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CAPÍTULO 6

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Leandro

Antes de salir a correr, preparé un desayuno y lo llevé al jardín que mamá había armado en la terraza del edificio. Se las había ingeniado para incluir una zona con césped, macetas, una pequeña fuente con piedras y un deck. ¿Lo mejor de todo? Ser dueños de una increíble vista del barrio de Palermo, uno de los más lindos y menos ruidosos de Capital Federal.

El día era ideal para salir a respirar un poco de aire fresco. Pero, cuando estaba a punto de tomar mi último sorbo del café, mamá apareció envuelta en su bata rosada y calzando pantuflas. No tenía buen aspecto, no se había arreglado, cosa que hacía todas las mañanas.

—Oí que te levantaste, quise estar un rato con vos —me respondió cuando le pregunté si le pasaba algo—. ¿Estoy cometiendo algún crimen?

—No, pero es raro verte con este aspecto. —Me sonrió y pasó una mano por mi pelo, revolviéndolo un poco—. Mamá, ya sabés que odio eso.

—Y por eso lo hago.

—Ahora entiendo a quién salí tan malo.

Reímos.

—Contame, ¿en qué andas?

—Nada nuevo. Empecé la facultad y por ahora sigue todo en orden.

—¿Te gustan los profesores que tenés?

Alcé las cejas. Me sonrojé un poco hasta que me di cuenta a qué se refería.

—No están mal.

Ella sonrió. Luego giró su cabeza hacia atrás y se levantó.

—Estoy preparando más café, ¿querés?

—Emmmm…

—Por favor, ¿vas a negarme un café?

Sonreí.

—Por supuesto que no, ma.

Durante mucho tiempo tuve una relación muy cercana con mamá. Pero cuando comencé a transitar el mundo gay, me fui alejando porque no quería mentirle; ni reuní el valor para contarle la verdad. Siempre supe que mamá me aceptaría. Sin embargo, todavía no me sentía preparado.

Las preguntas siguieron durante el desayuno, me preguntó sobre mi vida y si tenía a alguien «corriendo por mi mente». Eso me dejó pensando, la verdad es que no me interesaba nadie. Quizás… No, no sé qué sentía en realidad por Gastón. Cuando lo vi en el gimnasio me había embelesado, después terminó por irritarme con esa superioridad y con la humillación de la pileta. La verdad era que no tenía definido cuáles eran mis sentimientos hacia él.

Cuando salí a correr, me noté un poco pesado, de seguro por las medialunas de grasa que mamá había llevado junto con el café. «Te veo muy flaco», me había dicho obligándome a comer no menos de cinco. «No te alimentás bien», me repitió cada vez que no aceptaba una más. «Si no lo haces, podes desmayarte». Yo estaba mejor que nunca, pero ella no lo veía así. La complací y comí todas.

Recordé la noche anterior: Los gestos de Gastón, la humillación que él había sentido y el chillido de su novia. Ahora que lo pensaba, no estuvo bien tratarlo de esa forma. ¿Me estaría convirtiendo en mi primer novio?

Sacudí la cabeza y deseché la idea. Mis actitudes distanciaban mucho de las de Nacho. Él sí fue una basura, yo no era como él.

Una bocina me sacó de mis recuerdos y me hizo frenar. Había llegado a una esquina sin darme cuenta. Si hubiera seguido, el auto me habría levantado por el aire.

Estaba agotado y no tenía más ganas de seguir corriendo.

El ejercicio, que siempre dejaba mi mente en blanco, no estaba dando resultado.


Julián me esperaba de pie en la puerta de entrada al edificio.

—Ey, ¿cómo va ese entrenamiento?

—Bien, ¿vos?, ¿cómo estás?

—Bárbaro. Quiero hablar con vos.

Nos sentamos en el banco de cemento de la vereda y esperé a que hable, pero como no lo hizo, tomé el mando.

