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4. Abraham, el primer acompañado

1. ABRAHAM, PADRE DE LA FE

La mejor manera de ahondar en la fe bíblica es precisamente acudir a las Escrituras, donde, entre tantos personajes y acontecimientos, hay una figura a la que es inexcusable mirar en busca de lo nuclear de la experiencia de fe: Abraham. Cuando las Sagradas Escrituras se animan a dar una definición explícita de la fe (Hb 11:1) recurren a sí mismas para aportar ejemplos que la ilustren y, entre todos estos, descuella Abraham (Hb 11:8-19). Miremos, pues, a Abraham, nuestro padre en la fe (Ro 4:11), para aprender qué es la fe.

Abraham es una figura, como todas las de la Escritura, sumamente existencial, con la que —si evitamos reducirlo a protagonista de una historieta piadosa— es fácil conectar e identificarse. Es alguien con una inquietud en su corazón, con un profundo anhelo. No es un hombre a quien materialmente le vayan muy mal las cosas, porque es rico, tiene muchos ganados, posesiones y sirvientes. Sin embargo, Abraham, probablemente, es una persona insatisfecha. Tal vez Abraham, en medio de todas aquellas civilizaciones politeístas, habrá albergado en algún momento la esperanza de que alguna de tantas deidades le concediera lo que para él y su anciana mujer se ha convertido ya en un sueño irrealizable y fuente de profunda frustración: tener un hijo.

Pero lo importante es que, de pronto, cuando ya Abraham está sumido no sabemos si en la desesperación o en la resignación, un Dios que él no conocía le sale al encuentro y le hace una promesa: te daré ese hijo y, a través de él, una enorme descendencia. Solo hace falta una cosa, sal de tu tierra y de tu seguridad y ponte en camino. Quizá porque, como dice el piloto de El Principito, «cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer», Abraham obedece a esa llamada, acoge la promesa, se fía y emprende un largo camino en el que no faltarán errores, devaneos y dificultades, pero en el que, por encima de todo, irá comprobando a través de los acontecimientos que Dios lo acompaña y ayuda. Verá que cumple su promesa dándoles en Isaac el hijo anhelado. Y, cuando Dios le pida a su hijo, Abraham, en un acto supremo de confianza, no se lo negará.

De Abraham podemos entresacar al menos tres aspectos esenciales acerca de la naturaleza de la fe.

La fe es un encuentro. «No se comienza a ser cristiano —declaró Benedicto XVI de forma programática en las primeras líneas de su primera encíclica— por una gran idea, ni por una decisión ética, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus est caritas, 1). Cualquier reducción ideológica o moralista del cristianismo es, pues, una deformación imperdonable de la fe, que es la vivencia de una relación, de un acontecimiento que irrumpe en la vida y le da un vuelco radical, y no la simple adhesión de la mente a unos contenidos ni el esfuerzo de la voluntad para auparse hasta un elevado listón ético.

La fe es histórica, experiencial. Así como no es, de modo primario, la mera adhesión a unas ideas más o menos articuladas que dan respuesta a la necesidad humana de tener una cosmovisión con la que entender la realidad y entenderse a uno mismo —aunque el cristianismo además proporciona eso—, ni un refinado programa ético superador de todas las morales habidas y por haber —aunque el cristianismo ciertamente lleva a las personas a cambiar sus criterios de valoración de las cosas y toda su vida, su forma de relacionarse con los demás, con el dinero, con el trabajo, la sociedad…—, así como no es ninguna de esas dos cosas, tampoco es un sentimiento. Claro que la fe se da en medio de sentimientos variados e intensos, algunos de los cuales pertenecen por definición a la esfera religiosa, como sabe cualquiera que haya leído, entre otros, a Otto. Pero esos sentimientos no son la fe, que puede darse incluso contrariando los sentimientos o en la seca ausencia de estos. Tener fe es atesorar la experiencia, constatada en la propia historia, de que hay una promesa que se cumple. Para darnos razón de su fe, un Abraham no recurriría a complicados discursos teológicos o teóricos. Si le preguntáramos quién es Dios para él, qué es para él tener fe, nos explicaría quiénes eran él mismo y su esposa Sara y cómo la vida les había negado definitivamente el cumplimiento de su anhelo más auténtico —esto es, nos contaría una historia, que es lo que encontramos en la Escritura, una historia de salvación entretejida con cientos de historias como la de Abraham—; después, llamaría a su hijo Isaac, lo pondría ante nosotros y diría «he aquí mi fe».

