Читать книгу La fuente última del acompañamiento - Ángel Barahona Plaza - Страница 11

Оглавление

1. Los códigos de la Escritura

1. ¿SE PUEDE HABLAR DE ACOMPAÑAMIENTO EN LA ESCRITURA?

La Escritura está llena de episodios que tratan de conceptos afines que reclaman el ser compartidos con otras experiencias, conceptos, caminos, mociones, pensamientos:11 corrección, consejo, educación, ayuda, discernimiento, amistad sincera, guía, escucha en silencio, caminar juntos, exponer ante YHWH la causa del sufrimiento, enseñanza… Destacan especialmente aquellos pasajes del Eclesiástico y del Libro de Tobías en los que se identifica el acompañamiento con el consejo del hombre prudente. El Eclesiástico previene de los malos consejeros que buscan su propio interés o están contaminados en su juicio y recomienda acudir «al hombre piadoso». «Del consejero guarda tu alma […]. 12. Si no recurre siempre a un hombre piadoso de quien sabes bien que guarda los mandamientos, cuya alma es según tu alma, y que, si caes, sufrirá contigo. […] 15. Y por encima de todo esto suplica al Altísimo, para que enderece tu camino en la verdad» (Sir 37:8.12.15). Tobías incide en buscar el consejo del hombre sabio: «Busca el consejo de todo hombre prudente y no desprecies ninguna advertencia valiosa» (Tb 4:18). Este libro en concreto insiste en el concepto de ser acompañado para cumplir la misión. «Salió Tobías a buscar un hombre que conociera la ruta y le acompañara a Media. En saliendo, encontró a Rafael, el ángel, parado ante él; pero no sabía que era un ángel de Dios» (Tb 5:4). El verbo συνοδεύουν, en griego, se refiere a ‘ir con/juntos por el camino’. En las Sagradas Escrituras aparece numerosas veces esta paráfrasis verbal.

Existen numerosos pasajes del Nuevo Testamento en los que Cristo llama, mira esperando respuesta, camina al lado, indica el seguimiento (el ir con él), corrige, exhorta, pregunta, dialoga, demanda un gesto, etc. Exactamente igual que en las Epístolas de san Pablo, que toma buen modelo de Cristo, haciendo lo mismo con las comunidades de las distintas ciudades, así como con Tito y Timoteo, etc. «Habla, exhorta y reprende con toda autoridad. Que nadie te menosprecie» (Tt 2:15). La carta a Tito exhibe cierta dureza en la corrección que debe ir acompañada de paciencia, de oportunidades: «Al hombre que cause divisiones, después de la primera y segunda amonestación, deséchalo» (Tt 3:10), como dice Pablo: «Predica la palabra; insiste a tiempo [y] a destiempo; amenaza, reprende, exhorta con mucha paciencia e instrucción» (2 Tm 4:2).

La palabra acompañamiento en el vocabulario bíblico aparece referida, unas veces, al proceso de educación o aprendizaje y, otras, al mero ir con alguien, juntos; aparece también en un contexto específico en el desempeño de alguna misión: cuando YHWH tiene que enviar a alguno de sus mediadores a una misión, se dice que los guiará, acompañará o les garantizará que Él o sus ángeles estarán a su lado. Así, a Moisés le dice que Aarón irá con él —lo acompañará— a visitar al faraón (Ex 6:28-11, 10). A Abraham se le mostrará que, en determinados momentos, unos ángeles le hablarán y lo acompañarán en el nombre de Dios y estarán recordándole la promesa puntualmente (Gn 18:1-3). Toda la Escritura está redactada en este lenguaje relacional en el que un Dios busca encontrarse con el hombre, creado a su imagen y semejanza por Él para el amor, y que reclama ser acompañado al estilo de lo que dice Pablo a Timoteo: «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tm, 3:16).

El término acompañamiento guarda connotaciones semejantes con educación. La palabra musar significa a la vez instruir en la sabiduría y en la corrección (‘reprensión’, ‘castigo’). En el Deuteronomio y en los Profetas aparece para adjetivar un comportamiento de YHWH en relación con la necesidad de reprender al pueblo por su idolatría o reconducirlo a una relación sin doblez. En los libros sapienciales, se utiliza musar referido a la educación familiar. Traduciendo esta palabra por paideia (‘disciplina’), los Setenta no pretendían asimilar la educación bíblica a la educación griega dirigida al heroísmo épico, al servicio a los dioses y a la polis. En la Escritura es Dios el educador por excelencia, que trata de ganarse la fidelidad de su pueblo inculcándole una obediencia a la Ley por medio de pruebas. El objetivo es liberarlo de la idolatría, el medio es la corrección y la disciplina (Pr 23:23), inculcada a través del corazón, para que el final sea una relación amorosa esponsal en una Tierra Prometida como dote.

YHWH propone modelos inspirados en su modo de hacer las cosas. En Pr 1:7 y en Eclesiastés 1:1, YHWH es el modelo de los educadores. Ya sea como padre: «Comprende, pues, que YHWH tu Dios te corregía como un padre corrige a su hijo» (Dt 8:5). «Cuando Israel era niño yo le amé… Yo enseñé a andar a Efraím, le llevé en brazos… los llevaba con suaves ataduras, con lazos de amor…, me abajaba hasta él y le daba de comer» (Os 11:1-4). «Así habla YHWH: Mi hijo primogénito es Israel» (Ex 4:22).

Ya sea como inaugurador de un mandato que ha de cumplirse en familia: pedagogía familiar que transmite el amor de YHWH a través de una promesa y una Palabra comprometida que recuerda la historia en las liturgias domésticas que presidirán la vida familia de los israelitas: «Lo que hice por vosotros en Egipto» (Dt 11:2-7) y que enseña a su pueblo a reconocer su amor (Dt 4:37s) y que quiere darle «felicidad y vida larga en una tierra dada para siempre» (4:40). Mediante la Ley, como el regalo que lo conducirá por el camino de la vida, y su palabra. Una palabra que no está en los cielos lejanos, ni más allá de los mares, sino «muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón» (Dt 30:11-14).

Ya sea como esposo celoso que trata de mostrar a su pueblo elegido las maravillas de un amor de esposo paciente, que sabe esperar, que corrige y exhorta, siempre dispuesto a recoger a la esposa casquivana que es Israel y enamorarla. Por medio de los profetas, les recordará que se desvían del camino que han de seguir (Is 8:11). Estos mensajeros y profetas enviados por YHWH serán su propia boca, sin cesar de recordar mañana y tarde con una paciencia infatigable la voluntad y el amor de Dios. Oseas muestra la pedagogía de los castigos de YHWH (Os 7:12, 10:10), que luego producen fruto atrayendo a la esposa infiel para darle una nueva oportunidad (Os 2:4-15; Am 4:6-11).

Desde dichas perspectivas, YHWH trata de acompañar a Israel, pero sabe que la elección recae sobre un pueblo libre que se sabe a sí mismo creado a su imagen y semejanza y que por eso solo la seducción del corazón puede atraerlo. Consciente de que esta libertad debe ser descubierta y anhelada en una nueva dimensión —que no es la del trabajo no esclavo—, sabe que Israel será díscolo, infiel y despreciará la Ley que le haría feliz… Para ello, YHWH introduce una pedagogía de la corrección: «Déjate amonestar, Jerusalén» (Jer 6:8). Pero no acepta la corrección, se niega a ser acompañado si eso significa abandonar los ídolos y fiarse de los profetas (Jr 2:30, 7:28; Sof 3:2.7). «Se han hecho una frente más dura que la roca» (Jer 5:3). Después de intentonas de seducción, la corrección se convierte en castigo severo (Lev 26:18.23s.28) pero equilibrado en las formas (Jer 10:24-30, 11:46), porque YHWH no quiere la muerte de su pueblo, sino que se convierta y viva. Israel debe entender y aceptar la amonestación: «Tú me has corregido y he recibido la corrección como un toro indómito» y entablar de nuevo el diálogo con su acompañante mediante la oración: «Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios» (Jer 31:18). El salmista induce a Israel a rezar y cantar lo mismo: «Mis riñones me instruyen de noche» (Sal 16:7), «Dichoso el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai» (Job 5:17), pues es el modo en que YHWH conduce, acompaña a los pueblos (Sal 94:10; Is 28:23-26). Job avala la necesidad de ser corregido: «He aquí, cuán bienaventurado es el hombre a quien Dios reprende; no desprecies, pues, la disciplina del Todopoderoso» (5:17).

