a quienes se les concibe como una entidad corrupta sin remedio. El populismo parece “una ideología débil que identifica en la sociedad una división fundamental entre dos grupos homogéneos y antagónicos […] y que postula que la política debe expresar la voluntad general del pueblo”.97 Los movimientos populistas tienen la capacidad de sortear la división izquierda-derecha y son populistas porque hacen una valoración moral que ensalza la volonté générale y degrada el respeto liberal por los derechos civiles en general y los derechos de las minorías en particular. No obstante, más allá de la presencia de esta ideología que distingue a los muchos “honestos” de los pocos “corruptos”, el populismo tiene pocos aspectos definitorios. Para Mudde y Rovira Kaltwasser, los partidos populistas ni siquiera necesitan liderazgo específico: “Parece haber una afinidad electiva entre el populismo y los líderes fuertes. Sin embargo, el primero puede existir sin los últimos.”98 Más aún, ni la representación ni la radicalización de la mayoría figura en su representación minimalista del populismo. El primer paso del enfoque que adopto en este estudio consiste en una reflexión crítica de esta interpretación minimalista. Desarrollo tres observaciones críticas sobre este enfoque: dos corresponden a su incapacidad de distinguir el populismo de otros sistemas políticos y otra, a sus implicaciones normativas.
Para empezar, la contraposición ideológica entre la mayoría “honesta” y la minoría “corrupta” no es exclusiva de los partidos populistas y su retórica. Se deriva de una tradición influyente que se remonta a la antigua República romana, cuya estructura se fundamenta en el dualismo entre “los pocos” y “los muchos”, los “patricios” y los “plebeyos”. La proverbial desconfianza en las élites gobernantes alentaba esta tradición, en la que el pueblo asumía el papel de quien las vigila de manera permanente. La misma contraposición ideológica se volvió un tema central en el republicanismo e identificamos ciertos rasgos en la obra de Maquiavelo y otros humanistas.99 No obstante, la lectura minimalista del populismo no es útil para entender por qué éste no es sencillamente una subespecie de la política republicana, incluso a pesar de que se estructura a partir de la misma lógica binaria.
En segundo lugar, el dualismo “nosotros somos buenos”/“ellos son malos” es el motor de todas las manifestaciones de grupos partidistas, aunque con distintas intensidades y estilos. Pero no podemos registrar a todos los grupos partidistas como subespecies del populismo a menos que queramos postular que toda la política es populista. Como explicaré en el capítulo 1, desconfiar de y criticar a los gobernantes es un componente esencial de la democracia. En contextos democráticos, la mayoría absoluta y los cambios regulares en la dirigencia implican que los partidos de la oposición pueden —y a eso se dedican— tildar a los partidos en el poder de élites corruptas, desfasadas y no representativas. Describir el populismo como “estilo político”, como hacen Kazin y Moffitt, no resuelve el problema. Incluso si este enfoque nos permite transitar por “una variedad de contextos políticos y culturales”, no ayuda a detectar las peculiaridades del populismo frente a la democracia.100 Las limitaciones esenciales de estos enfoques ideológicos y estilísticos radican en que no se centran lo suficiente en los aspectos institucionales y procedimentales que describen la democracia, a partir de los cuales el populismo surge y funciona. Estos planteamientos diagnostican el surgimiento de la polarización entre la mayoría y la minoría, pero no explican cómo se diferencia, por un lado, el enfoque antisistema propio del populismo y, por otro, el paradigma republicano o la política opositora tradicional, incluso el partidismo democrático.