Y la fe es un camino. Por supuesto, la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él, pero hay que entenderla no como una realidad concluida y empaquetada que se recibe y se posee, sino incoada como un germen que ha de desarrollarse o desplegarse; es una realidad dinámica y viva, por lo que concebirla de modo cósico y estático es desfigurarla. «Algo vivo, pues, que ha de echar raíces, desarrollarse y dar fruto. Lo que viene de Dios no es algo acabado, sino un comienzo. […] Las cosas de Dios no vienen como resultados conclusos, sino como comienzos vivos».46 Y, por eso, metáforas como la de la semilla o el camino —que tanto ponderaba monseñor Bergoglio— ayudan a entrar en la naturaleza dinámica y procesual de la fe. También para Rupnik la palabra camino tiene importantes resonancias: «El Señor […] quiere llevar a Abraham a un nivel de existencia diferente. Este camino [el que va de Ur a Canaán] no es tan solo el trayecto hacia un trozo de tierra, sino un itinerario hacia una nueva existencia […], una nueva existencia donde el fundamento de todo es la relación, una existencia personal».47 Tal es el camino de la fe; ir entrando y ahondando en una existencia relacional, en una relación personal con Dios en la cual se restaura el resto de nuestras relaciones: con uno mismo, con los demás, con todas las cosas. Es un ir siendo gradualmente insertados en una forma de existencia nueva, donada, que es lo que Romano Guardini llama interioridad cristiana:48 una forma de relación tan íntima con Jesucristo que es llegar a vivir en él y dejar que él viva en nosotros (cf. Ga 2:20). También podría caracterizarse diciendo que, de la misma manera que en la matriz estéril de Sara fue concebido asombrosamente y se desarrolló Isaac, en el interior del cristiano vaya siendo gestado y crezca hasta la estatura adulta Jesucristo.

Es una idea muy clara y persistente en Guardini: «Dios ha depositado en nuestra vida natural —en el hombre viejo— una nueva vida. Esta es como un germen que debe desarrollarse».49 La vida de fe es el proceso a través del cual ese germen va creciendo, desplegándose y madurando. La fe, en este sentido, es algo que debe irse aprendiendo y profundizándose de la misma forma que Abraham aprendió, caminando, a creer, o sea, a confiar, a poner su vida en manos de Dios, hasta el punto de subir al Moria dispuesto a sacrificar a su hijo.

Y, como veíamos al presentar al hombre como un ser en perenne status viae, en esto de la fe se está también siempre en camino.

¡Ay de mí si digo: «Creo» y me siento seguro en esa fe! Entonces estoy en peligro de caer (1 Cor 10:12). […] Yo no soy cristiano, sino que, si Dios me lo concede, estoy en camino de serlo. No en la forma de una propiedad o de una posición desde la que juzgar a los otros, sino en un movimiento. […] Nada se me ha dado a modo de seguridad; sino que todo se me ha dado solo a modo de punto de partida, de camino, de desarrollo, de confianza, de esperanza y de súplica.50

Abraham nos muestra cómo el acompañamiento divino solo reclama del hombre una actitud de salida, de confianza ante la promesa de YHWH. La promesa consiste en que él será el encargado de ir por delante en todos los acontecimientos que le esperan al hombre. El método de acompañamiento será el encuentro y la experiencia enmarcados en una alianza. «Yahveh dijo a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. 2. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición”» (Gn 12:1).

