Читать книгу La fuente última del acompañamiento - Ángel Barahona Plaza - Страница 9

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Introducción

Todo lo que puede decirse es nada [...], la realidad es absolutamente incomunicable. Es lo que no se parece a nada, que no representa nada, que no explica nada, que no significa nada, que no tiene duración ni lugar en el mundo o en un orden cualquiera. […] Todo lo que se puede poner escrito es una nadería. Lo que no es inefable carece de toda importancia.1

Todo lo que pueda decirse sobre el acompañamiento bíblico es nada, porque concierne a lo esencial de la naturaleza humana y lo esencial de la revelación divina. Lo esencial de la naturaleza humana, porque el hombre es un ser creado en y para la relación con el Creador y con las otras criaturas. Lo esencial de la revelación divina, porque la Sagrada Escritura nos habla de que ese Dios no es un ser distante, abstracto o fruto de una imaginación delirante, sino que actúa en la historia y se relaciona con los hombres más allá de lo que su subjetividad es capaz de entender. Si actúa en la historia, significa que quedamos autorizados para pensar que acompaña en el día a día a los hombres que ama y que necesitamos una nueva exégesis para acercarnos a su comprensión.

Hoy en día se somete a la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos solo de nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer. Y el Anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo; solo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos.2

Esta advertencia de Benedicto XVI es pertinente porque vamos a intentar desglosar esta relacionalidad de Dios con los hombres en su historia como parte constitutiva de su naturaleza (difusiva), esa cercanía que nos permite hablar de que Dios acompaña al hombre con toda legitimidad. Cuando esa relacionalidad es del hombre con Dios, fundamento de toda otra relación entre personas, damos un salto ontológico que solo la encarnación del Verbo nos permite salvar.

YHWH crea al hombre con la intención, según el Génesis, de que sea el señor de su creación, pero, por un fallo trágico, el ser humano, hombre y mujer, decide desconfiar de su bondad expulsándose a sí mismo del paraíso creado para ambos. Para acompañarlo en su itinerario vital de retorno al paraíso que añora, YHWH elige personas y mediadores que sirvan de acompañantes. No es amistad, no es hacer compañía, compartir afinidades o dar consejos. La Biblia nos muestra que el acompañamiento es la pretensión amorosa, desde la eternidad, de un Dios Creador para con su criatura, para que esta, que por un acto de libertad decidió sospechar de la bondad de su Creador, vuelva en un nuevo acto de libertad a poseer el paraíso, vuelva a la comunión. Si el primer acto original fue de soberbia, este segundo acto requiere de humildad. Dejarse acompañar.

Este hombre está situado en un entramado de relaciones con las cosas, las personas, la memoria, la pertenencia y las aspiraciones, ataduras que le hacen difícil dejarse acompañar. Este ser-en-relación está siempre concernido por un dinamismo inagotable en su aprendizaje, en permanente cambio. Su modo de ser es el de un nómada llamado a la existencia por otro. Lo que lo constituye como humano es tener que ponerse en camino por una llamada que le reclama reconocerse como criatura amada, como hombre, en el contexto de la familia humana a la que pertenece.

El Señor llama en las coordenadas de nuestro mundo cultural, actuando dentro de nuestros valores, de las cosas que son importantes para nosotros, y lo hace según la lógica de la Encarnación, es decir, asumiendo nuestra realidad, para entrar en nuestro mundo y así poderse explicar, hacerse comprender.3

Todos necesitamos ser acompañados, de una u otra forma, por una u otra persona. El hombre no puede vivir solo, necesita ser ayudado desde el nacimiento hasta el momento de la muerte. Los dos momentos de impotencia más importantes del devenir humano abren y cierran un interludio que también es tiempo oportuno para ser acompañado.

