Читать книгу La niña en la ventana - Natalia S. Samburgo - Страница 8

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Capítulo I

Mendoza, Argentina. Año 2003.

Salió de la clínica abrazando a su mujer. Quería protegerla de las miradas acusatorias o de lástima, con que la acribillaban. La gente se amontonaba a la salida del sanatorio. Los móviles de TV ocupaban la calle, la policía y el personal de seguridad intentaban controlar el paso. Bea no debía sufrir, ya había tenido suficiente, y él se encargaría de eso. Habían perdido un hijo. Otro hijo. La peor noticia llegó a sus oídos pasadas las dos de la madrugada. La espera se hizo insostenible y su corazón ya no aguantó. Murió con la esperanza de que ese órgano llegara desde algún lugar. Murió con la sonrisa que lo mantenía vivo día a día.

Martín Valente era un niño de ocho años que había nacido con una enfermedad congénita. Su insuficiencia cardíaca se hizo notar desde muy pequeño. Luego de varias operaciones, tuvo unos años de tranquilidad solo con controles y estudios periódicos. Fue un niño alegre, sostenido por sus padres, acompañado de su tío que lo mimaba hasta el infinito. La pérdida de su hermano lo había afectado anímicamente y se preveía un futuro incierto. A los seis años un nuevo episodio lo dejó a la deriva, a la espera de un milagro que jamás alcanzó a llegar.

Osvaldo Valente, padre de Martín y director del Instituto para Sordomudos de la Provincia de Mendoza desde hacía tres años, estaba devastado por el dolor de la pérdida y, más aún, por suponer, con fundamentos, que su mujer no se repondría tan fácilmente. Estaba muy preocupado por ella. Sin embargo, con mucho valor fue Bea quien se encargó de los trámites y de preparar el cuerpo de su hijo. Ella no dejó que él se ocupara de nada. Le ahorró ese dolor.

Cinco años atrás habían perdido otro hijo, víctima de la misma enfermedad y que también estaba a la espera de un corazón, y Bea había procedido igual: a pesar del momento fatal, se ocupó de todo, dejándose caer en la depresión luego de que todo estuvo resuelto.

Les quedaba su hija Maribel, nacida unos meses atrás. Hasta el momento, no presentaba signos de tener la misma enfermedad que sus hermanos, aunque su padre la hacía pasar por constantes controles de igual manera. Los médicos lo tranquilizaban con que la beba estaba en perfectas condiciones, pero él insistía en someterla a estudios complejos para descartar cualquier patología.

Desde el momento en el que la niña nació, se había jurado a sí mismo protegerla de cualquier mal. Ahora que había perdido un segundo hijo, esta idea se reafirmó y era momento de llevarla a cabo. Debía poner manos a la obra. Pensó en que contaría con el apoyo de su hermano Rodrigo, un integrante de la institución que él dirigía. No estaba seguro de si su esposa lo ayudaría, aunque ella misma le había contado algo acerca de un negocio que conocía y que tenía muy buenos resultados. El tiempo le demostraría que no solo lo apoyaría, sino que idearía un plan macabro.

* * *

Rodrigo observó a su hermano con mucha atención. Osvaldo le había pedido que no lo interrumpiera, necesitaba contarle su idea de manera detallada, sin filtros y sin baches. Los ojos del hermano menor se fueron abriendo. Iba comprendiendo los pormenores del asunto y tenía ganas de salir corriendo. Pero no lo haría. Su hermano le estaba pidiendo ayuda, y él estaría siempre dispuesto para acompañarlo.

Minutos más tarde se miraron. Estaba todo dicho. Solo quedaba aguardar la respuesta de Rodrigo, que tardó en comenzar a mover las manos. Expresó su opinión. No estaba del todo de acuerdo. No le gustaba nada la idea, en especial, porque él tendría que llevar a cabo la peor parte. Aunque con el tiempo, quizás no sería tan mala. De todas maneras, él apoyaría a su hermano. No importa lo que hicieran, eran incondicionales el uno con el otro.