No obstante, YHWH sabe que el acompañamiento no terminará sino el día en que se instale la Ley en el fondo del corazón: «Ya no habrá que instruirse mutuamente…,12 todos me conocerán, desde los más pequeños hasta los mayores» (Jer 31:33s). El éxito se hará esperar, porque Israel se resiste a la conversión: es necesario que la corrección no caiga directamente sobre un pueblo débil, al que le cuesta sufrir, sino sobre un modelo sustituto, sobre el siervo de YHWH del Deuteroisaías: «El castigo que nos da la paz está sobre él y gracias a sus llagas hemos sido curados» (Is 53:5). El modelo sirve de referencia para que el pueblo vea sobre las espaldas de un chivo expiatorio las consecuencias que trae el abuso de ese amor incondicional ofertado por YHWH y como el retorno13 permitirá restaurar la relación amorosa/educativa que YHWH pretendía desde el origen, desde la elección. Entonces Israel comprenderá hasta qué punto «estaban conmovidas las entrañas de YHWH» (Jer 31:20) cuando debía proferir amenazas contra «su hijo querido» (Os 11:8s). El amor a Efraím es incontrovertible. YHWH está enamorado de su pueblo; por eso le habla al corazón, no a la inteligencia.

Hablar al corazón es mucho más que decir una palabra amable. Hablar al corazón es el lenguaje del amor, que renueva la vida del hombre desde el interior, desde allí donde el Señor está más cerca de nosotros que nosotros mismos: «Interior intimo meo et superior summo meo» (Conf III, 6:11). Dios lleva al pueblo fuera de Egipto para, en el desierto, poder hablarle al corazón (Os 2:16). Y, al final de la esclavitud del exilio, Dios invita al profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados» (Is 40:1-2).

Este hablar al corazón y desde el corazón es el adiestramiento básico de una oración verdadera. Israel debe aprender a relacionarse con YHWH de corazón a corazón, sin doblez. La sinceridad del corazón implica limpieza de intenciones. No significa sin pecado, sino sin hipocresía. Esto quiere decir reconocimiento de la culpa: Podría haber hecho o decidido otra cosa, pero hice aquello que me ha alejado de ti; ten misericordia de mí, «no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu» (Sal 51: 8).

2. ACOMPAÑAMIENTO COMO CAMINO SEGÚN EL PARADIGMA DEL ÉXODO14

El acompañamiento es visto en la Biblia como un camino, un diálogo en la historia de Dios con su pueblo para que este alcance la Tierra Prometida. De inmediato, percibimos que la tierra es entendida por Dios de una manera distinta que por el pueblo. El pueblo la ve como seguridad, independencia, autodeterminación y dominio. YHWH la contempla no tanto como un lugar, sino como un camino que recorrer en aras de la plenitud: unidad de vida, para que no haya desgarramiento interior, en el que hacer, decir, vivir sea lo mismo. Una relación entre libertades sin doblez, entre Dios y el hombre a través de un mediador. YHWH acompaña al que acompaña a otros.

La respuesta de YHWH a Moisés en Éxodo 3 a la pregunta «¿Y qué les diré cuando me pregunten quién eres tú, ese Dios que quiere liberarles de la esclavitud?» no deja lugar a dudas: «Yo soy el que soy». Muchas páginas se han escrito sobre esta frase: Yo soy el que soy (yo soy el que seré, yo soy el que me manifestaré; sabrás quién soy por lo que haré).15 «Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me ha enviado a vosotros [...]. Este es mi nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación» (Ex 3:13-15).

Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad, que es de siempre y para siempre, valedera tanto para el pasado («Yo soy el Dios de tus padres» —Ex 3:6—) como para el porvenir («Yo estaré contigo» —Ex 3:12—). Dios, que revela su nombre como «Yo soy», se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo (CCE 207).

Es toda una declaración de intenciones de que hay un Dios que está dispuesto a ir acompañando a un pueblo. Pero el líder elegido para la misión está lleno de complejos. Moisés se niega a ir porque es tartamudo. Moisés recibe como acompañante a su hermano Aarón y es convencido con una serie de prodigios que Dios le hace hacer, como tirar la vara, que se convierte en serpiente, o meter la mano en el bolsillo y sacarla llena de lepra, etc., pero sobre todo recibe de Dios la garantía de que Él lo ayudará: «Yo hablaré por ti, Yo estaré contigo» (Ex 3:12).

YHWH, de alguna manera, va acompañando a aquel a quien confía la misión de acompañar a todo un pueblo. YHWH, como formador de formadores, modeliza aquellas actitudes que Moisés va a necesitar como acompañante del pueblo en su camino hacia la Tierra Prometida. Moisés anticipa y prefigura al Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y sigue a la descarriada, la trata con ternura, etc. El capítulo 6 de Moisés contado por los sabios16 comienza así:

Moisés apacentaba los rebaños de Jetró velando por ellos con amor. Llevaba a pacer primero a los animales más jóvenes, para que se nutriesen de hierba tierna, después a los de más edad, que encontraban pastos más fuertes y al final a los más vigorosos, que ramoneaban el más duro forraje. Entonces dijo Dios: «Ha sabido apacentar las ovejas dando a cada una su alimento; sabrá apacentar a mi pueblo dando a cada uno su justicia».

Un día un cabrito escapó del rebaño. Moisés lo siguió, corriendo, hasta llegar a un lugar escarpado donde lo encontró bebiendo en una fuente: «Pobre cabrito —dijo— ¿huiste para beber? ¿Estarás muy cansado ahora?». Lo tomó sobre sus hombros y lo devolvió al rebaño. Entonces dijo Dios «Así como ha tenido piedad de un pobre cabrito, llevándolo sobre sus hombros para cargar con su fatiga, también tendrá piedad de mi pueblo, llevándolo en su corazón para cargar con su pecado». Pues Dios, antes de confiar rebaños de hombres a sus reyes y profetas, les confía, para probarlos, rebaños de animales.

El asunto de la vocación es importantísimo en el acompañamiento espiritual, pues se acompaña, entre otras cosas, para ayudar a discernir aquello a lo que uno es llamado. En general, en todo el capítulo citado de Moisés contado por los sabios se pueden ir rastreando las características de la vocación de acompañar, tal como las enumera Xosé Manuel Domínguez Prieto en Llamada y proyecto de vida y que resumimos:17

a) Presencia que anuncia, signos a través de los cuales irrumpe la llamada. Hay que estar atentos…, si no, podrían pasar inadvertidos. La zarza ardiente. Moisés percibe esos signos y se admira (asombro) de ellos gracias a que está recogido (del recogimiento al sobrecogimiento), está solo y ha hecho silencio (se encuentra en el desierto, con las ovejas de Jetró). Pero no es ese silencio bucólico que a veces nos imaginamos. Seguramente, Moisés se encontraba en medio de esa «soledad poblada de aullidos» (Dt 32:10), los aullidos de sus propios miedos, remordimientos y perplejidades.

b) Llamada por el nombre: «Moisés, Moisés…» (Ex 3:4). La voz que llama destaca del resto, como cuando alguien nos llama por nuestro nombre por encima de un rumor de voces o de ruidos.

c) Disponibilidad: «Aquí estoy…» (ibíd.).

d) Misión: llamada-elección-misión. Al ser llamado, se me elige y soy elegido —no por ser mejor ni peor que nadie (tal será también la experiencia del pueblo de Israel)— para ser enviado (misión). La misión supone salir, ponerse en marcha, abandonar seguridades (como también Abraham). La llamada, pues, desinstala.

e) La misión es respuesta a una situación: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo…» (Ex 3:7).

f) La misión excede por todos los costados; nadie nace preparado, es algo que hay que descubrir. «¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas?» (Ex 3:11).

g) La llamada es una promesa: la misión que se encomienda es acompañar a un pueblo hacia una plenitud maravillosa materializada en una «tierra que mana leche y miel» (Ex 3:8).

La iniciativa siempre parte de Dios. Dios interviene el primero. Si «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Ex 3:6) llama a su servidor Moisés, es que Él es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres. Él se revela para salvarlos de la esclavitud, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres: llama a Moisés para enviarlo como mensajero de su misericordia, de su predilección por ese pueblo. Hay como una petición para el desempeño de esta misión, y Moisés, después de dudar, acomodará su voluntad a la de YHWH. Pero en este diálogo en el que Dios se confía, Moisés aprende también a rezar: rehúye, propone alternativas para liberarse de la llamada y sobre todo entabla un diálogo; en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre, que se mantenía en secreto, impronunciable, y que solo se revelará en su acción en la historia (CCE 2575).

