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A través del espejo

—Mira, tú no... —A Clay se le quebró la voz—. Si tú... —otra vez—. ¿Qué? No. Mira, es que... no —repitió como un imbécil.

Gabriel tenía el gesto embobado de alguien que se da cuenta de que un centauro lo acaba de atravesar con el extremo puntiagudo de su lanza.

El mago se limitó a levantar el pie izquierdo y quitarse la pantufla para que Clay viese la costra negra que le cubría los dos dedos más pequeños.

—No se preocupen —les aseguró—, no es contagioso. Solo hay una manera de agarrarse el Roce del Hereje: estar lo bastante loco para pasar más tiempo del debido en el bosque.

Clay pensó varias respuestas a eso, muchas de las cuales consistían en llamar a Moog maldito imbécil de mierda, pero las descartó.

—¿Por qué? —se limitó a decir.

—¿Por qué me puse en peligro? —Volvió a calzarse la pantufla y se sentó en el sillón—. Porque necesito especímenes que ya estén contagiados, como Turing. Tenía que probar las cosas que no funcionan y también las que consiguen algunos avances para continuar con mi investigación.

—¿Y por qué no les preguntas a —estuvo por decir “los podridos”— las personas que ya están contagiadas? Vimos a una en Conthas.

El mago encogió sus huesudos hombros.

—No podría alimentarlas. Además, si lo hago con gente... habría muchas emociones de por medio. Las de esas personas y las mías. ¿No ven cómo me puse por lo de Turing? ¡Y solo era un árbol! Que encima había intentado estrangularme mientras dormía —agregó Moog dedicándoles una sonrisa melancólica—. Voy a echar de menos a ese cabrón malhumorado.

—¿Y si no hay cura? —preguntó Clay—. ¿Y si estás perdiendo el tiempo? ¿Y si has echado tu vida por la borda para nada?

La sonrisa melancólica del mago no desapareció de su rostro.

—Bueno, ¿y qué otra cosa podría hacer? He dedicado casi la mitad de mi vida a buscar una cura para esta maldita enfermedad, y no he hecho casi ningún avance. No estoy casado. No tengo hijos. Tú tienes una pequeña, ¿no es cierto?

—Sí, pero...

—Ambos tienen hijas —continuó Moog—. ¿Cuántos tendrá Matty a estas alturas? ¿Cinco? ¿Seis? ¡Por las tetas de Glif! Es el puto rey de Agria. Y Ganelon... bueno, Ganelon ya sabemos cómo es. ¿Pero yo? ¿Qué legado voy a dejar yo? No tengo familia y ustedes son mis únicos amigos. ¿He hecho algo en toda mi vida que merezca la pena?

—Bueno... —Clay miró con desesperación hacia una caja que tenía grabado el rostro de Moog el Mago guiñando el ojo.

—¡Claro! A la disfunción eréctil sí la tengo bien tomada de... —resopló con tono burlón y cerró los dedos como si sostuviera algo imaginario que Clay prefirió no intentar averiguar qué era—. No —dijo finalmente—. La podredumbre le ha dado sentido a la mayor parte de mi vida. Puede que también sea lo que llegue a darle sentido a mi muerte. A menos que encuentre la cura, claro. Bien, ¿quién quiere una taza de chocolate caliente?

Clay abrió y cerró la boca. Podrían seguir así durante horas, dándole vueltas y vueltas a las mismas discusiones que arrastraban desde hacía años, pero sabía que no tenía sentido hacerlo. Moog era terco, como un osgo que se empeña en algo el día de su cumpleaños, y siempre había lidiado con los problemas de una manera un tanto peculiar. Lo que le había ocurrido con la podredumbre era la mejor prueba de ello.

Además... Gabriel levantó la mano.

—A mí no me importaría beber un poco —dijo.

Moog se puso de pie de un brinco. Vertió agua de un aguamanil en una tetera de latón y la colgó sobre el fuego. Luego se acercó a la despensa y sacó algo envuelto en una tela que resultó ser una gran porción de chocolate negro.

—Bueno, díganme. ¿A qué vinieron? —preguntó por encima del hombro—. No me digan que Matty los ha invitado al Concilio de los Reinos y se olvidó de mí.

—¿Al qué de los qué? —preguntó Clay.

