Читать книгу La niña en la ventana - Natalia S. Samburgo - Страница 11

Оглавление

Capítulo IV

Mendoza, junio de 2017.

Maribel se hallaba sentada en la sala de espera de la clínica junto a su hermana Macarena de tres años. La más pequeña se había quedado dormida en su regazo y ella le acariciaba el cabello cobrizo, suave y ondulado. Las habían dejado solas. Su padre estaba presenciando el parto de una nueva hermana. Ya estaba por llegar y todos se encontraban muy ansiosos. Había notado que sus padres estaban preocupados por cómo nacería la beba. Incluso los escuchó cuando programaban estudios para las pocas horas de nacida y se quejaban porque el obstetra les había sugerido esperar para alguno de ellos. Les aseguraba que estaba en perfectas condiciones, pero ellos insistían en que se le hicieran los exámenes no bien naciera.

Ella sabía de qué se trataba eso. No recordaba mes en el que no le hayan hecho un electrocardiograma y cada seis meses una ecografía, análisis de sangre y orina, tomografías, resonancias magnéticas y varios estudios complementarios. Ya estaba acostumbrada, incluso se había hecho amiga de los médicos que, al tratarla durante tanto tiempo, la apreciaban como a una hija.

Macarena aún era muy pequeña y no se habituaba a tantos exámenes. La hacían tomar medicación preventiva y realizar un deporte adecuado para cuidar su salud. Pero se quejaba y lloraba cada vez que se acercaba una nueva exposición a esos aparatos con los que luego soñaba noche tras noche.

Cada fiebre o resfrío de las niñas significaba convertir la casa en una burbuja. Ningún extraño podía visitarlas, y solo su padre salía para ir a trabajar. Bea se quedaba con ellas y las sometía a baños cada dos horas, usaban toallas limpias cada vez que se secaban y comían en momentos distintos para no contagiarse entre ellas.

La joven se sobresaltó al escuchar unas puertas vaivén que se abrían. Un hombre salió corriendo, lloraba. Gritó el nombre de una persona que debía ser del señor que estaba sentado y que se paró de inmediato al verlo. Se abrazaron, y el primer hombre lloró de manera desconsolada. No podía quitar los ojos de esa escena. Maribel sintió un nudo en el estómago. Ese piso era de partos y neonatología, por lo que, si había malas noticias, tenían que tener relación con algún recién nacido o con la madre que había tenido un bebé. Se preocupó por su mamá, pero desestimó complicaciones, porque ese hombre no tenía nada que ver con ellos.

Logró escuchar algo de la conversación de esos extraños. El que lloraba mencionaba “se murió”, mientras que el otro lo miraba compungido y le preguntaba por “el otro”.

La pequeña despertó, y Maribel salió de sus cavilaciones, donde trataba de armar un rompecabezas imposible. Agradeció la interrupción de su hermanita, porque se estaba sumiendo en una angustia muy grande, la cual sería mayor si seguía observando la triste escena que se desarrollaba cerca de ellas.

Volvió a escuchar las puertas de la zona restringida, y se hizo presente su padre con la cara de felicidad más grande que le había visto en años. Ambas corrieron hacia él y se abrazaron. Osvaldo las besó en la cabeza y sonriente les dijo: «Ha nacido la hermosa Morena». Los tres volvieron a juntarse, pero Maribel no pudo dejar de observar de reojo a los hombres del costado. Ahora, los dos lloraban.

* * *

San Rafael, Mendoza. Actualidad.

—¡Tío! ¡Estás hecho mierda! —saludó Lautaro.

—Hola, Lauti. ¡Qué recibimiento! —ironizó Iván.

Se sentaron en una mesa bien al fondo del salón de la cervecería. En aquel sector, la música sonaba más atenuada, por lo que se podía conversar. La camarera se acercó para tomar el pedido. Se notaba que le coqueteaba al mayor de los hombres. Pidieron una cerveza artesanal, y la chica se alejó meneando las caderas.

—Hasta demacrado sos winner —bromeó su sobrino.

—Jajaja. En estos días, no conquisto ni el desierto.

