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El Concilio de los Reinos

Habían pasado unos cuatrocientos años desde que la Comitiva de Reyes había derrotado a la última Horda del Corazón de la Tierra Salvaje en Lindmoor y dado por finalizada la Guerra de la Restitución, pero aquel lugar aún parecía un campo de batalla. Todos los arroyos por los que corrían aguas subterráneas lo habían transformado en un cenagal infecto. A finales de verano la mayoría terminaron por secarse, excepto unos pocos charcos fétidos por aquí y por allá. El suelo era un lodazal lleno de restos a medio enterrar: armas destrozadas, armaduras oxidadas, huesos mohosos de monstruos grandes y pequeños. En la distancia se distinguían bosques de píceas al este y al oeste, tierras de labranza al norte y un río lento y ancho al sur. Al otro lado del río, en un día despejado como aquel, se veía la sombra achatada y azulada del castillo que poseía Matrick en Brycliffe.

En mitad de la turbera se alzaba un montículo cubierto de hierba llamado la Isla de las Ánimas. Era el lugar (o al menos eso les contó Matrick mientras el séquito a caballo del rey se dirigía hacia allí), en el que Agar el Calvo se había enfrentado a un infernal, una criatura que Clay suponía que era una especie de campeón de las hordas de la antigüedad. Solo las había visto en tapices y cuadros, y ningún artista las representaba de la misma manera, aunque todos tendían a colocarlas sobre una montaña de cadáveres y darles el aspecto de un monstruo horrible y muy aterrador.

—Agar consiguió matar al demonio —explicó Matrick—, pero las heridas terminaron por acabar con su vida. Su nieto, Agar el Imberbe, se proclamó primer rey de Agria. Desde ese momento, cuando los cinco reinos se reúnen para tratar temas de gran importancia, lo hacen aquí, en la isla.

Lilith soltó un bostezo largo y escandaloso. Iba junto a él, envuelta en una capa de armiño y montada en una yegua blanca e imponente.

—¿Por qué se llama isla? —preguntó Moog—. Yo diría que parece más una colina.

Matrick miró a su esposa antes de responder.

—En primavera este lugar se inunda por completo y lo único que queda a la vista en varios kilómetros a la redonda es la isla. Bueno, y la otra parte del nombre viene de que Agar el Calvo fue enterrado ahí y los espíritus de los caídos en Lindmoor acuden todas las noches a rendirle homenaje.

—¿En serio? —preguntó Gabriel con tono escéptico.

—¡En serio! —dijo Matrick con orgullo.

—¿En serio…? —repitió Moog, que había empezado a frotarse la barbilla, intrigado.

—¿En serio? —se burló la reina—. Juro por la barba del Señor del Estío que tengo lavanderas que hablan menos que ustedes tres. —Señaló a Clay con una mano cubierta por un guante blanco—. Keil al menos sabe cuándo mantener el pico cerrado.

—Me llamo Clay.

Lilith le dedicó un mohín cargado de arrogancia:

—Con lo bien que lo estabas haciendo.

La colina estaba rodeada por un grupo de curiosos boquiabiertos que tenían la esperanza de ver con sus propios ojos a un druin de verdad. Habían extendido mantas y traído cestas de merienda, y tenían la clara intención de pasar el día allí. Alguien estaba vendiendo brochetas de castañas asadas, y una emprendedora ofrecía “auténticos muñecos druin”. Moog compró uno por cinco monedas de cobre, y resultó ser poco más que un calcetín relleno, con botones en lugar de ojos y un par orejas endebles de tela cosidas en la parte superior. Aun así, el mago parecía muy satisfecho con su compra.

Al llegar a la isla y subir por la suave pendiente, encontraron a las dos delegaciones esperando junto al monumento azotado por el viento que había arriba. Los sirvientes del rey empezaron a montar un toldo alrededor de una enorme mesa de cedro que habían traído en una carreta desde Brycliffe, y Matrick y su grupo de nobles agrianos se unieron a los invitados extranjeros.

