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5. Jacob: el acompañamiento como combate

1. LA ELECCIÓN DE DIOS

El pasaje que vamos a comentar tiene dos aspectos importantes para el acompañamiento espiritual: Jacob es el elegido; Esaú, el rechazado. Esta elección es un escándalo que habla de la arbitrariedad de un Dios incomprensible para la mentalidad justiciera humana. Entre otras cosas porque Esaú es mucho más coherente y mejor hijo que Jacob desde el punto de vista humano. Y el segundo es que esta elección no se basa en las virtudes o dones que nosotros juzgamos en los demás. La mirada de Dios ve más lejos que la nuestra: mira al corazón y discrimina entre el hombre que sabe discernir lo verdaderamente importante y aquel que no sabe.

En el Génesis 32:23ss. nos hallamos ante un texto intrigante, cuando no misterioso, en el que un hombre tiene un encuentro místico con lo absolutamente Otro. Este encuentro, definitivo en la vida del patriarca, es la culminación de un recorrido histórico de encuentros y desencuentros con YHWH.

Jacob se llamaba el personaje que da protagonismo a esta historia. Hijo de Isaac y padre de José, el patriarca de cuyo nombre procede Israel, nos habla de la importancia de ese personaje enigmático con el que Jacob tiene que luchar. Jacob es la historia de un acompañamiento en toda regla. Elegido por Dios para ser amado desde el seno materno, ha de experimentar en su carne las consecuencias de sus decisiones libres al margen de lo previsto para él en la historia.

Desde el primer momento, el relato se centra en la rivalidad entre dos hermanos, que además son gemelos. Tal como se relata en el pasaje del Gn 25:19-27, la vida de Jacob cuelga inseparable de la de su hermano Esaú:

Isaac suplicó a YHWH a favor de su mujer, pues era estéril, y YHWH le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «Siendo así, ¿para qué vivir?» y se fue a consultar a YHWH. YHWH le dijo: «Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el hermano mayor servirá al pequeño». Cumpliéronse los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob (Gn 25:21-26).

El primer dato que llama la atención es que los dos son fruto de una matriz estéril52 que experimenta una acción sobrenatural de la que brotan dos mellizos que, desde ese seno, están abocados al conflicto. Lo que en un principio se presenta como un regalo, don divino, cuyo énfasis remarca que la vida es un regalo gratuito, inapropiable por parte del hombre, es inmediatamente fuente de un conflicto mimético: la envidia, la búsqueda de la propia identidad irreconciliable con la presencia del otro. Ya en el vientre de su madre entran en competencia, pelean y se incordian. La madre, previendo que va a ser una eterna fuente de rivalidad conflictiva, percibe el futuro como una maldición, por lo que confiesa que no merece la pena vivir y consulta a YHWH. La simetría es total, con la pequeña diferencia de que uno es el segundo en nacer, es el hermano del otro. Como cuando a un niño lo definen al presentarlo como el hermano de otro, Jacob ya sabe que su identidad dependerá siempre de la de su hermano, el primero en ver la luz. Es por esto por lo que ya antes de salir del útero se agarra al primogénito por el talón y no lo quiere dejar salir tratando de adelantarse a él: pertenece al ser del hombre tener al otro como doble de uno mismo.

Es el caso paradigmático de gran parte de nuestros alumnos, de mentorandos o acompañados, que tienen que escuchar todos los días comparaciones acerca de cómo es o cómo hace las cosas uno u otro de los hermanos.

En el seno de la relación fraternal se encuentra siempre una de las fuentes del sufrimiento humano, también del gozo, pero sobre todo de la rivalidad sin objeto, cifrada en la competencia por ganar territorios afectivos, materiales o simbólicos en la relación con los padres. Este sufrimiento es universal, necesita ser acompañado, porque basta hacerlo explícito para que el acompañado lo reconozca como fuente de su insatisfacción, de su dolor, de su necesidad de reconciliación para ser feliz.

En la propia etimología de Jacob se encuentra velado este secreto con un juego de fonemas como aqev, que significa ‘talón’, ‘calcañar’ y que deriva del verbo aqav ‘talonear’, ‘suplantar’, y ya-aqov ‘suplantador’, ‘zancadilleador’, ‘prevaricador’, ‘mentiroso’: «¿Quizá porque se llama Jacob me ha suplantado dos veces?», dice Esaú en Génesis 27:36. Algo que para nosotros puede no significar nada para un semita tiene mucha importancia, porque el nombre representa una sustancia, una realidad esencial unida a ese nombre de forma inextricable como a la propia naturaleza de la persona que lo sustenta. Además, este calificativo perdura en la tradición profética que lleva a Jeremías a expresar la corrupción moral de Israel con la expresión ka-lach.aqov ya.qov, que podría traducirse con una perífrasis verbal como «es esencial a la naturaleza del hermano engañar, jacobear», y que perdurará como imagen de lo negativo en Isaías 43:27. Como signo de lo importante que fue para la autopercepción de Israel se pueden ver los Salmos 41:10, 49:6; Os 12:3-4, y Jn 1:47, donde hasta Jesús recurre a este significado refiriéndose a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay “engaño”», frase en la que israelita nos recuerda enfáticamente el nuevo nombre que recibirá Jacob después de la lucha que sostiene con ese ser misterioso en el vado de Yabboc.53

2. LA IMPORTANCIA DEL ROSTRO DEL OTRO EN EL AT PARA UNA COMPRENSIÓN DEL ACOMPAÑAMIENTO

Es en la relación con el hermano donde se cuestiona la verdad de la propia identidad. Uno no se puede definir sino respecto al otro, como en toda relación gemelar. Uno lleva al otro tan dentro de sí que no puede vivir sin compararse, sin definir sus pasos en el cálculo de los pasos del otro. Ser acompañado reclama tener en cuenta la filiación y las relaciones fraternales sobre las que se fragua la personalidad y el carácter. La Escritura nos muestra cómo no es lo mismo ser el primogénito que el segundo, que ser mujer u hombre, que ser el pequeño. El orgullo, la docilidad, la ternura, la amabilidad, la violencia son herencias del útero familiar.

