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Оглавление3. Antropología teológica bíblica 30
1. LA PERSONA MUESTRA EL ROSTRO DE DIOS
Nos dice Domínguez:
[El hombre] es ante todo un ser con dignidad propia, libre, responsable, llamado a realizar su vida, personal y comunitariamente, desde una vocación particular y llamada a la plenitud. Y no solo es «una persona» sino que es «esta persona concreta», con su cuerpo, su edad, su lugar, su historia, con su identidad, sus miedos y fragilidades, con sus genialidades y obras. Por ser persona concreta tiene que realizar su vida, y experimenta que es limitada, y, además, que está dañada. Ser persona es, siempre, ser persona frágil, estar incompleto, ser un animal prematuro, no acabado todavía. Por tanto, está sometida a sufrimiento en su proceso de crecimiento personal. Por eso necesita ser acompañada.31
Esa definición de persona encaja con la Revelación. El hombre sellado por el pecado original como alguien aquejado de envidia, de soberbia, que, creyendo realizarse a través de un acto de afirmación de sí mismo, se ve expulsado de la aceptación de sí mismo como criatura (paraíso), tiene que aprender a sobrevivir en soledad a pesar de la compañía del otro, lamentando la pérdida de la confianza en ese otro y en el Otro, construyendo cada día su habitáculo vital. Desde la psicología, nos dice Xosé Manuel, a esta situación de caída se la llama fragilidad, ser inacabado, prematuro, en proceso. Pero este ser está llamado a una vocación enorme: retornar a la relación con el Dios creador, volver a depositar la confianza que le daba el ser, aceptando voluntariamente el reconocimiento humilde de ser criatura, y no dios. Pero es justo este reconocimiento, sellado por los sacramentos, el que le devuelve a la persona su parte divina originaria.
2. EL HOMBRE ES UN SER RELACIONAL
En una época en la que todo el mundo proclama la autonomía y la individualidad, el aislamiento, solo hollado por perfiles en internet, la antropología bíblica defiende que el ser humano no es autónomo, es creado en relación con Dios y con otros hombres para la mutua interdependencia. Es creado por amor y desea regresar a la relación amorosa con su Creador. La creación siempre va acompañada de la bondad de YHWH, de la que depende. Gracias a su presencia permanente en la relación con su criatura, la creación y la historia se hacen inteligibles. En el Nuevo Testamento se encuentra la clave interpretativa del misterio que envuelve a la creación: el ser humano no puede encontrar en sí mismo el fundamento de su existencia y lo busca a través de Dios en su hijo encarnado, que llama a la humanidad a la vocación del amor. Cristo es un acontecimiento singular en la historia que pone en movimiento a los hombres para formar una comunidad en la fe, fruto del Espíritu Santo. Para ser libres nos liberó Cristo (Gal 5:1). La vida es un existir en Cristo para existir en el Reino como don y tarea por realizar en las bienaventuranzas con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. La muerte no tiene la última palabra, porque la resurrección de Cristo ha roto las tinieblas y las fronteras de la muerte y del mal. El pecado es una condición solo comprensible desde Cristo. La debilidad del hombre no lo incapacita para la vida divina, sino que es condición. En cuanto el hombre se reconoce pecador, ha empezado su conversión, su crecimiento interior y su liberación por la Gracia del Espíritu Paráclito, que nos defiende de nosotros mismos.