La tercera objeción que planteo se refiere a los argumentos no dichos (normativos) que sostienen este enfoque en apariencia no normativo. Estos supuestos pertenecen a la interpretación de la democracia misma. El marco ideológico minimalista evita ser normativo —esto es, no define el populismo en términos positivos o negativos— para ser receptivo a todas las instancias empíricas de este fenómeno.101 Para “llegar a una postura no normativa sobre la relación entre el populismo y la democracia” y para “postular que el populismo puede ser tanto un correctivo como una amenaza para la democracia”, Mudde y Rovira Kaltwasser basan su descriptivismo en el argumento de que existe una diferencia entre la democracia y la democracia liberal. Esto les permite concluir que el populismo sostiene una relación ambigua con la democracia liberal, mas no con la democracia en general. “En nuestra opinión, la democracia (sin adjetivos) se refiere a la combinación de soberanía popular y la regla de la mayoría; nada menos y nada más. Por lo tanto, la democracia puede ser directa o indirecta, liberal o iliberal.”102 Para mí, esta definición no evita los sesgos, pues sugiere que, de no ser por el liberalismo, la democracia correría todos los riesgos que le atribuimos al populismo. Se plantea esta premisa en interés de respaldar un enfoque estrictamente descriptivo, pero su efecto es por fuerza normativo, pues el concepto liberal, que atribuye al cuerpo de la democracia, tiene el objetivo de velar por que la democracia proteja y fomente el bien de la libertad (la libertad individual y los derechos fundamentales), y se entiende que es una función propia del liberalismo, no de la democracia. La decisión de atribuir el valor de la libertad al liberalismo, en lugar de a la democracia en sí, no explica el proceso democrático como tal. Más aún, la teoría minimalista del populismo implica una perspectiva de la democracia que incluye una división entre la libertad y el poder. Afirma que la democracia no es una teoría de la libertad, sino una teoría del poder: el poder que ejerce la mayoría en nombre de la soberanía popular, cuyo control y contención provienen de afuera, es decir, del liberalismo (que es una teoría de la libertad). En este sentido, la democracia es un sistema sin restricciones del poder del pueblo, muy similar al populismo, y las verdaderas diferencia y tensión son entre el populismo y el liberalismo.
La última variante del enfoque minimalista entiende el populismo, ante todo, como un movimiento estratégico: el populismo no es más que un capítulo en la estrategia en curso para sustituir a las élites y por ello el contenido político se vuelve mucho menos relevante. Entendido de esta forma, el populismo tiene la capacidad de cambiar entre neoliberal y proteccionista, por lo que atrae ideologías de izquierda y derecha en la misma medida, por lo menos en teoría. No obstante, en su influyente artículo “Neoliberal Populism in Latin America and Eastern Europe” [Populismo neoliberal en América Latina y Europa del Este], Weyland muestra que lo que en teoría se sostiene puede no sostenerse en la práctica. En efecto, las políticas populistas varían según las circunstancias, de modo que en ocasiones los líderes populistas (como Alberto Fujimori y Carlos Menem en América Latina o Lech Walesa en Europa) se aprovechan de su apoyo popular para promulgar reformas neoliberales perniciosas. El problema es que el populismo puede ser inadecuado para consolidar el neoliberalismo porque, como observa Knight, no es común que los líderes populistas, que se esmeran por mantenerse en el poder, deleguen en las instituciones que permitirían que el neoliberalismo perdurara.103
En este sentido, Weyland propone que el populismo es “mejor definirlo como una estrategia política mediante la cual un líder personalista busca o ejerce el poder en el gobierno a partir del apoyo directo, sin mediación y no institucionalizado, de masas de seguidores, en su mayoría no organizados”.104 Pese a su discurso de política comunitaria, para Weyland el populismo se reduce a la manipulación de las masas por parte de las élites. Más todavía, pese a que se presenta como un golpe contra la corrupción de la mayoría vigente, puede incluso acelerar la corrupción en vez de curarla, pues una vez llegado al poder necesita repartir favores y emplear los recursos del Estado para proteger a su coalición o a su mayoría a lo largo del tiempo.105 A partir de esta lectura, el populismo en el poder resulta ser una maquinaría de corrupción y favores nepotistas que recurre a la propaganda para demostrar lo difícil que resulta cumplir sus promesas debido a la conspiración en curso (tanto exterior como interior) de una cleptocracia todopoderosa y global. El aspecto más importante de esta lectura estratégica consiste en que observa que la política personalista imita a los partidos populistas, que por lo tanto funcionan más como movimientos que como partidos organizados a la usanza tradicional. Gracias a este rasgo están más dispuestos a ser manipulados según la voluntad del líder, quien “es un vehículo personal con poca institucionalización”.106 Esta caracterización da un paso significativo en la dirección que tomaré en este libro. Recalca el papel de la organización estratégica, la cual, sobre todas las cosas, sirve para satisfacer el deseo de poder de una nueva élite y, al hacerlo, transforma las instituciones y los procedimientos democráticos en instrumentos como si fueran propiedades en manos de la mayoría o del ganador. Las obras clásicas de Gaetano Mosca, Robert Michels, Vilfredo Pareto y C. Wright Mills nos brindan algunas revelaciones sobre cómo funciona el populismo, cuál es su objetivo y cuáles son sus resultados una vez que llega al poder. En resumen, ofrecen revelaciones sobre el efecto que tiene en la democracia constitucional representativa.