Tanto es así que Jacob, aunque advertido por su madre de que Esaú lo quiere matar en cuanto muera Isaac, por el afán de resarcirse derivado del robo de la primogenitura, en los veinte años que pasará en Jarán no parece pensar en otra cosa que en la sed de venganza de su hermano. Tiempo insuficiente, paradójicamente, para que la ira de Esaú se aplaque. Está metido en sus entrañas como desde el día del nacimiento, es parte de él mismo, es su simétrico, su antagónico, su rival, su mismo ser. Mientras está en casa de Labán, este lo jacobeará (Gn 29-31), lo engañará trapicheando con los beneficios y el pacto que hace con Jacob de mutuo enriquecimiento. Pero la promesa por parte de Dios de una tierra hecha a su ancestro, Canaán, exige un viaje de vuelta (Gn 28:34). En Génesis 27:41-45 se relata la posibilidad de retorno, que el género talmúdico y midrásico aportará como uno de los descubrimientos teológicos más profundos del judaísmo: la teshuvá,54 la capacidad de retorno, de arrepentimiento, de volver a nacer, que pasa en Jacob por la reconciliación. En ese viaje sucederán dos acontecimientos importantes: el sueño de la escala de Betel (Gn 28:10-22) y el de la lucha del vado de Yabboc. Tanto en la salida como en la vuelta a la Tierra Prometida, el misterio de Dios envuelve la vida de este hombre y ambos acontecimientos están presididos por la relación intempestiva con su hermano (Gn 28:17, 31:42-53). Estas relaciones fraternales son extensibles como paradigma de toda relación humana; ya se trate de tribus, clanes, naciones, amigos, enemigos o hermanos, no somos nosotros mismos sin otro enfrente que nos define, nos disputa el ser, nos concede la identidad. Sin duda, es la Escritura (Torá) la fuente de la que mana la importancia que Levinas concede al rostro (panim) del otro: la alteridad es primaria ontológicamente. El cuidado del otro necesitado hace que en Levinas la ética sea la filosofía primera. El otro es cualquier otro, aunque las figuras bíblicas que él utiliza sean el huérfano, el pobre y la viuda.

Las preguntas que suscita el relato son muy interesantes para entender lo que es acompañar. YHWH entra en relación con el hombre desde el seno materno. Deja que el hombre crezca con sus traumas, las condiciones que la historia impone (ser mellizos), tener rivalidades y envidias, etc. Pero no deja de aparecer para tener un diálogo continuado en el tiempo, que no condiciona, pero marca las reglas del juego, la continuidad de la Alianza. ¿Por qué es tan importante la bendición? ¿Por qué huye Jacob de Canaán?, ¿por el odio envidioso, mimético a su hermano, o porque no le es posible al hombre vivir odiando? ¿Por qué Jacob hace el camino inverso al otro patriarca de Israel? Abraham había salido de Ur de Caldea —en realidad, Jarán—con el hijo de su hermano, Lot (Gn 12:1-5), y llega a Canaán. Mientras que Jacob, que también tiene que vivir como Lot con su tío, deja el país de Canaán para ir a Jarán, como si no fuera apto para vivir en esa tierra prometida hasta que no se haya reconciliado con su hermano. Parece ser así, puesto que el hermano irrumpe de nuevo en escena como paso obligado, como puente en el Jordán, para poder volver. Esaú se había mantenido como una obsesión, incapaz de eludir su presencia en los sueños y en la vida cotidiana, en las apariciones, hasta tal punto que Génesis se detiene en detalles acerca de la simetría, del rostro a rostro, en la lucha del vado de Yabboc.

En ese relato, el término rostro aparece un número determinado de veces queriendo expresar indudablemente algo importante: mirar a otro cara a cara es casi una provocación, a la vez que un reconocimiento, es la simetría perfecta, la reciprocidad por excelencia. Es el paradigma del enfrentamiento, en el que el otro es nuestro espejo, nuestro antagonista, el que puede imitar nuestros gestos mirándonos de frente, aquel que en sus gestos imitativos nosotros podemos reconocernos a nosotros mismos. Pues bien, la palabra rostro aparece hasta siete veces en el relato (Gn 32:4.17.18. 21.22.31, 33:10): panim. El poder mirar a su hermano cara a cara parece ser la única vía de reconciliación (32:21-22), y la condición para llegar a la reconciliación pasa por el lugar, Penuel (panim-El ‘rostro de Dios’), nombre con el que Jacob bautizará el sitio donde tendrá lugar la lucha nocturna. Hasta la geografía va a tener que ver con los acontecimientos y se va a someter a ellos. En el original hebreo, panim se repite sin duda porque el hagiógrafo busca darle un significado profundo: «Aplacaré su rostro con el regalo que precede a mi rostro, y luego podré ver su rostro, tal vez me ponga buen rostro. Y así pasó el regalo delante de su rostro, mientras él pasó aquella noche en el campamento» (Gn 32:21-22).55

La repetición simétrica de las expresiones su rostro/mi rostro se encuentra advertida por Girard en sucesivos pasajes de la Escritura, como, por ejemplo, su hijo/mi hijo en el pasaje del juicio de Salomón (1.ª Reyes 3). La frecuencia es demasiado notoria como para ser arbitraria. Y además estará presente en el relato cuando suceda la reconciliación: «Si he encontrado gracia a tus ojos acepta el regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado simpatía» (Gn 33:10).

