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LA DECISIÓN DE LEER

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Leer (legere) es elegir (eligere). En definitiva, vivimos eligiendo, seleccionando. Incluso en el ver juega en gran parte la posición de la mirada, la decisión, la voluntad e incluso el deseo. Es cierto que no es lo mismo ver que mirar, pero tampoco leer es simplemente ver. Hoy hablamos de la lectura, por tanto, en un sentido amplio y abierto. Ni siquiera la reducimos a textos o a libros y encontramos referencias a la lectura de edificios y de cuadros, a la lectura de acciones. Y esto no obedece sin más a la irrupción de las nuevas tecnologías. Ellas también han surgido en gran parte gracias a una nueva concepción del leer. Porque, efectivamente, leer es concebir, incluso el texto que se está leyendo que, en última instancia, solo se alumbra en el gesto mismo en el que con hospitalidad nos lo apropiamos, aunque nunca del todo. Él también tiene la maravillosa insolencia de lo irreductible.

Siempre elegimos, incluso cuando creemos no hacerlo y siempre nos desprendemos de algo al hacerlo, así que en la vida de la lectura, en nuestra vida por la lectura, también fallecemos. Al finalizar un libro estamos más vivos y, a la par, más próximos a no estarlo que al iniciarlo. No es que con la lectura se nos vaya el tiempo. Es que con ella nos vamos nosotros. Pero no hemos de incomodarnos más de lo que supone ser mortales ya que en esa despedida consiste vivir. Solo llegamos en cierto modo yéndonos. Como les ocurre a los textos, como les sucede a los libros.

Tantas complicaciones podrían inducirnos a pensar que esto de la lectura es sofisticadísimo. Pero si nos ocupamos de tales asuntos es para reivindicar la sencilla acción de leer, o si se prefiere, la sencillez para leer, la lectura como máxima expresión de la sencillez. Y, en cierto modo, de la austeridad. Es indispensable no renunciar a una cierta inocencia, a una suerte de pureza, para acercarse a un texto y recibirlo literalmente, aunque ello no evite comprender su complejidad. Así ha de ser, pero la sencillez a la que aludimos tiene más que ver con la desnudez de quien despojado de todo accede a su propia epidermis. Sin esta corporalidad a flor de piel nos enredaremos en comentarios más o menos acertados o elocuentes, pero leer no es comentar. Casi deberíamos acallar ocurrencias y no ponerlo todo perdido de dimes y diretes. Hacer que el texto hable exige más un dejar que diga. Y no precisamente aquello que más necesitamos o nos apetece, como si buscáramos un remedio que ya presuponemos.

Es preciso saber esperar. Y eso no es ninguna pasividad. Es una actitud en acción. Insistir y persistir en el texto, incidiendo una y otra vez inscritos en él es proceder como procede la misma escritura. Leer escuchando es también leer escribiendo, reescribiendo. Es más, en última instancia solo se comprende un texto cuando como lector uno prosigue la acción de su escritura. En todo buen lector hay un escritor que humildemente se acerca con un gesto de reconocimiento y se deja decir como quien precisa algo con más contundencia que la más estricta necesidad. Solo en este sentido la lectura es inútil, es decir, no es fructífera para quien tiene expectativas prefijadas para su rentabilidad más inmediata, de acuerdo con intereses predeterminados. Leer nos sorprende y nos desborda.

Para que esto tan sencillo y tan infrecuente ocurra se requiere una posición, incluso del propio cuerpo que, sea el contexto que fuere, exige aislamiento, recogimiento, entrega, ascesis. Leemos como de despedida del ruido y de la proliferación de fatuidades que nos impiden oír y, por tanto, que dificultan un buen silencio, el que calla cuanto nubla el resonar del murmullo incesante. En él saltan gozosas las palabras para entrelazarse y tejer textos. Se requiere mucho amor y mucha pasión por las palabras, por la palabra, para procurarse ese recogimiento. De lo contrario, leemos y leemos sin que nada ocurra, sin que nada nos suceda.

Este distanciamiento no supone que se precisen peripecias o exorcismos para lograr un estado en el que situarse en disposición de leer. Al contrario, nuestras precauciones nos avisan de que el arrojo a la acción de leer nos convoca a no inundarlo todo previamente de cuanto emborracha la propia escritura y la impide decir clara, limpia y contundentemente lo que en su propia experiencia hace. Porque para leer hemos de hacernos cargo de que no se trata simplemente de lo que hacemos con el texto, él también hace, y mucho, con nosotros. Incluso por nosotros, aunque sea contra lo que ya somos. No es necesariamente nuestro enemigo, pero su amistad es la de quien llega con voz propia que está dispuesta a ser palabra.

Elegir leer es elegir elegir. Y ser lector es ser elector. Deseamos que ocurra algo distinto, diferente. Quizás, en definitiva, que se nos ofrezca una ocasión, una oportunidad de ser, de pensar de otra manera, de ser otros. Y esta es ya una necesidad bien distinta, la que brota de la voluntad de un vivir que no se sostenga en el puro durar de lo igual, esto es, en el aburrimiento.

Darse a la lectura

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