La representación estratégica puede ser persuasiva y amplia, pero no relaciona el populismo directamente con una transformación de la propia democracia. Según el populismo, su peculiaridad para tener éxito es su capacidad de cumplir lo que propone, pero el argumento estratégico no revela mucho sobre cómo su posible éxito afectará las instituciones y los procedimientos democráticos.107 Más todavía, en vista de que el éxito electoral es un componente integral de la democracia, y en vista de que todos los partidos aspiran a una mayoría amplia y duradera, la interpretación estratégica no aclara por qué el populismo se aparta tanto de la democracia y es tan peligroso para ella, en un sentido más general. Como ya he sugerido y reiteraré a lo largo del libro, para entender el populismo, debemos reconocer que el procedimentalismo democrático no es tan sólo un conjunto de reglas que define los recursos y los canales para hacerse con cierta clase de poder. Tampoco se limita a ser una guía formalista para lograr la victoria (cualquier tipo de victoria). En cuanto reconocemos este hecho, somos capaces de identificar el enfoque posesivo con el que el populismo llega al poder y al Estado, y de evaluar si el populismo es compatible con los fundamentos normativos de los procedimientos y las instituciones democráticas: los fundamentos que hacen que estos procedimientos y estas instituciones funcionen con legitimidad en el transcurso del tiempo y con igualdad para todos los ciudadanos.
Volviendo a la teoría maximalista del populismo, vemos que está impulsada por la acción que vincula populismo y democracia. Como ya mencioné, la teoría maximalista ofrece un concepto teórico del populismo, así como un formato práctico para guiar a los movimientos y los gobiernos populistas. Propone un concepto discursivo y constructivista del pueblo. Esta teoría se superpone con el concepto ideológico en tanto que recalca el momento retórico, pero, a diferencia del concepto ideológico, no contempla que el populismo se base en el dualismo moral maniqueo entre pueblo y élites. Para Ernesto Laclau, fundador de la teoría maxima-lista, el populismo es nada menos que la política y la democracia. Desde su perspectiva, es un proceso mediante el cual una comunidad de ciudadanos se construye con libertad y en público como sujeto colectivo (“el pueblo”) que se resiste a otro colectivo (no popular) y se opone a una hegemonía existente para llegar al poder.108 Para Laclau, el populismo es la mejor versión de la democracia porque representa una situación en la que la gente constituye su voluntad mediante la movilización y el consentimiento directos.109 También es la mejor versión de la política porque —como demuestra a partir del voluntarismo de George Sorel— está basado en mitos que pueden cautivar al público y con ello unir a muchos ciudadanos y grupos (y sus exigencias) con tan sólo el arte de la persuasión. El voluntarismo es la audacia de la movilización y un factor recurrente en momentos de transformación política, y puede ser tanto anárquico como oposicionista y con ambición de poder.110 Influidos por Laclau, teóricos de la democracia radical fundamentan su aprecio por el populismo en la fuerza de la voluntad popular; para ellos, el populismo es una respuesta al concepto formal de la democracia, con su interpretación universalista de los derechos y la libertad, y como un rejuvenecedor de la democracia desde adentro, capaz de crear un nuevo bloque político y una nueva fuerza imperante de gobierno democrático.111 El objetivo del voluntarismo político (de un líder y su movimiento) es la victoria y el gobierno