Acontecimiento que pone en marcha, comunidad que acompaña y reconocerse pecador son tres condiciones para la curación del alma. El pasaje del paralítico de Cafarnaúm, como muchos otros, los contiene todos emblemáticamente. Lo primero que aparece es el acontecimiento (la parálisis), lo segundo en importancia, la comunidad (lo bajaron entre cuatro). El tercer elemento surge cuando se lo presentan a Jesús: el verdadero problema no es la parálisis, sino que es un pecador, y no lo sabe. Es vital entender por qué Cristo pone el énfasis en el perdón de los pecados, y no en enmendar la plana a su Padre acusándolo subrepticiamente de haber hecho una creación chapucera permitiendo parálisis, cegueras o malformaciones. No viene a remendar la obra imperfecta. La curación es un mero recurso para avalar ante los espectadores que lo importante es que el que habla de perdón de los pecados, el que cura, es Dios, y que lo relevante es hablarle del amor de Dios: es el kerigma el que sana el alma, no el no ser ciego o cojo. No es un gurú o un maestro buenista y compasivo, sino que es Dios mismo el que certifica que lo importante es sanar los pecados. Cuando uno peca está intentando reparar aquello que está mal hecho de la creación. El pecado es la compensación de las heridas del corazón que no sanan porque no se experimenta el amor que se demanda o anhela. Cuando uno sufre por alguna razón (no se gusta a sí mismo, no se siente amado como él cree que debería serlo), busca caminos alternativos, atajos, que lo llevan a una soledad mayor, a una frustración mayor que sobrepuja pensando que más intensidad, mayor cantidad de satisfacciones o placer, será reparador… Sin darse cuenta, acaba en la parálisis, las adicciones, la esclavitud moral, afectiva, sexual, etc. El decirle a alguien que Dios lo ama, que lo espera, que anhela ser buscado para gratificarnos con su amor, perdonarle los pecados es recrearlo. Por eso, ese gesto se escenifica de manera enfática en la curación del ciego de nacimiento de Juan 9: le pone barro en los ojos y, con su saliva, le unta los ojos. No le pasa desapercibido a la patrística que el Hijo hace lo mismo que el Padre en el Génesis con la creación de Adán. Surge un nuevo hombre cuando el pecador es ungido por el Hijo del Creador.
La gracia es la que garantiza nuestra dignidad de hijos de Dios y la que nos impide desesperarnos al ver nuestra precariedad. Este ser caído, sin embargo, está bien hecho, es, como dice Berdiaev, un bogodoviche porque es imagen de Dios, es divinohumano.32
El hombre que se encuentra con Cristo no puede ser el de antes: es un hombre nuevo, porque percibe la vida de diferente manera y tiene por Cristo un nuevo sentido. Él sabe que ha sido salvado gratuitamente por el amor de Dios, y que este amor le permite verse a sí mismo, a los demás y al mundo de una manera nueva: como un don de Dios.33
El pecador peca para darse a sí mismo el ser porque no acepta el fallo trágico de no ser perfecto a sus ojos y los ojos de los demás. Este acto de afirmación, que trata de suplir las carencias con disfraces, cosmética o lucha titánica por superar los límites, resulta ser una trampa en la que nos vemos atrapados, cada vez más, cuanto más intentamos abrir el cepo. Que se nos perdone haber usado esta vía de escape de la historia nos da la oportunidad de ver la historia iluminada con nuevos ojos. Cuando podemos afirmar en nuestro interior que todo está bien hecho, que la creación está bien hecha, que Dios ha hecho todas las cosas bien…, estamos en disposición de coger la camilla, el matrimonio maltrecho, el trabajo esclavo, el cuerpo dolorido, y convertirnos en testigos de una nueva creación.
3. LA CONVERSIÓN: LA VIDA DIVINA QUIERE INHABITAR LA HUMANA
Aquí entra otro concepto clave en el acompañamiento: la conversión. La relación con los otros y con Dios siempre está contaminada por el pecado original. La envidia, los celos, el egoísmo son connaturales y necesarios en nuestra constitución antropológica. La teoría mimética, actualísima, nos pone en guardia contra el buenismo rousseauniano que nos rodea a partir de los estudios de René Girard y Jean Michel Oughourlian,34 que basan sus intuiciones en la sabiduría bíblica.