Existe una llamada de un pueblo esclavo, a través de un acomplejado, porque YHWH se quiere cubrir de gloria. No puede tolerar que otro se atribuya a sí mismo la gloria. Elige a Moisés por su incapacidad, por sus pecados; de ellos piensa sacar fruto y por alguno de sus dones, pero que permanecen en la oscuridad.

3. LA LLAMADA A PONERSE EN CAMINO ES A UN PUEBLO

Este pueblo saliendo de la esclavitud de Egipto camino de la liberación (cf. Ex 13:17, 14:4) va con todos sus rebaños y propiedades. No saben a dónde van. Son guiados por Moisés. No es un hombre solo el que camina: es todo un pueblo que camina en caravana hacia la libertad. Es todo un programa de acompañamiento el que es propuesto en el Éxodo. Como muchos siglos después dirá san Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes. Para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees. Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres».18 Con Dios siempre es así. No hay caminos seguros, no hay garantías de que tendremos cubiertas las necesidades, no hay más que una promesa de la que el acompañado se tiene que fiar.

Israel recibe lecciones de YHWH que son en su mayoría acciones en su favor, maravillas, prodigios en medio del desierto que buscan convertirse en paradigma de toda existencia humana. Toda la propuesta de YHWH desde la elección de un pueblo esclavo es enseñar a ese pueblo a vivir en libertad (Dt 11:2-7). La esclavitud deja lastres, marcas en el carácter que se convierten en inercias que hacen daño; se ve el mundo desde la perspectiva de un resentimiento y de un victimismo que debe ser curado. Solo el hombre libre es capaz de entender el sentido de los acontecimientos del mundo y ser agradecido. El esclavo expresa, si acaso, un agradecimiento servil, a la espera de un nuevo favor condescendiente del amo. Israel debe reflexionar sobre su historia y aprender a leer aquellos momentos de dureza, de dolor, de hambre, de sometimiento como pruebas para el entrenamiento de la vida que le queda en adelante. Se aprende a ser libre siendo libre. Pero solo se sabe lo que es ser libre si se rememora qué supuso o supone ser esclavo, porque no se deja de ser esclavo mágicamente, de la noche a la mañana, porque solo el contraste nos permite ver con claridad los matices de la diferencia y, por tanto, de la belleza de la historia. Tal vez esa magia es la que esperaba de YHWH, pero el que es Dios sabe que la magia no curte, no enseña, solo escamotea, oculta, no fortalece; la aparente sencillez del efecto que produce es pura fantasía. Lo que endurece al débil es aprender a sufrir durante la marcha a través del desierto, sin desesperarse:19 Israel experimentó el hambre para comprender que «el hombre no vive solo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de YHWH» (Dt 8:3); la experiencia de dependencia diaria debía enseñar a Israel a reconocer que YHWH estaba ahí, como un padre atento a las necesidades de un hijo: «Tu vestido no se gastó, tu pie no se hinchó a lo largo de estos cuarenta años» (Dt 8:2-6).

Las pruebas no son obstáculos o ensañamientos de un Dios sádico que busca por el maltrato fortalecer la blandura, sino provocaciones para un diálogo que vaya revelando al interlocutor (Israel) el fondo de su corazón y a conocer también, a la vez, el fondo del corazón de aquel que lo ama y lo llama a la libertad. YHWH podría saltarse los pasos del aprendizaje y evitar así el dolor de la angustia, de la incertidumbre, pero con seguridad eso generaría que la ansiedad fuera por cualquier cosa y cada vez más exigente, como el espolio, que significa mimar demasiado a un niño.

El aprendizaje es un éxodo,20 un camino (significado literal de la palabra) que uno mismo ha de recorrer acompañado de la mano del guía, del explorador de la caravana que acompaña, que escucha y se retira a la montaña, que trata de evitar los obstáculos o de superarlos, pero que no los conoce todos previamente y no puede calcular los sobresaltos. Ese explorador, Moisés, un hombre cualquiera, lleno de limitaciones, como cualquiera de los que aspiramos al don de ser acompañantes, tenemos que aprender como él a aceptar ser puestos en entredicho por los más listos y exigentes, ser rechazados en principio por los que aceptan peor ser ayudados. Este explorador recurre a YHWH para que le dé una hoja de ruta, un elemento externo que puedan respetar, una alianza que comprometa a todos los participantes a aceptarla con todas las consecuencias para garantizar el éxito del recorrido hasta la meta.

La Ley se presenta, como más tarde dirá san Pablo, como un recurso pedagógico, no como un sistema constrictor, impositivo. «Del cielo te hizo oír su voz para instruirte» (Dt 4:36). No para obligar a cumplir una ley impuesta arbitrariamente desde lo alto, sino para reconocer que el que convoca quiere amar y ser amado (Dt 4:37s), que quiere darle al elegido «felicidad y vida larga en una tierra dada para siempre» (Dt 4:40). Esta promesa (Larrú, 2017) es la oferta de un buen acompañante. Todo esfuerzo tiene su recompensa, y en este camino, el acompañado, Israel, debe saber que no está solo, la presencia de la palabra misma del acompañante está ahí para ayudarlo a interpretar dónde está el desliz o la voluntad débil, si erró en la decisión: «La palabra no está en los cielos lejanos, ni más allá de los mares, sino muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón» (Dt 30:11-14).

La libertad de Israel, que se cree más inteligente que YHWH, puede hacerlo marrar en sus caminos hasta el punto de poner en riesgo su propia vida. Un buen acompañante, como YHWH, no puede permitir que su plan de felicidad21 para su amado pueblo se vea frustrado por la contumacia del pecado (que consiste en la afirmación de sí mismo hasta el olvido de sí mismo —del propio bien—, y del otro —el bien que me es propio al serme donado como compañero—). Por eso, aunque YHWH muestre cierto dolor humano en la contumaz resistencia del pueblo en dejarse conducir, siempre se somete a la voluntad y las demandas de Israel.

Esa paciencia, no exenta de reprensiones y castigos, es la que verdaderamente enseña a apreciar las cosas, que el pueblo cree que se le deben, como algo derivado de un amor gratuito. En la Escritura aparece la corrección como algo serio que puede ir de la amenaza al castigo pasando por la reprensión; debe asegurar la eficacia de las propuestas educativas de YHWH. Pero siempre queda claro que el último aprendizaje es haberse sabido amado en el camino.

Lo mismo que la desobediencia y el principio del placer están arraigados profundamente en el corazón del niño, en Israel también se muestra esa misma actitud de complacencia que lo desviará de la felicidad (tierra) prometida. El pueblo quiere ya cambiar las condiciones de la Alianza, del compromiso de YHWH: el tipo de comida, saciar la sed en cuanto la sienta, que sus dudas sean resueltas de inmediato en cuanto las presenten. Se hartan del sabor indefinido del maná, añoran las cebollas y los ajos de Egipto, se comparan con otros pueblos y envidian el trato que tienen con sus dioses (ya que son ellos los que los manejan a su antojo). YHWH usará a Moisés, a Josué, a los jueces y profetas para hacerlos acompañantes de su pueblo. Los dota de la palabra como único instrumento de poder. La Palabra diferida del propio YHWH es una llamada de atención correctiva, parresia neotestamentaria, y una amenaza pedagógica: si te desvías, Israel, de los preceptos de YHWH, estarás solo, a merced de los enemigos.

Pero empiezan las dificultades. Tienen hambre, y en el desierto no hay pan. Entonces, de nuevo murmuran, se dicen a sí mismos que están siguiendo a un iluminado que los ha arrastrado a todos para que mueran en el desierto. Entonces, Dios les manda el maná (cf. Ex 16). Pero vuelven a quejarse y a murmurar porque tienen sed.

El pueblo entonces se quejó a Moisés diciendo: —Danos agua para beber. Y les respondió: —¿Por qué os querelláis conmigo? ¿Por qué tentáis al Señor? 3 Pero el pueblo continuaba sediento y murmuró contra Moisés: —¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos morir de sed, a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? 4 Moisés clamó al Señor diciendo: —¿Qué puedo hacer con este pueblo? Casi llegan a apedrearme (Ex 17:2-4).