La llamada de Abraham implica salir de su zona de comodidad y ponerse en camino. El relato de Abraham quiere ser un paradigma de una alianza entre Dios y los hombres en cualquier lugar o momento de la historia. Cada uno de los hombres llamados a vivir una relación con Dios han de aceptar el nomadismo —inaugurar un itinerario sin saber por dónde ir ni a dónde llegar— y partir de su propia Ur de Caldea. No hay garantías de nada, solo una promesa. Cuando Dios llama al hombre lo hace contando con su condición politeísta: todos somos adoradores de ídolos, de imágenes falsas de la realidad que tomamos por verdaderas. Aprender a distinguir qué es un ídolo de quién es Dios es la tarea que embarga la vida de un hombre. No hay libro de instrucciones, no hay caminos hollados, hay que aprender a fiarse, porque hay Alguien que ve más de lo que yo veo. Abraham es llamado el padre de la fe. La palabra émounah significa precisamente eso: aprender a apoyarse en lo sólido. La historia es lo sólido, los hechos concretos. Las palabras se las lleva el viento: el émounah que va adquiriendo Abraham —que solemos traducir por ‘fe’, ‘creencia’—se basa en acontecimientos incuestionables: un patriarca sin tierra y su mujer estéril adquirirán la fe (la experiencia sólida) si se cumple la promesa de una tierra y un hijo. YVHVH les regala un hijo: Isaac. «Va adquiriendo» significa que la fe, la confianza en la existencia de Dios, no se obtiene de manera automática (aunque algunos disfruten de ese don y, sin embargo, no estén exentos de tener que afianzarla, dotarla de razones de peso, y vivirla cada día de manera renovada). Tampoco se trata de un adherirse a una idea o tener convicciones fijadas para siempre. No se trata tampoco de la magia de los hechos sobrenaturales lo que sostiene la fe. Está más bien en relación con un camino vital que recorrer, siempre novedoso, siempre desconocido. El nomadismo entraña el riesgo de escoger caminos equivocados. YHWH no impone más condición que salir —imperativo: sal—, ponerse en camino, escuchar y seguir. Una vez que el hombre acepta ponerse en camino, la relación con Dios es a través de mediadores y acontecimientos que hay que aprender a interpretar.

El paralelismo de Abraham con cada hombre es evidente; por eso se puede hablar de él como el amigo de Dios, como el primer hombre acompañado, el paradigma de la fe. Es verdad que el género midrásico nos habla de un Adán que era esperado por Dios todas las tardes en el ocaso para charlar amigablemente en el jardín del Edén, pero no tenemos un relato suficientemente explícito para ahondar en esta relación amical. Sin embargo, Abraham está presente en toda la Escritura de manera inequívoca como el gran interlocutor de Dios.

El Génesis nos muestra, a través de esta figura emblemática, que, cuando Dios aparece en la historia, lo hace llamando a hombres con nombres concretos a los que les propone seguirlo en un itinerario vital que embargará toda su vida. El Génesis aporta una curiosidad notable: cuando Abraham se encuentra con el Dios que lo llama, no lo hace directamente con él, sino con personas concretas, ángeles, mediadores. No se le ha escapado a la tradición milenaria de la Iglesia esta curiosa teofanía: Dios son tres personas. Abraham se encuentra con tres personas. La iconografía, desde Rublev, ha visto al Dios trinitario revelándose en su esencia: la comunión. «Apareciósele Yahveh en la encina de Mambré estando él sentado a la puerta de su tienda en lo más caluroso del día. 2. Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra» (Gn 18).