El pecado original tiene claros tintes miméticos: es en parte el intento de imitar al modelo porque lo amamos. Tanto lo adoramos que queremos ser como Él. La paradoja es que el amor y el odio están íntimamente unidos. Lo odiamos porque no podemos ser como Él. El afán usurpatorio es un vaivén que la psicología reconoce como double bind (un doble mensaje contradictorio: imítame, no imites). El modelo (Dios) no tiene arte ni parte, no rivaliza con el ser humano, solo quiere su bien. Es el sujeto humano el que se siente agraviado comparativamente y cree que el modelo es el culpable de su carencia de ser, de su no gustarse a sí mismo limitado. La conversión es un camino de aprendizaje inagotable para mirar al modelo no como un competidor rival, sino como alguien que me ama y quiere lo mejor para mí. Como dice el Génesis, ese primer antagonista que no quiere serlo (según Nietzsche es el único rival que el hombre tiene) se transforma fácilmente en el otro, cualquier otro. Aquí empieza la caída progresiva que sume al hombre en la soledad, en la tristeza, y que le despierta la necesidad de retornar a la alegría, al paraíso, después de la experiencia fallida de pretender realizarse fuera de Él.
Es muy importante entender bien el significado de la palabra conversión, pues es muy fácil deslizarse en interpretaciones moralistas y moralizantes muy en armonía con el concepto de vida de gracia comentado antes.
Olivier Clément35 dice que nada ayuda más al crecimiento espiritual, en vertical, de las personas que llegar a ese punto crítico en que uno es simultáneamente consciente de su finitud y de su sed de infinito, «y también de que el hombre no puede satisfacerse, que no tiene en sí mismo la fuente de la alegría». A partir de ese punto crítico, la persona está en condiciones de experimentar eso que se llama conversión.
De este modo, la experiencia de la división y de la sed, inevitable para todo hombre al que se ha prometido despertar, se convierte en el lugar espiritual de la conversión. Cuando la necesidad de infinito que el hombre invierte en las «pasiones» se muestra indefinidamente frustrada, el hombre descubre que solo Dios puede responder a ese deseo que le constituye […]. La distorsión en torno al concepto de conversión corre pareja a la de la palabra «pecado». Si el pecado ha llegado a reducirse a un simple «mal comportamiento», a un no ajustarse a la norma, la conversión ha terminado por entenderse como «un sentimiento moral de culpabilidad» y «un esfuerzo voluntarista por mejorar tal o cual aspecto en la superficie del psiquismo, por vencer tal defecto o tal vicio».36
Es curioso que la palabra griega metanoia, que traducimos como ‘conversión’, tenga menos que ver con los sentimientos y con los actos de voluntad que con el intelecto. Metanoia quiere decir textualmente ‘cambio de mentalidad’. O sea, que el epicentro de la conversión está en la inteligencia, aunque su onda expansiva toque también la voluntad y llegue por supuesto a los estratos más hondos de la afectividad. Dice san Pablo: «Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Ro 12:2).
La conversión comienza, pues, con un fogonazo intelectual que hace entender hasta qué punto uno está dividido y separado y, por lo tanto, mortalmente enfermo. Es un cambio radical de orientación: no es verme imperfecto, con unos fallitos por aquí y unos defectillos por allá, nada que una manita de pintura no pueda arreglar… Es tocar fondo en el conocimiento de la propia realidad, darme cuenta de que lo más nuclear, lo más propio, lo más esencial de mi persona —el encuentro, el amor, la llamada a la comunión— no puede cumplirse y no se cumplirá. Con esa luz se vislumbra a la vez, claro está, una buena noticia, una salida, una mano tendida: la de Jesucristo, aquel que me ama como soy y en quien el deseo que me constituye puede cumplirse. Convertirse, por eso, no es esforzarse por ser mejor, ni pedirle a Dios una ayudita o un empujoncito para ser una mejor persona. Es abandonarse a Él, dejarse abrazar y amar por Él, dejarle a Él los mandos y el control.
Otros pasajes del libro de Clément completan el cuadro:
La conciencia de estar dividido y de tener sed de no estarlo es indispensable al quebranto del yo superficial, al estallido del corazón de piedra. Sin este quebranto, Cristo no podría resucitar en mí. Por eso, los monjes dicen que el arrepentimiento es la «memoria de la muerte», en el sentido muy fuerte de una conciencia existencial de nuestro estado de división.
