Читать книгу La niña en la ventana - Natalia S. Samburgo - Страница 9

Оглавление

Capítulo II

San Rafael, Mendoza, Argentina. Febrero de 2019.

—¡Polla! ¡Polla, abrime! —insistía Jacinto, golpeando la puerta de la casa de Iván desde hacía, por lo menos, veinte minutos. Él sabía que su amigo estaba dentro. No lo iba a engañar haciéndole creer que había salido. Le iba a ganar por cansancio.

Jacinto había ido a buscar a su amigo porque lo sabía triste. Hacía muy poco tiempo que su hermano había muerto, al igual que otros tres hombres a manos de dos mentes macabras. Y la injusticia divina había querido que la asesina de Vicente Pollastrelli se escapara sin dejar rastros. El saber que se hallaba en alguna parte del mundo, viviendo una vida tranquila, no dejaba dormir en paz a los dos amigos.

Se oyó el giro de la llave en la cerradura de metal de la puerta. La manija liberó la traba y la hoja de madera se abrió. Nadie se asomó. Jacinto entró, cerró tras de sí y se detuvo a observar la estancia. Había desorden, mugre, restos de comida (casi completa) y ropa tirada en el piso. Sintió el sonido de un cuerpo hundirse en los almohadones del sofá. Era evidente que Iván volvía a la misma posición en la que se hallaba antes de levantarse para abrir la puerta.

—Polla, ¿qué pensás hacer de tu vida? —pronunció Jacinto, mientras se disponía a levantar la ropa del suelo.

—Dejá todo como está. No sos mi mucama para ponerte a limpiar.

—Veo que te queda algo de consideración por el prójimo, pero nada para vos mismo. Dejate de joder, Polla. ¿Podés levantarte?

—No tengo ganas —respondió Iván tapándose los ojos con el brazo cruzado sobre su cara. Esa posición dejó al descubierto la aureola amarillenta de la camisa en la zona de la axila, señal de que había transpirado y que no se cambiaba de ropa desde hacía varios días.

—¿Hace cuánto que no te bañás?

—Que te importa.

—¡Mierda, Polla! Sos terco, amigo... Necesito que te levantes, te bañes y comas algo. Hacelo por mí.

—Ni en pedo.

—Iván, hablo en serio. Esto no es sano para nadie. Lautaro hace días que pregunta por vos y no sé qué decirle —Jacinto se refería al sobrino de Iván—. Él también está triste, perdió un padre al que casi no conoció y está desorientado sin su tío. Te necesita.

Si bien era verdad que Lautaro preguntaba por su tío, no era por tristeza, sino porque quería contarle varias cosas importantes. No se había visto afectado demasiado por la muerte de un padre ausente. Pero Jacinto apeló a esa artimaña, porque sabía que tocaría la fibra más íntima de Iván y lo creía capaz de cualquier cosa por un sobrino al que casi había criado.

Iván cambió su posición. Se sentó en el sillón y miró a los ojos a su amigo.

—Maté a mi hermano. ¿Cómo pretendés que siga adelante? —dijo casi en un susurro. De igual manera, Jacinto alcanzó a comprender lo que había pronunciado.

—Vos no lo mataste. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¿Acaso hay alguna causa abierta en tu contra acusándote de asesinato?

—Eso no es necesario. No hay nadie que pudiera acusarme. Yo mismo debería abrirla.

—Debería haber estudiado psicología —pronunció el hombre al mismo tiempo que suspiraba—. Dejate de joder, Iván. La cantinela del pobrecito ya no te queda. Tenés razón en estar triste por la muerte de tu hermano, pero de ahí a culparte hay años luz de distancia. Vos no sabías que la hija de puta de Victoria había puesto veneno en las facturas. Punto, se terminó el tema —Jacinto se refería a su anterior jefa, la que había ocasionado la intoxicación de Iván y de Vicente, la cual tuvo consecuencias mortales para este último. Victoria infectó con cianuro unas facturas que luego Iván le llevó a su hermano, quien se hallaba escondido en una habitación de hotel, preso del pánico de que otra asesina lo encontrara.

Iván comenzó a llorar, dejando escapar las lágrimas contenidas. Se tomó la cabeza con las manos y la escondió entre sus piernas, como queriendo desaparecer y no volver a sentir nunca más. Jacinto se acercó para abrazarlo, pero el hombre detectó sus intenciones, elevó la cabeza y lo frenó con firmeza.

—¿Cómo hacés para sobrellevarlo? —consultó Iván, fuerte, directo.

—¿A qué te referís?

—No te hagas el tonto. ¿Cómo hacés para seguir viviendo?