Es un lugar común en la Escritura que el ver el rostro de Dios sea sinónimo de muerte. Moisés solo podrá ver su espalda o una zarza ardiendo. ¿quién podrá seguir vivo después de ver el rostro radiante de Dios? El hombre no puede aguantar la mirada esplendente del rostro de Dios sin refulgir, sin quemarse, siguiendo vivo: Ex 34:29-35 (cf. también Ex 3:6, 19:21, 20:18-21, 33:18-20; Lv 16:2; Nm 4:17-20; Dt 5:23-27, 18:16; Jc 13:17-23; Ex 3:13, 4:24-26, 33:18 y 33; 34:59.29-35; Nm 20:12-13; Dt 1:37, 3:26, 32:50-52; Nm 12:1-10; Dt 34:10, etc.). Jacob contempla el rostro de su hermano como si fuera el de Dios. El otro es Dios para el hombre. Así, hacerle a cualquier hombre una ofensa es como arrojar piedras al rostro de Dios. Si la mirada del otro, sus ojos, me muestran simpatía, un mismo sentir, es Dios el que me mira también. Si a Dios no se le puede ver porque es sagrado, el otro también es sagrado, pero se le puede ver y, a través de él, ver el rostro de YHWH. Levantar los ojos, ver en el rostro del otro a Dios, es la condición sine qua non de la reconciliación. Ya no hay dos rostros, sino uno que refleja la misma imagen, la identidad, Dios mismo. Ver en el otro los rasgos de la cara de Dios es verse a sí mismo, imagen del propio y mismo Dios. Cuán importante es en nuestras relaciones cotidianas que veamos a aquellos que nos han sido designados para que los acompañemos como el rostro de Dios. No ha llegado todavía el Evangelio con el mensaje explícito de que el otro es Cristo, pero ya tenemos un anticipo en este pasaje.

Antes de que suceda esto con Esaú, va a venir el relato central de este estudio: la lucha cara a cara con Dios mismo: «panim el panim» (Gn 32:31).

Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboc. Les tomó y les hizo pasar el río e hizo pasar también todo lo que tenía. Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquel. Este le dijo: «Suéltame que ha rayado el alba». Jacob respondió: «No te suelto hasta que no me hayas bendecido». Dijo el otro: ¿Cuál es tu nombre? —«Jacob»— «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel: porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido». Jacob le preguntó: «Dime por favor tu nombre». — «¿Por qué preguntas por mi nombre?» Y le bendijo allí mismo.

Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva». El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo. Por eso los israelitas no comen, hasta la fecha, el nervio ciático, que está sobre la articulación del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático (Gn 32:23-33).

El velo que envuelve el texto sigue corrido sobre el misterioso personaje: ¿es un hombre o un Dios, o las dos cosas a la vez?,56 ¿quién es el que comienza la lucha?, ¿por qué, en el transcurso de ella, el forcejeo no tiene aparente vencedor, pero al final es Jacob el que pide ser bendecido, como lo pide un súbdito?, ¿por qué el que se había servido de la pierna de su hermano para zancadillearle, hacerlo tropezar, ser piedra de escándalo sufre sobre su propia pierna el estigma de la cojera? El verbo que se utiliza para decir que se ha quedado agarrado a la pierna del vencedor (Dios/hombre) es avaq, que va en asonancia con Iabboc y con ya·aqov. Pero lo más importante es que permite deducir que se trata de una lucha cuerpo a cuerpo, agarrados, mediados por la pura fuerza corporal, como solo constreñidos en el útero puede suceder, una perfecta simetría. El vado respeta la casi homofonía: Yabboc. Así como el gesto del abrazo y el no soltarlo: amar y abrazar sin soltar en hebreo: hb,/.hbq (Gn 34:12; Os 3:2; Ct 8:7; Pr 4:6-9). Es más, Jacob sale de las aguas del vado bautizado, como quien sale rompiendo aguas del útero materno. Jacob vuelve de la muerte anunciada con un nombre compuesto que no deja lugar a dudas: Dios es el hermano de Is-hrael, su rival y su compañero.57

Tantas veces veremos en el acompañado cómo el reto que plantea al que lo acompaña, en sus dudas, sus preguntas y sus respuestas, es una forma derivada de entablar un combate con Dios mismo. Como muy bien captó Nietzsche, Dios es el único rival del hombre digno de ese nombre. Pero sigamos con nuestra historia.

3. EL COMBATE DEL HOMBRE CON DIOS

Paso difícil pero obligado es el vado que sirve de puente entre los hermanos, donde el Jordán permite pasar con el agua casi por la cintura, pero en el que de noche no se pueden ver las piedras, que harán tropezar a todo el que lo intente para llegar a la tierra de Canaán. Paso que introduce en el valle que lleva a Siquén, donde se encuentra el pozo donde viera por primera vez a Raquel en el camino de huida y en el que la historia de Israel se detendrá en varias ocasiones importantes.

En suma, todo el relato resulta ser un tratado sobre el acompañamiento: YHWH previendo que el hombre en su libertad va a fracasar en sus relaciones fraternales con otros hombres, empezando por los hermanos de sangre, había previsto un camino de retorno, a través de la búsqueda de sí mismo, de la reconciliación consigo mismo primero, con su hermano después y, por último, con ese ser misterioso que lo ha elegido desde el nacimiento. Por eso le preguntará cómo se llama. Dar nombre es adueñarse del ser del otro, bautizarlo, es hacerlo volver a nacer, ahora sin gemelitud, sin ser dos, la doblez se torna unidad. Ya no se llamará más Jacob, el prevaricador, el mentiroso, el trapacero, sino Israel: «Has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido» (Gn 32:29). El hombre que lucha con Dios sale fortalecido de ese combate. Son muchos los místicos que han visto en este relato la noche oscura de la fe, la soledad óntica del hombre frente a las pruebas a las que nos somete la historia, la vida en común, necesaria pero dolorosa, con otros hombres.

Ya no le quedan dudas a Jacob de que la lucha que todo hombre mantiene a lo largo de su existencia no es contra los hombres, ni contra sí mismo, sino contra Dios. Cuando uno se encuentra con Él, esos combates subterfugiales, representacionales, que creemos que son los otros hombres, como obstáculos para nuestra realización, se disipan y dejan a la luz que es con Dios contra el que todo hombre lucha: «Llamó a aquel lugar Penuel. Pues —se dijo— he visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva» (Gn 32:31). El hombre, el otro, aparece ante nosotros con un nuevo rostro, el de la oportunidad para amar, reconocer y ser reconocido, amado. Una oportunidad para descubrir un modo de ser nuevo, fraternal, hijos que comparten un mismo padre, y no un obstáculo, un enemigo que batir.