Como decimos, solo hay una condición a priori para ser acompañado en este camino de vuelta: dejarse. No se trata de ser perfecto,4 de la bondad aparente que uno exhiba, de tener determinadas cualidades o de la disponibilidad para la aventura humana que empieza; se trata solo de reconocerse vulnerable y aceptar ser acompañado, se trata de reconocer que allí donde hemos querido ser nosotros mismos enfrentados al proyecto de Dios no nos hemos realizado. Si hay una dificultad para ser acompañado o para acompañar es el apego al propio yo, consciente o inconscientemente. Es difícil, a no ser que uno se encuentre en estado de necesidad o sea lo suficientemente humilde, aceptar sinceramente que el otro pueda aportarnos algo. Hemos aprendido a resignarnos o a arrostrar con orgullo ciertas limitaciones y a exhibir los talentos o capacidades ostentosamente a fin de facilitarnos a nosotros mismos la convivencia con los demás. Pero hay otra vía que aprender a recorrer:

No se trata de liberarse de los pecados, de las desviaciones, de los vicios, sino de liberarse de aquello que en sí es un bien. Para ser más preciso: mi voluntad necesita liberarse de los dones que Dios me ha dado, de las cosas buenas que otros me han dado y que ahora yo poseo, pero a las que me aferro en la mordaza de una voluntad posesiva; esa posesión que se alza en el hombre desde el abismo de la insuficiencia de la vida con la que está marcado después del pecado. Después del pecado el hombre no soporta no ser la fuente de la vida, por lo cual no quiere ni siquiera escuchar que la vida le puede venir solamente de la comunión con el Dios santo y fiel.5

Esa vía es la de aprender a ser. Casi todos somos un mosaico constituido de las experiencias y los aprendizajes de otros, pasados por el tamiz de la subjetividad. Nuestra naturaleza constitutivamente mimética nos permite aprender de otros siempre y de todo lo que observamos, sin distinciones morales acerca de si es bueno o malo lo que aprendemos. El acompañamiento, inspirado en la narración bíblica, trata de ordenar, discernir y asimilar como propias esas experiencias y ponerlas en juego de una manera personal con la mira puesta en el servicio a los otros. Se trata de aprender a ser libre, a salvaguardar cierta autonomía, con la delicadeza de saber que sin el otro-otro nadie es nadie. La falsa autonomía del hombre posmoderno, que se cree solo y que se piensa como el principio y fin de todas las cosas, solo conduce a la frustración, y a veces a la desesperación, cuando la vida nos acorrala contra la Cruz.

Se podría decir que el acompañamiento está de moda. En el ámbito educativo hay una proliferación sin precedentes de actividades formativas, iniciativas y escritos con el acompañamiento como propuesta central. No digamos nada del ámbito eclesial, donde el santo padre Francisco es el primero en atribuir a este concepto un lugar privilegiado trufando incansablemente sus intervenciones y documentos con llamadas a plantear tanto nuestras relaciones intraeclesiales como nuestra misión de cara al mundo en clave de acompañamiento.6

Está de moda, pero no es difícil ir más allá de este hecho y aceptar que, además de una moda, es la respuesta a una necesidad antropológica. Acompañar, en efecto, es un verbo que guarda una relación semántica estrecha con la palabra camino, pues acompañar no es otra cosa que ‘caminar junto a otro’.7 Y la del camino —con toda una serie de metáforas o ideas asociadas, tales como peregrino, viaje, aventura…— es una imagen clave para aproximarnos a dos realidades misteriosas sin las que es imposible comprendernos a nosotros mismos: la vida y la fe.

El hombre es el único ser que viaja. Más aún: antes de emprender en su vida este u otro viaje, su vida es en sí misma el viaje y a él cabe definirlo en consecuencia como Homo viator, un ser que camina. Por supuesto, la fe cristiana siempre ha visto al hombre como un ser que peregrina por este mundo camino de su patria verdadera, pero incluso de tejas abajo es obvio que el hombre está siempre en camino y que solo cuando está en camino es verdaderamente hombre. No somos seres llegados, sino seres en marcha, esencialmente dinámicos, en crecimiento durante toda nuestra vida. Seres llenos de potencialidades maravillosas, de forma que la tarea más importante para cada cual es precisamente actualizarlas recorriendo el camino que nos lleva hasta la estatura humana a la que estamos llamados. El hombre no debe perder nunca la tensión hacia aquello que ya es, pero no todavía en plenitud. Su vida es un puente entre el ya y el todavía no. Mientras hay vida, hay movimiento y camino por recorrer. Detenerse es boicotearse a uno mismo.