—Iván, no me jodas. Sabés que no hablo de eso —respondió Jacinto muy serio. Se miraron a los ojos. Se midieron. A Iván aún le caían lágrimas involuntarias y seguía sentado en el sofá.

—Perdón. Violé una promesa —se disculpó, arrepentido.

—Andá a bañarte que apestás. Ah, llamá a tu sobrino y el jefe quiere verte de vez en cuando por la oficina —pronunció Jacinto en tono de orden, mientras daba media vuelta y salía por la puerta, sin decir adiós.

* * *

Le dio una bofetada de revés. La cara de la niña se giró al compás del golpe. Él la miró serio, esperando que repitiera lo que acababa de hacer, pero ella solo se enderezó y se acarició la mejilla. No lo miró. Dio media vuelta y se sentó en el suelo en una esquina de la habitación. Se ovilló sujetándose las rodillas. No lloraba a pesar de que le dolía la cara y sentía que le latía.

El hombre empezó a temblar. No quitaba la vista de encima de la niña y contemplaba cada uno de sus movimientos. Los ojos se le anegaron y se puso a llorar. Movía la cabeza en señal de arrepentimiento. El no quería golpearla, pero ella no había obedecido, y esa era la orden.

Con sus cuatro años, ya se había acostumbrado a los estados de ánimo de ese hombre robusto y despeinado que la visitaba todos los días. No entendía mucho qué debía hacer y qué no, por eso a veces cometía errores. Pero ella no lo sabía. No había conocimientos en su haber. Nada. Quitó la mirada del hombre y se cobijó en ella misma, como hacía siempre.

Unos segundos después, él se acercó y la tocó de manera suave en la cabeza. Tiró levemente del cabello de la niña y la invitó a levantarse. Ella obedeció, pero no lo miró. Caminaron juntos hasta el baño. Le quitó la gomita, y el pelo finito y rubio cayó sobre los hombros de ella. Tomó un cepillo y comenzó a peinarla mientras la obligaba a observarse al espejo. Las pasadas eran suaves. Si ella bajaba la mirada, él le levantaba el mentón para que se siguiera mirando. Le hizo una trenza de manera muy lenta, llevando cada mechón sobre otro como si fuera un trabajo artesanal. Al concluir, la sujetó con una bandita elástica de color rosa. La dio vuelta para que lo enfrentara y le dio un beso en la frente. Salieron del baño.

La condujo hasta el sector donde se dedicaban a comer. Se sentaron en el suelo a lo indio, con las piernas cruzadas. Apoyada en el piso había una bandeja con puré y una hamburguesa, pero ella no sabía lo que era o cómo se llamaba esa comida. Ni siquiera sabía que esas cosas tenían nombre. Él cortó la carne y le dio un bocado. Ella lo masticó y saboreó, le gustaba. Luego llegó la hora de un poco de puré.

Cuando terminaron, le limpió la boca con una servilleta y la invitó a tomar jugo de naranja. Pero ella no sabía que eso era jugo ni que era de naranja. Le gustaba, sabía bien.

Él tomó la bandeja y se levantó. Ella lo imitó. El hombre le hizo un gesto señalando el rincón con el mentón y la niña salió presurosa hacia ese sector y se ovilló en su posición preferida. Lo vio irse y cerrar la puerta con llave tras de sí. Ella se quedó quieta mirando el techo, aunque no sabía que eso se llamaba techo.

* * *

Lautaro caminaba nervioso por la vereda. Iba de un lado a otro sin animarse a tocar el timbre. Se le vino a la cabeza la imagen de que si no dejaba de andar el mismo camino, haría un surco en el suelo. Le dio risa. Se refregaba las manos entre sí y, luego, se las secaba en el jean, porque le transpiraban. Respiró hondo.

Cuando se dispuso a tocar el timbre, la puerta se abrió. Unos ojos verde esmeralda se fijaron en él y eso lo derritió. Cruzaron sus miradas y, antes de que pudieran percatarse, los dos estaban esbozando una sonrisa. Ella hizo una caída de ojos y aferró el libro que llevaba pegado a su pecho como si necesitara sujetarse a él para no caer en los brazos de ese muchacho. El corazón de él comenzó a palpitar de manera acelerada. Estaba inmóvil sin saber muy bien qué hacer. La vio bajar la mirada.

Tras la chica, se hizo presente una señora regordeta, con un pelo recién cortado en peluquería, que intentaba ser rubio cuando se notaba que no lo era. El ánimo de Lautaro cayó en picada y de los nervios dio media vuelta y se fue. La adolescente corrió hasta la reja de su casa y lo vio irse corriendo hasta perderlo al doblar la esquina.

—¿Quién era? ¿Qué hacía allí parado? —preguntó la señora con esa voz autoritaria que la caracterizaba.