Jacob se convierte así en paradigma del problema humano. Todo hombre tiene y desafía a su rival, y el único rival digno del hombre es el propio Dios, ningún hombre es suficiente para enfrentarse con un antagonista digno de nuestra categoría. Nuestras disputas son pírricas, pobrísimas, pero les damos una importancia exagerada. Sufrimos en la relación con los otros porque no tenemos resuelto el problema de la relación con Dios. Si Dios fuera realmente nuestro acompañante, los otros no serían vistos como obstáculos para nuestra realización, sino como oportunidades para nuestra conversión, o, lo que es lo mismo, para nuestra felicidad.

La batalla con Esaú, no obstante, es una expresión de la guerra perenne que los hombres entablamos por pan o lentejas. No tanto porque no haya para todos, como parece darnos a entender la historia sembrada de guerras que parecen tener esa motivación, como por ser humillados, por experimentar que nuestro orgullo ha sido aplastado por otro más listo que nos ha robado ese pan, primogenitura, bendición o puesto afectivo, etc. La mayor parte de los conflictos lo son por cuestiones metafísicas, psicológicas, por prestigio, por ser reconocidos, como dirá Hegel. Esta plaga es fácilmente observable en la relación entre hermanos de sangre, pero es también observable entre personas que conviven en cualquier otro ámbito, sea familia, laboral, universitario, religioso, profesional, nacional o político. Esa guerra rival contra otros, que tan bien nos ilustra Girard en su obra, es un antagonismo diferido. Si uno repasa los grandes ateos de este siglo, percibe sin dilación que han sido los más dignos de los hombres buscando con sinceridad a un Dios en cualquier vado del mundo, en cualquier noche de su historia, pero han querido seguir ganando sin saber que perdían. Han querido seguir siendo suplantadores, no de Esaú, aunque también, sino del propio Dios proponiendo utopías para no rendirse, reconciliarse con su hermano, haciéndolos tropezar a todos, reivindicando la primogenitura. Desde Nietzsche y Sartre, pasando por Freud y Marx, hasta Dawkins y Dennet, encontramos la misma desesperación, la misma angustia, la misma necesidad de explicar la injusticia de no ser el primero en nacer, de haber sido robados, de no ser Dios mismo, de haber sido zancadilleados, en esa lucha de tú a tú, cara a cara con Dios, y querer convertirse en el zancadilleador, piedra de tropiezo de Dios, de los hombres. Aquí también la relación fraterna entraña el misterioso infierno que son los otros para cada uno y que nos desvela Sartre en A puerta cerrada.58 Entre los múltiples modos que los hombres usan para zafarse del verdadero problema, encontramos el atajo de buscar en los otros culpables, rivales o fórmulas de escape del sufrimiento al que nos someten, psicológicas, políticas o económicas. No hay otra forma de afrontarlos que de manera radical. Preguntarle a Dios el porqué de ese rostro ininteligible y hostil frente a mí.

Pero estos profetas de nuestro tiempo son falsos, porque no tocan el problema profundo del hombre, perdidos en etiquetas y esencias de difícil comprensión, cautivos de su misma trampa para atrapar a Dios y reducirlo a su propio ego. No entienden la potencia teológica del pecado original. El pecado consiste en que el hombre ha sido invitado por Satán a sustituir a Dios y, como todo otro también quiere ser Dios, aparece inmediatamente la rivalidad. Todo otro me quita el ser, me suplanta, me roba el lugar (Penuel, panim, el otro) que tengo en el mundo, de ahí que la lucha que sostiene Jacob con ese otro, indefinido en principio, sea el paradigma de la lucha de todo hombre con su otro y que permanece a oscuras, sumido en la méconnaissance59 (Girard) hasta que llega el momento de la conversión. Momento de humildad en el que se descubre que «nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal» (Ef 6:12). Es Satán el acusador, el que nos acusa día y noche diciéndonos que no somos hijos de Dios, que Dios no es amor hacia el hombre, sino su competidor. El acusador (Job 1:6; Zac 3:1) «que quiere la muerte del hombre por medio de las mentiras y que cuando dice mentira “dice lo que le sale de dentro”» (Jn 8:44). Satán acusa a los hombres en apariencia para el beneficio de uno de entre ellos, pero actúa al efecto para que aquel mismo acabe por acusarse a sí mismo y por disponerse para la muerte sin fin ni tregua; pero la trampa así tendida no puede funcionar en toda su extensión más que si el último hombre no puede ya deshacerse de su responsabilidad (respecto a las víctimas, pero también respecto a sí mismo), más que acusándose a sí mismo. Para hacer eso, Satán debe desaparecer, traicionar la confianza y traicionar su propia traición hurtándose a sí mismo. Solo esta espantada cierra el infierno: el infierno es la ausencia de todo otro, incluso de Satán; la trampa no deviene infernal más que si su víctima se descubre en ella definitivamente encerrada y, por tanto, como única responsable. La fuerza de Satán consiste en hacer creer que él no existe.60 Pero la lógica de Satán se encuentra presente también en Esaú: «Antes vengarse de sí mismo que cesar de vengarse»,61 al no poder olvidar en tanto tiempo el agravio de su hermano y convertir en objetivo de su vida consumar la venganza.

La grandeza del paradigma de Jacob consiste en que ha sido tentado de pensar que tenía derecho a la primogenitura, derecho a robarla, pero cuando ha visto que esa actitud lo sustraía de la paz, tras su exilio privado en Jarán, de las mieles de la reconciliación, ha dado marcha atrás, ha sido fuerte, ha reconocido la primariedad del otro, se ha humillado y retorna. Ese reconocimiento lo deja cojo, le ha mostrado su debilidad, que es criatura y no creador. Si hubiera querido seguir manteniendo una postura soberbia ante los hombres, mostrando que él no se inclina ante nadie, que él es Dios, no quedaría ningún signo de esa lucha titánica —como la tau de Caín—, ni una señal de debilidad, sino la pírrica corona del endiosamiento, de un Prometeo siempre insatisfecho luchando con dioses de carne y hueso. Jacob no pasaría de ser un Sísifo más, trabajador incansable, que le mantiene vivo la sinrazón de querer demostrarse a sí mismo que está solo en la tarea de subir los montes, afrontar los retos de la existencia cargado de razones patéticas, pesimistas, nihilistas, trágicas, de ser un lince en los negocios, un orgulloso en las relaciones humanas, un líder en medio de la nada del mundo, castigado por la envidia de los dioses a vivir como una pasión inútil. Esta es la tarea del acompañamiento espiritual: anonadarse, experimentar ese descenso kenótico a los infiernos, donde nos está esperando el que bajó primero para ascender con él.

