Читать книгу La niña en la ventana - Natalia S. Samburgo - Страница 12

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Capítulo V

El mes de marzo dio comienzo a muchas actividades y, entre ellas, la temporada de pileta en el club barrial. Las clases de natación se reanudaban, y Lautaro estaba ansioso por volver a verla. Quería averiguar su nombre, su apellido, su edad y cualquier dato que lo hiciera satisfacer la ansiedad que ella le provocaba. Estaba decidido a preguntar a cualquier persona que pudiera proporcionarle esa información, así tuviera que recurrir al departamento de administración de la institución.

Llegó varios minutos antes de su clase. Tenía la esperanza de verla mientras se encontraba en el natatorio. Luego, pretendía acercarse antes de que ingresara al vestuario. No sabía cómo lo lograría, pero debía intentarlo.

Por fin, la vio ingresar. Venía custodiada por su madre, que traía en brazos a su hija menor. Él ya sabía que eran tres hermanas, porque en el transcurso del año anterior, había observado cada movimiento de la familia. Notó que ella lo había reconocido. No estaba seguro de si se había percatado de su presencia en el club desde tiempo atrás o si solo lo recordaba por el papelón hecho mientras se hallaba parado en la puerta de su casa, de la cual había salido corriendo como un cobarde. La joven le sonrió, y él ya no pudo apartar sus ojos de ella. Le hizo un movimiento de cabeza muy sutil, señalando el sector de los vestuarios y se dirigió hacia allí, deseando que ella hubiera captado la señal.

Esperó tras la escalera varios segundos que se hicieron eternos. Un aroma a jazmines invadió el lugar, y supo que ella se acercaba. Espió y midió el momento exacto en el que llegaría a donde él se encontraba. Notó que lo buscaba. Cuando la tuvo en su posición, la tomó del brazo y la arrastró tras una columna ancha que ocultaba ambos cuerpos. La apoyo allí y la cubrió de manera delicada con su cuerpo.

Por fin la tenía para él. Estaban frente a frente. Ella sonrió y dejó escapar un suave suspiro.

—Hola —se animó Lautaro.

—Hola —respondió ella de manera tímida, algo sonrojada. El puente de la nariz estaba rosado y las pecas se veían más oscuras que de costumbre.

—Necesito saber tu nombre.

—Maribel, ¿y el tuyo?

—Lautaro.

—Qué lindo nombre —se animó ella. Y lo dijo con tanta dulzura que él se derritió.

—Vos sos linda...

Maribel sonrió complacida, atravesando una vergüenza extrema, pero llena de emoción al mismo tiempo. Bajó los párpados sin poder evitarlo, en señal de satisfacción por saber que el muchacho que le gustaba opinaba que era linda. Eso sí que era nuevo para ella.

Lautaro no se pudo contener, y la cercanía lo obligó a posar sus labios sobre los de la joven. Fue un roce lento y, al notar que ella no oponía resistencia, se animó a apoyar un poco más la boca, sintiendo que el mundo daba vueltas a su alrededor.

Con un leve toque sobre su pecho, la mano de Maribel lo separó delicadamente. Fue, en ese momento, cuando se percató de lo que había hecho.

—Debo irme. Se van a dar cuenta de que no estoy por ningún lado —susurró mirando hacia los costados.

—¿Puedo volver a verte?

—No lo sé. Es que...

—¡Maribel! ¿Dónde estás niña? —se oyó desde la puerta del vestuario.

—Me tengo que ir. Temo que solo podrás verme si mis padres están presentes. Ojalá que eso no te asuste —se despidió de manera apresurada, pero antes le dejó un sentido beso en la mejilla.

* * *

—¿Qué acelga, Polla?

—Hay cosas que no cambian... —se lamentó Iván.

—¡Qué bueno que volviste, hermano! Te va a hacer bien ponerte a laburar.

—Sí, así dicen todos...