es la medida de su recompensa, una vez que la acción política no esté sujeta al concepto formal de la democracia. De cierta forma, el narodničestvo de Lenin es el modelo subyacente en la interpretación de Laclau del populismo moderno como voluntarismo político. Sirve como evidencia de que “el pueblo” es una entidad por completo artificial. (Lenin acuñó la primera definición de populismo, que se convertiría en paradigmática; por ejemplo, hay rastros de su interpretación ideológica en los estudios de Isaiah Berlin del romanticismo, el nacionalismo y el populismo.)112 “El pueblo”, escribe Laclau, es un “significante vacío”, sin fundamento en ninguna estructura social, y está basado exclusivamente en la capacidad del o la líder (y en la capacidad de sus intelectuales) de explotar la insatisfacción de muchos grupos diversos y movilizar la voluntad de las masas, la cuales creen que carecen de la representación adecuada porque los partidos políticos existentes ignoran sus reclamos. De modo que el populismo no se reduce al acto de oponerse a los métodos que la minoría emplea para gobernar en un momento particular; más bien, es la búsqueda voluntarista del poder soberano por parte de quienes las élites tratan como si fueran “desvalidos”, quienes quieren tomar decisiones por sí mismos que influyan en el orden social y político. Estos desvalidos quieren excluir a las élites y, en última instancia, quieren ganar la mayoría para usar el Estado para reprimir, explotar o contener a sus adversarios, y aprobar sus propios planes de redistribución. El populismo expresa dos cosas a la vez: por una parte, denuncia la exclusión y, por otra, construye una estrategia de inclusión por medio de la exclusión (del sistema). De este modo supone un desafío mayúsculo para la democracia constitucional, dadas las inevitables promesas de redistribución que ésta hace cuando se declara como un gobierno fundado en el poder igualitario de los ciudadanos.113 El dominio de generalidad como criterio de legitimidad desaparece en la lectura constructivista del pueblo. La política se reduce entonces a aspirar al poder para luego modificarlo: fenómeno para el que la legitimidad consiste únicamente en salir triunfante en la disputa política y disfrutar de la aprobación del público. Laclau afirma que el populismo demuestra el poder formativo de la ideología y la naturaleza contingente de la política.114 En su lectura, el populismo se vuelve el equivalente de una versión radical de la democracia: uno que obliga al modelo liberal-democrático a retroceder, pues considera que este último estimula a los partidos convencionales y debilita la participación electoral.115
Esta visión radicalmente realista y oportunista de la política, combinada con la confianza en el poder de la movilización colectiva y el voluntarismo político, nos permite darnos cuenta de que el populismo es artificial y contingente por naturaleza. También nos permite observar cómo se construye el concepto difuso de “el pueblo”, lo mucho que depende del o la líder y de su conocimiento del contexto sociohistórico. No es posible ignorar este último factor: el conocimiento del líder (o la falta de ese conocimiento) y sus habilidades estratégicas (o su falta de ellas) son los únicos límites en su capacidad para “inventar” “el pueblo” representativo. El líder desempeña un papel demiúrgico. Al resaltar este potencial de apertura total del populismo, Laclau lo describe como el auténtico campo democrático, en el que el sujeto colectivo puede encontrar su unidad representativa mediante la interacción de cultura y mito, de análisis sociológico y retórica.