Jacob se ha vencido a sí mismo antes que a Dios, ha vencido su orgullo atreviéndose heroicamente a confesarse a sí mismo que hay un otro siempre más fuerte que uno y que todos. Y que, aunque es un rival nada celoso de su imagen, más allá de toda competencia, lo dignifica soportando la tensión de un combate que estaba ganado ya antes de empezar. YHWH actúa no con el cinismo del padre que sujeta con un solo brazo a su hijo, cuando rabioso quiera patalear contra todo lo que se ponga delante, sino con la ternura del que impide a otro golpearse a sí mismo evitando que se haga daño al darse con algo más sólido que sus puños o su cabeza. Jacob ha comprendido que el agresor es Dios a la vez que ha tomado conciencia de que el dolor consiste en percatarse de que él es el suplantador, el trapacero. La confesión de una falta deja siempre huellas, heridas, señales identificativas de lo que hubo, pero a partir de ese momento son luminarias de lo acontecido. «Toma tu camilla y anda» o «el sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo» (Gn 32:32).

4. EL ACOMPAÑADO EMPIEZA A SER UN HOMBRE NUEVO

Ser un hombre nuevo le ha costado una cojera, pero le ha merecido la pena: será capaz de enfrentarse cara a cara y soportar la mirada de su hermano viendo en su rostro el de Dios, el suyo, el de cualquier hombre. Porque ha sido perdonado por Dios sabe que su hermano tiene razón, que él es un ladrón y que su hermano está en el derecho de exigirle su humillación, cuando menos. Con esta actitud, implora el perdón de su hermano. La única garantía es que ha perdido el miedo a la muerte que le provoca el rostro del otro, su libertad y su capacidad —abierta por Caín— para matar. Si ya no tiene miedo de Dios, que puede dar la muerte con su solo rostro, la reconciliación tiene que ser viendo el rostro; si la lucha es como un acoplamiento fetal, la reconciliación tiene que respetar esa simetría con el abrazo recíproco, la fusión de los cuerpos, como Jacob hará con Esaú, como el padre de la parábola del hijo pródigo hará con su hijo abrazándolo y saliéndole al encuentro y levantándolo de su prosternación, como Dios ha hecho con Jacob. «Luego Jacob levantó los ojos y vio llegar a Esaú» (Gn 33:1).

Levantó los ojos como alguien inferior tiene que hacer para contemplar a un superior y reconoce que está por debajo del otro (como debió hacer el hijo pródigo para ver acercarse a su padre desde lo alto del monte). Lo vio de frente y se adelantó a la comitiva de regalos que pretendían ablandar el corazón del otro: ya no hay objetos en disputa, la primogenitura pasa a un segundo plano, ya no hay bienes ni herencia, objeto de un deseo que aboque a la rivalidad, al antagonismo, ya no sirven las estrategias, todo es del otro, ya se puede mirar sin mediadores, directamente. La sorpresa es que el otro huele esa actitud, se anticipa a ella, disipa las nubes del pánico: «Pero Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y lloró» (Gn 33:4).

El acompañamiento de YHWH ha consistido en elegir a un hombre desde el seno de su madre, dejarlo actuar en la historia desde una libertad intocable y luego hacer todo lo posible por encontrarse con él en los acontecimientos. La lucha titánica tiene que desarrollarse contra Dios. Las personas concretas que obstaculizan esa libertad, esa realización, son el pálido rostro de Dios a través de las cuales se manifiesta la limitación de nuestra soberbia, que solo es imputable a un Dios malvado. Nuestro enemigo es Dios, pero solo un enemigo nos hace crecer,62 salir de nosotros mismos, enfrentarnos a la verdad, desalinearnos, llamarnos al amor.

En el NT Jesús replica la experiencia del AT. Él sabía a quién estaba mirando cuando se encuentra con la samaritana en el pozo de Siquén, porque era consciente de toda la tradición veterotestamentaria. Jesús sabe lo que está haciendo cuando en la parábola repite los pasos de este relato en el encuentro entre el padre y el hijo pródigo —cuyo velado conflicto es la primogenitura, los bienes de la herencia— y cuando presenta la reconciliación obstaculizada por la envidia del hermano mayor. Está mirando cómo su padre ha acompañado a los personajes del AT.

Jacob se prosternó siete veces ante los pies de su hermano como hace un esclavo o un adorador hebreo, que se reserva este gesto solo ante Dios. Siete expresa la totalidad para Israel, no su debilidad o su estrategia. Y es aún más paradójico porque ese gesto sería impensable en un judío: prosternarse ante un hombre como solo debe hacerse ante Dios es un motivo de escándalo (Daniel 3:12-18, 6:11-17, pasaje en el que idolatrar a un hombre con ese tipo de gestos es negar la grandeza de Dios), pero no es esa la intención de Jacob: «Si he hallado gracia a tus ojos, acepta mi regalo de mi mano, porque justamente por esto he venido ante tu rostro como se viene ante el rostro de Dios, y tú me has mostrado simpatía» (Gn 33:10).

Este acontecimiento es figura Christi y es figura hominis, porque ya sea vado de Yabboc, ya sea huerto de Getsemaní, siempre hay un momento en que el hombre ha de encontrarse en el callejón sin salida de la soledad, del enfrentamiento con el rostro de los otros, o ante la muerte misma, antesala del rostro de Dios, que viene detrás. Es lo que en la teología mística se llama noche. San Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o de Calcuta la constatan… Toda acción de Dios milagrosa acontece en la noche: es en la noche cuando Abraham se tiene que poner en camino, es en la noche cuando Israel sale de Egipto en la noche de Pascua, es en la noche cuando habría de tener lugar el sacrifico de Isaac, cuando Jacob ha de enfrentarse a ese otro misterioso que prefigura el combate fraternal con Esaú, es la noche de José en el pozo, es la noche cuando la amada del Cantar de los Cantares sale en busca del esposo, del que solo guarda su olor en la memoria, es en la noche de Getsemaní cuando llega la hora de la verdad a Cristo. Es en la noche cuando el hombre experimenta la inseguridad, es vapuleado, se siente incompetente para vivir, es desde la noche de donde sale el hombre nuevo.