«Reducir el arrepentimiento a la conciencia de una culpabilidad individual estaría a un paso de ser vanidad», decía san Juan Clímaco. Hacer del pecado una simple culpabilidad individual sería además prescindir de Dios, ya que bastaría para tranquilizarse con cumplir la Ley. Pero, como observa Pablo, la Ley «no puede producir la vida» (Gal 3:21). Para el que toma conciencia de su muerte cotidiana, es decir, del asesinato cotidiano del amor, solo la victoria de Cristo sobre el infierno y la vida puede producir la vida.
El hombre que ha atravesado el diluvio de la gran conversión y que ha presentido las «revelaciones de la muerte» —dice Olivier Clément— está lleno en adelante de una dolorosa alegría. Está penetrado de una ternura que lo capacita para acoger al otro no ya como un enemigo, sino como un hermano —el genuino amor al enemigo—, de acogerlo sin juzgarlo y quizá de encontrar las palabras que lo despertarán a su vez. Las palabras que salen de un corazón curado de la envidia mimética rivalizante dan el ser al otro.
El objetivo de todo acompañamiento bíblico es la conversión. Se trata de liberar al hombre de la idolatría, del politeísmo, desde el que todos los elegidos parten, y abrazar el proyecto de Dios. El medio consiste en aceptar la llamada a la conversión, a cambiar de vida. Carmen Hernández37 tenía una batalla permanente a favor de poner el sacramento de la penitencia en el lugar adecuado, rescatarlo de las deformaciones que la historia de los pelagianismos y moralismos, y sus contrarios irenistas, han hecho de él. Para ella, la clave teológica por excelencia era hablar de la conversión. Es por esto por lo que no perdía oportunidad de insistir en lo que, para ella, era fundamental: la conversión es un acontecimiento de gracia, una nueva creación. Su fórmula ritual no se trata de un teatrillo, ni de un rebajar la importancia del pecado, ni de un cargar las tintas en un protestantismo velado. Reclama que la confesión solo es para aquel que tiene una llamada en lo profundo de su ser a la libertad, que quiere salir de la muerte. No es una pátina de barniz sensible, ni un desahogo expiatorio cuyo pago es flagelarse verbalmente frente a otra persona, ni un castigo moral impuesto por la Iglesia, sino que es una llamada a ser, a convertirse en una nueva creación. Es un hecho constatado también por el santo padre Francisco cuando insiste en la necesidad de superar dos herejías permanentes y omnímodas que sellan la historia de la Iglesia. El pelagianismo y el gnosticismo son los dos mayores enemigos de la santidad.38 Uno porque deposita en el hombre a solas la fuerza para salvarse y ser feliz cumpliendo la Ley, y el otro porque cree que basta solo el conocimiento y disocia o fragmenta al hombre en un dualismo irreconciliable: por un lado, la mente, que puede y quiere, y, por otro, el cuerpo, que se resiste y arrastra.
David pide ser hecho un hombre de nuevo; que es muy distinto de la misericordia en el sentido que solemos darle. Por eso el permisivismo de los pecados, la tendencia a no darles importancia es un error. El pecado es muy importante para el cristiano, si no, negamos el sentido de la Cruz de Jesucristo; nos ha encerrado a todos en el pecado para tener con todos misericordia, recrearnos. Tan maravillosamente hizo la creación y más maravillosamente aun la ha recreado en su Hijo para que el hombre experimente la resurrección y la Vida Eterna, aquí en el Amor y la comunión.39
Tras un breve desarrollo doctrinal, irrumpe la gran intuición de Carmen. En el fondo, se trata de cambiar de órbita. De girar en torno a uno mismo mirándose en el espejo narcisista de la pureza o de la intachabilidad para pasar a poner el centro, en un giro copernicano, en la resurrección de Cristo. Se trata de entrar en el sepulcro, en la verdad de la muerte que causa el pecado, para salir con Él resucitados: «La Conversión es entrar en la órbita de la Resurrección del Señor, entrar en la vida de la Resurrección, poder participar de algo grandioso como es vivir y vivir eternamente».40
El problema es que hemos hecho un uso perverso del lenguaje teológico. Hemos reducido la palabra conversión a nuestras categorías, y la conversión es algo muy distinto. Carmen recurre innumerables veces al Midrás para explicar sutilezas teológicas:
Dios iba a crear el mundo, hizo un proyecto sobre el Universo, y quedó satisfecho; pero al ver el diseño, de golpe dijo: «Esto no tiene estabilidad. Para que esto pueda tener estabilidad, antes de crear el mundo creó la conversión». S. Pablo dirá que Jesucristo es el Primogénito de toda criatura, que es el principio de toda la Creación, antes de que todo existiera existe Él, y el mundo ha sido creado en orden a Él. Él es el principio y fin de todas las cosas. Él es el equilibrio universal y cósmico de toda la creación. Si la conversión es vida y vida eterna, no se puede ir atrás. La conversión no es que tú vuelves, que has pecado y luego te lavas y vuelves a como antes de pecar, tú no puedes volver en la vida hacia atrás, ni mucho menos, la vida no se puede detener. El Universo está en permanente expansión, a velocidades impresionantes, todo en movimiento, todo en vida, esplendente, de realización universal; por eso la conversión tiene un poder cósmico universal, para el mundo hebreo y para el cristianismo. El kerigma de San Pedro, hablará de Jesucristo glorificado y dirá que está todo a la espera de la restauración universal.41
La mirada misericordiosa de Dios es un acto creador. No es una actitud benevolente, un sentir empático, un ponderar con templanza los defectos del acompañado. Es un acto escatológico: introduce al mirado en el cielo. Lo saca de la muerte y lo introduce en la vida nueva.
La conversión, aquello para lo que el hombre ha sido creado y a lo que está llamado desde el origen, que ha sido concebida por Dios antes de la creación del mundo, es la posibilidad del ser humano de realizarse en la libertad. Es la plenitud grandiosa a que está llamado el universo y en la que el hombre participa de modo especial, a diferencia del universo. El ser humano tiene la posibilidad de conectar con el amor, que es el corazón de la vida, el amor y la libertad.
Así pues, el hombre tiene que convertirse. Ser acompañado implica cambio del modo de vida. La conversión es la prueba que testifica que uno se ha encontrado con el amor de Dios, que es lo que cambia verdaderamente la vida. Después viene creer. Eso es lo que magníficamente nos dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium y que recoge de manera increíblemente inspirada Cantalamessa, el predicador pontificio. Es clave la diferencia que nos quiere hacer ver entre lo que significa la conversión en el Antiguo Testamento y el Nuevo, porque cambia toda la teología a partir de este radical cambio de mirada antropológica:
Convertirse significaba siempre «volver atrás» (como indica el mismo término usado en hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la Alianza violada, mediante una renovada observancia de la Ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: «convertíos a mi […], volved de vuestro camino perverso» (Zac 1:3-4; cfr. también Jr 8:4-5). Convertirse tiene por lo tanto un significado principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación llegará a vosotros. Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3:4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos en el inicio de la predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse no significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada «decisión del momento» delante de la realización de las promesas de Dios. «Convertíos y creed» no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea, creed; ¡convertíos creyendo y creed convirtiéndoos! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: «Prima conversio fit per fidem», la primera conversión consiste en creer (santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 113, a, 4). Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más: pecado-conversión-salvación («Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros»), sino más bien: pecado-salvación-conversión. («Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros»). Los hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4:4).42
Y por eso añade otra revolución antropológica traída por el Evangelio, sutil pero definitiva, que es una fuente de motivación para el acompañamiento única. «Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”» (Jn 3:16).43
4. LA ALEGRÍA, HORIZONTE DE LA PROMESA DE UNA TIERRA NUEVA, DEL REINO
El fin de la lógica del don que permea todo anuncio del Evangelio, y que es la esencia del kerigma, es la alegría, nos dicen Pérez Soba y Livio Melina citando a san Agustín: «La alegría completa es la que se contiene en la misma comunión, la misma caridad, la misma amistad».44
En términos de acompañamiento, la frase que todo el mundo recuerda del Evangelio es: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16:24). Esta frase los convence de que el Evangelio es sinónimo de sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría por seguirlo. En un primer momento es cierto, porque Cristo no aliena ni engaña a ninguno que pretenda seguirlo: su camino va hacia Jerusalén, al calvario, a la muerte de cruz. Pero en el Evangelio esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. «Me siga», a través de la cruz, a la resurrección, a la vida, ¡a la alegría sin fin!, que no es otra cosa que la comunión con el Hijo de Dios.