El capítulo empieza diciendo que es YHWH el que le sale al encuentro, pero luego, sin solución de continuidad, empieza a hablar con tres hombres que estaban de pie ante él. Tres personas que están dispuestas a hacer con Abraham una alianza de parte de YHWH. Esta escena es el comienzo de un acompañamiento en toda regla. Eso significa que nosotros vemos a Dios a través de esa máscara (prosopon ‘persona’) detrás de la que se esconde, pero que paradójicamente se manifiesta. Dios está cuando vamos a encontrarnos con alguien. El otro es epifanía del rostro del Dios trinitario. Hacer una alianza, que es el primer paso del acompañamiento (en el fondo el coaching, el mentoring, etc., se inspiran en el acompañamiento bíblico), significa que vamos a estar, a lo largo de un itinerario que embarga la vida entera, caminando al lado de un hombre que ha sido llamado por un Dios que promete, a través de hombres concretos e imperfectos, llevarnos a un encuentro personal con Él. Y que este pacto o alianza es entre dos seres libres que cualquiera de los dos puede romper en cualquier momento.

2. EL FRACASO, PUNTO DE ENCUENTRO CON DIOS

Todo empezó en el Génesis 12: para llegar a ser un hombre feliz, el anhelo del corazón debe ser satisfecho. La promesa de felicidad consiste en que se le conceda aquello que ansía su corazón. En un principio existe una desconfianza respecto a la promesa de que el fruto de ese acompañamiento será obtener aquello que desea su corazón. Una tierra y un hijo a un patriarca nómada, viejo y con una mujer estéril son condiciones que exigen una intervención milagrosa.

Para todo hombre de cualquier época existe este punto de partida en el acompañamiento. Las carencias de Abraham son equivalentes a lo que en cada hombre podemos llamar anhelos no satisfechos o, como dice san Pablo, un sufrimiento de cruz. Los pasos son una alianza, aprender a escuchar la historia, los acontecimientos, y confiar en el que se nos presenta como acompañante como alguien que viene de parte de Dios a proponernos un camino.

No tener un hijo o no tener tierra, lacras para un patriarca, signos de que no es dueño y señor de su historia, le muestran su impotencia, aquella incapacidad para darse a sí mismo la vida o la felicidad. La Cruz es el lugar en el que Dios ha querido encontrarse con cada a hombre y mujer para usar con ellos de misericordia. Todo hombre tiene una profunda insatisfacción en algún aspecto de su vida, puede que incluso oscuro, que necesita ser iluminado. Todo acompañamiento ha de empezar por sincerar esta cruz. Si uno se pone en camino es porque donde está no tiene reposo ni garantías de realizar sus deseos más íntimos. Dios se muestra como aquel que quiere cumplirlos, pero lo hará cuando el hombre no pueda creer que ha sido Él mismo el que se los ha colmado.

Abraham desconfía y confía a la vez, porque es patente su impotencia, pero también su anhelo. Esta ambigüedad preside la vida de los hombres. Esa desconfianza también la expresa su mujer (al final van a ser obedientes y van a aceptar el trato), que se ríe de la promesa y por lo que luego tendrá que llamar a su hijo Isaac (‘el hijo de la risa’).

El pacto se realiza al modo semita. Abraham tiene que preparar unos animales para el sacrificio y partirlos por la mitad, pero la parte que corresponde a Abraham, que el fuego debía abrasar, queda intacta. Solo la parte correspondiente a YHWH quedó quemada.51

La Alianza tiene una estructura semítica, pero pretende ser el paradigma universal de la relación de Dios con el hombre: Dios es el que únicamente se compromete a llevar adelante la historia, a cumplir la promesa. El hombre solo tiene que aprender que Dios va por delante abriéndole los caminos que parecen inhóspitos e insuperables por puro amor gratuito. Dios solo reclama del acompañado cierta dosis de docilidad, de aceptar la incertidumbre y de humildad.