—Solo un muchacho, mamá. Creo que lo conozco de natación, pero no estoy segura.

—Voy a prestar atención en las clases. No te voy a dejar sola a partir de ahora.

—¿Por qué, mamá? —preguntó de manera ingenua la chica. Realmente no entendía qué tenía de malo que un chico la mirara.

—Porque sos muy joven, y no voy a permitir que cualquier gusano te enamore y te seduzca para llevarte a la cama.

—What? ¿No existen pasos previos a eso? ¿Por qué todo tenés que llevarlo al extremo?

—¡No seas mocosa insolente! Si yo digo que aún sos muy pequeña, es así y no se habla más —pronunció sin dar oportunidad a reclamo—. Además, sabés que sos débil y siempre vas de médico en médico. Nadie te va a querer. Serás un problema para cualquier hombre. Mejor te quedás conmigo.

Se dio cuenta de que ya no había nada más que decir. Su madre era contundente. Sabía hacia donde apuntar para que sus dichos dolieran. Ella ya estaba acostumbrada y casi había asumido su rol y su destino... Hasta que vio a ese chico y algo en la boca del estómago la hizo vibrar. Una sensación extraña, antes desconocida, se instaló en ella y volvía cada vez que lo veía. En el natatorio, lo observaba nadar o zambullirse de cabeza con perfecta sincronía. Suponía que sería unos años mayor y eso la entristecía, porque alejaba aún más la posibilidad de que se fijara en ella. ¿Por qué lo había encontrado en la puerta de su casa? ¿Viviría cerca y estaba de paso? Desestimó esa opción, porque nunca lo había visto por el barrio antes, aunque en realidad no conocía a casi nadie. No salía de su casa sin estar acompañada y, la mayor parte de las veces, desde el garaje en auto con sus padres. Esta vez había sido una excepción y salía con su madre, porque solo iban a la modista que quedaba a la vuelta de la esquina, sin cruzar la calle.

Traspasaron la reja y salieron hacia la casa de la señora que cosía las ropas de la chica. Nunca se había comprado ropa en un local de la avenida. No sabía qué era lo que se sentía al tener puesto un jean. Se lo veía a sus compañeras y amaba cómo les quedaba sujeto a las piernas y las nalgas. Pero ella solo usaba ropa holgada y vestidos. En verano no le molestaba, en invierno eran la muerte. Los odiaba.

Con todos esos pensamientos en la cabeza caminaba y se giraba de vez en cuando para ver si lo divisaba escondido en algún lado, pero no había señales del muchacho.

—¿Por qué te girás a cada rato? ¿Acaso pretendés volver a ver a ese degenerado?

—¡Mamá! No es un degenerado. No lo conocés.

—¿Y vos sí? —le preguntó, deteniendo su andar y haciendo que su hija se trastabillara al chocarse con un escalón que no había llegado a ver.

—Vamos, mamá. No estoy insinuando nada. Solo estoy diciendo que calificás a la gente sin conocerla, y eso no me parece correcto. Y ya sé lo que vas a decir: que no sea insolente y no me atreva a enfrentarte. Ni lo digas, a veces, parece que mi opinión no contara, solo es eso.

—Andando, Ángela nos espera para tomarte las medidas. Estás muy delgada y hay que ajustar la cintura del vestido que está terminando, porque te va a quedar con bolsas en la espalda.

Siguieron camino unos metros hasta llegar a destino. La humedad del día las tenía fastidiosas a ambas. El pelo se les pegaba a los costados de la cara y la ropa se adhería a sus cuerpos aunque no quisieran.

La modista abrió la puerta con una sonrisa dedicada a la niña. A la madre, le dedicó un movimiento de cabeza.

—Bonita de mi vida... estás muy delgada. Pasá, corazón. Tengo unas galletas para convidarte.

—¿Paso a buscarla en cuánto tiempo? —consultó la madre, sintiéndose ignorada.

—Por mí, déjela para siempre conmigo, jajaja... Era un chiste. En hora y media, por favor.

La madre se dio vuelta con cara de disgusto y emprendió el camino de regreso hacia su hogar. No era bienvenida en esa casa. Años atrás, había tenido un altercado con el padre de la modista, un policía muy renombrado de la provincia. Sin embargo, solo confiaba en ella para coser las prendas de su hija, porque sabía de la calidad de las telas e hilos que compraba y de la limpieza y pulcritud que había en ese lugar. No podía permitir que a su hija la infectara ningún virus, bacteria o alergia. Todo debía ser de cristal para ella. Su debilidad la hacía pender de un hilo, si de salud se trataba. La mujer y su marido cuidaban de ella como si fuera el objeto más preciado del mundo. Justamente, como un objeto.

La niña en la ventana

Подняться наверх