—Al fin saliste de tu casa. ¿Fuiste a laburar?

—Sí. Estaba todo tal cual lo dejé, salvo por el polvo que cubría los papeles.

—¡Ja! En esa fiscalía solo cuidan lo que se ve. Mucho mármol y ascensores lujosos, pero las oficinas son de cuarta.

—Veo que las conocés bastante.

—El tío Jacinto me dejó acompañarlo los días en los que el jefe no iba. Decía que se sentía solo sin vos.

—Es un marica.

—No más que vos —volvió a bromear, lo que le hizo recibir una palmada un tanto fuerte en su brazo.

—Bueno, no vinimos para hablar de mí ni del trabajo. ¿Qué querías contarme? —lo apuró Iván, mientras observaba lo buen mozo que era su sobrino. La piel morena, como bronceada, la había heredado de su familia. En cambio, los rasgos eran más parecidos a su madre. Tenía una cabeza perfecta, armoniosa. Si lo mirabas de atrás, el cuerpo formaba un rombo perfecto, ensanchándose a la altura de los hombros y la espalda, afinándose cuando se bajaba hacia las piernas largas y musculosas como las de un deportista. Los ojos verdes completaban la belleza exótica de ese muchacho y los hoyuelos al sonreír le conferían un aspecto admirable. Y él estaba orgulloso de su sobrino al que quería como a un hijo.

—Bueno. Vamos al grano. Me enamoré.

—¡Apa! Así, sin anestesia. Tené consideración de este tío que aún te recuerda de pequeño.

—¡No seas cursi!

—¿Quién es? ¿La conozco? ¿Qué edad tiene? ¿Es linda? ¿Te da bola? —tuvo que dejar de preguntar cuando Lautaro lo interrumpió.

—¡Pará! Jajaja —lo frenó el muchacho.

—Dale. Cantá. Quiero saber todo.

—Es que no hay nada para contar.

—What? No me vengas con eso. Bueno, vamos desde el principio. Te escucho y no pregunto más.

—Es una chica que conocí en el club. Asiste a clases de natación dos veces por semana. Creo que es un poco chica. Tendrá entre quince o dieciséis años. Eso lo supongo, porque pregunté qué categoría eran los que entrenaba una profesora en particular. Así que son suposiciones.

—Es un poco chica, ¿no?

—No sé. Yo tengo dieciocho. No es tanta la diferencia.

—En un mes, cumplís diecinueve.

—Igual, ese no es el punto.

—¿Y cuál sería?

—No sé cómo se llama, y jamás está sola.

—¿Cómo es eso? Explicate un poco más —insistió Iván más interesado de lo que él mismo se imaginaba. Sabía que le gustaba que su sobrino le contara sobre su vida, pero lograr esa intimidad le llenó el alma.

—Claro. Siempre llega con alguno de sus padres. A veces, la esperan, y otras, la dejan, pero luego la pasan a buscar y se va con ellos. Durante la clase está siempre custodiada por la profesora como si tuviera orden de no dejarla sola.

—Mmm, medio complicado encararla, ¿no?

—¡Muy!

—¿Y? ¿Qué pensás hacer? ¿Ella gusta de vos también? ¿Sabe que vos gustás de ella?

—¡Tío! ¡Qué antiguo sos! ¿De dónde sacás esos términos? Jajaja. Además, dijiste que no ibas a hacer más preguntas —se tentó de risa Lautaro.

—Perdón, perdón. Debo controlarme. Y no soy antiguo. ¿Cómo se dice ahora? Tanto no pudo haber cambiado.

—Bueno, no importa. La cuestión es que no encuentro oportunidad de hablarle, de preguntar su nombre, decirle hola... nada.

—¿Alguna vez te miró? ¿Notaste interés en...? ¡No sé cómo hablar sin hacer preguntas!

—No hay drama. No sé qué hacer. El otro día la seguí en el auto de un amigo. Sé donde vive.

—Ah, no te quedás en el molde, ehhh.

—¿En dónde?

