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El Roce del Hereje

Al mediodía siguiente se toparon con un granjero cuya carreta se había desplomado debido al peso de unos enormes fardos de heno. El hombre les dijo que uno de sus hijos se había unido a una banda el verano pasado y que el otro había ido a Conthas a ver el desfile y aún no había regresado. Clay decidió darle el medallón de Kallorek y le explicó lo poco que sabía sobre cómo utilizarlo.

—Yo esperaría a que oscureciese antes de usarlos —advirtió Clay, al tiempo que señalaba a los enormes centinelas con el pulgar—. Un hombre muy feo, muy enfadado y muy peligroso se va a pasar las próximas semanas buscándolos por todas partes.

El granjero lo agradeció profusamente y la primera orden que dio a los gólems fue despedirse con la mano de Clay y Gabe mientras se alejaban por el camino. Una imagen muy extraña.

—Allí está —dijo Gabe señalando una torre en ruinas en lo alto de una colina boscosa que se recortaba contra el blanco cielo otoñal.

Clay la encontró parecida a un dedo torcido o a un colmillo roto, pero luego recordó los carteles que habían visto en la ciudad de “La magnífica filacteria fálica de Moog el Mago”… y entonces la torre pasó a recordarle algo muy diferente.

—Parece que está en casa —dijo, mientras indicaba con la cabeza la humareda color turquesa que salía de un agujero en el ruinoso techo.

La puerta era la única parte del edificio que parecía estar en buenas condiciones. Era robusta y de roble, con una aldaba de latón moldeada con la forma del rostro arrugado de un sátiro que tenía un aro en la boca. Gabe hizo sonar la aldaba, que repiqueteó justo antes de que las facciones de la criatura cobraran vida.

—¿Zí?

Gabe se rascó la cabeza.

—¿Perdón?

—¿Tienen uztedez zita con mi maeztro? —dijo la aldaba.

—¿Qué?

—¿A qué han venido? —preguntó, con cuidado de usar las palabras adecuadas para que la pronunciación no se viera afectada por el aro de su boca.

Gabriel miró a Clay, que respondió con uno de los muchos encogimientos de hombros que tenía en su repertorio.

—Eh... ¿a visitar a Moog?

—¡A vizitar a Moog! —repitió el rostro—. ¿Y podrían loz zeñorez dezirme quiénez zon?

—Gabriel. Y Clay Cooper.

—Exzelente. Ezperen aquí, por favor. Mi maeztro vendrá en...

La puerta se abrió de repente y allí estaba Moog. Vestía lo que a Clay le pareció un pijama de una sola pieza, con pequeñas lunas y estrellas sobre el tono azul noche de la tela. Estaba más flaco que nunca, y su barba larga se había vuelto blanca como el algodón. También se había quedado calvo por la parte superior de la cabeza, pero le quedaba un flequillo ralo que llevaba muy largo. Sus ojos eran del mismo azul inquietante y resplandecían debajo de unas pobladas cejas blancas.

—¡Gabriel! ¡Clay! —El mago soltó una carcajada de júbilo y realizó un pequeño baile que solo consiguió reforzar la imagen de que estaba vestido como un niño. Luego los rodeó a ambos con sus larguiruchos brazos—. Por las tetas y los diosecitos, ¿cuánto tiempo ha pasado? —Miró la aldaba y frunció el ceño—. Steve, ¿no te he dicho mil veces que no hagas esperar fuera a mis amigos?

—Lo ziento, maeztro, pero eztoz zon los primeroz amigoz que vienen a vizitarlo.

—¿Los primeros? Bueno, puede que lo sean, pero... —Señaló a la puerta con un solo dedo—. Empezamos mal, Steve. Empezamos mal.

La aldaba consiguió fruncir los labios a pesar del anillo en su boca.

—Como uzted diga, maeztro.

—Bueno, se acabó. ¡Pasen, pasen! —Invitó a sus amigos a que lo siguieran. Como Clay había temido, la parte trasera del pijama solo estaba unida por un botón—. ¡Llegaron en el momento perfecto!

La casa de Moog era tal cual Clay se la había imaginado. La mayor parte del suelo de la torre estaba atestado de frascos alquímicos y toda una selección de peligrosos decantadores sin etiquetar. En una pared había estanterías repletas de libros y una colección bastante típica de ingredientes mágicos: calaveras sonrientes, manojos de hierbas y recipientes llenos de todo tipo de cosas, desde ojos flotantes hasta lo que bien podía ser tanto el embrión de un dragón, blanco como la leche, como un tubérculo calcificado.