La lucha de Jacob, ante litteram, pronostica el acontecimiento pascual cuyo pregón proclama el «oh, feliz culpa que mereció tan grande Redentor» y «la feliz noche que de la muerte sacó la vida» (del Pregón de la vigilia pascual), en el que toda la Iglesia espera al alba la resurrección, que como brisa suave permita al hombre descorrer la losa de la muerte que nos infiere el rostro del otro, al igual que Jacob descorrió la losa del pozo de Siquén ayudado por el rocío de la Resurrección del Mesías, para que abrevaran los rebaños de Raquel. Por eso Raquel es figura de María, como Jacob lo es de Cristo, que descorrió la losa que sellaba el sepulcro, como este la del pozo en el que abrevaron los ganados de su amada.

Este texto bíblico nos conduce más allá de la solidaridad, de las buenas maneras, de la acción política o de los tribunales de justicia. La deuda que teníamos contraída con el otro la ha saldado el otro, ya no hay compromisos, ya no hay sueldos que devolver, apropiaciones indebidas con riesgo de conflicto interminable. Jacob no necesita los regalos que le antecedan: «Dijo Esaú: “Tengo bastante hermano mío, sea para ti lo tuyo”» (Gn 33:9), ni estrategias de autodisculpa: «Jacob envió mensajeros por delante hacia su hermano Esaú, al país de Seír, la estepa de Edom, encargándoles: “Diréis a mi señor Esaú: Así dice tu siervo Jacob: fui a pasar una temporada con Labán, y me he demorado hasta hoy”» (Gn 32:5).

Llevar al acompañado a enfrentarse con su noche y a experimentar en ese combate el perdón son las dos grandes lecciones que debe ayudar a emprender el acompañamiento. Todos tenemos zonas oscuras que afrontar solos («todos lo abandonaron» no es un recurso literario enfático de los evangelistas). En Jacob, ese terror nocturno es la amenaza de muerte que pesa sobre él por parte de Esaú. En nosotros, ese terror es variadísimo en sus formas. Todos tenemos juicios, lastres en nuestra relación con los otros, temores inconfesados, miedos al futuro, a la soledad, carencias afectivas. Esa lucha hay que enfrentarla.

Pero la más pertinente en este pasaje es la del temor al otro, la amenaza de nuestra seguridad y libertad que supone el otro. Lo paradigmático de la noche de Jacob está en acabar pidiendo la bendición y obteniendo la capacidad para pedir perdón. Ese perdón que restaura el pasado traumático que pesa sobre la espalda que a duras penas conseguimos apagar u olvidar.

Experimentar este perdón restaurador requiere ser ayudado. Previamente, exige que descubramos que somos deudores de una culpa, irreparable con el simple olvido o con mirar a otro lado, contraída en el pasado. El perdón de su hermano lo convierte en su esclavo por el amor recibido, se dona totalmente a él, pero he aquí la paradoja: su hermano solo pretendía esa humillación, ese gesto de reconciliación, ese dolor de la separación expresado; una vez descubierto que no tiene que tener temor a la mentira, al fraude por parte de su hermano, se retira a su tierra. No presenta batalla. «Rehízo, pues Esaú, aquel mismo día su camino hacia Seír» (Gn 33:16) —se’ar: semejante a una pelliza, el truco con el que su hermano lo suplantó— en dirección a Edom (según algunos exégetas, Esaú significa ‘hecho’, ‘acabado’, ‘perfecto’, atributos que encajarían con ser el primero, primogénito, pero son sus adjetivos los que mejor lo definen: fue llamado también admoní ‘rubicundo’) con todas sus mujeres y sus hijos, a vivir en paz en las tierras limítrofes a las de su hermano. No hay disputas reflejadas sobre objetos, ni territorios, ni primogenituras. Las lentejas —«Oye dame a probar de lo rojo, de eso rojo» (Gn 25:30)— que le costaron simbólicamente su primogenitura, ahora se le devuelve en forma de otra cosa roja en donde podrá vivir en paz: la rojiza tierra de Edom (‘âdom ‘rojizo’, también dam63 ‘sangre’). Estos juegos de palabras para un semita expresan la esencia de lo que se quiere decir, los nombres no son gratuitos.

La historia de Esaú, no obstante, permanece semioscura y esa oscuridad nos da una idea de su no inocencia. También Esaú, el violento y orgulloso, tiene necesidad de ser acompañado. El arte de la caza, según Ibn Ezrá, es el de la astucia y el engaño. ¿Cómo puede este rabino atribuirle a Esaú artes engañosas? Yendo a la base real del texto: «E Isaac amaba a Esaú porque le traía alimentos». Pero el texto real difiere del bíblico, literalmente dice: «E Isaac amaba a Esaú porque (había, traía) caza en su boca». Si se dijera «a su boca», pero no, está escrito «en su boca». La oscuridad gramatical es patente: ¿en boca de quién? La respuesta lógico-gramatical es «en boca de Esaú». E Isaac amaba a Esaú porque (había) caza (engaño) en su boca (de Esaú). El amor de Isaac ya no es un amor compensatorio —puesto que Raquel amaba a Jacob, posible fuente de la rivalidad no culpable, la división afectiva de los padres—, un pago por el buen hacer de Esaú, sino que es un amor provocado por las astucias del hijo que se mostraba leal, trabajador y honesto ante el padre para distinguirse del ladino Jacob, apegado a las faldas de su madre. Isaac lo amaba porque debía ser amado, por la rivalidad y simetría del afecto parental y porque el primogénito copia mejor las actitudes del padre. En el acompañamiento familiar es muy importante caer en la cuenta de la cantidad de veces que hacemos agravios que suponen estos temibles peligros a los que sometemos a nuestros hijos. Es verdad que Dios lleva la historia y que, si el hombre se deja iluminar por Él, por su palabra, el final es así de maravilloso, pero otras muchas historias nos corroboran el fracaso. Lo difícil que resulta sobrellevar estas historias fraternas si no se es acompañado hace que merezca la pena ser lo más exquisito que se pueda en el trato, necesariamente diferencial, pero no diferenciador, en la educación de nuestros hijos.