Desde aquel momento un pacto quedó sellado, y el silencio, asegurado. Se dieron un abrazo. Rodrigo comprendía el dolor de su hermano mayor. Él también sufría por la pérdida de sus sobrinos, pero no lo demostraba. Hacía gala de su porte de macho superado, su altura y contextura, para demostrar que nada lo afectaba. Pero no era cierto. Lamentaba las pérdidas como cualquier otro. Tras esa mirada fría, siempre mostrando dudas, demostrando que no era capaz de comprender del todo, se escondía un alma inteligente, sagaz y amorosa...

* * *

Beatriz se acomodó en el asiento trasero del automóvil. Esperó a que su marido entrara y cerrara la puerta. Los anteojos oscuros ocultaban sus ojeras y sus lágrimas. No quería que la prensa la enfocara en ese estado. Los habían perseguido durante días. Los querían entrevistar para hablar sobre el niño. Todo el país estaba pendiente del caso, pero el corazón no aparecía. Las falsas alarmas se suscitaban y hacían llevar esperanza, para luego hacerla caer en un abismo. Bea no quería que esto saliera a la luz, pero la prensa se había enterado y todo se hizo masivo.

La sociedad estaba dividida. Estaban quienes los apoyaban y hacían cadenas de oraciones por la salud de Martín. Y otros que los acusaban de no buscar los medios necesarios para obligar al gobierno a tomar una resolución sobre el asunto.

La cruel realidad era que esperar un corazón compatible no era tarea sencilla. Cinco años atrás hubo un donante. Era un adolescente fallecido, cuyos padres decidieron donar sus órganos. Pero llegó tarde. Los tiempos de la burocracia no son los del cuerpo humano, el papeleo no tiene en cuenta la urgencia médica. Es muy triste, pero es así y, mientras el corazón viajaba en avión desde Formosa en una cámara refrigerante, el hermano mayor de Martín falleció.

Ahora el caso había sido distinto. Nunca apareció un donante. Ni de un niño, ni de un adulto, ni de nadie. Y la desesperación se hizo eco en ella, una madre que acompañó a sus hijos hasta el final, incluso descuidando a su hija recién nacida.

Fue creciendo en ella una sensación de impotencia que se alojó en su centro más profundo. Pasaron los días, se acostaba y se levantaba con la misma sensación de vacío. Se convirtió en una especie de humana autómata. Ni siquiera miraba a su hija al darle de mamar. Dejaba que su marido se hiciera cargo de todo, porque lo sabía capaz. Confiaba en él. Poco a poco él pensaría igual que ella.

Una noche, meses después de la muerte de su segundo hijo, tuvo un sueño. Un corazón llegaba justo para salvar la vida de un niño, luego otro, y otro más. Una sucesión de órganos eran donados en masa y muchas personas de todas las edades eran salvadas. Ese día despertó con otro ánimo y le contó sobre el sueño a su esposo. Había una esperanza de revertir la situación y ella se encargaría de eso. Su marido la ayudaría, sabía que él haría cualquier cosa por ella.

Cuando charló con Osvaldo sobre su plan, él sonrió satisfecho. No se alejaba tanto del que él había ideado, pero este era más controvertido, peligroso y deberían incluir a otras personas. No sería suficiente con ellos tres. Su marido no estaba del todo convencido. Sin embargo, Beatriz no pensaba igual. Ella sabía que muchas más personas que las que su marido suponía, estaban y estarían implicadas, pero no era necesario que Osvaldo estuviera al tanto de todo, lo dejaría hacer al punto de que se creyera que él era el ideólogo de todo. «Incrédulo», pensó. Debían comenzar lo antes posible. Su marido debía acceder a un alto puesto en algún sanatorio amparado por su título de médico, Rodrigo tendría que reformar la casa donde vivía y la de otros conocidos. Ella debería hacer valer su título de enfermera... ya mismo.

La niña en la ventana

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