Es sintomático que las tres exhortaciones apostólicas que ha hecho el papa Francisco desde que empezó su pontificado contengan el término alegría: Evangelii gaudium, Gaudete et exsultate, Amoris laetitia.
Por tanto, lo primero en el acompañamiento evangélico es compartir la buena noticia con el pecador de que sus pecados no lo van a llevar a la muerte definitiva porque la resurrección de Cristo le ha traído la salvación. Esa alegría que se deriva de la recepción de la buena noticia y el agradecimiento consiguiente de sentirse perdonado, recreado, es lo que hará que el pecador anhele la conversión y el cambio de vida. Solo desde el agradecimiento sale la necesidad de buscar la virtud.
Este es el objetivo del acompañamiento: llevar al hombre al descubrimiento de que está constituido antropológicamente para la alegría sin fin. Lo cual no quiere decir alienarse y mirar a la muerte, al dolor o al pecado con desprecio o arrogancia, sino que es una invitación a mirar a aquel que lo venció y que nos llena de esperanza en todas esas situaciones. El único obstáculo a esta forma de vida es mirarse a sí mismo, como nos muestra el pasaje de Pedro en el mar de Tiberíades. Excelente imagen de lo que es el acompañamiento: ir caminando por encima de las aguas —caminando por encima de los acontecimientos de muerte que nos cercan— con los ojos fijos en Jesús, que inicia y lleva a la perfección nuestra fe (Hb 12:2). El que acompaña dice al acompañado: «No te mires ni te escandalices de lo que haces ni de lo que crees que eres; no me mires tampoco a mí, mira a Aquel —mucho más grande que yo— a quien yo miro». Es también la misión de Juan Bautista: «Detrás de mí viene uno mucho más grande que yo… Helo ahí, miradlo: es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1:29).
A esta alegría del Reino, que cumplimenta las promesas hechas a nuestros antiguos padres, solo se llega a través de un encuentro. No es el fruto de una conquista personal, ni la recompensa por méritos, ni el cumplimiento de unos objetivos. Todo descansa sobre la última de las claves antropoteológicas bíblicas, que es la mirada misericordiosa de Dios. El concepto de misericordia está muy manido. Semánticamente ha sido desvirtuado por un uso excesivo cargado de sentimentalismo. Debe ser recargado semánticamente y restaurado retornando a su significado originario. Se trata, por tanto, de no usar mal el concepto misericordia, como una especie de táctica reparadora, compasiva, de hablar de la mirada meliflua de un Dios emotivista, sino de engendrar una nueva criatura. La palabra misericordia es un helenismo mal traducido al latín. Hay que mirar al original hebreo, que tiene que ver con la matriz. La misericordia no es benevolencia, ni empatía, ni mirada desde el corazón enternecido ante la miseria de otro. No es que Dios mire para otro lado o no les dé importancia a las desviaciones del hombre del plan de Dios. No es eso. Porque esas desviaciones son causantes de la muerte del ser, de la muerte óntica de la que habla san Pablo. Esta visión de Dios es paternalista. La palabra misericordia, rahamin («Hen, hesed, rahamim»45 es como empieza el salmo 50, llamado Miserere por ello), en hebreo significa ‘matriz’. Eso es lo que pide David: ser introducido de nuevo en la matriz, o sea, regenerado, porque, indefenso como un feto, queda desprotegido y expuesto a la intemperie de la impiedad. Se accede a vivir en fiesta, a entrar en el banquete, a disfrutar del Reino siendo recreado. Todos los pasajes evangélicos que hablan de curaciones o de diálogos sobre la luz o el agua están codificados en términos de recreación: el barro del ciego de nacimiento es el memento de la creación del Génesis, la saliva en la boca del sordomudo, el diálogo en el pozo de Jacob con la samaritana, el diálogo en la noche con Nicodemo…