La murmuración contra YHWH es una constante. Su pedagogía insiste en ayudarlos a aprender a vivir al día y confiados en su amor para con ellos. No se anticipa a las necesidades del pueblo como un padre neurótico al que no le gusta que su hijo sufra o como el acompañante superprotector que se adelanta a las quejas del acompañado o las imagina para ser querido por él, sino que espera su oración (petición/exigencia) para mostrarles en dónde tienen puesto su corazón. Acompañar es enseñar a discernir los signos, las señales que nos abren caminos en la oscuridad, o a interpretar los acontecimientos que nos permiten crecer. Enseñar a interpretar la historia.

El pueblo se encuentra vagando por el desierto y no tiene idea de por dónde ir. Es Dios el que, en forma de nube y de columna luminosa, los guía. Cuando la nube se para, ellos se paran; cuando la nube camina, ellos se ponen en marcha. Pero el arduo camino es un lugar de encuentros y desencuentros: se cansan del maná y quieren carne. Se acuerdan de los ajos y cebollas de Egipto. Moisés tiene que invocar de nuevo a Dios porque el pueblo vuelve a murmurar. Dios les envía las codornices (cf. Ex 16:12-13; Nm 11:4-15, 31-35). Luego tienen sed; allí no hay agua. Reniegan de nuevo de Dios y de Moisés hasta el punto de que quieren matarlo (según Freud, Moisés y el monoteísmo, de hecho, lo mataron). Moisés se enfada con ellos y los exhorta (otro verbo directamente relacionado con el acompañamiento) a tener paciencia: «¿No habéis visto todo lo que Dios ha hecho hasta hoy por nosotros?». Pero ellos no reconocen nada. Para el pueblo, como para nosotros, todo es fruto de la casualidad, ya no saben/sabemos de qué Dios se habla; tal vez ese Dios sea fruto del delirio de Moisés (cf. Ex 17:1-7; Nm 20:1-13). Moisés tiene que acudir de nuevo a Dios y este le dice «Golpea con tu vara a esa roca y saldrá agua». Al instante salió agua. La versión bíblica es que la duda de Moisés le impidió entrar en la Tierra Prometida. El género midrásico22 sugiere que es la desconfianza de Moisés en la paciencia de YHWH para soportar a su pueblo. Este pueblo es tentado constantemente en el desierto a sospechar de la bondad de YHWH propuesta por Moisés. Esa desconfianza es un modelo universal de la sospecha de todo hombre sobre la bondad de Dios. La tradición rabínica atribuye a Moisés su propia condenación para enfatizar la paciencia y la misericordia del Dios de la Alianza. El modelo de acompañamiento que implica el Dios de la Alianza es claro: ama a su pueblo, quiere lo mejor para él, vela por su seguridad, pero no conculca nunca la libertad ni de sus líderes ni de sus miembros. Para ello, YHWH deja que este pueblo experimente caminos tortuosos, a veces, peligrosos otras, y siempre se muestra solícito a prestar cobijo, mediante la corrección después de la experiencia díscola, para que retornen a la Alianza.

Así, llegan al monte Sinaí, donde Moisés sube para recibir la Ley de manos de Dios. Ante la tardanza de Moisés, el pueblo reniega de nuevo y pide a Aarón que les fabrique un ídolo, un gran becerro de oro. Ya están hartos de que a ese Dios no se le pueda representar, ver y tocar para manipular de alguna manera su voluntad. Se fabrican su propio ídolo y le atribuyen todas las maravillas que Dios ha hecho con ellos (cf. Ex 19 y 32). La impaciencia del acompañado es una constante. Busca seguridades, anclajes, para no sentir el vértigo de su inexperiencia, para recorrer caminos siempre transitados y evitar las incertidumbres. Y hacer lo que hacen los demás pueblos o nuestros vecinos. Todos sentimos el vértigo de la incertidumbre si no hacemos lo que hace todo el mundo. La mímesis es constitutivamente humana. Crear, o innovar, es más complicado y arriesgado que copiar o hacer lo de siempre. Abrir sendas nuevas es más difícil que transitar las que ya han sido holladas mil veces. Si todos adoran ídolos, significa que algo tendrán o les darán a ellos que nosotros no tenemos. La envidia mimética es esencial para orientar nuestros pasos y decisiones. Volver a Egipto a hacer lo que hacíamos es más seguro que el riesgo de lo novedoso. No obstante, YHWH sabe que solo desde sus silencios, desde su distanciamiento, el pueblo crece en autonomía, en personalidad. Su objetivo es curtirlos en la confianza en sí mismos, ya que se van a tener que enfrentar a pueblos más poderosos y mejor pertrechados que ellos para el combate. También darles una lección. Aarón sabe que los ídolos ofrecen esa seguridad psicológica de tocar y ver lo numinoso que permite al hombre sentir el control de la historia.

Las idolatrías se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad una y otra vez en forma de utopías, de líderes, de naciones, de espacios sagrados, de arcadias felices o de edades de oro, todas ellas nostalgias de Egipto o de proyecciones de paraísos imaginarios. A la postre, esos territorios sagrados bajo el control de la voluntad de los hombres resultan ser espejismos o quimeras que los arrastran a unos contra otros, a divisiones irreconciliables, a distopías irreversibles. Aarón sabe que los ídolos se ofrecen como formas de vida nueva, de órdenes sociales seguros, de solución frente a la incertidumbre, pero al final frustran las expectativas que prometen. Israel es un pueblo elegido como paradigma de la historia de las naciones que han de ser atraídas por YHWH, por eso debe aprender de la experiencia. Por esa razón, Aarón les pide las joyas, el oro y la plata de las mujeres, porque los ídolos reclaman todo cuanto de valor posee el hombre. Mediante el ejemplo universal de Israel, YHWH quiere enseñar que lo que prometen los ídolos es falso, es un mero espejismo de felicidad. La vida, la felicidad, consiste en otra cosa distinta al dinero, al trabajo seguro, a la cobertura de las necesidades primarias, a una tierra en propiedad o una nueva nación. Israel tiene que aprender que no solo de pan, de cambiar la historia o de adorar al trabajo de sus manos se puede vivir, sino de tener a Dios mismo por acompañante. Tiene que aprender a esperar con paciencia, a escuchar, a mirar la historia con los ojos de YHWH. El acompañado debe descubrir por él mismo que aquellas cosas en las que está apoyándose para dar sentido a la vida, o para llenarla, son armas de doble filo: por un lado, ofrecen el regusto inmediato; por otro, nos piden toda nuestra dedicación, nuestro ser.

A veces, el mediador, Moisés, pierde los nervios. Cuando baja y ve la fiesta pagana de la que, en honor a Baal, están disfrutando los israelitas, da rienda suelta a su cólera y destroza el becerro con las Tablas de la Ley. No está justificado perder los nervios con aquel que tienes que acompañar, porque YHWH siempre da una nueva oportunidad. Eso es el acompañamiento verdadero, no dar por cerrado nada; el acompañado solo aprende después de haber tenido la experiencia. Tampoco pasa nada por que salga el pecado del acompañante. Todo puede ser reparado con el perdón. La humillación es fantástica en el camino de la fe.

En el Sinaí, Dios hace una alianza con ellos y quedan constituidos como su pueblo; reciben la Ley. Luego llegan al otro lado del mar Muerto y ven de lejos la Tierra. Mandan emisarios a explorar; cuando vuelven, traen racimos de uva gigantescos y leche y miel en abundancia. Dicen que la tierra de Canaán es fertilísima, pero que está habitada por siete naciones de hombres gigantescos y fuertes. El pueblo murmura de nuevo y se acobarda por la magnificación de los habitantes de Canaán (cf. Nm 13-14). Dios parece que se cansa y les hace retroceder por el desierto durante cuarenta años, pero es una estrategia para endurecer la debilidad del pueblo y dotarlo de nuevo de confianza en sí mismo y en Él. Los tempos de Dios no son los tempos de los hombres. Las promesas se renovarán en sus hijos, los que sí entrarán en la Tierra Prometida de la mano de un nuevo acompañante: Josué.