No obstante, el problema con el giro lingüístico (o narrativo) en la teoría de la hegemonía es que la estructura del populismo por sí misma no favorece la clase de políticas de emancipación que quisieran fomentar los pensadores de izquierda como Laclau. Como el populismo es tan maleable y carece de fundamento, es un vehículo igual de eficaz para partidos tanto de derecha como de izquierda. Como está desligado de referentes socioeconómicos, “en principio, cualquier agente con capacidad de acción se lo puede apropiar para cualquier constructo político”.116 Frente a la ausencia de premisas ideológicas específicas sobre las condiciones sociales, y frente a la ausencia de cualquier concepto normativo de democracia, el populismo se reduce a una táctica mediante la que cualquier líder puede aglutinar a diversos grupos para hacerse de una especie de poder cuyo valor es contingente y relativo. La victoria es la prueba de su veracidad. Si definimos la democracia como una estrategia que, en esencia, depende del consentimiento para alcanzar el poder, entonces la descripción de Laclau —disputa entre coaliciones unidas por un líder poderoso y que compiten por el control hegemónico— termina incluyendo la política democrática en general. Sin embargo, en el juego de suma cero de la hegemonía política todo puede pasar. Al asumir una estrategia sin límites sociales, procedimentales o institucionales —porque lo único que cuenta es la victoria—, terminamos en una situación en la que todos los resultados son igualmente posibles y por lo tanto igualmente aceptables. Si asumimos que la democracia y la política consisten, en esencia, en construir al pueblo mediante una narrativa y en ganar la mayoría de votos, desestimamos las herramientas críticas que nos permitirían juzgar mejor a un líder. En efecto, lo que hace un líder exitoso cuando llega al poder es correcto y legítimo en la medida en que el público esté de su lado.
Como veremos en este libro, una visión agonística de la política —que asuma que ésta se reduce a una relación conflictiva entre adversarios— no revela mucho sobre el conflicto que causa ni de qué sucede cuando el conflicto se supera y una mayoría populista llega al poder. Laclau y Mouffe trazaron esta definición de antagonismo en uno de sus primeros estudios en torno a la hegemonía (que constituye el formato para su posterior teoría del populismo):
En todo caso, y sin importar la orientación política por medio de la cual el antagonismo se cristalice (dependerá de las cadenas de equivalencia que lo construyan), la forma del antagonismo como tal es idéntica en todos los casos. Esto es, siempre consiste en la construcción de una identidad social —de una posición sobredeterminada de sujeto—, de acuerdo con la equivalencia entre un conjunto de elementos o valores que expulsan o exteriorizan aquellos a los que se oponen. De nuevo, nos encontramos confrontando la división del espacio social.117
Esta postura equivale a un recuento realista no normativo de la política y la democracia. Sin embargo, no responde algunas preguntas intimidantes. ¿Exactamente qué significa “expulsar” y “exteriorizar” al adversario? La frase “hacerle frente a la división del espacio social” no revela qué pasará con quienes terminen fuera de la configuración política victoriosa. A partir de aquí surgen más preguntas. ¿Cómo vincula un régimen populista la condición legal con la condición social? ¿Acaso las Constituciones populistas de la democracia no cambian? Y más importante, ¿incluyen factores como los derechos civiles y la separación de poderes? ¿La victoria de la constelación populista diferirá de, digamos, una constelación centralista en lo que se refiere a garantías constitucionales? De ser así, cuando “expulsen” a las élites del sistema del colectivo que resulte hegemónico y vencedor, ¿a dónde irán? Si sencillamente “se van a la banca” pero conservan la libertad de reorganizarse y recuperan la mayoría, ¿entonces en qué se diferencia el populismo de una democracia schumpeteriana? Si en las democracias constitucionales veremos movimientos o partidos populistas conquistar la mayoría, ¿también veremos cambios en las reglas del juego, diseñadas para que la mayoría populista conserve el poder el máximo tiempo posible? Una teoría de la política y la democracia como la de Laclau y Mouffe deben responder estas preguntas relevantes si esperan que creamos y garanticemos que el populismo es la mejor versión de la política.