—¿Qué news tenemos? ¿El jefe te dijo algo?

—Sí, ya me puso al tanto de los estafadores de seguros. Lo que no entiendo es por qué tanto secreto. ¿No eran pólizas de vida, acaso?

—Sí, pero hay algo más, me parece.

—¿Qué sabemos hasta ahora?

—Tenemos varias pistas —contestó Jacinto y prosiguió luego de una pausa—, una empresa les vendía pólizas de seguro de vida a familias. No hay ningún caso de personas que fueran solteras. Por lo que sabemos del expediente, todas esas familias tenían hijos. En resumen, parejas con uno o más chicos.

—Les hacían firmar un contrato y les dejaban boletas para pagar las cuotas.

—No. Error. Eso es lo que dice el expediente. Pero tu sobrino lo miró bien el otro día y detectó que no eran boletas para pagar en un puesto de cobro, eran más bien boletas mensuales que contenían los datos de una cuenta para transferir dinero. No tenían código de barras.

—¿Le hiciste leer a Lautaro un expediente judicial? ¡Sos un zarpado! Si se entera el jefe, te mata.

—No te creas, eh... bastante open mind es el vejete.

—¿Qué vejete? Si debe tener unos años más que nosotros...

—Naaa, te parece. Revisé su historial, y tiene cincuenta y seis años.

—Ah, mirá vos. Parece menos. Pero no me cambies de tema. El pibe tiene dieciocho años, no puede ver estas cosas.

—En unos días, cumple diecinueve “el pebete”, tranca, lo amenacé si divulgaba alguna info fuera de estas cuatro paredes.

Iván revoleó los ojos, mientras se apoyaba de manera brusca en su sillón, cuyas patas metálicas crujieron con un quejido lastimero.

Los amigos se quedaron revisando los treinta y seis casos que tenían denunciados. Sospechaban que había más. Fueron entendiendo que el modus operandi de la aseguradora era cobrar un veinte por ciento del valor del seguro por adelantado y luego cuotas mensuales que debían ser transferidas a una cuenta de la cual los asegurados contaban con el CBU. Luego de pagar varias cuotas, por lo general en la doce, el sistema les emitía un alerta de “cuenta inexistente”. Cuando las familias intentaban llamar al teléfono de contacto que les habían dejado, nadie atendía, y los mails jamás eran respondidos. Simplemente, se habían esfumado. Nadie sabía de la existencia de esa empresa y, en el banco, les respondían que esa cuenta había sido cancelada luego de retirar los fondos a través de un apoderado. Cuando se le requirió más datos a la entidad, se descubrió que quien retiraba el dinero poseía una identidad falsa.

—O sea, que estos hdp se llevaron el dinero de todas estas familias, haciendo un laburito de hormiga —comentó de pronto Jacinto.

—Sip.

—Lo que me pregunto es: ¿con qué los habrán enganchado para contratar un seguro de una empresa no muy conocida? Porque convengamos que no era ninguna de las líderes ni nada era normal en el método de pago. También, acá dice que nunca les llegó el contrato que les prometieron que recibirían en su domicilio, ni tampoco por mail.

—No lo entiendo. Algo tentador debía tener.

—¿La gente que dice?

—Acá no dice nada. Solo que eran seguros de vida por invalidez o muerte... Ojo... acá dice... Esperá.

—What?

—Veo que, en todos los testimonios que se tomaron, el agente administrativo de la comisaría a cargo aclara entre paréntesis que uno de los cónyuges frenaba al otro cuando intentaban agregar algo más. Acá hay otro... en este no... —Iván revisaba en cuál de todos los expedientes se repetía esa observación. Encontraron más de diez que tenían ese detalle.

—¿Entonces? —consultó Jacinto, esperando la resolución de la incógnita.

—Nada. Creo que ya sé por dónde empezar a interrogar.