—Perdoname, no quise insinuar que eras superficial…

—Yo soy el que tiene que disculparse. No dijiste nada malo. Es que… me dejé llevar.

—¿Está todo bien en casa?

—La verdad que no.

—Sabés que estoy para lo que sea.

Julián tomó mi mano. Temblaba.

—Lo sé —dijo sonriendo—, pero tengo mis miedos…

Apreté un poco su mano.

—¿A qué?

—No me gusta estar solo, desde que papá nos dejó… Tengo miedo, Lean.

—No seas tonto —dije—. Voy a estar siempre para vos. Somos amigos desde hace años y no te vas a librar fácilmente de mí.

—Gracias —respondió con una pequeña sonrisa—. ¿Y cómo fueron las cosas el sábado?

Le conté los resultados del plan y también lo poco satisfecho que me sentía.

—Te gusta el profesor.

—No sé lo que siento. Ahora me irrita mucho, pero pienso en lo que le hice y… no estuvo bien. Nada bien.

—Pedile disculpas la próxima clase. Y no sigas adelante con lo que sea que tenías pensado.

—¿A qué te referís?

—Los profesores no pueden salir con alumnos.

No me había pasado por la cabeza salir con Gastón, pero ahora que Julián me recordó que estaba prohibido, me tenté. Salir con un profesor sería algo completamente tabú.

—Que ni se te ocurra, Lean —insistió.

—Nah… Quedate tranquilo que no lo voy a hacer.


Era hora de encontrar a otro gay en el armario. Entré al bar que, por ser domingo, estaba bastante lleno. Me acerqué a la barra, apoyé los codos arriba y me dediqué a examinar el lugar.

—¿Te puedo servir algo?

—Sí, una…

Conocía esa voz.

Giré despacio, deseando estar equivocado. Mis manos sudaban, mi corazón palpitaba rápido y yo no respiraba. Estaba aterrado.

Nuestros ojos se encontraron. Por un segundo, creí que me reconoció.

—¿Y?, ¿vas a pedir algo? —dijo con esa voz grave y rasposa que me perseguía en las pesadillas.

—¿Dónde está…? —Me aclaré la garganta, pero aun así la seguía sintiendo seca—. ¿Dónde está Ramiro, el barman de siempre?

—Enfermo, ¿qué vas a pedir?

Seguía igual. El mismo estilo, la misma belleza. Sus ojos marrones me escrudiñaban, su boca fina estaba tensa y tenía alzadas sus cejas pobladas. Parecía algo pálido, tal vez producto del cigarrillo. Vestía una remera gris ajustada a su cuerpo que me permitió observar que seguía yendo al gimnasio, aunque no lo veía tan fibroso como antes.

Se acercó más a la barra. Olí la mezcla de su perfume con el cigarrillo; me trajo viejos recuerdos. Todavía lo deseaba. Me dio asco, pero era verdad, con solo verlo y oír su voz, volví a ser aquel chico de dieciocho años que se había enamorado de él.

Nacho entrecerró los ojos.

—¿Nos conocemos?

—¿Eh? —Moví la cabeza hacia ambos lados—. No creo.

—Si —dijo con una sonrisa mientras asentía—. Te conozco, no sé de dónde, pero vos y yo… —Me alejé un paso de la barra—. ¿Cómo te llamas?

—Tengo que irme. —Me sentía mal y un poco asustado. ¿Estaba temblando? No, yo había cambiado, ahora era más fuerte. Entonces, ¿por qué me pasaba esto?

Me dirigí a la salida del bar sintiendo sus ojos clavados en mi nuca. Cuando salí, el aire caluroso me pegó en el rostro. Frené un momento para recuperarme. Respiré profundo y detuve el temblor.

Frené a un taxi, Le pedí que me llevara a casa.

Cuando arrancó, volví a mirar hacia el bar. Un escalofrío corrió por todo mi cuerpo.

Tabú. El juego prohibido

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