Читать книгу Con perdón de la palabra - Natalia Crespo - Страница 10
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¿Aún está allí, Su Señoría? Varios días han pasado desde la última vez que le escribí, una tarde de verano, bajo un árbol del jardín del cotolengo Santa Catalina. “A los bienes y a los males, la muerte los hace iguales”, era uno de los refranes de Bartolo. Algún día han de igualarse nuestras suertes, aunque hoy sea usted nada menos que la Dra. Silvia Simonelli de Lavalo, Juez Nacional, y yo sea poco más que un ciruja deforme y criminal. Algún día, el cuero verde oliva de su sillón de Tribunales habrá de convertirse en el mismo verde gris de este jardín o en el verde suave de mis ojeras, tornasolado y cambiante como el verde violáceo del cuello de las palomas.
Todos somos, al fin, los aros de humo del porro que se ha fumado el Creador. Impredecibles y lábiles, danzamos la danza aérea del azar con la certeza de nuestra futura desintegración. ¿Qué dejamos en este mundo al irnos? ¿Una estela negra azulada? Apenas un vaho, una leve turbación del aire. No más que eso, Su Señoría. Ni siquiera usted, mente clara y reflexiva, resulta menos fútil que el resto de los mortales. Pero, como sabemos, en el camino que va de la boca divina que nos expele a la evaporación total, hay quienes tienen la suerte de danzar con facilidad, hasta con gracia yo diría, pues les ha sido dada una alfombra de plumas de ganso para deslizarse como por un tobogán. Otros, sin embargo, los más yo creo, reptamos el aire cuesta arriba como si fuera hecho de bosta y clavos, muertos de frío, porque han usado nuestras plumas para armar la alfombra de los de arriba.
Gracias a Bartolo soy un apasionado lector de cuanta cosa escrita cae en mis manos: desde volantes de pizzería hasta manuales de geografía, obras clásicas, literatura española del Siglo de Oro o revistas Billiken. De casi trece años, baldado, velludo, brillante (lo digo sin fanfarria) pero desaprovechado, sin recursos y chupada mi sangre por la sanguijuela de la orfandad, pasé una larga temporada en casa, junto a mi madre y a la Zulma (cuando estaba). Dormía mucho, me masturbaba otro tanto, le daba duro y parejo a la meditación y cada tanto recibía con plena felicidad libros de literatura que, por intermedio de algún pibe del colegio, me hacía llegar mi querido Bartolo. Estos envíos no ocurrían con frecuencia porque el director del lugar, aunque no echó ni amonestó a mi maestro, por no olvidar aquella frase célebre de mi padre (“puto del orto”), lo tenía al pobre Bartolo entre ceja y ceja. Durante ese largo verano pajeril reflexioné y me di cuenta de algo. Pude ver lo que siempre había estado allí y yo no percibía por haber andado tanto tiempo con la nariz hundida en los libros, la boca dentro de la taza de chocolate, la bragueta entibiada por las manos de Bartolo. Estaba conmovido de haber vuelto plenamente al hogar, de que todas las mañanas, tras la cama caliente, me esperaran los huevos y la danza de la Zulma. Aunque extravagante y pobre, me di cuenta, tenía una familia y la amaba con cuerpo y alma.
Desde que Muñó no nos visitaba, los días pasaban con armonía. Casi con armonía. A no ser por el Corcho, el perro de mi padre, que cada tanto merodeaba la casa, tan jetón como su dueño, a por comida. Perro del orto. Cada vez que lo veía cerca o lo escuchaba ladrar, sentía la sangre dentro de mí chispear como el aceite de la sartén. Cusco y orejudo, la mirada del Corcho era turbia, como endiablada. Cuando no aparecía, la vida era pacífica. Me pasaba las mañanas leyendo. Si Bartolo no me había mandado libros (o me los había encanutado el pibe que hacía de chasqui, cada vez menos confiable), releía los que ya tenía. A veces también releía las anotaciones fogosas que Bartolo me hacía en los márgenes (aunque luego empezaron a aburrirme… entre Cervantes y Bartolo, me quedaba con el primero). Al mediodía llegaba el almuerzo del clásico huevo frito (que, a decir verdad, a mi madre le salía cada vez mejor), a veces contábamos con postre (uno de los clientes de mi hermana era chino, tenía un supermercado y nos regalaba cada tanto alguna lata de duraznos). Luego seguían largas siestas pobladas de raras fantasías eróticas con personajes literarios (Lolita de Nabokov me hacía perder la cabeza). A eso de las cuatro empezaba una nueva sesión de lectura y al caer el día mateaba en el patio de tierra, junto a mi madre, viendo ambos las danzas bailanteras de la Zulma. “¡Qué prezioza ze ha puezto la Zulma!”, decía entonces ella, balanceando la cabeza a derecha e izquierda, sin memoria de que eso mismo había dicho el día anterior, y el anterior al anterior, y que lo diría sin duda al siguiente. Pero aquella repetición, lejos de aburrirme, me daba la única versión que he conocido de la ternura materna (aunque no iba dirigida a mí sino a mi hermana). Ahora que mi madre no está, Su Señoría, me felicito de haber compartido esos momentos con ella, de haberle cebado los mates más ricos que Herminia de los Nogales haya tomado jamás en su vida. Así me decía ella cada día, frente a cada mate, con su alegre desmemoria seseante: “¡Loz mejorez matez de mi vida!”.