Isaías, al estilo de Moisés, como todos los profetas, se convertirá en altavoz de YHWH recordando a Israel con una paciencia infatigable la voluntad amorosa de YHWH (Is 8:11). Oseas muestra la pedagogía del castigo de YHWH (Os 7:12, 10:10): paciencia infinita ante la infidelidad (Os 2:4-15; Am 4:6-11). Es el pueblo mismo el que tiene que preguntar al profeta por qué obra así. No vale la instrucción asertiva o didáctica que pone toda la carga en lo convincente del discurso o en lo contundente y avasallador que sea: el acompañado tiene que asombrarse de la conducta del acompañante y preguntar, porque, si no, no interioriza el mensaje ni la experiencia que debe extraer por él mismo. Si sucede esa autoconciencia a través del modelo, entonces el pueblo será capaz de aceptar la corrección y la experiencia habrá sido fructífera. Jeremías insiste en lo mismo: «Déjate amonestar, Jerusalén» (Jer 6:8). Obviamente, el éxito no depende de lo que ponga YHWH o el profeta, sino de lo que acepte el Pueblo. Por eso, a veces, no perciben la lección existencial e histórica del profeta y se niegan a dejarse instruir (Jr 2:30, 7:28; Sof 3:2.7). «Se han hecho una frente más dura que la roca» (Jer 5:3). A veces Israel tiene que estrellarse contra la historia, contra los muros que levanta desde su libertad contra sí mismo, pero de esa experiencia aprende: el dolor y la frustración se convierten en corrección, una corrección más dura que un castigo infligido desde fuera. Esa corrección comedida, y no en caliente, con la ira que mata (Jer 10:24, 30:11, 46:28; Sal 6:2, 38, 2), puede ser la fuente de una conversión compungida y sincera: «Tú me has corregido y he recibido la corrección como un toro indómito» (Jr 31:18). Conversión que hace brotar una oración verdadera que consiste en reconocer la impotencia para darse la vida a sí mismo y para retornar a la Alianza desde las propias fuerzas: «Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios» (Jer 31:18). Entonces se está dispuesto a aceptar de nuevo las condiciones de la corrección divina: «Mis riñones me instruyen de noche» (Sal 16:7), «Dichoso el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai» (Job 5:17).

En este recorrido vital del pueblo, por los caminos que le traza el acompañante por excelencia y sus mediadores, aparece tempranamente en el Deuteronomio la palabra clave shemá. Lo que trata YHWH de inculcar es la necesidad de escuchar. La gran tarea que acompañante y educador tienen por delante es que el acompañado o discípulo aprenda a escuchar. Porque YHWH quiere el bien del hombre. Sin embargo, el hombre sospecha que eso no es así, porque YHWH no se pliega a la voluntad humana de no querer sufrir. Si YHWH dice en el Génesis que todo está bien hecho, y el hombre piensa que eso no es así, se necesita un intérprete de la historia. El Espíritu tiene esa función: a través de los mediadores, transmite al pueblo la esperanza en el sufrimiento. El Espíritu enseña la paciencia, muestra la bondad de todos los sucesos del mundo y de la historia. Al preñarlo de esperanza, no lo elimina, pero le da sentido, por lo que amortigua su poder destructor y lo convierte en motivo de alegría.

4. ENSEÑAR A INTERPRETAR EL CÓDIGO DEL LENGUAJE DIVINO. EL DISCERNIMIENTO Y LA PATERNIDAD

Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu [...]. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar. Solo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida.

Papa Francisco. Evangelii gaudium, n.º 171.

Todo en la revelación de un Dios que sale al encuentro del hombre es el intento por parte de Aquel, la mayoría de las veces infructuoso, de ser comprendido. El acompañante necesita escuchar al acompañado, y el acompañado ha de aprender a escuchar a Dios, que habla en la historia. De ahí la centralidad de la escucha en los procesos de acompañamiento. Para poder escuchar, hay que entender los códigos del lenguaje de Dios. La semiótica y la sintaxis son explícitas en la Escritura, la semántica depende de la intención del corazón del que escucha.

YHWH actúa como un gran acompañante: yo te cuido, te instruyo con acontecimientos, tú los interpretas (aprendes a ver en ellos mi acción bondadosa) y tú experimentas liberación… si el hombre quiere, claro está, porque Dios nunca te quita la libertad. La salud del ser humano es la liberación de la influencia de los ídolos. La idolatría es lo que nos hace enfermar: esperar que el otro, que las cosas nos den, sacien el anhelo de eternidad que todos tenemos. Pero los deseos finitos realizados no pueden saciar los deseos infinitos con los que hemos sido concebidos.

DESPERTAR PREGUNTAS, DESCUBRIR RESPUESTAS, SOSTENER DECISIONES

Acompañar es ayudar a que el acompañado se haga preguntas. ¿Qué te está diciendo Dios a través de estos acontecimientos?, ¿qué significado (sentido) tiene esto para ti?, ¿para qué Dios ha permitido esto?… Eso es lo que hace la palabra, la comunidad, la vida de Iglesia cuando nos acompañan: nos interpelan, nos hacen preguntas, devuelven comprensión. Israel, como pueblo, tiene que aprender a hacerse preguntas. Todos los acontecimientos que narra la Escritura son intentos de YHWH de hacer que el pueblo se interrogue: ¿para qué hemos salido de Egipto?, ¿para qué nos está haciendo pasar por el desierto cuarenta años? Estas preguntas son fácilmente traducibles a nuestra propia historia en el siglo XXI: ¿Dios nos ha abandonado?, ¿por qué nos pasan esas cosas?, ¿por qué no encontramos el descanso en nada de lo que hacemos?, ¿por qué nos persiguen?, ¿por qué nuestros hijos tienen que sufrir? Teóricamente no existe un momento en la vida en el que el hombre no se pueda hacer estas preguntas: ¿qué es lo bueno, lo bello, lo verdadero?, ¿qué es lo mejor?

Las preguntas adecuadas, así como las respuestas y decisiones auténticas, requieren un buen acompañamiento y discernimiento. El discernimiento es el acto propio del ser humano y el acto propio del cristiano. Discernir consiste en distinguir la voz de Dios de la voz del enemigo para poder acoger la palabra y que llegue a plenitud puesta por obra. La palabra sin ser obra es una idea. El concepto de palabra se caracteriza por ser expresión. Si estamos llamados a vivir como Dios y amar como Dios, la llamada solo es llamada cuando resuena transformando la vida de aquel que la escucha. «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8:21). El discernimiento busca transformar la vida llevándola a su designio. La palabra llega a plenitud cuando termina de transformar al oyente en lo que expresa.

Por eso, el discernimiento no consiste solo en tener claro qué es lo que Dios quiere, sino en ponerlo por obra. La moción, o inclinación, nos es dada para secundar la obra divina. El discernimiento encuentra la plenitud en su expresión vital.

Podemos decir, con Marko Rupnik, que el discernimiento es una realidad relacional, como lo es la fe misma. Es un arte en el cual mi propia realidad, la de la creación, la de las personas de mi entorno, la de mi historia personal y la historia general dejan de ser mudas y comienzan a comunicarme el amor de Dios. No solo eso; además, el discernimiento es el arte de llegar a evitar el engaño, la ilusión, y llegar a leer y descifrar la realidad de forma verdadera, yendo más allá de los espejismos que se me puedan presentar. El discernimiento es el arte de hablar con Dios, no el de hablar con las tentaciones, ni siquiera aquellas que versan sobre Dios mismo.

San Ireneo nos recuerda que hacer es propio de Dios; y del hombre, ser hecho. El hombre solo es verdadero hombre, hombre pleno, cuando se deja hacer, cuando es dócil. Necesita de otra voz para ser hecho en plenitud. La vida del hombre es la escucha, la fe, la contemplación constante de Dios. La perfección del hombre no es la autonomía, sino la escucha permanente. La obediencia define la perfección del hombre. El hombre espiritual es el que escucha, ob audiens… El creyente trata de distinguir lo malo de lo bueno y lo bueno de lo mejor. No solo trata de reconocer, sino que busca encontrar lo que Dios quiere realmente de él. Discernir es eso. Se trata de una actitud de vida, una disposición. Discernimiento es un estilo de vida; no se improvisa en los momentos de determinaciones o decisiones especiales.

A través del discernimiento buscamos ayudar a que la persona identifique los valores reales, descubrirlos y conocerlos, pero también poder experimentarlos y disfrutarlos. De alguna manera, se le ayuda a caer en la cuenta de la distancia existente entre el valor proclamado y el valor vivido, y cómo esto nos lleva a diferenciar de modo más agudo entre el bien aparente y el bien real. Se trata de caer en la cuenta de que no solo basta proclamar; más aún, detrás de muchas proclamaciones se pueden esconder funciones egocéntricas.