En la pared de enfrente había apiladas una docena de jaulas de varios tamaños, cada una con una criatura diferente en su interior. Clay reconoció algunas, como un tejón o un zorrillo, pero había otras que le resultaron inquietantemente desconocidas, como un elefante del tamaño de un perro o lo que le pareció una comadreja de ocho patas con sendas cabezas a ambos lados de un cuerpo esbelto.

También era muy inquietante la alargada mesa de madera, iluminada con un haz de luz oblicuo, sobre la que había algo medio humanoide envuelto en una sábana blanca.

El mago se acercó a la mesa al tiempo que señalaba un caldero humeante que había en la chimenea.

—¿Tienen hambre?

Clay pensó en el humo turquesa que habían visto al acercarse a la torre por el camino. Hubiera lo que hubiese ahí dentro, parecía sopa pero olía a pelo quemado.

—Acabamos de comer, gracias. ¿Para qué?

—¿Cómo? —preguntó Moog.

—Llegamos en el momento perfecto ¿para qué? —apuntilló Clay.

El mago se volvió de repente y les dedicó a ambos una sonrisa cargada de pena:

—Para contemplar un milagro —explicó, mientras sujetaba la sábana.

“Que no sea un cadáver”, rezó Clay. “Por favor, que no sea un cadáver”.

Moog había sido un enemigo acérrimo de la nigromancia durante toda su vida, pero cuando se deja a un mago viejo solo en una torre durante mucho tiempo, lo normal es que tarde o temprano empiece a juguetear con poderes oscuros e insondables.

Moog jaló de la sábana con un gesto dramático y, por suerte, lo que había debajo no era una persona muerta. De hecho, no era una persona. Era un ent, como el que Clay había matado y talado para fabricarse su escudo. La diferencia era que Corazón Oscuro era un roble viejo y arrugado diez veces más alto que un hombre y tenía la fuerza suficiente como para partir un toro por la mitad. La criatura que tenían delante era un fresno pequeño y delgaducho. Y más importante aún: no estaba muerto.

Pero sí estaba muy enfadado. En el momento en el que vio a Moog, empezó a agitarse contra las cuerdas que lo ataban a la mesa. Tenía las ramas demasiado pequeñas como para considerarlas extremidades, pero las extendió hacia el mago para intentar atraparlo. Aunque la criatura parecía demasiado débil como para resultarle amenazadora a un hombre adulto, Clay recordó lo que había visto en Colina Hueca. Los ents del lugar eran enormes, capaces de tragarse personas enteras o incluso de partirlas como si fuesen ramitas, algo muy irónico.

Este tenía algo raro a pesar de su aspecto. Su piel, corteza o como se llamase la parte exterior de un árbol que en realidad no es un árbol, estaba moteada por un liquen oscuro. El hongo se había extendido por la mayor parte de su tronco y de su cara. Algunas de sus extremidades también parecían afectadas, y las hojas que colgaban de ellas estaban marchitas y eran de un marrón grisáceo, similar al de un pergamino que se ha sacado demasiado tarde de un incendio.

—¿Por qué...? —empezó a preguntar Gabe, pero se detuvo cuando el árbol giró hacia él con brusquedad lo que suponía que era su cara. La criatura soltó un chillido, una mezcla de gárgara y ronquido.

Moog le puso una mano tranquilizadora sobre el tronco y volvió a ganarse su atención. Las ramas retorcidas del ent arañaron débilmente su brazo.

—Shhh. Tranquilo, Turing. No pasa nada. Son mis amigos: Gabriel y Clay. Te he hablado de ellos, ¿recuerdas? Han venido a ver cómo te curo.

Turing parecía del todo indiferente. Una de sus ramas ennegrecidas rozó con suavidad el ojo de Moog, pero el mago la apartó de un manotazo con desinterés.

—¿Curarlo de qué? —preguntó Gabriel, y Clay se preguntó en ese momento si Turing había acudido a la torre a disfrutar de los efectos “fortalecedores” de la filacteria de Moog el Mago.

Moog alzó la vista. El júbilo había desaparecido de sus resplandecientes ojos azules y su mirada se había vuelto tan fría y dura como un charco congelado en pleno invierno.

—De la podredumbre —respondió.

Los magos eran personas obsesivas por naturaleza, y Moog no era la excepción. Desde que Clay lo conocía, había estado obsesionado con dos cosas.

La primera eran los osos lechuza, unas criaturas mitológicas que nadie que estuviese vivo en la actualidad había visto, pero cuya existencia Moog (y un grupo patéticamente pequeño de entusiastas de los osos lechuza) reivindicaba de manera incondicional.