La compañía de Fantra era femenina en su totalidad. El feudo de la Reina Salina era matriarcal: los marineros, los soldados y los trabajadores solían ser hombres, mientras que las mujeres conformaban en su mayor parte el núcleo de mercaderes y tenían los puestos más importantes en el gobierno y el ejército. Aunque era un reino díscolo en el que los gremios de mercaderes aparecían y desaparecían con la frecuencia de las mareas, a los orientales les gustaba recordar al resto de Grandual que nunca habían perdido una guerra contra los reinos vecinos.

La delegación estaba liderada por una joven que se presentó como Etna Doshi. Era bajita y fornida, y caminaba con el contoneo fantrano que servía tanto para mantenerse en equilibrio en la cubierta de un barco como para dárselas de bravucona arrogante. Tenía la piel bronceada por el sol y el rostro curtido como una vela; y sus llamativos atuendos —pañuelos de colores chillones, un fajín ancho y todo tipo de joyas ordinarias—, le recordaron a Clay a Lady Jain, quien les había robado en el camino de Conthas. Etna llevaba su pelo negro recogido en una red plateada adornada con zafiros relucientes y conchas marinas de un azul brillante. Tenía también una cicatriz arrugada junto a la comisura de los labios que hacía que su gesto tuviese siempre cierto deje desdeñoso.

—¿Doshi? —saludó Matrick al tiempo que le estrechaba la mano—. ¿Tienes relación con...?

—Mi madre —respondió antes de dejarlo terminar.

—¡Espléndido! ¿Y cómo está esa vieja murciélaga ciega?

Etna se sobresaltó por un momento ante la franqueza del rey, pero su gesto desdeñoso no tardó en convertirse en una sonrisa.

—Sigue ciega —dijo, mientras le guiñaba el ojo—. Y también sigue siendo la mejor almirante de la ilustre armada de la Reina Salina.

—¿Llegó a descubrir esa isla perdida de la que siempre hablaba?

—¿Te refieres a Antica? —Etna negó con la cabeza—. Esa vieja tonta no ha dejado de buscarla, y eso que le dije que tendría más suerte encontrando un hombre honesto en Marea Baja.

Matrick rio sosteniéndose la panza con una mano. El pícaro convertido en rey siempre se había sentido como en casa en la costa de Fantra, donde hasta las abuelitas podían llegar a considerarse unas estafadoras de lengua viperina y se las estaría describiendo con benevolencia. De hecho, se llevaba muy bien con la madre de Etna y solía decir que ella le había enseñado todo lo que sabía sobre barcos. Y muchas de las cosas que sabía sobre mujeres y sobre dagas.

—Mano Lenta.

Clay giró y se topó de frente con Maladan Pike, Primer Escudo de Kaskar. Pike había sido mercenario en el pasado, líder de una banda llamada los Invasores. Tenía un par de hermanos mayores, gemelos, que no dejaban de pelearse por ver quién iba a heredar el trono de su padre, pero ambos habían muerto a manos de un jefe ogro particularmente cruel y prodigiosamente feo llamado Ikko Umpa. Pike había suplicado a su padre que le diera la oportunidad de vengar a sus hermanos, pero el rey del norte no quería arriesgar la vida de su único heredero, por lo que contrató a Saga para que acabara con el ogro. La banda había cumplido su parte del trato y, desde aquel momento, el reticente príncipe de Kaskar había tratado a Clay y a sus compañeros de banda con una mezcla de resentimiento sosegado y respeto poco entusiasta.

—Pike —saludó Clay.

—Oí decir que habías muerto.

—Más o menos. Me casé.

El Primer Escudo resopló.

—¿Tienes hijos?

—Uno. ¿Tú?

—Siete —dijo y su pecho se hinchó un poco—. El mayor ya es casi de mi tamaño y podría estrangular a un yethik con las manos desnudas. ¿Y el tuyo? Apuesto mi caballo a que es un asesino despiadado como su padre.

Clay reprimió un estremecimiento y le dedicó una sonrisa.

—Es una hija, en realidad. Se dedica a coleccionar ranas.

—Oh —exclamó el norteño con gesto afligido, mientras se alisaba la canosa barba contra la garra de oso de seis dedos grabada sobre su coraza de cuero tachonada—. Lo del caballo era broma, ¿eh?

—Por supuesto —dijo Clay.

La metedura de pata del Primer Escudo quedó ensombrecida, literalmente, por la llegada de un barco volador que descendió hacia ellos muy rápido.