Todo ello es expresión de una formación permanente. Los problemas y acontecimientos diarios son mediación para formarnos en el aquí y ahora de nuestra vida. Concepto no solo pedagógico, sino antropológico-teológico. Es un hacerse más hijo en el Hijo por la acción del Espíritu. El Padre nos forma a través de la vida diaria, de situaciones de cada día… No existe una situación en la vida a través de la cual el Padre no pueda llevar adelante el que el hijo sea más lo que está llamado a ser. Lo importante es la disposición, la predisposición… No solo docilitas, sino docibilitas, como diría Amedeo Cencini. No solo aprender cosas, sino aprender a aprender…, a dejarse formar por la vida, a dejarse formar por el día a día y así hacerse realmente libre. Esto no pasa automáticamente. Muchas personas no se dejan poner en crisis por la vida, no se dejan tocar, no se dejan provocar, educar, instruir, corregir por la vida… No son creyentes. El acompañante debe ayudar y sostener al acompañado en crecer en esa actitud de docibilitas, expresión máxima de la inteligencia y de la libertad interior. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él [cf. 1 Cor 12:7], y no se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él. Todos estamos llamados a ser testigos, pero existen muchas formas existenciales de testimonio (GE 11)».

Pero este discernir no puede hacerse solo. Tiene que ser acompañado, so pena de que caminar solo por el desierto de la vida lo extravíe o le haga tomar decisiones equivocadas porque no ha podido cotejarlas con otro que ya ha recorrido el camino, o que junto con él pueda pedir la ayuda de la gracia.

Se trata de ser ayudado a caminar hacia algún sitio. El peligro de andar solo por los desiertos sin orientación es dar vueltas sin sentido con el peligro de deshidratarse. Acompañar requiere ofrecer confianza, prestar conocimiento, ejercer autoridad. En algún momento acompañar nos sitúa ante ciertos rasgos cercanos a la paternidad. No se trata de una paternidad autoritaria o sustitutiva de nuestra libertad, proteccionista o paternalista. El modelo de paternidad en la Escritura está muy bien retratado en multitud de pasajes. Deuteronomio 32:6 anticipa el desarrollo que luego los profetas y el Nuevo Testamento sellarán: «¿Así pagáis al SEÑOR, oh pueblo insensato e ignorante? ¿No es Él tu padre que te compró? Él te hizo y te estableció». Isaías 64:8 recoge el concepto y lo amplia al de Padre/Creador: «Mas ahora, oh SEÑOR, tú eres nuestro Padre, nosotros el barro, y tú nuestro alfarero; obra de tus manos somos todos nosotros». Jeremías 3:19 deja claro que la intención de YHWH es la de la adopción amorosa: «Yo había dicho: “¡Cómo quisiera ponerte entre mis hijos, y darte una tierra deseable, la más hermosa heredad de las naciones!” Y decía: “Padre mío me llamaréis, y no os apartaréis de seguirme”». Los Salmos 103:13 ratifican la paternidad amorosa: «Como un padre se compadece de [sus] hijos, así se compadece el SEÑOR de los que le temen».

La paternidad en las Escrituras no es solo ternura, comprensión y dulzura, también es corrección. «Hijo mío, no rechaces la disciplina del SEÑOR ni aborrezcas su reprensión, porque el SEÑOR a quien ama reprende, como un padre al hijo en quien se deleita» (Pr 3:11-12). «Habéis olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige: hijo mío, no tengas en poco la disciplina del señor, ni te desanimes al ser reprendido por él; porque el señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (Hb 12:5-6). «Con llanto vendrán, y entre súplicas los guiaré; los haré andar junto a arroyos de aguas, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy un padre para Israel, y Efraín es mi primogénito» (Jr 31:9). «Él edificará casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí. Cuando cometa iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres» (2 Sm 7:13-14). «El me edificará una casa, y yo estableceré su trono para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí; y no quitaré de él mi misericordia, como la quité de aquel que estaba antes de ti» (1 Cr 17:12-13).

Los evangelistas Mateo (6:26) y Lucas vas aún más lejos reconociendo el valor incalculable que tienen los hombres para Dios. «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y [sin embargo], vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?». «Vosotros, pues, no busquéis qué habéis de comer, ni qué habéis de beber, y no estéis preocupados. Porque los pueblos del mundo buscan ansiosamente todas estas cosas; pero vuestro Padre sabe que necesitáis estas cosas. Mas buscad su reino, y estas cosas os serán añadidas» (Lc 12:29-31). «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7:11). «Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más [vuestro] Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11:13).

Pero, sin duda, el clímax de la paternidad lo constituye la oración que Cristo nos enseñó para dirigirnos al Padre: «Vosotros, pues, orad de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”» (Mt 6:9), y sobre la que descansan las cartas paulinas reafirmando este descubrimiento. «Y yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor 6:18). La más exhaustiva de estas alocuciones de la paternidad de Dios es: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8:14-17). Gálatas enfatiza aquello que es atributivo del hijo adoptivo, la herencia y la posibilidad de llamarlo abbá: «A fin de que redimiera a los que estaban bajo [la] Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios» (4:5-7).

El acompañamiento por parte de Dios al hombre como hijo amado e instruido queda bien sellado en estos pasajes, pero sin duda es la parábola del hijo pródigo en la que esta expresión llega a su éxtasis. La paternidad del padre es paciente, entregada a la libertad del hijo. El padre sabe que no sirve de nada la Ley, que la Ley no salva a nadie si se la toma como un principio fundante de una conducta. No se trata de realizarse en su cumplimiento, ni de perfeccionarse. Lo que Granados llama ley de la imagen es que el hombre está llamado a ser como otro, y eso requiere un aprendizaje.

¿Se trata de obrar de acuerdo con mis perfecciones propias? No. La Ley de la imagen dice otra cosa muy distinta. No habla de autorrealización. Habla de algo más grande. Algo que excede a mis perfecciones individuales. Soy imagen de alguien más grande que yo. Por eso mi destino es más grande que yo, Por eso la ley de la imagen me exige plasmar en mí el proyecto de Otro. Sé como otro.23

