Читать книгу Con perdón de la palabra - Natalia Crespo - Страница 11

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V


¿Me va leyendo, Su Señoría? Una semana pasó desde que le escribiera lo que atrás queda. Solo llevo contada mi vida en lo que iba yo del conocer la luz del sol a los trece años de edad. Habrá usted visto en ella miseria, ya lo creo, pero más es aún la que queda en el tintero. “Ténganos Dios de su férrea mano”, reza el Guzmán de Alfarache, “para no dejarnos caer en otras o semejantes miserias, que todos somos hombres al fin, no clavos de acero, pudiéndose éstos firmes sostener”.

Corría el año 1990 y yo acaba de cumplir catorce años. Con ayuda de Manuel Bardal, un amigo o novio o jefe de mi hermana (nunca terminé de entender ese vínculo), aprendí el oficio de fumigador. O, mejor dicho, el de secretario de fumigador.

Bardal era flaco, alto, narigón, de andar juncoso y torpe. Tenía el tórax como para afuera y los hombros, pequeños para ese cuerpo, echados hacia atrás. Cuando se acercaba caminando, sobre todo si era verano y llevaba solo camiseta, esternón, nuez de Adán y tabique eran las tres protuberancias que primero se percibían de él. Aunque rudimentario en el trato y pobre de espíritu, Bardal se daba cuenta de que aquella saliente trinidad huesuda llamaba mucho la atención. Pero como era, además de tosco, muy pagado de sí mismo, si alguien osaba hablar de alguno de sus huesos salientes, ponía las manos debajo de su bulto y, haciendo canastita, decía: “agarrame esta”; o simplemente levantaba las cejas, sacaba el mentón hacia afuera y se ponía, otra vez, las manos en canastita. Hablaba poco y dentro de su parquedad no había ninguna frase que pronunciara sin acompañarla del gesto de levantar las cejas y sacar el mentón, como prepoteando a su interlocutor. Cuando quería expresar empatía o compasión, agregaba un gesto más: tildaba la cabeza hacia la izquierda, como si cabeceara una pelota que viene de costado, y decía con otro tono la misma frase que usaba para defenderse: “agarrame esta”. La murmuraba admirado, con la cadencia con que otros diríamos “qué maravilla”.

Durante el tiempo que trabajé con él, siempre llegaba a mi casa al atardecer, tras haber fumigado todo el día. Se secaba la traspiración de las axilas con una toalla vieja de mi madre, se cambiaba la remera, se hacía un mate y se sentaba junto a mi silla de ruedas. Con pocas palabras y muchos gestos, me iba contando cómo había sido cada casa fumigada ese día. Me completaba los datos que yo, al concertar la visita por teléfono, ya había recolectado (o inventado) de cada cliente.

—Che, Muñón, ¿viste la vieja careta del club de remo, la que vive por la zona de los barquitos de madera? Bueno. Hoy la fumigué. No era mala la vieja —Cabeceo hacia la izquierda—, careta nomás, pero buena onda —Segundo cabeceo.

—Qué bien, Bardal —decía yo y anotaba en la agenda: “Vieja careta buena onda”.

Esto me servía para saber cómo hablarle la vez siguiente por teléfono a cada cliente, pero sobre todo porque me daba autoridad ante Bardal, que apenas sabía garabatear su nombre. Cuando terminaba de escribir (si Bardal me estaba mirando, escribía con la letra caligráfica que me había enseñado Bartolo), agitaba mi mano en el aire, sobreactuando el esfuerzo empeñado. Él –que, como tengo dicho, era casi analfabeto– levantaba las cejas con admiración, tildaba la cabeza y exhalaba un largo “agarrááámela”.

—¿Y tacordás del pelado de la pizzería de la avenida? Forro el tipo, eh —Mentón hacia afuera—. Lo fumigué todo en dos patadas y no me quería pagar, la concha de su hermana —Mentón y cejas alzadas.

—Mirá vos —decía yo, y me aplicaba nuevamente a la orfebrería del apunte: “pelado de la pizzería de Av. San Martín”, escribía con cursiva enrulada, “pijotero, estarse atentos”.

Mientras yo no le recordara a Bardal que era un bruto iletrado y él no me recordara a mí que en vez de pies tenía dos muñones cada día más arratonados, la cosa iba bien. Se podría decir que éramos un buen equipo: yo preparaba los venenos y concertaba las visitas por teléfono, Bardal era el fumigador propiamente dicho. Hasta que ocurrió lo de la Yoli. Nunca antes me habían fastidiado tanto sus gestitos, que dijera “tacordás” en vez de “te acordás” y “agarrámela” cada tres palabras.