Clay intentó disimular su asombro ante los que lo rodeaban, mientras el galeón descendía de los plomizos cielos. Él y su banda habían encontrado muchos barcos como ese naufragados durante sus giras —la mayoría entre las ruinas del Dominio—, pero todos eran pecios de velas ajadas y cascos astillados. Los últimos años había oído rumores de que se habían hallado barcos voladores más o menos intactos, pero los había considerado falsos hasta que terminó por ver uno de ellos surcando las nubes sobre Coverdale. Aun así, Clay creía que nunca llegaría a ver uno de cerca.

—El Segundo Sol —anunció Moog, que se colocó junto a él—. El buque insignia de la mismísima sultana.

Para Clay era un barco como cualquier otro, menos las velas, que tenían una forma parecida a la de las hojas de una planta y estaban dotadas de unos montantes de metal que chisporroteaban con una electricidad azulada y resplandeciente. Bueno, y también estaba el hecho de que volara, claro.

—¿Buque insignia? —preguntó—. ¿Eso significa que Narmeer tiene una flota entera de barcos como este?

El mago rio:

—No, claro que no. Puede que tengan uno o dos, pero me sorprendería si hubiera treinta barcos voladores en todo el mundo que estén en condiciones de funcionar. Encontraron el Segundo Sol enterrado en las arenas que hay cerca de Xanses. He oído decir que la Reina Salina de Fantra también tiene uno. Son algo que no puede faltar entre las propiedades de un buen monarca.

—Los estoy oyendo, ¿eh? —dijo Matrick.

El rey miraba con codicia el galeón flotante, del que ahora sobresalían un par de enormes anclas que llegaban al suelo. Los soldados narmeeríes lanzaron con mucha destreza unas redes con las que cubrieron el casco, y luego un palanquín cubierto por unas cortinas empezó a descender por una polea.

Clay también tenía la mirada clavada en el barco.

—¿Cómo? —fue lo único que consiguió articular.

Moog se rascó la incipiente calvicie de la coronilla.

—¿Que cómo vuela? ¿Ves esos orbes que parecen de metal que tiene a ambos lados?

Clay asintió. Había dos de ellos a la altura de la proa y otros dos a la de la popa. Los cuatro estaban rodeados por unas volutas de niebla dispersa.

—Los veo.

—Son motores de marea —dijo el mago—. Están formados por una serie de giroscopios hechos de duramantio puro y accionados por la electricidad estática de las velas.

Clay nunca había oído hablar de los motores de marea, y estaba segurísimo de que no tenía ni la menor idea de lo que era un “giroscopio”. Del duramantio siempre había creído que dicho metal era un mito creado por los mercaderes para vender espadas diez veces más caras.

—O sea, que es mágico —murmuró.

Moog volvió a reír.

—No se puede decir con exactitud que lo sea, pero algo así.

Ocho kaskarianos enormes, vestidos con faldas plisadas de bronce y sandalias con correas hasta las pantorrillas, cargaron con el palanquín que los narmeeríes habían bajado del barco y lo llevaron hasta la colina. Los norteños, sobre todo los rubios de ojos claros, se ganaban muy bien la vida como guardaespaldas de élite de los nobles narmeeríes. La mayor parte de los que se dedicaban a ello eran parias o criminales, y Clay se dio cuenta de que los guardias de la sultana ponían mucho cuidado en evitar la mirada del Primer Escudo cuando soltaron el palanquín y se apostaron a ambos lados. La enigmática gobernante del reino más meridional se quedó en el interior del palanquín, mientras un trío de representantes con barbas trenzadas y túnicas estampadas murmuraban entre ellos.

Los carteanos llegaron al fin cuando empezaba a anochecer, y cruzaron el antiguo campo de batalla en unos robustos ponis. Los pendones azules y amarillos del Alto Han se sacudían lánguidos, pero al alcanzar la cima la intensa brisa otoñal los hizo flamear y agitarse.

—¡Mi reina! —se dirigió el jinete principal a Lilith. Clay supuso que este era Obolon Han—. ¡Mire lo tieso que se me pone el pendón cuando usted está cerca!