Recuerdo que hacia el final de aquel verano ya había descubierto, no sin tristeza, cierto deterioro en mi madre. Unos cuantos pelos blancos de barba plateaban su mentón. En mi hermana también sobrevolaba cierta decadencia (aunque no a causa de las nieves del tiempo). Había perdido un diente (no quise saber cómo) y la danza del caño le salía cada vez más desangelada, sin aura, como una obra de teatro que se repite muchas veces. Un día se lo dije, con todo el amor fraternal del que era capaz (que tal vez no era mucho, ahora que lo pienso): “Zulmita, tenés que bailar con más convicción”. Y agregué, al calor de mis lecturas (en ese momento, poesía mística): “Gemí un poco, como en trance divino”. Pero aquella sugerencia no le gustó a mi hermana, que tenía de mi madre muy ganado el favor y de mí muy perdido el temor. “¿Por qué no te metés en lo tuyo, parásito de mierda?”. Así fue como conocí la sensibilidad escénica de la Zulma, acostumbrada a las ovaciones sibilantes de mi madre, a la saliva del amor.
Respecto del diente, le cuento (para que no piense que en mi familia somos unos dejados) que Zulma logró que uno de sus clientes —de los cuales tenía muchos porque el negocio era próspero y ella muy dedicada— le pagara el implante. Se trataba de un joven estudiante de odontología venido del Chaco, calentón y envalentonado como pocos, que le puso como condición que la inicial de su nombre fuera grabada en medio de la pieza a implantar en la provocativa boquita de Zulma. Por suerte esta vez la chica se asesoró bien (por mí, ¿por quién sino en Benavídez?) y le exigió al chaqueño un contra requisito: que la grabación fuera en imprenta minúscula. Como el pibe se llamaba Luis, aquel posesivo tatuaje dental quedó como una simple línea vertical que partía el diente al medio y hasta lo hacía más natural, más a tono con el resto de la dentadura de Zulma, que distaba de la impecabilidad. Ya ve, Su Merced, cómo incluso los que vamos por la vida reptando por la senda de clavos y mierda podemos tener aquí y allá algún que otro progreso luminoso, casi como plumas de ganso.
Luego de aquella expresión de Zulma (“parásito de mierda”), medité mucho sobre mi situación en la casa solariega. Caí en la cuenta —entre mates y pajas— de que todo, excepto los huevos (todo: los duraznos en lata, la yerba, el azúcar, el pequeño jabón del baño y hasta la pastafrola que comíamos cada tanto), era provisto por mi hermana. Y claro, Muñó fumado y fugado vaya a saber uno dónde, mi madre envejecida y más alegre que nunca, ¿con qué ingresos se sustentaba mi querido hogar? Sentí culpa y remordimiento por no haberme dado cuenta antes, yo siempre con la nariz en los libros y una mano en la entrepierna.
En estas elucubraciones estaba cuando vi desde el patio de mi casa, de refilón y como escurriéndose de mí, la cara del Corcho. Venía a por comida el muy turro. Me miraba con un ojo, luego con el otro. Nunca de frente. Se acercaba a la casa y se sentaba a mirarme. Me mostraba un pedazo de cola hacia abajo, luego la agitaba para los costados, como diciéndome “tirame un huevo, huevón”. Perro del orto. Si se llega a morfar una gallina, ¿qué nos queda a nosotros?, me acuerdo que pensé. Era noche cerrada pero luminosa: la luna estaba redonda y fresca como el queso que nunca habíamos comido ni comeríamos. (Mi padre jamás nos había traído comida. Ni quesos ni nada. Yo, Su Señoría, supe lo que era el jamón recién en la pubertad y gracias a Bartolo.) Y ahora este perro del orto a por comida en mi propio patio, me acuerdo que pensé. Me miraba con un ojo, luego con el otro. Nunca de frente. Sobre la tierra, cerca de los tablones que hacían de pared del gallinero, había un alambre que mi madre usaba para trabar la puerta del cobertizo. Caminé sin hacer ruido. Lo agarré de las puntas. Se doblaba con facilidad. Tenía el largo justo. Perro del orto. Di dos pasos en silencio, pisando la tierra con cautela. Cuando estuve detrás del Corcho, cho, cho, cho, lo llamé cariñosamente, imitando la voz aindiada de Muñó. El animal se acercó con las orejas gachas, el hocico mojado y querendón. Cho cho cho. Le atrapé el cuello con el alambre y apreté fuerte. Ya está el chivo en el lazo, hubiera dicho Bartolo. Cho cho cho. El desgraciado lanzó un grito que me perforó los tímpanos, pegó un par de patadas hasta que cayó, pesado y caliente, sobre la tierra quebrada. Me limpié la sangre con un trapo que había junto al cobertizo y trabé la puerta con el alambre, no fueran a escaparse las gallinas.