Bardal había conseguido el equipamiento a muy bajo costo (nunca quise saber cómo): aspersores, guantes de goma gruesa, mascarillas, anteojos transparentes y, sobre todo, bidones enteros y cajas enormes con diferentes venenos. Con todo eso, se podía hacer aspersión del líquido plaguicida con manguera, con termo-nebulización (el veneno llegaba en forma de humo a los espacios más recónditos de baños y cocinas), también con cebos, polvos, líquidos y hasta con pastillas. ¿Sabía usted, Su Excelentísima, que hay geles para inhibir sexualmente a las cucarachas coloradas y polvos que se echan al aire para forzar su desalojo (el de las cucarachas)?

Bardal me enseñó a mezclar los ingredientes de cada veneno: para ratas, para cucarachas, para insectos voladores. Los primeros preparados no me salieron del todo bien: erraba las proporciones o el tipo de veneno para cada bicho. Me tomó bastante tiempo acertar con las fracciones precisas.

Bardal ofrecía nuestros servicios puerta a puerta. Iba —me decía él, y yo le creía— con su Chevi celeste y destartalada, a veces con cita concertada previamente por teléfono (por mí, él apenas sabía hablar), a veces a probar suerte presentándose derecho viejo con un timbrazo. “Buenas, doña, ¿no quiere que le fumigue?”. Mostraba venenos —“caseritos”, decía—, pasaba presupuesto, que sí, que no, pim pam pum. Cuando se quería dar cuenta, en hora, hora y media, el sabandija había fumigado cinco casas al hilo.

Yo recibía un diez por ciento. Me parecía muy poco, pero Bardal argumentaba que entre el gasoil, los envases y venenos, el tiempo de la venta, fumigar, tomar los datos para volver al mes siguiente… él se merecía un noventa. “En cambio, vos, Muñón”, me espetaba, “tu culo siempre en la silla, tranca desde tu casa, loco”. Sacaba el mentón hacia afuera y, sin otros argumentos, repetía: “vos tranca desde tu casa, loco”. Yo no le retrucaba. A decir verdad, no veía ningún futuro laboral por fuera de las changas con Bardal. Sin embargo, no podía evitar pensar: ¿solo un diez?

A los dos o tres meses, un poco por el famoso “boca a boca”, otro poco ayudados por los avisos clasificados que publicábamos en los diarios, ya teníamos mucho trabajo. Cubríamos todo lo que es zona norte: San Isidro, San Fernando, Tigre, Escobar, José C. Paz. Todavía no existía la chetada oligarca (con perdón) de Nordelta. Todavía la estación de tren de Tigre estaba rodeada de un descampado y, más allá, el mosquerío de gente del mercado de frutos. Yo era joven y confiaba en la palabra empeñada, Su Señoría. Bardal tocaba timbre una vez al mes, ya con la visita arreglada telefónicamente. Había conseguido colgarme de la línea telefónica del vecino y, desde mi silla y cuando la Zulma no escuchaba, concertaba horarios y consultas como si Bardal fuera un médico a domicilio. “¿Es primera vez o mantenimiento?”, preguntaba lo más pomposamente que podía. “¿Cómo le va, señora?, ¿cómo ha estado de los bichos este mes?”. Casi siempre conversaba con mujeres. Cuanto más cascada la voz de mi interlocutora, más larga la conversación. Siempre me ha gustado hablar por teléfono, quizás porque es un momento en el que no se me ven los muñones. Y tengo —lo digo sin fanfarria— buena dicción y voz masculina. Una vez me enganché hablando con una y terminé invitándola una cervecita. Por supuesto que a la cita no fui y nunca más llamé. A Bardal le tuve que decir que la mina no quería más nuestros servicios. Le dio pena porque, al parecer, era una copetuda que vivía en una mansión antigua, en Pilar, y gastaba mucho en desratizar y fumigar.