El modelo para el hijo que ha de ser acompañado es el padre. Lo primero es que concede al hijo libertad para experimentar sin moralina. El hijo le pide que le dé su ousía, su «esencia». Sabe que, si no experimenta que lo que hay fuera no es satisfactorio, siempre estará frustrado y pensando que se pierde algo fuera de la casa del padre. Se trata de experimentar que la casa del padre es el mejor lugar para vivir. El hermano mayor está en esta situación de insatisfacción permanente. Cumple la ley, que cree que es el del padre, pero es la que él se impone a sí mismo. El verdadero acompañante ha de experimentar muchas veces el dolor de no poder evitar el sufrimiento del acompañado. En el caso de los hijos es un hecho incontrovertible: salirse con la suya es una condición del ser, se tienen que afirmar a sí mismos. Una paternidad proteccionista hubiera insistido en que la experiencia sería negativa y frustrante. ¿Para qué empeñarse en ella? El padre sabe que solo le aportará sufrimiento, pero también que, para saber esto, hace falta hacer esa experiencia arriesgada de libertad. No vale la experiencia del otro. Una paternidad autoritaria hubiera obligado al hijo a quedarse y no malgastar su ousía; no hay tiempo que perder en experiencias de vías muertas. La verdadera paternidad, sin embargo, sabe retirarse, sabe callar y esperar. Cuando vuelva (y eso solo es posible desde la esperanza, porque no hay garantías de que así sea), habrá oportunidad de reparar el entuerto. Pero hay una serie de lecciones más que aprender de este pasaje. ¿Qué compete hacer? La tentación de una paternidad impaciente, de un acompañante directivo, es que saque pronto las conclusiones, que extraiga la moralina de su fracaso. Tantas veces nos anticipamos haciendo la lectura inmediata de las consecuencias que ha tenido, de las lecciones que hay que aprender, que estropeamos el enorme aprendizaje que se obtiene cuando es uno mismo el que saca las conclusiones. Por eso, el padre, en lugar de sermonear, está esperando todos los días desde la colina que el hijo vuelva. Y, cuando lo ve venir, le sale al encuentro. Una serie de gestos escandalosos golpean a las mentes de corte más pedagógico: ahora es el momento. Pero ¿de qué?, ¿de hablar?, ¿de corregir? No. Tres gestos son aleccionadores sin necesidad de palabras: el anillo, el manto y las sandalias. La restitución de las cosas antes de la experiencia como si nada hubiera pasado o, mejor, gracias a lo que ha pasado; todo es nuevo. Ha aprendido que, lejos de la casa del padre, de sus consejos, de su compañía, ha acabado como un goim, comiendo algarrobas con los cerdos, lo más ignominioso para un judío. Ha aprendido que cualquier jornalero de su padre vive mejor que él. ¿Suficiente? Le falta la última lección: el amor del padre es escandaloso, le da el poder sobre su casa (sello y manto) y le otorga de nuevo la posesión de su patrimonio con unas sandalias nuevas para pisar la tierra de su propiedad. Y, por si fuera poco, manda que preparen un banquete para agasajarlo. La paternidad corrige sin malos modos, sin autoritarismos, con misericordia. La lectura de la historia ya la ha hecho el hijo, el padre solo recoge la experiencia apretándole sobre su pecho. Ahora permanecerá en casa agradecido, sin obligación, sin chantajes morales, sin tener que dar la talla. Ha experimentado la gratuidad del amor paterno, puede entrar en su reino con pleno derecho. La paternidad conduce siempre a los sacramentos: el banquete en el Nuevo Testamento es una constante; las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4) acaban con un banquete que unos ángeles preparan para Cristo; las parábolas del reino son todas contextuadas en un banquete; los desposorios acaban con una fiesta en la que el mejor vino es el que se escancia al final. La eucaristía es el modelo de banquete por excelencia. No puede ser otro el destino del acompañamiento. No se abren caminos para no ir a ninguna parte. El destino final de cualquier éxodo que se inicie ha de ser la fiesta. Solo en nuestro tiempo es concebible ponerse en marcha para la muerte, el sinsentido de la existencia nos envuelve. En condiciones normales, el hombre sale de su zona de seguridad solo para mejorar su condición de partida. No se trata tanto de lo que a lo largo de la historia se ha dado en llamar utopías, proyectos mesiánicos, como de aprender a vivir el hoy en una dimensión escatológica, sacramental, como reza el padrenuestro y como trata la celebración eucarística de hacer presente, como memorial, el acontecimiento pascual. La eucaristía actualiza la resurrección de Cristo en nosotros. Este debería ser el objetivo final de todo acompañamiento. En el hombre actual, el recorrido ha de ser mucho más paciente y largo, ya no está protegido por el humus de una cultura cristiana; por eso el acompañamiento es una herramienta fundamental: abriga, invita, mueve a la búsqueda, protege de la intemperie moral y afectiva en la que vivimos y lleva hasta la fiesta por excelencia, la del mejor vino, respetando el camino interior que ha de hacer aquel que no ha recibido todavía el don de la fe o que tiene que asentarlo sobre fundamentos sólidos.

Los mediadores —enviados, ángeles, profetas— son encargados de traducir el lenguaje de YHWH hasta en sus detalles y en sus consecuencias prácticas más nimias, ayudarnos a hacer la pregunta adecuada, no victimista, no exigente, no soberbia. Humilde: ¿Qué tengo que aprender de este acontecimiento? YHWH no habla grosso modo, sino que profiere palabras concretas, y si esas palabras no encuentran interlocutor, habla en la historia. Y, si su lenguaje parece críptico, para iniciados, solo lo es por la sordera heredada, fingida o contumaz del receptor, que prefiere regirse por su ego a fiarse de una voz extraña.

En el AT, Dios es quien enseña a su pueblo a través de estos acompañantes, débiles, miedosos como Jonás, quejumbrosos como Jeremías o duros como Ezequiel, pero toda la Escritura muestra que la pedagogía divina se sirve de todo tipo de relaciones y acontecimientos para que Israel escuche de una u otra forma al Dios que le ofrece la mano para salvarlo de sí mismo, su más impertinente y peligroso enemigo.

4.1. DECODIFICAR LAS FIESTAS

El padre de familia es el primer acompañante, responsable de la memoria para que sus hijos nunca olviden la acción de YHWH en la historia: «Estos mandamientos que te doy, tú los repetirás a tus hijos» (Dt 6:7, 11:19). Es un mandato de YHWH la insistencia en todo momento, en el que tenga lugar la conmemoración festiva de algún acontecimiento sucedido en el éxodo por el desierto, que el padre, en tono siempre solemne, recuerde a su hijo que fue el que es, el que «nos sacó el Señor de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido» (Dt 26:8). Liturgia, historia y cultura son una sola cosa. El padre toma pie de las solemnidades de Israel para explicar su sentido y hacer presentes los grandes recuerdos que conmemoran: Séder pascual (Ex 12:26) es una vigilia que dura toda la noche, es la noche de las noches, es un memorial de agradecimiento que actualiza la perenne acción de Dios en la vida de los hombres. Israel sigue celebrando desde su origen estas fiestas que recuerdan cada paso de la acción milagrosa de YHWH: esa noche se hace presente desde la creación al sacrificio de Isaac y todo lo que ha sucedido hasta la llegada a la Tierra Prometida. Esta acción de YHWH en la historia es narrada con una tensión escatológica que tiene por objeto la memoria agradecida a un Dios providente. En esa noche, los niños se han preparado especialmente con ritos especiales, con preguntas acerca de las costumbres, con ritos conducidos por el liturgo más importante de Israel, el padre, que sirven para enseñarles el credo compartido (Dt 6:20-25). Credo que no es más que el programa del éxodo, que empieza en Egipto, pero que en realidad es un paradigma intemporal. En esa noche se cantan los himnos y salmos que forman parte de la tradición (Dt 31:19-22; 2 Sm 1:18s) y todos los miembros realzan los vínculos inextricables de pertenencia a una familia y a un pueblo como marco de seguridad, de elección y de promesa a la espera de un nuevo Moisés, del Mesías.

Todavía hoy las fiestas son la columna vertebral del pueblo, a través de las cuales es acompañado el aspirante a formar parte de él. Remiten a ciclos de la naturaleza. Como la historia cultural de todos los pueblos que basan sus modos de vida en el sol y la luna, Israel celebra el paso de invierno a la primavera (Pésaj), la llegada del otoño (Sucot), la renovación de todas las cosas (Yom Kipur), las cosechas (Shavuot), etc. Pero Israel va transformando poco a poco estos eventos de la naturaleza en acontecimientos históricos. Toda la memoria y cultura judía descansa en los hechos maravillosos de YHWH y en el más grande de todos: la entrega de la Ley a Moisés.

Y la fiesta cotidiana por excelencia, el sabbat, que rige la semana en la que el padre introduce a sus hijos en el descanso verdadero, que no es no hacer nada para estar frescos y seguir trabajando al día siguiente, sino el tiempo para dedicarlo a la oración, al reconocimiento de YHWH en agradecimiento a su obra creadora. Es el día de la alabanza, de la lectura divina, de la vida en comunión.

4.2. DECODIFICAR LA LEY: DIEZ PALABRAS DE VIDA

En el Sinaí, Moisés recibió el encargo de ser el primer maestro en Israel (Ex 24:3.12). De él reciben los levitas el encargo delegado de interpretarla y hacerla viva (Dt 17:10s, 33:10; 2 Cr 15:3). El marco concreto de esta enseñanza es, como decimos, las fiestas que se celebran en cada ocasión en la que se rememore un acontecimiento; por ejemplo, la renovación de la Alianza en Siquén (Dt 27:9s; Jos 24:1-24). Toda conmemoración adquiere nuevas versiones cada vez que deba releerse y explicarse porque la historia no para, no es estática, y cada circunstancia aporta un nuevo aprendizaje al pueblo o al profeta que sabe escuchar (Dt 31:9-13). Siempre que los levitas traducen a la historia el designio de Dios (Jos 24), con la exhortación se mezcla la parénesis para inculcar al pueblo que debe aprender a vivir en la fe y a poner en práctica la Ley (Dt 4-11). El Deuteronomio reconoce todo un vocabulario de acompañamiento a través de la Palabra de YHWH dirigida al pueblo que se convierte en verdadero modelo de relación educativa: «Escucha, Israel…» (Dt 4:1, 5:1), «Sabe que…» (4:39), «Pregunta…» (4:32), «Guárdate de olvidar…» (4:9, 8:11s). La palabra debe estar constantemente en la memoria (Dt 11:18-21).