La segunda era la podredumbre, que se había llevado por delante las vidas de muchísimos compañeros aventureros, entre ellas la del hombre que Moog había amado con todo su corazón: su esposo Fredrick. Moog tenía interés por encontrar la cura del Roce del Hereje incluso antes de que Fredrick se contagiase. Cuando ocurrió, se había preocupado cada vez más por conseguirla, como era de esperar. Al ver que los lazos que unían Saga empezaban a flaquear, el mago aprovechó la oportunidad para dejar la banda y dedicarse en cuerpo y alma a combatir dicha enfermedad.

Pero la podredumbre había resultado ser un enemigo implacable tanto para Moog como para su marido. Fredrick sucumbió a ella unos meses después de la separación de la banda, pero al parecer el mago no había renunciado a derrotar a su antigua némesis, la enfermedad que le había quitado lo que más amaba y solo le había traído desgracias.

Turing había muerto.

Era de noche, y Clay vio las estrellas asomando a través de los destrozados tablones del segundo piso. Gabriel sacó el caldero del fogón y luego encendió un fuego de verdad. Clay empezó a rebuscar en la despensa de la torre y encontró unas rebanadas de pan rancio, una cesta de tomates maduros y un queso curado que parecía un ladrillo. Lo uso todo para preparar unos sándwiches.

Moog había pasado la tarde refunfuñando sobre el cadáver del ent para luego pasar a refunfuñar entre el desorden del equipo de laboratorio que había por la casa y terminar sentado en las escaleras que daban al piso de arriba, refunfuñando. En ese momento se encontraba sentado con los brazos alrededor de las rodillas en un sillón enorme, también refunfuñando.

—Es inútil —murmuró, tal como había hecho cada pocos minutos durante las últimas dos horas. Aferraba su larga barba blanca con los dedos huesudos y no dejaba de mirar a un lado y a otro, como un hombre que acababa de envenenar a su esposa y esperaba que su fantasma apareciese en cualquier instante para maldecirlo.

—Hiciste lo mejor que pudiste —dijo Gabriel, aunque el cliché no sonó muy convincente.

Moog no se molestó en responder, pero volvió a murmurar:

—Es inútil.

Clay se pasó un buen rato rumiando su sándwich mientras pensaba en qué decir. Consolarlo parecía un esfuerzo vano, y además nunca había sido una de sus mejores cualidades. Optó por una táctica diferente, una que había usado alguna vez cuando Tally se empeñaba mucho en algo: la distracción.

—¿Todas esas criaturas de las jaulas tienen la podredumbre? —El mago le respondió con un asentimiento taciturno—. ¿Las has capturado tú?

Moog se revolvió en el asiento, contempló en silencio las jaulas y luego asintió.

—La mayoría, sí.

—¿Y eso es sensato? —preguntó Clay—. La Tierra Salvaje es un lugar peligroso.

Moog se frotó los ojos con el dorso de la mano. Sí que parecía un niño con ese pijama tan ridículo.

—Algunas de ellas, como Turing, las compré a unos mercenarios, pero quedan pocos que sean tan valientes como para internarse allí. Los Renegados lo hacen. Y también he oído que los Jinetes de la Tormenta acaban de llegar de una gira muy exitosa. Lo que me recuerda que seguro que mañana hacen un desfile en Conthas.

—Fue ayer —dijo Gabriel.

Moog se limitó a parpadear.

—Ah.

Clay se sacudió las migas de la camisa.

—¿Has contratado guardaespaldas, al menos?

El mago soltó un bufido e hizo un ademán señalando el humilde lugar en el que se encontraban.

—No podría permitirme pagar matones cada vez que necesito un espécimen —afirmó—. Me temo que la alquimia es una afición muy cara. La filacteria casi no me da para vivir. Por los fríos infiernos, ¡si no fuese por los impotentes de Conthas, estaría en la ruina! Además, cuando voy al bosque tengo mucho cuidado. ¡Soy un mago, por el amor de los dioses! No un vulgar ilusionista callejero que hace trucos de manos para ganarse unas monedas. ¡Puedo enfrentarme a unos pocos monstruos sin problemas!

La obstinada confianza de Moog estaba volviendo a resurgir, pero la preocupación de Clay empezaba a ir en aumento.

—No me preocupan los monstruos —dijo—. ¿Qué pasaría si...?

Fue la mirada de Gabriel lo que lo hizo callar, y Clay se maldijo por haber sido tan imbécil. El mago llevaba toda la noche afligido. Recordarle la muerte de Turing, o la de Fredrick, que venía a ser lo mismo, era contraproducente y cruel.

Pero Moog rio entre dientes, una risa llena de amargura.

—¿Si qué, Clay? ¿Si me contagio la podredumbre, quieres decir?

—Sí, eso mismo.

—Ya estoy contagiado.

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)

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