Se pudrió todo entre Bardal y yo con la segunda mina que me levanté por teléfono: la Yoli. Esta vez no era una vieja tilinga, sino la doméstica de la casa. Una chica sencilla y con pocas luces. Le di bastante lata. Ella se limitaba a reír y a asentir, cada vez más entusiasmada, y a respirar cada vez más cerca del tubo del teléfono. Antes de cortar, le susurré que esperaba con ansias verla al día siguiente porque la mujer es fuego y el hombre, paja. Me dijo: “Qué lindo hablás”, y volvió a sus monosílabos rientes y bien respirados. Arreglé para pasarla a buscar. Le dije que al día siguiente, a las 5 en punto, le tocaría el timbre e iríamos a tomar una cerveza por la costanera del Delta. Me daba pena plantarla en un bar como a la vieja de Pilar. Tal fue mi mala suerte que, a pesar de no haber anotado esta cita en la agenda, al día siguiente el turro de Bardal fue y, haciéndose pasar por mí, le tocó timbre (recién tiempo más tarde, Zulma me confesaría haber sido la alcahueta). Luego cayó Bardal a mi casa. Recuerdo que lo sentí más dientudo y torpe de lo habitual. Se secó los sobacos, se cambió la remera, se hizo un mate y me dijo:

—Estuve donde la Yoli hoy —Cabeceo hacia la izquierda—, la que limpia en la casa blanca, esa enorme de la otra cuadra, ¿viste? —Cabeceo más largo, indicando distancia.

Me acuerdo que me hice el sordo y seguí con lo mío: estaba por abrir unos venenos nuevos y hacer las mezclas para el día siguiente.

—Me dijo que en persona soy más tímido que por teléfono —lanzó Bardal, entre risas y cabeceos.

Los envases de veneno en polvo venían con un precinto muy duro. Era difícil pelar esa tirita plástica, dentada, sin ninguna herramienta.

—Me la llevé a tomar una cerveza al bar de la avenida, ¿viste? Donde el pelado forro ese…

Me concentré en los precintos. Con los dientes hice un tajo y logré destrabar la punta del plástico. Tiré fuerte. Nada, no se soltaba. Fui roleando con mi silla hasta la cocina. Allí, detrás de unos cajones de verdulería en donde guardábamos algunos choclos, yo escondía mi navaja. Había sido de mi padre. Tenía el mango de madera de olivo, la hoja de metal toledano y sobre un costado se leía la marca: “La Toledana”. Redundante y básica como Muñó mismo. Seguro fue el objeto más caro que haya tenido mi padre en toda su vida. Seguro, lo más caro que nos había dejado en casa.

—Buena onda la Yoli. Nos fuimos después ahí detrás del puente, ¿viste? Yegüita nomás —dijo Bardal, que caminaba todo el tiempo detrás de mi silla.

Sentí la sangre subirme desde los muñones hasta la cabeza, la sentí burbujear y hervir como el agua de los huevos duros. Pero me contuve. Volví a mi mesa de trabajo, mis ojos fijos en la navaja, acodado, dándole la espalda a Bardal.

—No se cansaba la guacha.

Pude sentir, aunque Bardal estaba detrás de mí, el elevarse de sus cejas, la sonrisa dentada, la carcajada a punto de explotar. Pude sentir cómo el aire a su izquierda se comprimía por su nuevo cabeceo. Abrí la toledana. Paf. El precinto saltó de la tapa del frasco como chispa del asado. El veneno largaba un olor filoso y penetrante.

—Acabadora resultó nomás la Yoli —dijo Bardal y su carcajada, ahora sí, llenó el aire que ambos respirábamos, el aire que yo no podría evitar inhalar, el aire, contaminado ahora, de sus exhalaciones huesudas.

Giré el torso. Bardal hablaba con la vista perdida, parado a mi lado, los ojos relajados paseando por las manchas de humedad de la pared de mi casa.

—Acabadora —volvió a decir y no llegó a terminar la frase porque mi toledana se clavó, en seco, tácate, sobre su muslo derecho. La sangre brotó de golpe, roja y caliente. Vi la cara de Bardal: las cejas más arriba que nunca, el mentón retraído, los dientes para afuera, la nuez de Adán protuberante como un ojo que mira fijo. La sangre había salpicado el respaldo de mi silla, las ruedas y mis manos. No llegó a mojarme los muñones. Con la toledana entre los dientes y ambas manos sobre las ruedas (la sangre les daba más adherencia), roleé hacia afuera. Afuera de casa. A la calle. Afuera de mi cuadra, de mi barrio. Afuera de zona norte.

Roleé sin parar por un tiempo que me pareció infinito. Cuando por fin me detuve, Bardal no estaba a la vista y las manos me latían, ensangrentadas. Había transpirado y tenía sed. El ojo nuez de Bardal era lo primero que veía cuando cerraba mis propios ojos.

Con perdón de la palabra

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