Con el inmenso don de la vida, cada uno de nosotros recibe también, por lo tanto, la llamada a vivirla en plenitud, y responde desde su libertad recorriendo el camino que hay entre el hombre que ya es y el que está llamado a ser. Es una tarea en la que nadie puede ser sustituido, pero en la que todos necesitamos ser acompañados, pues de ninguna manera está garantizado que este viaje vaya a llegar a buen puerto. Para empezar, el rumbo no está trazado inequívocamente en ningún GPS. En la mochila no llevamos una hoja de ruta clara que nos indique la meta y la senda, sino muchos anhelos y muchas preguntas: ¿quién soy yo?, ¿qué espero de la vida y qué espera la vida de mí?, ¿dónde encontrar las fuerzas para amar y para sufrir?, ¿dónde se cumple este anhelo de plenitud que me constituye?, ¿cuál es el sentido de mi vida y de los acontecimientos, si es que tienen alguno?…

El ser humano es, en suma, persona: un ser libre y en camino que se hace preguntas y busca (Homo quaerens), pero, sobre todo, un ser abierto a los otros que vive del encuentro con los demás, que necesita ser acogido, cuidado, levantado, consolado, iluminado, guiado, educado, amado… Cada uno de nosotros debe la mayor parte de lo que es y tiene a este acompañamiento que otros le han prodigado —padres, maestros, amigos, educadores, catequistas, sacerdotes—, así como muchas de las dificultades que experimentamos se deben a las deficiencias en el acompañamiento que hemos recibido.

Podría decirse, pues, que, por su condición de Homo viator, el hombre es además un Homo educandum y comitandum, un ser que ha de ser necesariamente educado y acompañado. Y un ser llamado también a la misión de acompañar a otros a través de la paternidad, la educación, la amistad, el trabajo asistencial, el ministerio sacerdotal, etc. Somos seres que caminan y que buscan, y que, en ese camino y esa búsqueda, acompañan y son acompañados. «En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, en búsqueda de la verdad. La Iglesia participa de este anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser».8 Así se expresaba Benedicto XVI en un lugar tan oportuno para recordar estas verdades antropológicas como Santiago de Compostela.

El acompañamiento no es, ciertamente, una realidad exclusiva del ámbito cristiano ni del ámbito religioso; es una necesidad inherente al hombre, derivada de su ser personal y radicada en su dimensión espiritual. Y esta, la vida espiritual, es una experiencia que pertenece a toda persona, no solo a los creyentes o a los cristianos, «es una dimensión de la experiencia humana en cuanto tal, en la cual se decide y se busca el sentido de la vida».9 Esa vida espiritual, aunque la llamemos a veces vida interior, no es una vida vivida solamente de piel adentro, en el reino de taifas de la propia intimidad. Todo lo contrario: si se vive de forma adecuada, es una experiencia comunitaria y dialógica que reclama el acompañamiento.

En esta obra, no obstante, ahondaremos en la relevancia que tiene el acompañamiento específicamente para la fe cristiana. En esta reflexión aflorará la imagen del camino, fundamental también para comprender la vivencia de la fe bíblica. No es una imagen anecdótica o pintoresca, sino central y privilegiada. Así lo manifestaba hace algún tiempo el entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio: «¡Qué buena la palabra camino! La experiencia religiosa inicial es la del camino. A Dios se lo encuentra caminando, andando, buscándolo y dejándose buscar por Él».10 Así se constata una y otra vez a lo largo de las Sagradas Escrituras, que con toda justificación podemos considerar la fuente última del acompañamiento.

La fuente última del acompañamiento

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