El AT es el anticipo de la revelación definitiva. El pasaje del perdón recuerda el de Lamec prometiendo vengarse siete veces de las afrentas para así dar a entender que el gen de Caín ha dado su fruto. Los hombres creen en este modo de solucionar los conflictos: la venganza. Por este pasaje y el de Lamec en el Evangelio, el discípulo le preguntará a Jesús: «¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?, ¿hasta siete veces?» La respuesta ya la sabemos: «setenta veces siete» (77777777777n), que significa siempre (Mt 18: 21s.).

Pero hay más en la historia de Esaú interesante respecto de lo que es un mal modelo de acompañamiento personal. La imitación perfecta del referente. La siguiente vez que se lo menciona se pone el énfasis en que cumplió cuarenta años y tomó por mujer a la hija de Beeri el hitita y a Bosmat, hija de Elón el hitita. Lo de los cuarenta años parece intentar recordarnos al propio Isaac, que se casó a los cuarenta años con Rebeca, hija de Betuel el arameo, de Padán Arat, hermana de Labán el arameo. Esaú se casa emulando, imitando a la perfección, a su modelo paterno, pero con la diferencia de que establece lazos con las hijas de los hititas: igual pero distinto. Modelo, pero rival del que hay que desgajarse y que conlleva una separación espiritual: casarse fuera del clan es adorar a otros ídolos, cambiar de modelo. No se puede, en el judaísmo, adorar a dioses extraños que alejan de la promesa de una tierra. La rivalidad se extiende a partir de este gesto a los dos pueblos como había sido profetizado en el seno de Rebeca.

Pero continuemos con el otro pueblo, el que va a derivar de Jacob. Deteniéndonos no tanto en el acto fundacional de un pueblo64 (Israel) como en el hecho de que Jacob no mata al otro para fundar, como era costumbre en los relatos mitológicos de gemelos (Caín mata a Abel y funda Nod; Rómulo a Remo y funda Alba, etc.). La victoria no es tanto sobre un hombre, que sería el principio de una revancha inagotable, como sobre Dios, que da por finalizada la lucha, el antagonismo, y potencia la reconciliación. «Por esta razón Jacob ya no se llamará más Jacob: En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido» (Gn 32:29).

Y en este punto Dios pierde el nombre. No se lo dice cuando Jacob se lo pregunta, no importa, esa iconoclastia tiene un sentido: Dios estará en el lugar, en el Betel de peni’el (Penuel), el lugar donde se ve a Dios rostro a rostro, donde se lucha a la vez con él y con todo otro, y solo se vence a Dios («le has vencido»), no a los hombres. Dios es el lugar, y el lugar es el rostro de cada hombre con el que hemos de enfrentarnos. Dios es el que busca el lugar del encuentro con aquellos a los que se compromete a acompañar. «Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre”. —“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel…» (Gn 32:29-30).

Cuando se trata de familias numerosas es muy interesante reparar en el paradigma psicológico y pedagógico que exhibe la Escritura. Hay que traducir el espíritu patriarcal a la época en que vivimos, pero, con pequeños matices diferenciales, se repiten los esquemas. En un principio, se observa una inconfundible rivalidad mimética en la que el modelo, Esaú, se ve amenazado por la imitación, que lleva hasta el extremo de buscar la suplantación al sujeto deseante envidioso, Jacob. La disputa por el objeto —la primogenitura— los convierte en antagonistas. El intento de suplantación o jacobeo mimético es tal que Jacob se disfraza de Esaú para engañar a su padre empujado por la madre. Pero con el tiempo, y contrariamente al desarrollo esperado a la luz de otros mitos coetáneos y relatos de este tipo, no contemplamos la muerte física del otro, tal vez la óntica —se le ha robado el ser, la bendición, la primogenitura—, pero esta tiene retorno: si se da la reconciliación, se puede recuperar el terreno perdido.

Después de ese combate, en el que uno aprende la necedad de toda rivalidad por los objetos, en el que uno cede a sus pretensiones de suplantación mimética, ambos obtienen la recompensa: la bendición como paz, la primogenitura como tierra por medio. La posibilidad de donación al otro no ha traído el anegamiento de uno, sino el emerger de los dos, exentos ya de rivalidad. Se puede descubrir una nueva fraternidad sin la reciprocidad mimética, sin la rivalidad interminable. Este aspecto es inédito en la historia del pensamiento mítico, así como del relato historiográfico; solo la Biblia abunda en este modo de acompañar a los héroes.

Esta es una de las cosas que hace original y genuino el discurso veterotestamentario frente a los mitos y leyendas coetáneos. Frente al final sacrificial, preñado de sangre, generador de un orden social espurio, de una paz efímera traída por el crimen, el relato bíblico permite la reconciliación, la liberación de la rivalidad por la autodonación de uno de los participantes. Las historias bíblicas tienen un final no predeterminado, pero sí orientado: Jacob no puede vivir sin reconciliarse con su hermano.

En la Revelación, las historias de hermanos tienen un papel preponderante. Las relaciones son ir y volver, huir y retornar. Caín y Abel son el paradigma de que YHWH siempre se pone de parte del inocente y corrige al culpable sin represaliarlo, bastante tiene con su propia violencia. En este episodio de Jacob vemos cómo Dios, de esta guerra entre hermanos, va a hacer al hombre extraer una lección: la importancia de la fraternidad, un perdón y una reconciliación. Toda la historia de la humanidad está plagada de estas experiencias de conflicto entre hermanos, naciones, pueblos, en sus luchas por el prestigio, el territorio, igual que en el seno de una familia cualquiera. Jacob y su historia bíblica es un paradigma. Por eso vemos ya la lucha desde el vientre de la madre. Rebeca, que sabe que su hijo Esaú había dicho: «En cuanto muera mi padre mataré a mi hermano Jacob», llama al hijo más pequeño, a Jacob, y le dice: «Hazme caso hijo mío, levántate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada hasta que se calme la ira de tu hermano contra ti y olvide lo que has hecho, entonces enviaré yo a que te traigan de allí. ¿Por qué he de perderos a los dos en un mismo día?» (Gn 20:43-45). Y dice una tradición hebrea que Jacob le contesta: «Yo haré lo que tú dices». Lo mismo que la Virgen ha dicho en Caná de Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2:5). Lo mismo que en el episodio de José con sus hermanos en Egipto: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gn 41:55).