El mago partió el chocolate y utilizó un mortero para hacerlo polvo.

—Ah. Creo que tiene algo que ver con que la Horda esté asediando Castia. Han dicho que un druin controla a todos los monstruos. Llegó a Cinco Reinos hace unas semanas y exigió una reunión con su excelentísima majestad de Grandual.

—¿Un druin?

—¿Dónde es la reunión? —preguntó Gabriel.

Moog los miró a ambos.

—Un druin, sí. Se hace llamar el Duque de los Confines.

Clay usó la lengua para quitarse una semilla de tomate de entre los dientes y colocársela debajo de las paletas.

—¿Desde cuándo la República tiene duques?

—No los tiene —aseguró Moog—. Dudo que ese druin tenga relación alguna con la República. De hecho, creo que ha dejado bastante claro que no le gusta mucho. Es posible que haya dicho lo de “duque” para resultarles más familiar a los reinos. Es un título lo bastante ceremonioso para llamar la atención, pero no es tan pretencioso como decir: “Dios Emperador Supremo de la Ciudad Antes Conocida Como Castia”.

—Puede que tengas razón —dijo Clay al tiempo que se encogía de hombros.

—O a lo mejor solo es un imbécil —sugirió Gabriel.

—Eso también —convino Moog y rio entre dientes—. Y el concilio va a tener lugar aquí mismo, en Agria.

—¿Y acudirán todos los monarcas de Grandual? —preguntó Clay.

—Los que puedan hacerlo lo harán sin duda —asintió el mago—. Y los que no, enviarán emisarios en su lugar. Sea o no un duque de verdad, tiene a cientos de miles de monstruos a sus órdenes, y eso le da mucha popularidad. Eso y que no todos los días se ve a un druin con vida.

“Cierto”, pensó Clay. Él solo había visto a unos pocos, y todos estaban ocultos en la Tierra Salvaje. Aunque los druin eran lo bastante raros como para que se los considerase inofensivos, tendían a mantenerse alejados de los asentamientos humanos, ya que la mayoría de las personas albergaban cierta hostilidad contra los inmortales que en el pasado las habían tratado como a esclavos.

Tampoco ayudaba mucho que se supiera que untarse la calva con sangre de druin era un remedio infalible contra la calvicie, un hecho que por sí solo los convertía en una presa jugosa para la mayoría de cazarrecompensas del mundo.

—¿Crees que los reinos enviarán un ejército? —preguntó Gabe con tono optimista.

Clay también estaba esperanzado, y sintió cómo la ilusión crecía en su interior. Si los reyes y las reinas de Grandual decidían enviar un ejército profesional contra la Horda del Corazón de la Tierra Salvaje, quizá pudiera volver a casa antes de tiempo.

“Ni se te ocurra pensar en eso, Cooper”, se dijo a sí mismo. “¿Cuánto tardarían en reunir un ejército lo bastante grande? ¿Cuánto tiempo les llevaría a tantos hombres y mujeres atravesar la Tierra Salvaje y cruzar las montañas? Meses, como mínimo. Puede que hasta medio año. ¿Y cuánto tiempo soportaría Castia el asedio?”.

—Ni idea —dijo Moog respondiendo tanto a la pregunta de Gabriel como las dudas de Clay—. Agria y Cartea se están atacando entre sí hoy en día. Los narmeerí suelen mantenerse aislados y los norteños no se llevan bien entre ellos, mucho menos con el resto de reinos rivales. —Echó algunas cucharadas de chocolate en dos tazas—. Y los fantranos... bueno, todo Grandual los separa de la Tierra Salvaje, y he oído decir que los hombres pez han empezado a realizar incursiones en sus costas.

—¿Te refieres a los Saig?

—Hombres pez suena mejor.

—Para nada —le aseguró Clay.

Moog se acercó a tomar la tetera cuando el agua comenzó a borbotear y luego vertió el líquido ardiente en cada una de las tazas y empezó a removerlo.

—Por cierto, no llegaron a responder a mi pregunta. ¿Qué los trajo a mi humilde torre?

Clay miró a Gabriel, que estaba ensimismado mirando las estrellas a través del suelo de la segunda planta. “Supongo que tendré que decírselo yo”, pensó al tiempo que soltó un suspiro.

—Nos dirigimos a Castia.

