Читать книгу Con perdón de la palabra - Natalia Crespo - Страница 12

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VI


Acabo de acomodar mi silla en el único rincón de sol que queda aquí al atardecer. El jardín del cotolengo Santa Catalina tiene el pasto ralo y la tierra seca. Es pleno otoño y al árbol de la vida (o Biota orientalis, como lo llaman los que dicen saber) plantado frente a mí solo le quedan unas pocas hojas que no se deciden a caer. Como a este servidor de usted, Muñón el Pensador, a quien solo le queda un poco de vida y lucha por no perderla. Acaso ese deshojarse a medias del Biota orientalis quiera recordarnos que solo somos, Su Merced, la mitad de lo que podríamos haber sido.

Al álamo enano del fondo le pasa lo mismo que al árbol de la vida. Las hojas aún prendidas de las ramas parecen querer caer pero no, siguen allí, aferradas como aros dorados a la gran oreja rugosa que es la corteza. Otras, en cambio, han caído durante la noche y, marrones y crocantes, se dejan arremolinar por el viento como si fueran cáscaras de maní revueltas en cuchara invisible para ofrendar a algún dios, o al horizonte que, en perfecta línea recta, como dos largos brazos estirados y sin cabeza, nos abraza desde el fondo del jardín.

Hoy ando de capa caída, Su Señoría. Lento para narrarle mi pasado. Voy por la segunda hoja y aún sigo enredado en descripciones del otoño. ¿Me habrá contagiado el viento su desidia sibilante? ¿O será pudor, o desgano, o melancolía? Me duelen los hechos que quiero narrarle hoy.

No me duele contarle que, luego de trabajar con Bardal, merodeé un tiempo por las calles del centro de Buenos Aires, que conocí un hombre en la estación de subte Catedral que tenía, como yo, las dos piernas terminadas en muñones marrones. No me duele decirle que me decepcioné de Dios y de su falta de originalidad, de saber que al fin y al cabo —pie más, pie menos— nos hizo a todos humanos, perros con distintos collares. No me duele contar que este hombre, de muñones como los míos, se pasa la vida tirado allí intentando vender curitas y pidiendo limosna. “Una achuda, una achuda, una achuda”, chilla, incansable. Me costó entenderlo al principio: enojado como estaba yo con la vida, creí que decía “conchuda, conchuda, conchuda”.

Tampoco me duele contarle que le robé a Conchuda sus pocos ahorros. Manoteé sus monedas y billetes ajados que tenía al costado, sobre una manta gris, y salí roleando con mi silla (él apenas tenía unas muletas enclenques y jamás hubiera podido alcanzarme). Roleé por esos largos corredores que conectan las líneas de subte en Catedral.

No me duele contarle que he vivido todos esos años de la cuarta al pértigo, como decía Bartolo, cirujeando y mendigando.

Es otra cosa la que me duele contarle. ¿Valdrá la pena desplegar ante usted mi dolor, extenderlo como una lona ante sus ojos esperando la lascivia de la lástima? Al fin de cuentas, lo más probable es que me termine de pudrir en este cotolengo. Que todo este garabateo sea inútil. Que mi carta no logre conmoverla, señora Juez. Que muera aquí encerrado, solo, incomprendido.

Con perdón de la palabra

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