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III


Estoy a dos meses de vivir en el cotolengo al que usted me mandó y a dos días de empezada esta carta. Manso como agua de estanque. Llevo la cara gastada y con ella la esperanza, aunque no por eso he dejado de comer (o sorber) la sopa verde que llaman “cena” y más parece moco de anciano. Los duelos con pan son menos, decía Bartolo.

Fui uno de esos niños de quienes la gente dice “se hizo solo”, “en la escuela de la vida”. Hasta séptimo grado iba al colegio, más para no quedarme en casa que porque mi madre apostara a mi educación. Estaba a solo unos meses de egresar de la primaria cuando ocurrió un episodio horrible que reivindicó a mi padre ante los curas y truncó para siempre mi escolaridad. Iba al colegio San Pío XIV (enfrente, como le tengo dicho, del de mi hermana, Sagrado Corazón de Jesús).

El San Pío XIV era un establecimiento jesuítico. Además de lujoso e imponente ante mis ojos de niño pobre, tenía una enorme biblioteca con clásicos de la literatura española que devoré desde muy chico (Dios me ha mandado a mí el paquete de la curiosidad). Dirigía esta biblioteca el cura Bartolomé (¡oh, querido Bartolo!), natural de Cádiz, que me enseñó a nadar por las grandes obras del Siglo de Oro. A los doce años ya me había leído todo Quevedo, Mateo Alemán, La Celestina y El Lazarillo de Tormes. Por supuesto que mis compañeros de clase, enteros de cuerpo pero tullidos de alma —eso me decía siempre Bartolo, tal vez para consolarme—, se burlaban de mi hábito de encerrarme en la biblioteca y de mi modo de hablar que, de tanto estar con Bartolo y de tanto leer a los españoles, se iba impregnando de arcaísmos y refranes. Bartolo, sin ir más lejos, era un refranero andante, todo lo ilustraba con un dicho popular o con una cita literaria. Pero a mí no me importaban los desprecios de mis compañeros, cuanto más me burlaban, más exageraba yo mi modo raro de hablar… hasta que se me fue naturalizando. Yo era feliz en la biblioteca de Bartolo, que me acariciaba y me convidaba chocolate caliente en invierno, helados en verano (verdaderos manjares al lado de la dieta de huevos a la que me tenía acostumbrado mi madre), me contaba las andanzas de Sancho y me leía, durante horas enteras, hermosos libros de caballeros y príncipes, historias de amor cortés y poemas antiguos.

El idilio bibliotecario llegó a su cúspide cuando, en la pubertad y ya con algunos pelos, veía que Bartolo elegía solo libros grandes y de tapa dura y, con la excusa de acomodarlos bien en mi regazo, se demoraba con ambas manos sobre mi entrepierna y luego, olvidado del chocolate o del helado, de los libros y de los clásicos españoles, echaba gozoso la cabeza hacia atrás. Desde abajo yo podía ver cómo mi nombre, hecho espuma, era paladeado en el susurro de su boca. “Ay, Muñón, ay, Muñón”, solía repetir entre espasmos y sacudones de su propia entrepierna, que golpeaba contra las manijas de mi silla (así de alto era Bartolo) y hacía que las ruedas, ñiqui ñiqui, ñiqui ñiqui, se fregaran incitantes contra el piso. A mí también me conmovían aquellos trances. De solo mirar a Bartolo, me venía por todo el cuerpo un cosquilleo (como con los fasos de papá), mientras descubría azorado cómo mi pantalón gris de uniforme del colegio (regalo de Bartolo) se erguía hasta alcanzar una altura insospechada (lo digo sin fanfarria, Su Señoría).

Todo andaba sobre ruedas en el colegio (más aún en la biblioteca), como la vida misma para mí, hasta que un día, sin previo aviso y medio borracho, cayó al establecimiento mi padre, con tan mala suerte que justo lo vio a Bartolo besándome en el cuello y susurrándome su despedida al oído, el chocolate caliente ya en mis manos y un hermoso libro de Mateo Alemán en un costado de mi silla. La actitud tierna del cura español escandalizó a Muñó —tan desalmado, tan básico—, a quien ese trato le pareció degenerado. Se le subieron a la sangre los hervores y al rostro los colores. “¡Puto del orto!”, gritó entonces, con una fuerza que yo nunca pensé tuvieran sus aindiados pulmones (digo “aindiados” porque mi padre era más bien achaparrado, del tipo del altiplano o, como se estila decir en Benavídez, “un negro de mierda”). Bartolo entró en pánico, yo también, el chocolate y el libro cayeron al piso y mi silla se deslizó hacia adelante, rodando apenas por el claustro impoluto del San Pío XIV. Rápidamente otro cura limpió el charco de chocolatada y se llevó el libro (fue lo que más lamenté, en casa me esperaban los huevos fritos raquíticos, las risas destempladas de mamá y las bailantas atigradas de la Zulma). “¡Te voy a denunciar, maricón hijo de puta!”, gritaba desencajado ese señor, ahora más colorado que marrón, a quien yo sentía cada vez menos como mi padre. Bartolo y yo nos miramos de reojo, muertos de miedo. Muñó se había arremangado la camisa y tenía los puños apretados, prontos a la embestida. Yo giré mi silla, roleé y me puse justo en medio, interrumpiendo el camino entre Muñó y mi querido Bartolo. Saqué pecho y me preparé para defendernos. Muñó daba saltitos cortos en el lugar, como de ratón o de boxeador, y seguía gritando barbaridades. A Bartolo le temblaba el mentón. Justo a tiempo apareció el director del colegio: “Pero, ¡¿qué es este escándalo?! ¡¿Qué está pasando acá, por el amor de Dios?!”. “¡Lo pesqué! ¡Este puto del orto se estaba por tirar a mi hijo!”, gritó Muñó desencajado, y a mí me dolió en el alma que trataran así a Bartolo, tan fino y culto, tan bueno que era siempre conmigo.

Y ese fue, Su Señoría, el último día de mi educación formal. El resto de lo que sé (que no es poco, lo digo sin fanfarria) me lo ha enseñado esa otra escuela sin claustros marmolados y techos altos. La lleca.

Con perdón de la palabra

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