“Clink, clink, clink...” El repiqueteó de la cucharita cesó de repente.

—¿Qué? ¿Castia? Por los fríos infiernos, ¿por qué? ¡Está a punto de ser borrada del mapa por la mayor Horda que se recuerda desde la Recuperación!

—Sí, lo sabemos. La hija de Gabe está allí.

El rostro del mago se agrió al instante:

—Oh...

—Así que vamos a... —Clay tragó saliva. “Dilo ya, Cooper”—. Vamos a reunir a la banda... o eso esperamos.

Se quedó en silencio y esperó a que Moog empezara a poner excusas. Tenía el negocio de la filacteria y una cura muy escurridiza que encontrar. ¿Quién iba a cuidar de sus animales? Estaba muy cansado, muy viejo. Seguro que prefería morir lentamente a lo largo de los años que viajar a través del bosque negro y ser despedazado por monstruos. Tenía muchas razones para oponerse, pero esta última parecía la más probable.

Clay no iba a reprocharle nada si era la que terminaba por usar.

—¡Fantástico! Bueno, no lo de Rosa, claro —dijo el mago—. Es terrible, Gabe. Terrible. ¡Pero sí! ¡Sí! ¿Volver a juntar a Saga? ¿Reunir a los viejos colegas? ¿Cómo no me va a entusiasmar?

—Entonces... ¿vienes con nosotros? —preguntó Clay.

—¡Claro que sí! ¿Qué clase de amigo sería de no hacerlo?

Clay se sintió desconcertado al recordar la negativa tan enfática que le había dado a Gabriel cuando fue a su casa a pedirle lo mismo.

—¿Y tu investigación?

—Pues aquí seguirá cuando regrese. ¡Estamos hablando de Rosy! Además, tampoco es que tenga que preocuparme por contagiarme con la podredumbre en el bosque, ¿no? —Miró tanto a Clay como a Gabe, que compartían la misma expresión afligida—. No he puesto muchos peros, ¿verdad? Sí, da igual. Por supuesto que voy con ustedes!

Se acercó a Gabriel y le ofreció una de las tazas. Clay olió el aroma del chocolate caliente al pasar frente a él y empezó a arrepentirse de no haberle pedido uno también.

—Por Saga —dijo Moog, mientras entrechocaba su taza con la de Gabriel. Cuando estaba a punto de darle el primer sorbo, un fuerte retumbar agitó la puerta y oyeron a Steve hablar con el particular ceceo que le provocaba el aro que tenía en la boca.

—¿Tienen uztedez zita con mi maeztro?

Se oyó el murmulló grave de varias voces, y luego una voz bien reconocible gritó:

—¡Arcandius Moog! ¿Estás ahí, compañero? Soy Kal.

Clay y Gabriel compartieron una mirada de pánico.

Moog se acercó a la puerta:

—¿Kallorek? ¡Hola! Ahora...

Clay le tapó la boca demasiado tarde:

—Fuimos a casa de Kal para intentar recuperar la espada de Gabe —le susurró tan rápido como pudo—. Nos amenazó con matarnos.

—¿Te refieres a Vellichor? ¿Qué hace Kallorek con Vellichor? —preguntó Moog.

—Te lo explicaremos más tarde —respondió Clay, mientras le dedicaba una mirada intensa a Gabriel, quien había estado a punto de contárselo allí mismo.

—¿Estás con alguien, Moog? —La voz de Kallorek sonaba muy amistosa—. ¿Quizá con tus viejos amigos Gabe y Mano Lenta? ¿Qué te parece si abres y hablamos las cosas entre los tres?

Se volvió a oír la voz de Steve.

—Zeñor, ¿tienen uztedez zita con mi...? —La puerta retumbó con fuerza, como si la hubieran golpeado con algo muy pesado. La amabilidad de la aldaba desapareció al instante—. ¡Me han dado un puñetazo! Malditoz hijoz de... —Y la puerta volvió a retumbar, está vez con más fuerza. Steve se quedó en silencio.

—¡Moog! —La voz de Kallorek sonaba cada vez más ruda—. Abre la puerta.

