Читать книгу Con perdón de la palabra - Natalia Crespo - Страница 13

Оглавление

VII


Voy a seguir, sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer aquí sino escribirle?

Tras varios meses de vagabundeo y rebusques, decidí volver a mi casa. Para mi sorpresa allí estaban la Zulma, menos furiosa —o tal vez más cansada— y mi madre, más dulce y aliquebrada que antes de mi partida. Traía yo algunos pocos ahorros de mis paseos por el subte y esto facilitó la paz con mi hermana. Hasta creo que se alegraron con mi retorno.

Dos o tres semanas habremos tenido de hogar dulce hogar: no más que eso tardó la desgracia en volver a acecharnos como nuestras propias sombras. Ocurrió una tarde helada que mi madre, que ya venía en decadencia, enfermó gravemente y en el lapso de una semana se achicó y achicharró como una pasa de uva.

Invierno era, y llovía como a baldazos. El agua serpenteaba enredada en el caño del patio (aquel en el que Zulma practicara antes su danza desangelada), y mientras el viento hacía chasquear las ventanas de la casa (el cliente de mi hermana que fabricaba cerramientos de aluminio nos había regalado unas láminas berretas a las que llamó sin vergüenza “ventanas”) y mientras Zulma se limaba las uñas, acomodándose cada tanto su pollera de animal print, y mientras yo limpiaba el instrumental de fumigación que me había quedado y pensaba que lo más bello lo teníamos en nuestros corazones y era la dulzura del hogar, Herminia de los Nogales dejó este mundo llenándose ella la boca y a nosotros el alma con aquello que tanto la definía:

—“Prezioza” —exhaló sonriente y desdentada, como hálito fúnebre o saludo de despedida, sin precisar si se refería a la Zulma, a la lluvia, a alguna de las gallinas o a ella misma (pues era este, “prezioza”, el único adjetivo que mi santa madre usó en vida para dar cuenta de todo cuanto la rodeaba). “Prezioza”, volvió a exhalar, y murió.

La lloré copiosamente. La lloré en garúa mientras preparaba los venenos (quedaban aún bidones de la época de Bardal y podrían darme algún dinero). La lloré a intermitentes chubascos cuando roleaba con mi silla —chiuf, chiuf, chiuf— por la calle de mi casa a toda velocidad para ver si así me calmaba el dolor, la lloré a cántaros por las tardes cuando, sentado en el patio de tierra, solo en el centro de mi plena soledad, la vista fija en el cielo, las gallinas casi calvas cacareando alrededor, añoraba hondamente sus mates y sus seseos.

Hoy todavía la lloro, Su Señoría, cada tanto y con pudor.

No le ocurrió lo mismo a la Zulma. Guarecida en su noble propósito de sustentar el hogar (cosa que no era tan así porque yo, como tengo dicho, había vuelto con cierto dinero), trabajaba más que nunca y con mayor convicción, sin siquiera hacerse un rato para echarse un llanto aquí y allá. Recibía a los clientes en casa, gemía como gata en celo del día a la noche (de algo le había servido mi consejo artístico) y dejaba (cosa que empezó a incomodarme) todas las finanzas en manos de su nuevo novio, un tal Cachorro, que se comportaba conmigo muy altanero y mandón.

No había día en que Cachorro no llegara, sin previo aviso, y me mirara de arriba abajo, deteniéndose en los muñones, para finalmente fruncir la boca en una mueca de asco. Y así, dale que va, en cada visita, calentándome los cascos. Y yo, tras cornudo, apaleado, como diría Bartolo, me contenía por no armar escándalo estando la casa todavía de luto por la muerte de Doña Herminia de los Nogales.

La cosa se mantuvo relativamente en paz hasta el día en que vi cómo, saliendo la Zulma del cuartito, agotada y con las crenchas revueltas, Cachorro le exigió que le entregara todo el dinero y, tras zamarrearla del brazo y echar sapos y culebras, el desagradecido se subió a su moto y se marchó. Me acerqué desconcertado y furioso a consolar a mi hermana, que lloraba y se agarraba la cara con ambas manos, y cuál no fue mi sorpresa cuando ella, como leona herida, en vez de aceptar mi cariñosa cercanía, me lanzó un manotazo y me gritó enfurecida: “Rajá de acá, parásito”.

Con perdón de la palabra

Подняться наверх