Читать книгу Con perdón de la palabra - Natalia Crespo - Страница 14
ОглавлениеVIII
Hoy le escribiré sobre mis buenos recuerdos (no crea que no los tengo), pero lo haré recién después de desayunar. La enfermera que me sirve las tostadas se llama Anahí. Es fresca y tontona como un alelí silvestre. No sospecha —ni siquiera cuando al irse le manoteo el trasero y lanzo un quejido gutural— que no soy en verdad un severo discapacitado mental. En eso se parece a mis compañeros tarados. Ni al verme garabatear sobre las hojas durante horas enteras ponen en duda mi idiotez. Pero vamos por partes, señora Juez.
Los abusos de Cachorro y el desprecio de mi hermana me habían dejado en un estado de furia latente. En nadie ni en nada podía confiar ya. Ni siquiera en el amor. Fallecida mi madre, rota mi empresita con Bardal, enojada Zulma y yo ya sin ningún libro de Bartolo (sospecho que el pibe que hacía de chasqui, llevando y trayendo grandes obras de la literatura universal con anotaciones obscenas en los márgenes, me había finalmente reemplazado, tal vez con alegría para Bartolo —especulé—, ya que no solo este nuevo amante tenía un cuerpo entero, sino que además ostentaba una pinta de nenota de seguro muy seductora para el cura).
Así es que me fui nuevamente de casa. Pasé varios días merodeando por Benavídez y viviendo de la caridad de los vecinos. Para mi sorpresa, fueron muchos los que me ayudaron. El que no me conocía del colegio, me tenía visto de la iglesia o de pasear por el barrio con mi madre y mi hermana (entre la desaparición de mi padre y las danzas del caño habíamos sido, durante un par de meses, algo así como una familia decente).
Un día quiso Dios que un conocido de Benavídez, el Percha, me ofreciera un trabajo, “honrado y seguro”, me dijo, que él acababa de abandonar por haber conseguido otro mejor, en empresa y con sueldo en blanco. Acepté sin preguntar (tal era mi necesidad) y fue así como di con el que fue, descontando las pensiones del Estado Nacional (ya hablaremos de eso), mi mejor empleo. Fui cuidacoches, “trapito”, en la zona de Plaza Flores. Déjeme decirle, señora Juez, que soy muy bueno para este trabajo. Y no es un laburito para cualquiera. Se requiere la paciencia de estar muchas horas controlando la llegada y la partida de los autos. Se requiere la velocidad para salir a pique (roleando, en mi caso) cuando algún vivo (que son los más) se sube rápido a su coche y pretende irse sin pagar. Se requiere don de gente y amabilidad. Digo que soy el mejor porque, no solo estoy mucho más cómodo que parado (las ventajas de no tener pies), sino que tengo una velocidad sobre ruedas mucho mayor que la de otros trapitos, enteros de cuerpo pero en general ancianos.
Acomodaba mi silla en la esquina de Fray Cayetano y Rivadavia, paralela a los autos estacionados, y, con la avenida a mis espaldas y las vías de tren en la lontananza, controlaba toda la calle, roleando de una punta a la otra, de Rivadavia a Yerbal, ida y vuelta, recolectando propinas, sin cansarme y feliz como perro con dos colas.
Así pasé más de un año. Dormía en el cajero del Banco Nación que está cruzando la avenida. Más bien dormitaba, porque los peligros eran muchos. Entre otras cosas, temía que el ojo nuez de Bardal apareciera en algún momento para vengarse. Tenía en el cajero dos colchones que compartía con el Cholito, un pibe que no se me despegaba nunca, y su perro el Chunqui, que nos calentaba los pies durante la noche y nos alegraba las mañanas con sus lengüetazos. La vida era dura, no vaya usted a creer. Aunque tenía casa (en algún sentido, el cajero lo era), trabajo (el de trapito lo era y a mucha honra) y comida (nunca nos faltaba un pedazo de pebete que nos regalaban en algún bar de la zona), aunque Cholito y Chunqui eran, en cierta forma, mi nueva familia, yo añoraba la comodidad de un techo fijo, el amor femenino que, a su modo, me habían sabido dar mi madre y la Zulma. Además, lo confieso, se me hacía cada vez más imperiosa la necesidad de amante y de libros. Añoraba mis dotes de secretario fumigador (levantarme minas por teléfono). Añoraba también aquellas tardes con Bartolo cuando sentía mi mente y mi entrepierna expandirse al unísono en un solo placer acompasado.
Empecé así a ampliar el radio de mis labores de cuidacoches, como a la búsqueda de algo. Algo aún indefinido pero que tenía que ver con el latido del amor. Casi sin darme cuenta, fui llegándome a Caballito, barrio que, aunque lindero con el de Flores, lo supera ampliamente en cantidad y belleza de mujeres. Muchos colegios hay por allí (por Plaza Irlanda, por ejemplo… no sé si conoce esa zona, rodeada de cafés muy caretas, a Su Señoría le encantarían), y de ellos emergían, a eso de las cuatro o cinco de la tarde, adolescentes con polleritas escocesas, pechos recientes y rostros frescos. Yo me acomodaba debajo de una estatua, justo en frente de los colegios, y las miraba cruzar veloces la calle Seguí. Algunas (las menos) me clavaban la vista en los muñones con sus ojitos arrogantes de tanta lozanía y tanta clase garca (con perdón), entre curiosas y horrorizadas y, conteniendo la respiración (la higiene nunca fue mi fuerte), pasaban tan rápido y con tanta gracia delante de mí que parecían a punto de levantar vuelo. Dejaban a su paso un halo a perfume de freeshop mezclado con ebullición hormonal. Me sentía luego más deforme que nunca.
Pero la fantasía superaba ampliamente mi deformidad. En cuanto divisaba una nueva pollerita, allí iba detrás mi pensamiento soñador. Aunque le cueste creerlo, muchas eran por aquel entonces las ilusiones de amor de este humilde servidor, Su Señoría, que se frotaba entonces el poco cuerpo que Dios le ha dado para consolar sus ansias de hombre solitario.
Como al año de cuidar coches a la mañana, contemplar adolescentes en Plaza Irlanda por las tardes, dormir en el cajero por las noches, cansado de lo inalcanzable, frustrado y vencido, fui a dar un día con aquel sitio llamado “Alauskara” que cambiaría para siempre mi vida, aunque no sé si la ha cambiado para bien, señora Juez.