El éxito de un acompañamiento es la obediencia a un tercero y reconciliación consigo mismo, aprender a amarse a sí mismo, algo que solo puede hacerse si uno se reconcilia con el otro, con la historia, y ambas reconciliaciones solo son posibles si uno sabe que es con Dios con el que tiene que luchar. Reconciliarse con el otro no es el resultado de una propuesta moralista, o voluntarista, es la consecuencia de haber librado el auténtico combate con el auténtico rival: el Dios que dice que hace bien la historia, del que dijo el hagiógrafo en el libro del Génesis: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (1:31). Solo en esta aceptación de uno mismo, de que está bien hecho ser el segundo en la familia, el último, el insignificante, se encuentra la paz que permite hacer lugar al otro. La Biblia anuncia el misterio del otro, el problema actual y de siempre, el aprender a compartir la única tierra que es de todos porque pertenece al único Dios, no en competencia los unos con los otros, prevaricando y destruyéndose mutuamente, sino acogiéndose y amándose. Jacob más que Esaú es el hermano, es el misterio del otro.

5. LA PEDAGOGÍA BÍBLICA

En un segundo momento del análisis del texto vemos la insistencia en las homonimias y el gusto por las simetrías lingüísticas que juegan con el término rostro. Advertimos que en el origen de convertirse un hombre en un ser personal está el que pueda mirar y ser mirado a la cara: rostro a rostro. Esa conversión en persona tiene que ver con ponerse en el lugar del otro y, por tanto, en dejar a un lado las rivalidades por los objetos y pasar a descubrir que sin la paz con el otro no se puede vivir. Esa paz con el otro solo puede ser hallada mediante la reconciliación con el Otro. Descubrir que el Otro es el que ha querido que Jacob naciera después y el que quita y da la vida, permite ver el rostro del otro como imagen del Otro y aprender a no reprochar ni envidiar nada. La lucha con Dios simboliza la necesidad que tiene el ser humano de solucionar su relación con lo totalmente Otro para poder vivir con los otros.

Si Dios no existe, ante mi rostro no está la imagen clara, la semejanza de lo que yo soy, y los rostros de los otros son amenazantes, distintos, encubren enemigos potenciales, envidiosos, imitadores y rivales que miran para otro lado, para el de los objetos, deseándolos como si poseyeran la virtud de darles a ellos lo que yo parezco tener. Si Dios existe ante mi rostro, en Él puedo verme reflejado y ver el rostro de los otros como imágenes que reflejan su mismo ser, por tanto, hermanos. Su mirada ya no es la de un rival en condiciones de igualdad, que desea nuestro mal buscando su propio bien, sino que lanza un nuevo mensaje: Tus victorias serán mis victorias, tus derrotas, mis derrotas, y nos permitirá dar un paso más: Vuestras victorias serán mis victorias y vuestras derrotas, mis derrotas. Estas historias personalizadas en personajes singulares encierran siempre a un colectivo: cainitas, edomitas, israelitas…

La pedagogía bíblica es clara: Dios está queriendo acompañar al género humano, a los pueblos y a las personas, mostrando un modelo de acompañamiento a través de la Revelación. La Escritura desvela a través de esas personas parte de la revelación de Dios a la humanidad. El descubrimiento del plan de Dios en Jacob consiste en que el hombre no puede vivir sin reconciliarse con su historia, perdonar a los que nos hacen daño y pedir perdón a los que hacemos daño. Para amar al enemigo, pedir perdón, este pasaje nos muestra el camino. Ser el amado, dejarse amar por Dios, aceptar la elección sin méritos que nos convierte en personas agradecidas a un amor gratuito. Jacob muestra que, para dejarse amar, hay que luchar contra Dios con perseverancia y no soltarle hasta que Él nos otorgue su bendición. Después de encontrar la verdad del amor del Dios que lo eligió, Jacob tiene claro que ha de hacer el camino de retorno, humillarse ante el hermano y cerrar ese capítulo de la historia reconciliándose, de ser lo que es, el hermano segundo que no tenía derecho a la primogenitura. Porque la bendición no es para uno mismo, para sentirse pagado y agraciado, sino para ser conscientes de que somos amados y amar y entregarse al otro.

Ser el amado es el origen y la plenitud de la vida del Espíritu […]. En cuanto vemos un pequeño destello de esta verdad, nos ponemos en camino, a la búsqueda de la plenitud de esa verdad, nos ponemos en camino, a la búsqueda de la plenitud de esa verdad, y no nos detenemos hasta encontrarla y reposar en ella. Desde el momento en que intentamos encontrar la verdad de ser el amado, nos enfrentamos a la llamada de convertirnos en lo que realmente somos. Convertirnos en amados es el gran viaje espiritual que tenemos que hacer.65

Jacob nos plantea la solución al gran problema de la rivalidad entre los hombres que amenaza con autodestruirnos. Las rivalidades entre tribus, clanes, hombres, hombres y mujeres se ciernen sobre el futuro de la humanidad igual que se han cernido sobre el pasado y, en este sentido, el paradigma de génesis es aleccionador. Es por eso por lo que no podemos mencionar en la lista de los pueblos bíblicos a los abelitas, porque ya no están. Como dice Blas de Otero en un poema desgarrador que tiene como referente la Guerra Civil española, «Abel, Abel somos todos». No obstante, hay motivos para la esperanza porque la sangre de Abel y la de los profetas anteriores a nosotros ha sido reasumida en la figura del único Mediador entre Dios y los hombres. Hay una fórmula infalible para la reconciliación, para mirar el rostro del otro de una forma nueva: el perdón que nos trae la brisa suave de la Resurrección de Cristo.66

La fuente última del acompañamiento

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