—¿Solo eso? Creí que habías descubierto América... —Jacinto le guiñó un ojo, mientras se despedía con un gesto con la mano y se disponía a servirse un café de la jarra que se hallaba en la mesa del pasillo, la cual estaba encendida desde hacía, por lo menos, seis horas.

* * *

Le cambió los pañales como todas las mañanas. No era lo que más le gustaba hacer. No obstante, lo complacía ver la sonrisa de la niña cuando sentía el pañal limpio. Ya caminaba y eso complicaba un poco las cosas. También, hacía sonidos, pero aún no era tiempo de negárselos. Se movía por todos lados, así que había que estar todo el tiempo observándola, para que no se lastimara. Nada le podía pasar. Debía ser una niña sana. Le daban la mejor leche, la comida nutritiva y todo tipo de cuidados. Por suerte, a él no le tocaba todo el tiempo el acompañamiento, se turnaba con la jefa y con la persona a cargo, una mujer del instituto para sordomudos.

Dejó a la niña en el corralito y se quedó observándola. Era bellísima, con unos rulos bien marcados en ese cabello que apenas le llegaba por abajo del mentón. Los ojos negros eran tan grandes y oscuros que resaltaban aun sobre la morena piel. La nariz no era tan pequeña como la de otras niñas, pero no desentonaba con la forma de la cara.

Cerró la puerta con llave, mientras se iba a su clase de arte. Pensó en lo tonto que sonaba cerrar la puerta con llave, cuando un bebé jamás lograría escapar de ese cuarto.

* * *

El director de la institución recibió a un nuevo integrante. Reunió a todos los participantes del día para contarles la novedad. Un nuevo compañero se unía a la fraternidad que fomentaba el lugar. La unión era lo más importante para ellos. De esa manera, no se sentían tan solos y excluidos de la sociedad.

Todos se acercaron para inspeccionar al recién llegado. Era un muchacho de dieciocho años que había regresado a la provincia, luego de haber vivido algún tiempo en Buenos Aires, en busca de una operación que le salvara su deficiencia. Mendocino de nacimiento y criado en San Rafael, el muchacho estaba feliz de volver al lugar que consideraba su hogar. Pero no conocía a nadie. Quería reencontrarse con los amigos de la infancia, cuando aún podía salir a jugar y andar en bicicleta.

Luego de la ceremonia de recibimiento, cada grupo se marchó a las salas donde se dictaban clases o cursos, según las edades.

Osvaldo Valente dirigía ese lugar desde hacía casi veinte años. Ayudar a esa gente le traía grandes satisfacciones, pero especialmente lo alejaba de la oscuridad en la que se sumía cuando regresaba a su hogar.

El ISPM (Instituto para Sordomudos de la Provincia de Mendoza) fue creado en 1988 por una familia cuyos hijos tenían alguna de esas discapacidades. En la actualidad, más de cincuenta personas asisten para sentirse incluidos y aprender algún oficio que no requiriera aquellos sentidos para llevarlos a cabo.

El éxito del lugar creció cuando Osvaldo fue designado director, y el instituto adquirió carácter oficial de enseñanza. Desde aquel instante, la posición de la familia Valente en la sociedad mendocina adquirió preponderancia y orgullo ante los vecinos y, desde muchos pueblos, se acercaban para llevar a sus hijos a aprender allí.

Todo se mantenía tranquilo en los últimos años, y Valente cada vez pasaba más tiempo allí, a pesar de los reproches de su mujer. Para él era un escape. Eso era lo que realmente le gustaba hacer. Las otras tareas de las que se encargaba solo las hacía por su familia.

Sin saberlo ni intuirlo, la llegada del nuevo integrante al instituto cambiaría el curso normal de la vida de muchas personas. Sin embargo, de antemano nadie, en aquel lugar, podía saber que Patricio había sido amigo de la infancia de Lautaro y que se reencontrarían para volver a fomentar la amistad que supieron tener.

La niña en la ventana

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