Es importante resaltar este asunto, porque significa que el compromiso es de Dios; del hombre se espera solo que se deje llevar, cooperación, dejarse amar. Es cierto que es una tarea complicada, porque superar el obstáculo que supone no amarse uno a sí mismo en sus fracasos hace difícil dejarse amar por otro. Además de que los parapetos que utilizamos, como costras o valvas de protección para ocultar aquello que no nos gusta de nosotros mismos, dificultan el acceso al ser verdadero que queremos que sea amado. Solo mostramos las máscaras en nuestros encuentros con el rostro del otro, que ya hemos probado que nos funcionan para relaciones superficiales. No creemos en que la verdad que somos sea susceptible de ser amada. El gran obstáculo que se nos interpone siempre en las relaciones humanas es aceptar que Dios pueda amar a aquel que nosotros odiamos o juzgamos. Ni siquiera el soberbio y el engreído, que parecen amarse a sí mismos en exceso, se lo creen. En el fondo, su soberbia es el parapeto de este obstáculo que esconden y por el que no se aman a sí mismos. Detrás de un patriarca prepotente, politeísta, lleno de bienes, en apariencia satisfecho de sí mismo, se encuentra un hombre frustrado porque no tiene hijos y es estéril. La docilidad a la voluntad de Dios implica cierta dosis de incertidumbre y, por supuesto, de humildad. La humildad de saber que, por mucho poder que tenga en el clan, no se puede dar hijos a sí mismo ni una tierra donde reposar sus huesos. Pero es suficiente porque es YHWH el que lleva la historia. Es decir, si Abraham acaba queriendo hacer la voluntad de Dios no es por un acto moralista de compromiso ético derivado del contrato-alianza, sino porque devuelve gratis lo que gratis ha recibido. El agradecimiento al Dios que cumple su parte del pacto, que le otorga lo que anhela su corazón, es lo que lo convierte en el padre de los creyentes. Pero ese cumplimento tiene un punto desasosegante, porque no se cumple a gusto del que lo desea, sino cuando Dios quiere. Esperó contra toda esperanza que aquel que le prometía un hijo y una tierra cumpliría lo prometido.

Se pone en camino y va a ir descubriendo su infidelidad, su anticipación, su poca paciencia, su desconfianza respecto a los mensajeros y continuamente estará a punto de defraudar la Alianza a la que se comprometió o, mejor, la Alianza de la que él fue un mero interlocutor pasivo. Hay momentos de duda, de desviarse del plan de Dios, pero son momentos aprovechados por YHWH para la corrección. Cuando baja a Egipto, Abraham es capaz de prostituir a su mujer para salvar su propia vida y la de su clan de la hambruna de Canaán.

Hubo hambre en el país, y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada, pues el hambre abrumaba al país. 11 Estando ya próximo a entrar en Egipto, dijo a su mujer Saray: «Mira, yo sé que eres mujer hermosa. 12 En cuanto te vean los egipcios, dirán: “Es su mujer”, y me matarán a mí, y a ti te dejarán viva. 13 Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y viva yo gracias a ti» (Gn 12:10s.).

Lo importante es que Abraham descubre que encontrar el sentido de su vida es un largo camino en un diálogo permanente con los acontecimientos, que es la fórmula mediante la cual Dios le habla. Es un aprendizaje vital en la Biblia saber que, cuando Dios habla, lo hace no solo con palabras y mediadores angélicos, sino con acontecimientos de la vida cotidiana, en la historia. En ese diálogo, Abraham se convierte también, a su vez, en acompañante. Así como los ángeles le ayudan, le retan, le dan órdenes, le preguntan o, a veces, le comunican simplemente lo que están viendo o la misión que ellos tienen, Abraham también actúa como intercesor o como interlocutor de la acción de Dios. Queriendo defender a Sodoma y Gomorra de una inminente y terrible acción divina, o salvar a la familia de Lot, Abraham establece un diálogo de preguntas o dudas que se convertirán en modelo de oración para el pueblo hebreo. Este diálogo se puede entender perfectamente como una oración de intercesión, algo también muy importante en el que acompaña: más que lo que se diga o no, se escuche o se piense es importantísimo el rezar por aquellos a los que se acompaña.

En el camino, puesto que la relación con Dios no es mágica, sino dialógica, Abraham será tentado de idolatrar sus proyectos, de guiarse por su razón en lugar de mirar al que lo eligió. Con esta actitud aprenderá de sus errores y a confiar en aquel que lo llamó y lo amó gratuitamente.