Este comentario provocó una risa gutural entre los hombres que lo rodeaban y dibujó una extraña sonrisa de satisfacción en los labios de la reina. Clay miró a Matrick y al guardaespaldas, al que ella había llamado Lokan durante el desayuno, y no supo discernir cuál de los dos parecía más ofendido.

El Han desmontó con la facilidad de alguien que se levanta de una silla y avanzó hacia ellos con toda calma. Iba flanqueado por dos efectivos de la Guardia Córvida, que se destacaban por las alas tatuadas que tenían debajo de las clavículas. Los tres hombres lucían una franja negra pintada sobre los ojos y los tabiques nasales, y cargaban al hombro con sendos arcos compuestos y también con un sable desenvainado que les colgaba de la cintura.

Obolon eran un hombre bajo pero de complexión fuerte, con hombros anchos y músculos compactos envueltos por una capa de grasa que evidenciaba que le gustaba comer y beber solo un poco menos de lo que amaba montar a caballo y luchar. Sus brazos estaban llenos de cicatrices de batalla, así como los de los hombres que iban detrás de él, y los tenía bronceados debido a la cantidad de días que pasaba bajo la luz del sol. Su cabeza y sus mejillas estaban desprovistas de pelo, pero lucía una barba rala en la barbilla que a Clay le pareció muy ridícula, la verdad.

Los ojos estrechos y de párpados grandes del Han le resultaban muy familiares, y mientras intentaba recordar si lo había visto antes en algún lugar, Gabriel inspiró con fuerza a su derecha:

—Mierda —susurró con tono incrédulo por encima del hombro de Clay—. El más gordito.

Clay frunció el ceño. No... “Por la Benévola Doncella”, se dijo para sí cuando captó el sentido de las palabras de su amigo, e intentó mantener la boca cerrada. Ese hombre, el caudillo que lideraba las tribus de Cartea, sin duda era el verdadero padre de Kerrick, el hijo de Matty. “No es de extrañar que Matty lo odie. Esperemos que ambos estén a la altura y no monten un numerito en el concilio”.

Obolon se detuvo ante el rey y extendió sus fornidos brazos a la espera de un abrazo.

—¡El viejo rey Matrick! Hace mucho que no nos vemos. ¿Cómo está mi chico?

Clay suspiró. Parecía que la tranquilidad no iba a durar mucho. Moog se encontraba a su izquierda, y arqueó tanto las cejas que le llegaron casi hasta la coronilla.

Algunos de los guardias del rey intercambiaron miradas furtivas, pero Matrick se limitó a apretar los labios y dedicarle una sonrisa forzada.

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

El otro siguió hablando sin inmutarse:

—Es un pequeño glotón, ¿eh? Es cosa de familia. ¿Es por eso que no puedes permitirte defender tus fronteras de mis incursiones? ¿Has tenido que vaciar las arcas del reino para alimentar a ese pequeño bastardo mío?

Matrick fingió no hacerle caso, pero Clay vio cómo la fuerza de la costumbre hizo que los dedos del rey intentaran aferrar las empuñaduras de las dagas que no llevaba encima. No a la vista, al menos. Al fin y al cabo, si el rey quería dejar a alguien lleno de agujeros, contaba con una docena de guardias que con mucho gusto lo complacerían.

—¿Y quién es este semental? —La amplia y soberbia sonrisa del Han se ensanchó aún más cuando vio al resentido guardaespaldas de Lilith—. ¡Parece que no van a tardar mucho en tener otro guerrerito en la familia feliz!

Lokan tenía más orgullo y menos sentido común que Matrick, por lo que no tardó en desenvainar la espada.

Obolon gruñó e hizo lo propio.

Y Matty, que sí había estado ocultando un par de dagas, las sacó con un solo movimiento.

Un instante después, la Guardia Córvida cargó los arcos, Maladan Pike y sus norteños envueltos en pieles blandieron las hachas y los piratas vestidos de seda de Etna Doshi desenvainaron las cimitarras. Los brutos rubios de la sultana levantaron largas lanzas y los fulminaron a todos con la mirada, también a Clay y a sus compañeros de banda, que eran de los pocos que estaban desarmados en la isla.

Y fue así como la sombra de las alas de un wyvern cayó sobre los lores y damas de Grandual.

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)

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