Los rabinos piensan que la Palabra de Dios no tiene límite, que desborda cualquier interpretación por rebuscada que sea. Los rabinos buscan conexiones entre hechos, palabras, significados a veces intrincados. Según las reglas del derás, quieren encontrar, más allá de la lectura literal, las misteriosas resonancias de cada palabra que ha salido de la boca de Dios: «Misterios santos, puros y tremendos manan de cada versículo, de cada palabra, de cada letra, de cada punto, de cada acento, de cada nombre, de cada frase, de cada alusión. Como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender diligentemente al contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe» (Dei Verbum 12). Martín Buber dice que «el diálogo entablado entre el cielo y la tierra es la sustancia vital de la Biblia. El hombre que quiere recibirla de veras en su corazón debe reemplazar, con su propia boca, la palabra escrita, las letras impresas, por el vocablo hablado. No basta con leerla con los ojos, sin mover los labios… Debe ser murmurado noche y día»,24 porque hay que interiorizarla y personalizarla.

Los levitas solo traen al presente la tradición recibida a lo largo de los siglos de experiencias históricas asimiladas. Los profetas tienen otra misión diferente. En ellos, la Palabra de Dios que profieren no está calcada de la tradición, sino que procede de YHWH por vía directa y en su nombre: instruyen, amenazan, exhortan, prometen, consuelan… Se apoyan en una catequesis que suponen conocida (compárense, por ejemplo, Os 4:1s y el Decálogo), dando por sabidas claves referenciales que solo desglosan para enfatizar la novedad. Y también los llamados sabios o maestros (Ecl 12:9), que educan a sus discípulos como YHWH a Israel, o los padres a sus hijos (Eclo 30:3; Pr 3:21, 4:1-17.20, 5:12s). Estos maestros apoyan su acompañamiento a los discípulos en la experiencia de la historia adquirida con el paso de los años reinterpretando la Ley, una y otra vez, aplicada a cada caso nuevo, y acudiendo a la palabra recibida de parte de YHWH a través de los profetas. El maestro trata de pasar a la siguiente generación el tesoro recibido como si de una sabiduría ancestral e incontrovertible se tratara. Los puntos fuertes de esta enseñanza son el conocimiento y el temor de YHWH como vías para una vida lograda, una ruta del encuentro —el éxodo— de lo divino con lo humano (Job 33:33; Pr 2:5; Sal 34:12).

4.3. DECODIFICAR LA RUTA DEL ENCUENTRO DE DIOS CON EL HOMBRE

En la casa-escuela (Eclo 51:23) se aprecia el modelo precursor de lo que serán según los momentos de la historia las yeshivás y las sinagogas: los doctores imparten una sabiduría (Eclo 51:25s) que servirá para que todos se encuentren con Aquel que un día los sacara de Egipto, en definitiva el único Maestro (Sal 25:9, 94:10ss; Pr 8:1-11.32-36; Sab 7:11s; Sal 71:17, 25:4, 143:10, 119:7.12). Pero la enseñanza bíblica de YHWH va más allá del mero conocimiento de la ley o de la tradición; quiere ir hasta las entrañas de Israel, penetrar en el corazón, quiere convertir la relación con cada uno de los miembros de Israel en un verdadero acompañamiento. Por eso establece un diálogo en la historia que prevé la indocilidad del corazón humano, que no acaba nunca de doblegar su soberbia voluntad ante el designio de Dios. Permanentemente, Israel vuelve su corazón a los dioses paganos, imita los pasos de los cananeos y de los demás pueblos sospechando de la bondad de un Dios que no acude presto a las demandas caprichosas del pueblo elegido. Al tozudo pueblo de Israel le parece que el que no sabe escuchar es YHWH, pero porque sus peticiones son siempre idolátricas y YHWH no se deja someter a ese chantaje.

En eso va a consistir el acompañamiento por parte de YHWH: hacerle comprender a Israel qué es la idolatría, porque existe connivencia entre el ídolo y la mentira. La verdad es el amor y la verdad es el icono frente al ídolo.25 Solemos identificar la palabra ídolo con algo meramente religioso y perdemos la potencia semántica que se encuentra subyacente en la Escritura. La clave está en la búsqueda de la verdad. En toda la Biblia es el hilo conductor que hay detrás de la liberación de la idolatría del pueblo de Israel: la verdad es la antidolatría. Buscar la verdad es aprender a no apoyarse en nada intermedio, en ninguna superstición, en ninguna creencia, nada más que en la búsqueda sincera de la verdad. La busca de la verdad está en relación directa con el vínculo amoroso con Dios, en encontrarse cara a cara con Dios. Las naciones adoran a ídolos de paja que no salvan porque se consuelan con las mentiras, con las medias verdades. La esencia y la meta del acompañamiento es ayudar a no buscar otro apoyo que la verdad, que es Dios. Emet, en hebreo —palabra que traducimos como ‘verdad, verdadero’—, se refiere a aquello en lo que uno se puede apoyar y es por eso fiable: lo firme o sólido, la roca. Acompañar es ayudar a adquirir la sensatez del hombre que construye su casa sobre roca. Y la roca es Cristo (1 Cor 10:4). Ayudar al acompañado a no apoyar o fundamentar su vida en los ídolos, que son mentira, que son un apoyo inestable y engañoso. Sobre ellos, la vida se derrumba, porque todos resultan ser efímeros y fraudulentos. La alternativa a la idolatría es la fe, no las creencias.

La fe es aprender a apoyarse en la experiencia sólida. El rostro a rostro no deja lugar a la duda. La experiencia es irrebatible, y esta se adquiere en camino, siguiendo la ruta. La meta de esta ruta no es un punto final: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ver el rostro de Dios?» (Sal 42:2); «Me adelanto a la aurora pidiendo auxilio, esperando tus palabras» (Sal 119:147). La meta es que cada día alcemos la mirada al rostro de Dios y anhelemos ser amados, acompañados por su Palabra.

4.4. DECODIFICAR LA SANTIDAD

La Escritura tiene como objetivo la santidad del pueblo, que significa vivir separado para YHWH. Todo es santo. No hay una división entre lo sagrado o profano como en el mundo pagano. Todo es santo porque todo ha sido creado por amor de Dios al hombre. El problema es que el hombre selecciona lo que escucha y elige aquello que quiere oír, no lo que debe oír. No tiene el corazón puro, ni sus labios, ni su oído. El conflicto llega cuando el hombre se conforma con caminos intermedios, con atajos y alienaciones, porque vivir buscando la verdad es arriesgado. La santidad es entendida como aquello que Dios separa para sí, qué es el hombre, para que no se contamine con los ídolos. «1. Habló Yahveh a Moisés, diciendo: 2. Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19). YHWH trata de desarraigar a su pueblo de los ídolos, como hizo con Abraham. Si el hombre adora a los ídolos es porque así se hace un dios a su medida, que puede controlar: convierte la mentira en verdad. Pero la única posibilidad de ser libre es no adorar a los ídolos y la única verdad es, dice YHWH, yo soy. «14. Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: Yo soy, me ha enviado a vosotros”» (Ex 3).

Yo soy tiene diversas y discutidas traducciones, pero es claro que se trata de la promesa de que YHWH siempre va a estar ahí cuando Israel lo necesite, va a ser el que será cuando lo vean actuar en la historia. El ídolo siempre estará opuesto al icono. Mentira y verdad son irreconciliables. Pedir a YHWH que acompañe es renunciar a la mentira de las fascinaciones transitorias de los ídolos, a los espejismos del desierto.

Como decía Max Scheler, «el que no tiene un Dios tiene un ídolo». El ídolo consiste en tomar la parte por el todo, es aceptar un trozo de fragmento de la realidad por la realidad misma. El icono es el verdadero rostro de Dios, la verdad completa. Mientras Israel cree que la fortuna, el oro, la salud, el poder, la violencia —los ídolos de los pueblos que conoce— le dará la tierra que anhela en propiedad, solo obtendrá la promesa de un ídolo que le reclama la sangre para concederle el deseo. YHWH, el icono, no se deja chantajear, ni manipular, ni reducir a un objeto, idea o proyecto. Ser separado para Dios —que es lo que significa la santidad— es un arduo aprendizaje que requiere apartarse, despegarse de la idolatría… para hacerse uno con Dios. Este apegarse a YHWH es la llamada que Israel tiene: separarse de toda oferta de salvación que no sea hacer la voluntad del Dios, que lo llamó al desierto.

La fuente última del acompañamiento

Подняться наверх