3. LA IDOLATRÍA SIEMPRE ACECHA

Al final ve cumplida la promesa del hijo, y también aquí tendrá Abraham que aprender a ser un hombre libre de la nueva idolatría que se cierne sobre él. Suele suceder que nos apropiamos de lo que Dios nos concede para el servicio de otros. Muchas veces idolatramos el regalo y nos convertimos en esclavos dependientes de él. Lo que era un motivo de alegría se convierte en una necesidad. Nos olvidamos de que el que lo da puede volver a darlo; si lo da es para que lo disfrutemos con libertad y estemos en permanente agradecimiento, no para hacernos sentir en deuda, sino porque del agradecimiento nace la alegría. Al momento de sentirnos poseedores del don, lo convertimos en dependencia. Dios pide a Abraham el sacrificio de Isaac, no tanto para acabar ejemplarmente con el sacrificio infantil común en las culturas coetáneas, como para mostrarle a Abraham un modo de vida liberado de toda idolatría. La razón fundamental no es tanto el miedo a perder al hijo o por la competencia con el hijo de la esclava que suscita la envidia de Sara, sino porque el sufrimiento provocado por la idolatría que Abraham profesa a su hijo entra en competencia con el reconocimiento que Dios reclama de que Él es que lo da o lo quita todo. El don se pervierte. Dios no puede aceptar que su plan se vea truncado por un nuevo ídolo. Con el sacrificio quiere mostrarle que Él es el que da y el que quita, y que su función como padre es administrar un bien de otro. Los hijos son de Dios y para la vida eterna. No nacen para dar satisfacción a sus padres; en todo caso eso es una consecuencia, no el objetivo. Si apuesta por liberar a un hombre de la idolatría, es decir, que apoye su vida en otros en lugar de en él, no puede dejar que el hombre se consuele con un sucedáneo de Dios.

Esto es replicable en nuestro modo de acompañar. En ocasiones, nuestro sufrimiento reside en querer asegurar nuestra vida sobre un proyecto como si este fuera la salvación, y perdemos la libertad y, por tanto, la distancia necesaria para vivirlo con agradecimiento. Hemos de saber que es algo recibido, no conquistado, y que lo mismo que vino se puede ir. Tratar a un hijo desde la libertad y educarlo para la libertad es la pretensión de YHWH, pero no podemos hacerlo si nosotros no vivimos esa misma libertad y ese agradecimiento debido. Un padre obsesionado por la seguridad, la salud, por proteger a su hijo como si fuera un dios omnipresente en su vida solo logra apocarlo, hacerlo pusilánime y convertirlo en un tirano. Vivir al hijo como un regalo que administrar que viene de Otro al que amamos y del que nos reconocemos deudores es lo único que nos puede rescatar de la idolatría. Si acudimos a la psicología, podremos apreciar el sufrimiento de tantos hijos que se sienten utilizados para cubrir los miedos, la necesidad de afecto, el proyecto frustrado de los padres. La lección de YHWH es cómo acompañar a un hijo para que sea libre y capaz de amar desde la libertad.

Abraham, tras muchas vicisitudes, muere en la tierra que se le prometió, aunque al modo de YHWH; no, tal vez, como él se lo imaginaba, porque lo único que acaba poseyendo es el terreno donde enterrará a Sara.

Es muy importante en este pasaje descubrir que el sentido de la vida está en relación con un itinerario vital, que el encuentro no es un hallazgo mágico, permanente, místico, inamovible, sino un ir día a día andando por el camino que YHWH muestra a sus elegidos. Un ir día a día en la historia siguiendo una llamada sobrenatural a través de mediadores naturales para desarrollar una vocación y una misión. Llamado a ser padre de una multitud a través de la simple obediencia. Esta llamada es importantísima: es lo que llamamos acompañamiento bíblico.

La fuente última del acompañamiento

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