—Quiero decir que no te quedás cruzado de brazos. Está muy bien. Si querés mucho algo, tenés que luchar para obtenerlo. Nada en esta vida es fácil —se puso melancólico Iván.

—Sí. Ayer llegué caminando hasta su casa. Y me quedé parado como un boludo. Justo ella salía. No supe qué decir ni qué hacer. Cuando apareció la madre salí corriendo.

—¡Ah! ¡Qué pedazo de cagón!

—No seas malo...

—¿Y qué pensás hacer?

—No sé. Pero no puedo dejar de pensar en ella. No sabés lo hermosa que es cuando sonríe. Es muy flaquita y blanca, pero creo que la natación le está haciendo tener algo de curvas. Creo que tiene unas pecas sobre el puente de la nariz, pero nunca pude apreciarlas de cerca. El otro día cuando la vi en la puerta de su casa, el sol le dio de lleno, y fue cuando descubrí esas manchitas marrones que, con esa luz, parecían fluorescentes.

—Mierda. Estás enamorado en serio.

—Sí. No es joda.

—No sé qué decirte. Si es difícil hablar con ella, no te va a quedar otra que pedirles permiso a sus padres. Sé que suena descabellado, pero si no hacés nada, te vas a quedar siempre con la sensación de que no lo intentaste.

—Tenés razón. Sabía que hablar con vos me haría bien.

Pidieron otra ronda de cervezas y charlaron de otros temas. Lautaro le contó lo que había hecho en esas ocasiones en las que asistió a la fiscalía con Jacinto. Era evidente que ya mostraba signos de que le gustaba la investigación. Ambos evitaron hablar de Vicente Pollastrelli, el hermano de uno y el padre del otro, porque sabían que caerían en la melancolía y sería difícil salir de ese terreno.

Una hora más tarde, Lautaro anunció que se tenía que ir, porque al día siguiente debía acompañar a su madre al médico a una hora muy temprana. Se despidieron, pero antes de marcharse el muchacho recordó algo que quería comentarle a su tío.

—Me había olvidado de contarte. El otro día, cuando fui hasta la casa de la chica, me topé con aquel barrio.

—¿Cuál? —contestó desorientado Iván.

—Aquellas calles en las que andaba en bicicleta cuando era más chico.

—Sí, me acuerdo, pero no sé a qué te referís en particular.

—Tenés razón. ¿Te acordás que te contaba que había una cuadra que nos daba miedo y con los chicos pasábamos rápido?

—Mmm, algo me suena. ¿Era esa en la que había una casa que decían que estaba embrujada?

—¡Sí, esa!

—¿Y qué pasa con eso?

—Cuando salí corriendo como un cobarde porque vi a la madre, no me di cuenta de que estaba pasando por aquella cuadra. Habíamos jurado con los chicos que nunca más pasaríamos por allí. Y así lo hice. Siempre la evité, pero esta vez me agarró desprevenido y concentrado en “ella”.

—¿Y entonces?

—Otra vez la misma sensación... de que alguien me observaba —tuvo que aclarar ante la mirada de desconcierto de su tío.

—Ahí me acordé. Ustedes decían que había alguien al otro lado de esa ventana, pero se suponía que nadie vivía allí.

—Sí, esa misma. Está todo igual. Todo cerrado, todo quieto, el pasto crecido. Sin embargo, yo sentí que alguien me miraba desde esa ventana. Y salí corriendo y, hasta que no doblé en la esquina, no me sentí seguro.

—Yo creo que fue el recuerdo de lo que les parecía en el pasado. Hacía mucho que no ibas por allí. Es normal que al regresar, después de tanto tiempo, se te venga a la mente lo último que sentiste en ese lugar.

—Puede ser. Bueno, te lo quería contar. Me tengo que ir.

—Dale. No te preocupes. No pases por allí y todo vuelve a la normalidad.

—No lo creo —Lautaro se despidió con esa última expresión, incrédulo de que si algo sucedía realmente en esa casa, pudiera simplemente dejarse pasar. Ya se perfilaba su hambre por convertirse en un investigador como su tío, el hombre al que más admiraba.

La niña en la ventana

Подняться наверх