El mago se zafó de la mano de Clay y se acercó a toda prisa a la mesa más cercana, donde yacía una bola de cristal colocada encima de un paño negro de terciopelo. El orbe solo mostraba una neblina grisácea; Moog dejó su taza a un lado y tocó la superficie con los dedos. Empezó a materializarse una imagen entre volutas de humo violeta. Un instante después, la imagen desapareció para dejar paso de nuevo a la neblina grisácea.

—Se la compré a la bruja que vivía aquí antes que yo —intentó justificarse, mientras le daba varios golpes sin que ocurriese nada—. Esta mierda no funciona la mitad de las veces. Juro que normalmente solo hay que... —Acercó la nariz a la bola de cristal y murmuró un conjuro en voz demasiado baja como para que se entendiera. Al ver que no ocurría nada, le dio un golpe con la mano abierta—. Pero qué maldita...

La imagen se volvió nítida de repente, y Clay sintió que se le encogía el estómago, como si un oso acabara de darle un zarpazo. Vio a Kallorek vestido con una armadura de escamas oculta bajo una capa de piel negra. Estaba rodeado por dieciséis guardias armados. Uno de ellos, que era especialmente grande y bruto, acechaba detrás de la puerta con una antorcha en una mano y una enorme maza en la otra. La aldaba había quedado reducida a un amasijo de metal retorcido.

—No... Pobre Steve —gimoteó Moog—. ¿Cuándo se ha vuelto Kal tan cruel?

Clay sospechaba que el agente había maltratado hasta a la mujer que lo había ayudado a salir del vientre de su madre, pero ahora no tenían tiempo para hablar del tema.

—Tenemos que salir de aquí —dijo—. ¿Hay puerta trasera? ¿Un túnel para escapar? —Echó un vistazo alrededor y vio que no había escapatoria a simple vista—. ¿Alguna manera de salir?

El mago se quedó pensativo durante un rato y empezó a asentir despacio:

—Hay una forma, aunque es un poco arriesgada.

“Un poco arriesgada”. Clay recordaba haberlo oído decir esas mismas palabras en más de cincuenta ocasiones. La mayoría de las veces daban lugar a una debacle salvaje, pero en otras ocasiones el mago conseguía algo milagroso de verdad.

Clay soltó un suspiró:

—Bueno, ¿qué quieres hacer?

—¡Id al piso de arriba! —Moog señaló lo que quedaba de los tablones—. Antes tengo que buscar algunas cosas. —Lo primero que tomó fue la bola de cristal, que envolvió sin demora en el paño de terciopelo antes de meterla en una bolsa. Luego tomó varios frascos, que arrojó en la bolsa sin preocuparse por si podían romperse—. ¡Vamos! —apremió—. Iré detrás de ustedes.

Clay comenzó a subir por las escaleras, y Gabriel lo siguió de cerca. Al llegar al segundo piso, empezaron a buscar desesperados una manera de escapar. El techo de la torre se había derrumbado, y sobre ellos relucía un manto de estrellas. La escasa luz de los astros les permitió ver una cama que había junto a una pared, otra estantería llena de libros, una mesa de noche y ninguna salida. Hasta las ventanas estaban demasiado altas para escapar por ellas.

Gabriel se quedó contemplando el cielo nocturno con la boca abierta.

—¿Qué? —preguntó Clay, que también alzó la vista y no vio nada fuera de lo común. Volvió a preguntar—: ¿Qué pasa? ¿El cielo? ¿Las estrellas?

—No son estrellas —murmuró Gabe.

—¿Cómo? ¿Qué...?

“No son estrellas”, repitió en su mente. “Son arañas”. Miles de ellas que resplandecían con luz tenue, una constelación muy dispersa que se recortaba contra el firmamento y que se sostenía sobre una tela invisible. Tanto Gabe, como él se quedaron quietos al instante, clavados en el suelo, invadidos por un miedo primario y paralizante.

“Quién nos ha visto y quién nos ve”, pensó Clay con sarcasmo. “Nosotros, que hemos llegado a enfrentarnos a un dragón e incluso le preguntamos sin prisas cómo prefería la paliza que íbamos a darle. ¡Y ahora nos asustan unas arañas que brillan en la oscuridad!”.

Varias de las criaturas empezaron a resbalar por la tela para acercarse y mirarlos más de cerca. Clay hizo todo lo que pudo por ignorarlas y gritó hacia las escaleras que tenía detrás.

—¿¡Moog!?

—¡Voy!

Echó un vistazo al piso inferior y vio que el mago metía varios objetos de última hora en su bolsa, que obviamente era mágica: un bastón, una varita, una vara, una daga con gemas engarzadas, una estatua de ónice con forma de gato, media docena de sombreros, unos pocos libros, una pipa, dos botellas de brandy, un par de pantuflas andrajosas...

Se oyó un fuerte crujido, como el tronco de un árbol al romperse, y la puerta se dobló hacia adentro sin llegar a romperse.

Al mismo tiempo, cientos de arañas empezaron a descender de la tela para ver a qué venía tanto escándalo. Fue una visión muy inquietante, ya que parte de la mente de Clay aún pensaba que las arañas eran estrellas y se estremeció al creer que el cielo caía sobre su cabeza. Reprimió las ganas de vomitar por un sinfín de razones y luego gritó con todas sus fuerzas:

—¡Moog!

—¡Ya voy! —respondió el mago, también a los gritos.

Había empezado a abrir las jaulas de su zoológico de la podredumbre. El elefante que tenía el tamaño de un perro corrió a toda prisa hacia la puerta, y Moog hizo un gesto con la mano y pronunció una palabra para prender fuego bajo el crisol de vidrio más grande que tenía. Luego colocó dentro un frasco con un líquido rojo y comenzó a subir los escalones de dos en dos. Alzó la vista al llegar al segundo piso y vio el rictus de terror en el rostro de Gabriel.

—¡Oh, han encontrado a mis mascotas!

—¿Mascotas? —dijo Gabe con tono escéptico—. Moog, son arañas.

El mago hizo un ademán para quitarle importancia.

—¡Son inofensivas! Bueno, la mayoría de ellas. Una me mordió una vez y me volví invisible durante una semana. Asombroso en verdad, pero terriblemente complicado ir de compras. Como sea, son útiles porque se comen a los murciélagos —dijo y arrojó la bolsa en manos de Clay—: Sostén esto.

Luego se inclinó junto a la cama, extendió el brazo y tomó un espejo que medía de largo lo mismo que Clay de alto.

Gabriel lo señaló:

—¿Eso es lo que creo que...?

—Exacto —confirmó Moog, sin dejarlo terminar la frase—. ¡Espero que siga funcionando! —dijo metiendo un dedo en el cristal, como si comprobase la temperatura de un estofado. Unas ondas se extendieron desde su dedo y distorsionaron el reflejo de Clay y Gabriel, que lo miraban con el rostro cargado de preocupación.

El espejo tenía un gemelo y ambos estaban encantados, por lo que se podía entrar por uno y salir por el otro, sin que importara la distancia que hubiese entre ellos. La banda lo había usado con anterioridad para rescatar a Lilith, la esposa de Matrick, que en su época era la princesa de Agria. Había sido secuestrada en su decimoctavo cumpleaños por un pretendiente que terminaría por convertirse en un secuestrador, un noble de poca monta empecinado en llegar a ser rey. Habían entrado en el espejo que se encontraba en los aposentos de la doncella y salido por el que se encontraba en la alcoba real justo a tiempo para evitar que el noble despojara a la princesa de su preciada virginidad.

Habían tenido mucha suerte porque, de no ser así, la chica no podría habérsela ofrecido a Matrick esa misma noche.

La puerta de la torre salió despedida y quedó convertida en astillas, y Kallorek y sus matones entraron en el lugar liderados por aquella mole que portaba la maza.

Moog negó con la cabeza.

—Mierda, creí que... —Hubo un estallido de luz y el crisol del piso de abajo explotó en una nube de humo de un naranja reluciente. El mago les hizo señas para que entraran en el espejo—. ¡Rápido! ¡Adentro! —gritó.

—¿Qué fue eso? —preguntó Gabe, que se había cubierto la boca, mientras las volutas de humo empezaban a rodearlos. Los ojos le ardían, y olió un dulzor nauseabundo similar al de una fruta madura a punto de pudrirse.

—¡Mi filacteria! ¡Rápido! —gritó Moog entre el coro de toses y estallidos de cristales que venía de abajo.

Clay se decidió al ver que nadie daba el primer paso. Negó con la cabeza, se maldijo por ser siempre el primer imbécil y saltó al espejo como quien se arroja directo a su muerte desde un acantilado.

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)

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